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jueves, septiembre 17, 2009

Genaro Aguirre Aguilar: Sobre la obra de Manuel Salinas


Lo propio y extraño en la obra de Manuel Salinas

La ciudad es, pero también se decide qué hacer para poder ser.
La ciudad es la planeada, pero también la vivida, sentida, recreada o nombrada. He aquí un acto de interpelación que deviene reinvención cuando sus habitantes definen una agenda que termina por desdibujar lo institucional para explorar en lo simbólico.
Del ordenamiento citadino oficial pasamos al entramado redefinido por los habitantes en su calidad de usuarios y viandantes, dando paso a la emergencia de una configuración mundo donde los actos, las miradas, los gustos, los cuerpos; las marcas, los signos, los nodos, son dispositivos estratégicos en la configuración de esa otra ciudad, la habitada, la nombrada, la reinventada; la propia como la extraña, la nuestra y la de otros, esa misma que se construye en la suma de lo efímero o en las tantas representaciones de las experiencias humanas, por lo que de la ciudad singular trasmutamos a la plural y diversa.
No son pocas las experiencias lúdicas e informales que han terminado por incidir en el desarrollo de proyectos artístico de diverso cuño: corrientes pictóricas, incluso posturas conceptuales que han podido culminar en reformas al pensamiento o al propio orden social; ni qué decir del vagabundeo o las andanzas como ejercicio de exploración, reconocimiento y registro del acontecer diario que terminan en montajes escénicos o fílmicos.
Un poco en ese sentido pudiera ser la (a)puesta fotográfica de Manuel Salinas Arellano, quien bajo el nombre “Lo propio y extraño” busca recuperar parte de los 27 años de su incesante trabajo fotográfico, un artista que ha alcanzado no sólo una madurez visual sino también conceptual como producto de una biografía multirreferenciada que ha pasado por lo académico, la producción audiovisual, la investigación y el arte.
Si existe la posibilidad de detener el tiempo, de manipular los instantes, de dejarse llevar por un aprendizaje que ha encontrado entre la emoción y la mirada disciplinada una forma de expresarse o representa lo cotidiano, la síntesis de ello pudiera hallarse en la obra de quien reconoce ha hecho de la fotografía la ocasión para aspirar al conocimiento; para tender puentes entre la razón y lo que se revela diariamente, sacudiendo las estructuras formales de la vida social urbana para dialogar con ese imaginario colectivo que nos conduce por las posibilidades de una identidad comunitaria. Sin descontar que se está ante una obra de quien por igual ha aprendido a sortear los avatares de la vida para que sea su arte una alternativa en el entendimiento de otras miradas, otros cuerpos, otros proyectos; de ese otro mundo donde personajes, roles trastocan espacios y lugares urbanos para redefinir el sentido del estar y ser en la ciudad de Veracruz.
Tal cual lo propone el colombiano Armando Silva, en el trabajo del ex docente universitario, podemos reconocer una suerte de cartografía citadina que reorganiza desde las periferias y los otros escenarios de enunciación urbana, no sólo lo que la ciudad es sino la que podemos sentir cuando nos asomamos a los intersticios de una cotidianidad que se fragmenta en los oficios o las costumbres de esos otros actores, en la liquidez de los momentos de todos aquellos otros regularmente ausentes en la retórica de planeación institucional urbana, política o cultural. Entre “lo propio y extraño”, Manuel Salinas ubica su mirada sobre aquello que considera oportuno, urgente, común, cotidiano; aspectos sobre los que reflexiona y decide dejar para la posteridad.
Si bien una mirada artística que ha madurado con el tiempo (esto se aprecia en la disposición del plano, el punto de enfoque, la textura, el objeto y sus temas), el fotógrafo sabe lo importante que es reconocer la oportunidad, como también cuando es necesario planear y organizar la puesta en escena (quizá algo que reste aliento a los estados naturales de lo cotidiano, pero eso es lo que también importa y vale en el arte mismo); algo propio de quien entiende el oficio de la mira y el sentido para conjugar la técnica con una perspectiva conceptual.
Punto y a parte es la manipulación que sobre su obra realiza Salinas, quien con la incorporación de la tecnología digital tiene un dispositivo que facilita re-visitar las realidades capturadas con su cámara fotográfica, logrando texturas, matices capaces de trastocar lo mundano para dar paso a paraísos que posibilitan explorar en otros universos de representación visual.
Los periodos que comprende esta exposición abierta desde el pasado 8 de septiembre en la sala de exhibición de Las Atarazanas, no sólo son un testimonio visual, también tomas de postura frente a la cotidianidad veracruzana, esa que transcurre lenta pero continua, que de no ser por la magia y el oficio fotográfico, tendríamos memoria pero no ese registro visual que le da un toque de nostalgia apresurada ante lo efímero de un presente que suele escurrirse entre el futuro y el instante de lo que se nos ha ido.

Gabriel Fuster: "Mas si osare un extraño enemigo


MÁS SI OSARE UN EXTRAÑO ENEMIGO

En el segundo día de lucha contra el despreciable personaje que llegó para habitar mi cuerpo inerme, el sórdido inquilino que se hace llamar Roberto Luis Estévez por sistema y matemática ciencia guerrera, toda la pólvora azul que estalla mi inteligencia en altozano, la quedan cubriendo lluvia y vientos cruzados en la blasfemia y se me ordena matar a una persona por primera vez.
A decir verdad, el intruso apareció sin sorpresa, como continuación de lo leído en la cartilla militar. Sin embargo, le llevó un día entero a Roberto Luis, con redobles de tambor y gran cigarro, el tomar total control sobre mi respuestas motrices. Yo, frontera limitada por dos brazos cruzados, quiero yacer enterrado en mi habitación con honores y entra el forastero en su carro de psicotrópicos para coronarlo en la ocupación igual que se alzan las fichas de su juego de damas, pero nunca sospeché que un rumor tan venido de lejos quisiera encaminar mis zapatos ocupados al territorio del homicidio. La guerra llegó entonces, porque a juzgar por lo que yo recuerdo, la metralla entre los libros me dejó los años malheridos y me brotó del corazón este himno sobre las charcas de ojos exprimidos en las calles, vibrando con medidas ondas concéntricas al paso pesado del nuevo soldado, y me rehusé. No sirvió de nada, por supuesto, porque Roberto Luis era más fuerte y peligroso, desencadenado asedio a partir que se durmieron torres espinosas bajo el mismo bostezo del guardián de mi envoltura terrestre y pedestre. Al momento de mi claudicación, yo lucía cansado, demasiado débil, harto de soportar mi enfermedad y llorar a mi yo ausente.
El blanco en la mira era el hermano menor de mi madre, el tío Ciro. Si Roberto Luis hubiera ordenado cometer mi atentado en contra del Papa, o el Presidente de los Colores Unidos de América o cierta figura pública del ámbito deportivo o cultural, yo pude deferir mis respetos en un traje de luto durante la ejecución, pero ¿el tío Ciro? Un tipo con calvicie prematura a los sesenta y tantos años, un psicólogo atípico y llamando las cosas desaparecidas como las novias que le fueron espantadas por la abuela, debido al temor de perder un enfermero eficiente hasta los 102 años de vida que vivió. No puedo creerlo, ¿Por qué el incomodo inquilino dentro de mi cerebro querría a tal persona insignificante muerta?
-¿No se te antoja borrarlo del planeta? –pregunta Roberto Luis, siempre que elevo mi inconformidad.
-¿Quién? ¿El tío Ciro? No manches, ni siquiera en la dentadura tiene una corona – replico.
-Precisamente, los dos grandes problemas de la humanidad son la sobrepoblación y la pobreza. La solución es matar a los pobres. Y el pobre tío Ciro es esplendido candidato dentro de estas tareas de limpieza.
-Si quiero matar al tío Ciro, ¿Qué necesito? Ah, un matamoscas.
Roberto Luis suelta una carcajada. Yo había aprendido a reconocer esa miserable carcajada, oída a mitad de la noche, cuando mantenía el equilibrio con mis piernas recostadas y puesta la atención a la programación para desvelados dentro del televisor, pero estando muy cerca de caer en el abismo de un profundo sueño, la terrible carcajada acaba uniéndose a la atmósfera como el látigo a la piel del caballo. Otra vez, un toque de escarnio que habría insultado la vena risueña de Rabelais. Roberto Luis suelta la carcajada y me hace burla. “¿Quién? ¿El tío Ciro? Sí, el tío Ciro, el mismo que te tuvo cercado con un oprobio inexistente y los azotes intermitentes de su cinturón, montando su propio acto probatorio de las teorías de Piaget. No me digas que no te importa esto, cabeza dura”
-No me digas cabeza dura
-Tienes que clavarle un flechazo al tío Ciro en el estómago.
-Estás loco, no puedo hacer eso…¡No voy a hacerlo!
-Claro que sí. Lo vas a hacer y lo vas a hacer correctamente, como todo un asesino a sueldo. La palabra suicida no es como muchos creen, el que mata a un suizo. No, un suicida sabe poner por encima de las mezquinas conductas antisociales, los supremos intereses personales.
-A mí no me mires, la genética me ha jugado una mala pasada con los parientes distanciados. De haber tenido opción, no habría elegido a los abuelos perfectos.
-Piénsalo bien, de cada diez personas que merecen morir por causas naturales…cinco son la mitad.
Destellos de lógica deóntica diversifican mi pensamiento. En el fondo, tenía una desconfianza profunda frente a los tíos solterones, a los solitarios del Club del Sargento Pimienta. Incluso frente a la gente que se las sabe arreglar para vivir en la podrida, comprimida cámara secreta del retiro voluntario, celebrando al viajero inmóvil de Camus, pero cuando les da la gana tomar sus vacaciones del piso de autoservicio, piden asilo en una llamada, para terminar por oírlos orinar, en la obscuridad, en el fondo de la casa. Repentinamente, hallo la carta de despedida al cartero, escrita en diferentes épocas, donde las cosas son muy diferentes “a como las contó Ciro a los efesios”. El problema está contado en parte, pero también hay que imaginárselo. El ciclo de Ciro, porque el tío Ciro fue muchas cosas, o más bien, muchas personas, desde sus comienzos. Por ejemplo, el buen pariente bebía vino directamente de la botella, a vista y paciencia de las viejas películas caseras, para convertirse en el admirador de mi papá, a quién lo tomaba de los hombros, lo remecía y proclamaba a gritos: “Tienes una familia hermosa”. Y, a la vez, era el Doctor en Psicología que se olvidaba de las etapas de felicidad doméstica y tenía la manía de contradecir y pelearse con su cuñado sobre un asunto de dinero y poder, al punto de provocarle un episodio de esquizofrenia, donde éste cree que despierta una mañana en un lugar llamado simplemente La Villa y donde todos sus habitantes utilizan un prendedor con numeraciones romanas para facilitar el robo de identidad. Yo represento el número Seis, el tío Ciro es el número Dos y se parece al tío Ciro, excepto por las gafas de armazón negro de pasta, sin cristal, pero dotados con nariz de plástico sobre bigote postizo. Si escogemos a un tío Ciro en desmedro del otro, nos quedamos con una visión incompleta de su personalidad y en consecuencia, de su sentencia de muerte. El cartero llama dos veces, aunque nunca podrá competir con el repartidor de pizzas.

Escena tercera, acto primero: El tío Ciro reza una novena en su cuarto. Aguarda un segundo y escucha que llaman a la puerta. No tiene un quinto. Quienquiera que sea el que toca, tendrá que esperar un buen rato a que el tío Ciro atienda el timbre eléctrico. Él padece un serio cuadro de artritis, además que era muy tarde para esperar visitas. La tonada tubular abarca una octava. Très bien. Yo me paro bajo la luz del farol y percibo las malas palabras en la ocupación de hablar solo, los torpes movimientos del tío Ciro observándome detrás de las persianas. Atónito, parpadea varias veces y logra reconocerme. Abre la puerta.
-Hijo, no me avisaste que venías
Yo recargo la caja de pizza contra su pecho y lo empujo al interior.
-Traigo pizza
-Suena bien. Cené opíparamente, pero creo que puedo comerme un octavo del radio elevado al coseno de la constante de su diámetro partido por pi y según la base de la raíz cuadrada de siete, sobre el tamaño de la pizza completa. ¿Tiene anchoas?
-Aceitunas, pero al menos no tengo que pedirte que me aguantes los cubiertos.
-Bueno, en algunos países es típico comerla a través de la oreja. Si no lo haces, se considera un insulto personal contra la madre de todos los comensales dentro de la habitación. Por cierto, ¿Cómo está tu madre?
-Ella murió hace quince años
El tío Ciro parpadea nuevamente. El dintel sobre la entrada luce un moño negro que recuerda el triste suceso y el hermano repara en el error
-Es cierto, ¿Cómo pude olvidarlo?
La mano cubierta de manchas de la edad cierra el pasador detrás mío. Yo camino a la sala de estar, iluminada por los vitrales empezando el crecimiento del pasillo. El tío Ciro me sigue a corta distancia. Él viste un atuendo solo visto en películas en blanco y negro, como Plan 9 del espacio exterior. Larga bata de dormir que adquiere un desespero como cortinas de ducha con el degeneramiento de su estructura ósea. Ambos nos miramos hasta la confianza permitida. La gota fría está en mi cara al empezar y me avergüenzo dentro del momento que levanta la murmuración: Esto es una locura. Basta imaginarlo con boina y bastón, para enaltecer sus arrugas. Es un viejo verde, desdentado. Ni siquiera capaz de recordar sus inclinaciones políticas, cuando eran tiempos mejores. ¿Cuál es el punto de todo esto?
Y Roberto Luis Estévez responde: “No importa lo que recuerde. Tú recuerdas Oz al final del triste caminito de los adoquines amarillos y punto. Ahora, si te hace sentir mejor, dile que vienes a matarlo y sin permitir quejarse”.
-¿Sabías que los aztecas migraron en pos de Salma y la perfomance de la serpiente?
Obviamente, no me había visto en años y supone que ante una adivinanza tendrían que amarrarse nuestras vidas. En algún momento perdimos contacto, el de una agujeta que ya no vuelve a pasar para hacer el nudo y porque no lo quiso, no tuvo mi cariño. Mi respuesta es telepática: “Lo que sea, tío Ciro. Ahora veo las cosas del modo que un niño maltratado sufre de nombres cabales. Estoy buscándolo arrodillado bajo la mesa del comedor, en la ruta donde un sentimiento de culpa regresa al origen con las patas de las sillas. Y es que los chicos deben de tener su lugar, un lugar donde ellos sepan que pueden jugar, esconderse, ensuciar y romper durante el breve rodeo y ser felices escrutando su sexo con ayuda de un rompecabezas. Por supuesto, señores padres, es conveniente que este lugar no sea muy alejado de la luna y claramente dibujado con un dragón con plumas, pero no hay que asustarlos con seres que no existen. Llegado el caso, háblales de una perfomance con serpiente y guarda la imagen en monedas, banderas, sellos oficiales, en todos lados”.
-Lo sé, desconocer los siete pecados capitales es como infringir el octavo –respondo.
Enseguida brindo un pellizco por reproche de abuso y compadre. El tío Ciro retrocede al sofá, frotándose el brazo. Yo lo obligo por los hombros a sentarse y éste opone resistencia un momento, pero lo vence la pérdida de elasticidad muscular. Y como en los elementos sacerdotales de la física jónica, tomo el cojín de hule espuma y lo oprimo contra su rostro, haciendo un fugaz saludo. La asfixia llegó más rápido de lo que imaginé, pero en todo ese tiempo le suplicaba a Roberto Luis Estévez que se detuviera. Chilla el alma que participa y quiere empuñar la cerradura obturada, cuando del sótano viene un incendio a consolarla y borrar mis huellas en la escena del crimen.
-Muy eficiente- Roberto Luis aplaude.

¿Qué hace un asesino para entretenerse? Pues, matar el tiempo. En el día cuatro de pelea contra el invasor apenas vislumbrado, una segunda muerte fue ordenada. El objetivo es una mujer que ni siquiera estoy seguro que todavía se mantenga disfrutando los dones de la vida. Yo la he nombrado boluda, porque ella nunca devolvió todas las pelotas que perdíamos al otro lado de la barda. Su nombre es Mariquita Linda y su casa retrocede ante un arreglo de ciento cuarenta y cuatro tejas y las va impulsando el exótico jardín que es una reminiscencia del Mahjong. Así que, apréndelo a jugar de una vez por todas.
Dieciséis fichas de vientos fortalecen la ronda y soy más pequeño que un insecto. Repentinamente, me encuentro frente a la máquina del tiempo. No hay remedio, debo matar a la anciana recitando sus mantras a la dilatación de la ventana.
-¿Por qué debo ser el uno ejecutor a sangre fría? –repito por milésima vez en un periodo de cuarenta y ocho horas.
-Por ninguna razón en especial. Simplemente, veo las muertes que están entre nosotros desde ahora. Si usted no vio la misma película, no averiguará hasta el último minuto que el asesino misterioso es el mayordomo.
La anciana abre la puerta, dejando claro que ha perdido a toda su servidumbre.
-Busco trabajo –digo sin mayor preámbulo.
-¿Sabe impermeabilizar techos, muchacho?
-Puedo hacerlo
-Mmm, creo que me vendría bien una serie de reparaciones en mi monotonía
-Pablito clavó un clavito en la calva de un calvito…
-¿Qué cosa?
-Vamos, repita mis palabras
-Mis palabras, mis palabras
-No, ponga atención a lo que digo: ¡Jugar cascarita sobre una cáscara de plátano, duele!
-¿Cascarita?
En medio del porche, que en algunos países es llamado Logia, tenemos nuestro terrible secreto, conocido ya por todo el pueblo, pero que, de cualquier forma, habríamos que sepultar al final.
-Oye, tú eres el mocoso que me estropeaba mis rosas con sus balones de caucho.
-Baila para mí, vieja
-Prefiero estar arrestada en Manchuria.
-¡Maldita bruja, te dije que bailes!
-¡Calla, despreciable perro sarnoso! ¡Eres tan estúpido y tan feo como tus juegos de pelota, primero debí adivinar que eras un vil ratero por tu mal aliento! ¡Te odio!
No la escucho más. Tal paroxismo de rabia y politonalidad llevan mi hacha al juramento de niño explorador. Y la tajo en pedacitos para abonar su jardín. Ouch, fueron sus últimas palabras ante el frío cortante. Nuevamente, los esfuerzos corporales obligatorios para la defensa caen al fondo de una cubeta metálica. Las hormigas, con su minucioso divagar, descubren los sesos esparcidos que se deben a la tendencia de dejar la cordura por donde pasaba y van a perderse en una grieta en la losa. ¿Lo que siento es agrado? ¿Dejaré las sobras al forense?
-Me gustó la parte donde tú acomodas su tentáculo mutilado al mango, para sugerir que era zurda –indica Roberto Luis, arriba del camión regresando de Pachuca, con varios kilos de exceso de equipaje.

En el sexto día de batalla contra el extraño enemigo que osara profanar con suplantes mi aliento, se me ordenó matar otra vez. Y maté siete personas en un solo golpe, igual que aplastar la colilla de un cigarro. No obstante, el protocolo de los Derechos Humanos debe marcar la diferencia aquí entre masacre y acto terrorista, puesto que los muertos y heridos en el conteo consignado por escrito, todos debieron mezclar con oportunidad sus heces con sus preces o al menos haber insultado a la persona que los ataca. Otros signos vienen después, bajo hipnotismo. Roberto Luis Estévez pega fuerte y sabe pegar en los sitios que duelen. El aprendizaje de estas técnicas hizo que, en su día, me demorase mucho más de lo que había previsto para disparar al grupo sindical que se encontraban desplegando la bandera rojinegra afuera de la fábrica inalterable, y ver la repetición instantánea en televisión. Pum, pum. El tirador solitario es un programador de computadoras de 41 años y sin empleo, luego de ser despedido por acoso a una de sus colegas de nombre Lorena Herrera Fajardo, pero tan cuestionable el desliz como el olor de un pedo en público, cuando lo expeles y culpas a otro. Resentido por el cese, ya regresa a su lugar de trabajo con tremendo fusil de asalto automático para incursionar en una juerga asesina contra dos de sus colaboradores más cercanos, fallando en su intento de matar a la misma Lorena Herrera Fajardo. Notimex informa: Ex-trabajador de maquiladora fronteriza de tamalitos congelados regresa fuertemente armado y termina la huelga.
Ay, incapaz de desobedecer una orden directa, no tengo idea si Roberto Luis Estévez era simplemente una alteración de la ira ciega, comúnmente llamado Síndrome Amok, o fuera una posesión demoniaca o un dybukk o un poltergeist o un alienígeno de la cuarta dimensión o un alma en pena que cobra valor cuando regresa un fantasma que los micrófonos logran captar o una vulgar alucinación por desequilibrio mental. Creo que he leído demasiadas novelas fantásticas, pero lo que sí puedo tener en claro que Roberto Luis llegó el preciso momento de mi ordalía laboral a pan y queso, susurrando el convite con que amanezco: “Aquí huele a huevo podrido”. Por otro lado, la nueva maldición y la nueva ciudad opacan a una de las masacres más famosas y alevosas, bautizada la matanza de San Valentín de 1929 en Chicago, donde Al Capone mandó a matar a un grupo de gangsters que no le dieron regalo. O la matanza de la noche de Tlatelolco, ya de 1521, ya de 1968, donde los ejércitos acabaron rendidos, pues matar a tanta gente desarmada es muy agotador, sobre todo si lo tienes que hacer a mano.

En la guerra de una semana que llegaba su fin, Roberto Luis declara: Ahora es momento de matar a Lorena Herrera Fajardo.
-¡Cállate ya! –grité con todas mis fuerzas
Roberto Luis insiste en sus instrucciones, indica con ladridos que imitara a un perro de ataque y me fuera encima de ella, para que le mordiese el cuello y le llenara el pecho de sangre y saliva, lo que puede parecer parco. No lo es. Lorena resume, desde su nombre, largas tradiciones del gusto vulgar. Yo, por mi parte, soy una copia de la copia del guardián en el centeno. No tengo un diploma escolar que rece: “El señor fulano obtiene el grado de Licenciado en tal o cual rubro profesional y etcétera”. No tengo amigos colocados en puestos importantes del Gobierno o del Sector Empresarial. Nunca he salido del país ni tengo pasaporte. Las mujeres no experimentan un trastorno de celos por mí. No tengo patria, excepto nueve muertos.
-La felicidad es un arma tibia, soldado
-Quizás, señor. Al fin y al cabo la Sturmgewehr 44 la quiero para llevarla al terreno abierto y satisfacer mis deseos, los más obscuros, los más perversos. En cambio a Lorena la quiero para…¡Caramba, que coincidencia!
-No la hagamos esperar
A veces Jekyll, a veces Hyde, ambos desdoblamientos caminan a trancos por la oficina que no es suya. Lorena se esconde bajo un escritorio, teme una mala noticia.
-Hola Lorena. Mi neurona está esperando abajo, en un taxi. Pero hágase un favor y marque el 066, para que manden todos los policías que tengan a hacerme los mandados. Aunque, sabes, preciosa, yo no estuve aquí…
Lorena encuentra su boca negra para cantar nu-nu-NO, al sonoro rugir del cañón.





Cristina Caballero: SOMOS ÁNFORAS DONDE EL TIEMPO SE OCULTA



SOMOS ÁNFORAS DONDE
SE OCULTA EL TIEMPO


Hilar en la distancia
los retratos enmohecidos

esa flor palmira
que crece en otra arena
de dunas
perpetra su sello
con el agua
piedra azul
atrapada en mi clepsidra
¿seremos esos
algún día?

Lina no lo sabe
como niña
cabriolea
horizontes más benignos
siempre aguardan

un muchacho
azul todo
se mantiene lejos de su abuela
taciturna
cana

no seré yo
no seré
parece
que ahora piensa

otro amigo
en la distancia
un día
hace eones
nos fuimos
de todos los caminos
que pudieron
encontrarnos

rojo sílice
macera mi dolor
un hambre abrió
su necio tumbo
la tormenta afuera grita
pero esta noche
no deseo que se vaya

transcurren los segundos
mis amigas vuelven a ese puerto
en la TAPO
se reencuentran con Rosalba
para algo
dice Lupe

la cita cumple
aunque de ella
hubiéramos huido

el don de ubicuidad
siempre nos acecha
todas las palabras
que un día
no escuchamos
ahora dicen su sonido
estridente
o suave
marcan nuestra piel
¿la mía?
que ahí
ha estado
que aún espera
espera

Lourdes Franyuti: Intelecto contra Estética






INTELECTO VS. ESTETICA

Paseando por la Feria del Libro en Xalapa y escogiendo entre diversos temas los libros de mi interés, abordé a un muchacho con el afán de preguntarle por el evento más esperado en la Feria: el encuentro con José Emilio Pacheco.
Antes de contestarme, me revisó con la mirada y contestó con otra pregunta:
“¿Para qué quieres ir?” No entendí el significado de su cuestionamiento. Al ver que no le respondía, insistió en su curiosidad. Volvió a hacerme la misma pregunta.
Muy molesta le respondí que admiraba al escritor y quería conocerlo.
Las palabras textuales de él fueron:
“Una lectora burguesa pretende entrar a nuestro mundo”.

La apariencia del individuo era desagradable. El cabello largo amarrado con una liga, barba, camiseta desteñida, pantalones de mezclilla y tenis sucios.
Le pregunté por su mundo… ¿A qué círculo tan exclusivo pertenecía?.
“Al mundo de los intelectuales, los únicos pensadores racionales que existimos”.
Al conocer su respuesta un tanto pretenciosa, medité el término “intelectual”: Aquella persona que dedica una parte importante de su actividad vital al estudio y a la reflexión crítica sobre la realidad.
Es muy respetable el libre actuar de estos grandes pensadores. Lo que le preguntaría al joven intelectual sería: “¿El intelecto está peleado con la estética?”.

El ser intelectual no censura ni reprende una agradable apariencia.
Puedo poner de ejemplo a Carlos Fuentes, Jorge Luis Borges, Thomas Mann o Mario Vargas Llosa, todos ellos han aportado a la Sociedad parte de su intelecto reflejado en sus obras; a ninguno se le ha visto despeinado, desarreglado o desarrapado.
Si bien, el ser intelectual hace a una persona un ser pensante, la pregunta queda latente: ¿el requisito para entrar al mundo de los intelectuales es volvernos sucios o desaliñados?.

Como humilde lectora, reconozco el mérito de todos aquéllos que han aportado su gran pensamiento a la Sociedad y de igual forma agradezco que nos lo transmitan a través de los libros, lo que sí repruebo es que se quiera homologar el término “intelectual” con “andrajoso”.

Iván Medina: El ósculo de Lilit



El ósculo de Lilit
A P. T.
.................."That human gore is not
..................my customary food.
..................The delight that I seek from
.................. woman’s veins is frankly sexual”


................... Fred Saberhagen




Durante el beso pasional mis inquietas extremidades magreaban sobre cada una de las partes de ella. Repentinamente sentí un goce ardiente en el labio inferior, la temperatura se incrementó concentrándose en esa área magullada; por consiguiente la mucosa dejó derramar una sustancia salada y densa que velozmente recorrería a voluntad las encías, la dentadura y mi lengua entera. En ese instante advertí su placentera lengua fuerte como la de una serpiente que se entretenía sin cesar sobre la herida provocando una profusa irrigación. Entonces fue que a lapsos, su boca sedienta succionaba la cálida mezcla excedente entre saliva y sangre profiriendo jadeos resonantes. Debo confesar que el terrible ardor tras la mordida, imposible de ocultar, me hizo verter algunas lágrimas; pero la pura idea de yacer juntos me obligó a aguantar el penetrante dolor.
Una vez que la débil exhalación matutina violó el sórdido interior de la tasca, sus jugosos y suaves labios se desunieron de los míos, y sorprendido pude observar su cara extasiada con las pupilas completamente en blanco, también miré a través de sus fauces un par de destacados columelares entintados con un color rojo refulgente, por lo que espantado me aparté violentamente a una corta distancia de ella. Su rostro totalmente transformado, al recuperar su dulce naturalidad perdida, entreabrió la pequeña boca de un rosado pálido y sacó prontamente su insaciable lengua para lamer las comisuras marchitas y babeantes. Después, sin pronunciar palabra, me dirigió una penetrante mirada con unos ojos fríos que de un bello color verde turquesa, su iris se volvió de un tono bermejo opaco y carente de brillo. Colocó tiernamente sus dedos índice y medio en mis lastimados belfos haciéndome experimentar un estremecimiento glacial, e impidiéndome musitar alguna palabra, depositó en mis manos su gargantilla con una hermosa cruz de plata de la Orden de Santiago. Aquel mismo collar que tímidamente ladeado se refugió temeroso de la muchedumbre entre sus admirables senos de blancura azulada. Acto seguido, esa criatura pelirroja, grácil y embrujadora, me volvió la desnuda espalda y se marchó majestuosa. La perseguí con la vista absorto a través del estrecho corredor hasta verla abandonar el garito. Allí, desprovisto, aquel ser dionisiaco, nocturno y siniestro, me abandonó sin volver a saber de ella jamás.

Después de aquel fatal incidente expuesto, a ti, estimado confidente, mis lentas jornadas trascurrían abrumadas por la remembranza de Lilit, y antes de concluir el mes, caí enfermo de un deterioro anímico acompañado por diversos síntomas: una intensa fatiga, fiebre, convulsiones y pesadillas angustiosas de seres rapaces cubiertos de pelo. No deseaba comer ningún tipo de alimento, ni beber siquiera líquidos, pero lo más extraño de los semejantes signos era que mi piel al hacer contacto con la luz solar era invadida inminentemente por lacerantes llagas. Lo único capaz de darme reposo durante mi convalecencia en esos momentos de trastorno en la cual estaba recluido, fueron exclusivamente los intrincados acordes de Massenet ejecutados con un poderío sublime por Anne – Sophie Mutter en su violín.

Mi anciana madre preocupada por mi delicada vitalidad contrató los servicios permanentes de Paloma Toscana; una joven y encantadora estudiante de enfermería, para velar por mi salud. Ignoro cuántos días pasé con el referido malestar, pero pronto descubriría en la noche mi mejor refugio y junto a esa insólita revelación la intensa ansiedad interna hacia la carmínea fuerza de la vida. Fue durante una fresca noche de primavera en la cual gozaba de las tiernas atenciones de la enfermera que en consecuencia de un inapropiado manejo del bisturí, la filosa hoja metálica abrió su palma de la mano izquierda procurando un fino torrente sanguíneo de un llamativo matiz rubí, en aquel momento sin previa conciliación de mis sentidos y excitado por el estímulo inspirador del aroma de su estro, encontré impetuoso empuje y me arrojé a su lesión para absorber el líquido vital entregándome por completo a la voluntad del placer.
Aún recuerdo sus irascibles reclamos pronunciados lindamente:
-Espera..., espera. ¿Qué haces?, ¿Estás loco? ¿No sabes que desangras más de lo debido la incisión?

Sordo a sus protestas ante peculiar deleite, su impulso fue separar la mano con brutalidad de mi boca y con la vista baja como dudando de mi reputación abandonó resuelta la alcoba. Ignoré su respuesta e inmediatamente después fui envuelto por un profundo estupor, me arrojé a la cama y dormí profundamente con la tranquilidad de un infante. Al siguiente día, inexplicablemente para mí y para la cándida enfermera, mis males habían desaparecido. Para ese entonces, dada mi repentina recuperación, mi mamá instaló en casa a la jovial Toscana para que continuara con su aprendizaje médico a cambio de sus cuidados. En cuanto a mí, volví con entusiasmo a retomar mis actividades académicas, sin embargo, transcurridas algunas semanas, similares indicios del mal se volvieron a apoderar de mí. Durante esa ocasión, en un anochecer particular de breves pero perturbadores ensueños, vi secuencias de imágenes confusas de sarcófagos exhumados por moradores de antiguas poblaciones abriendo los pechos de los difuntos con cruces similares a la que Lilit me entregara. Desperté intranquilo y sudando frío, e inconscientemente tomé la resplandeciente cruz soñada y me incorporé de la piltra como si debiera ir hacia algún lugar, y así fue. Sin saberlo inicié una marcha de forma mecánica y me dirigí sigilosamente al cuarto de la tierna Paloma, al que entre más me acercaba más podía escuchar la agitación de mi resuello. Al cruzar el umbral de su habitación, allí estaba acostada ella, sumida en un sueño dulce e inofensivo, vistiendo con una seda tan fina que no ocultaba en nada la figura encantadora de su cuerpo. Me arrodillé junto a ella tan cerca para colocar la gargantilla, símbolo de iniciación, y fue de tal modo que pude sentir su calor. En ese momento, totalmente complacido para poder mordisquear su aterciopelado cuello, largo y esbelto, aparté su sedoso cabello a lo que ella cedió inclinando sumisamente su cabeza tras un suspiro. El corazón de ella palpitaba vertiginosamente, lo que hizo destacar su vena yugular que no dejaba de pulsar. Turbado más voluptuosamente de lo debido, mis manos acariciaron sus formas bellas y de un sobresalto, obedeciendo al instinto del deseo profané su espíritu. Al afrentarla, ambos gemimos al penetrarla suavemente, poco después, chupé con paulatina concupiscencia y delicadeza un flujo puro y rebosante de vigor sólo para obtener lo necesario y sobrevivir; dejando así, un claro indicio de dos hoyuelos ensangrentados en la garganta y algunas gotitas tiñendo la albura del camisón como evidencia de aquella gozosa saciedad.


BREVE AUTOBIOGRAFÍA de IVAN MEDINA
Mexicano de nacimiento. Radico en la Ciudad de México y tengo 34 años. Nací el 29 de noviembre de 1974. Tengo una hija llamada Saskia Ivana. Estudié la carrera de Relaciones Internacionales y estoy trabajando para la Secretaría de Comunicaciones y Transportes como jefe del Departamento de Relaciones con América del Norte. Soy amante de las letras y es una de mis pasiones la creación de cuentos. Actualmente estoy tomando un Diplomado en Creación Literaria con la escritora mexicana Mónica Lavín.

martes, septiembre 01, 2009

Daniel Eduardo Acevedo Ytuarte: INESTANCIA


I n e s t a n c i a

La habitación es grande, la luz rosa de las lámparas produce un ambiente de cálida incertidumbre. Desde el sillón en que me descubro sentado, observo, miro, sin llegar a entender si acabo de despertar, o he estado ahí por mucho tiempo.

Recorro el espacio con la mirada, veo que los muebles forrados de terciopelo con diseños en tonos verdes tienen un cierto dejo de antigüedad, percibo la cómoda con su plancha de mármol de Carrara, las porcelanas, y me detengo en la consola de madera labrada sobre la que descansan apilados varios retratos, avanzo, me desplazo, siento que todo tiene que ver conmigo, más no encuentro cómo. Las imágenes de las fotografías me son agradables y hasta pudiera decirse que despiertan en mí un lejano sentimiento de afecto, sin embargo pareciera que los rostros desaparecen dejando huecos blancos sobre los torsos o cuerpos.

Avanzo entre los muebles con la familiaridad de quien es parte de esa estancia, llego a la ventana del fondo, separo la cortina y ante mí aparece un jardín que se antoja infinito entre la niebla, vuelvo la vista al interior de la estancia, que se ha vuelto más profunda y lejana. A pesar de ello la sensación de seguridad y comodidad persiste.

La necesidad de encontrar a alguien a quien plantear todas las preguntas que se agolpan en mi cabeza me impulsa hacia la escalera. La abordo y alcanzo la segunda planta. Ante mi se abren cuatro habitaciones perfectamente arregladas.

En una de ellas, el contraluz de la ventana recorta la silueta de una anciana sentada frente a ella. Mueve en sus manos un rosario, mientras un leve movimiento silencioso en sus labios sugiere que reza. Le hablo. No responde, tal vez no oye, no me ve o quizá con la edad ha perdido el sentido del oído. Hablo más fuerte, apenas voltea como si hubiera percibido un ruido lejano y sin notar mi presencia, vuelve a la posición inicial; tal vez no ve: pudiera ser que con la edad ha perdido el sentido de la vista y su mirada se cobija en sus recuerdos. La toco y no me siente, también ha perdido la percepción.

Se levanta para dirigirse hacia el tocador de antigua luna francesa de cuerpo entero con repisas de mármol. Frente a él, toma un pequeño peine de concha nácar y lentamente peina sus blancos cabellos, se mira y una leve sonrisa modifica la línea de su boca de casi imperceptibles labios.

La alcanzo y me sitúo detrás de ella, y con cierto nerviosismo busco mi reflejo en el espejo para reconocerme. Ante mi vista encuentro una imagen de infinita tristeza e intenso cansancio en la mirada, con rasgos derretidos por el tiempo y cabello cano.

Un sonido que ahoga un grito se produce en mi garganta, no me reconozco, no me recuerdo de ese modo y algo en mi interior se resiste a aceptarlo, me digo que yo no puedo estar así. Entre tanto, la mujer gira y se dirige al piso inferior, perdiéndose en la curva de la escalera.

Confundido, en un intento desesperado de hallar algo que me ubique, entro en otra de las habitaciones: es un dormitorio. A la entrada, un amplio closet contiene una gran cantidad de ropa: camisas, sweaters, zapatos, al lado una impresionante cantidad de corbatas de diversos colores y diseños cuelga semejando un despliegue de estandartes, en el tocador se alinean un sinnúmero de botellas de perfumes.

Vuelvo la cabeza y descubro una gran cama, que como inmensa llanura me invita a adentrarme, perderme en ella, me aproximo, la toco, es mullida y confortable, el cansancio me agobia, debo dormir, tal vez todo sea sólo un sueño.

Desde la pared, llama mi atención un texto que, enmarcado, grita un relato que habla de un amor trágico. Lo leo, tropezando con las palabras hasta llegar al final donde me detiene la firma; un nombre que provoca en mí una extraña sensación que no logro ubicar. Me pregunto: ¿será acaso el mío?