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jueves, septiembre 19, 2013

Vladimir Nabokov: El Puerto

El puerto
Vladimir Nabokov


La peluquería, con su techo bajo, olía a rosas ajadas. Unos tábanos zumbaban pesados, insistentes. Los rayos de sol formaban charcos relucientes de miel fundida en el suelo, pellizcaban el cristal de las lociones con sus destellos, y se traslucían a través de la gran cortina de la entrada: una cortina de cuentas de arcilla enhebradas en cuerdas de bambú que se alternaban con cáñamo más grueso, y que se desintegraba en un estrépito iridiscente cada vez que alguien la apartaba a un lado para entrar. Ante él, en el espejo lóbrego, Nikitin vio su propio rostro atezado, los rizos brillantes y como esculpidos de su pelo, el destello de las tijeras que chirriaban sobre sus orejas, y sus ojos se concentraron, severos, como ocurre siempre cuando te miras en el espejo. Había llegado a este antiguo puerto del sur de Francia el día anterior, desde Constantinopla, donde la vida se le había empezado a volver insoportable. Aquella mañana había estado en el consulado de Rusia, y en la oficina de empleo, y había paseado sin rumbo por la ciudad, una ciudad que reptaba en pendiente hasta el mar por tortuosas callejuelas, y ahora, exhausto, postrado a causa del calor, había entrado allí a cortarse el pelo y a refrescarse la mente. El suelo en torno a su sillón estaba ya cubierto por pequeños ratones brillantes desparramados por todas partes —sus mechones cortados. El barbero tomó la espuma y la extendió en su mano. Un escalofrío delicioso le recorrió la coronilla al sentir los dedos del barbero que con firmeza le aplicaban la espesa espuma. A continuación, un corte helado le sobresaltó, y una toalla esponjosa le cubrió el rostro y el pelo mojado.
Abriéndose paso con los hombros por la ondulante lluvia de la cortina, Nikitin salió a una avenida de considerable pendiente. El lado de la derecha estaba a la sombra; a la izquierda, un arroyo estrecho parpadeaba junto a la acera en un tórrido resplandor; una joven de pelo negro, desdentada y con pecas oscuras recogía agua del arroyo hirviente en un cubo metálico que guachapeaba; y el arroyo, el sol, la sombra violeta, todo fluía y se derramaba hacia el mar: un paso más y, en la distancia, entre unos muros, se perfilaba su brillo compacto de zafiro. Eran pocos los peatones que caminaban por la zona de sombra.
Nikitin se encontró con un negro que subía vestido con un uniforme colonial, cuyo rostro parecía un chanclo mojado. En la acera, una silla de paja acogía en su asiento a un gato que saltó en una especie de bote amortiguado. Una estridente voz provenzal empezó a charlotear atropelladamente en alguna ventana.
Una persiana verde restallaba contra el marco de su ventana. En un puesto callejero, entre los moluscos púrpura que olían a algas marinas, los limones disparaban oro granulado.
Al llegar al mar, Nikitin se detuvo para mirar entusiasmado al denso azul que, en la distancia, se mudaba en plata cegadora, y también al juego de luces que delicadamente moteaba la gavia de un yate.
Luego, incómodo con el calor, fue en busca de un pequeño restaurante ruso cuya dirección había anotado antes en un tablón de anuncios del consulado.
El restaurante, como la peluquería, no estaba demasiado limpio y hacía también mucho calor. Al fondo, en un amplio mostrador, se veían las frutas y los entremeses a través de olas de un percal grisáceo.
Nikitin se sentó y estiró la espalda; la camisa se le pegaba a la piel. En la mesa vecina había dos rusos, evidentemente marineros de un barco francés, y, un poco más allá, un tipo solitario con gafas de montura metálica dorada que no paraba de hacer ruidos y de sorber la sopa con cada cucharada. La dueña, limpiándose sus manos hinchadas con una toalla, miró al recién llegado con aire maternal. Dos cachorros lanudos jugaban en el suelo en un revoltijo de cuerpos y patas. Nikitin silbó y una vieja perra en estado lastimoso llegó hasta él y apoyó el hocico en su regazo. Uno de los marineros se dirigió a él en tono pausado y sereno.
—Mándala a paseo. Te llenará de pulgas.
Nikitin acarició la cabeza de la perra y alzó sus ojos radiantes.
—Yo no les tengo miedo... Constantinopla... Los cuarteles... Ya se pueden imaginar...
—¿Cuándo has llegado? —preguntó un marinero. Voz serena. Camiseta de malla. Tranquilo y competente. Pelo negro bien recortado en la nuca. Frente despejada. Aspecto general decente y plácido.
—Ayer por la noche —contestó Nikitin.
El borscht y el vino tinto peleón le hicieron sudar aún más. Le agradaba tener la oportunidad de relajarse y mantener una conversación tranquila. Los rayos de sol, ardientes, penetraban por el vano de la puerta junto con el brillo del arroyuelo del callejón; desde su esquina debajo del contador del gas, las gafas del viejo ruso centelleaban.
—¿Busca trabajo? —preguntó el otro marinero, que era de mediana edad, ojos azules, con un bigote color morsa pálida, y que también tenía un aspecto limpio y arreglado, al que sin duda contribuían el sol y el salitre marino.
Nikitin dijo con una sonrisa.
—Naturalmente que estoy buscando trabajo... Hoy fui a la oficina de empleo... Hay trabajo,
necesitan gente para colocar postes telegráficos, para tejer guindalezas... Pero no acabo de decidirme...
—Ven a trabajar con nosotros —dijo el hombre moreno—. De fogonero o algo así. Ése sí que es un trabajo de hombres, te doy mi palabra... ¡Ah, ahora llegas, Lyalya, nuestros más profundos respetos!
Entró una joven con un sombrero blanco y un rostro dulce, pero sin ningún atractivo especial. Se abrió camino entre las mesas, sonriendo, primero a los cachorros, y luego a los marineros. Nikitin les había preguntado algo pero olvidó su pregunta al mirar a la chica y ver ese movimiento de sus caderas, en el que reconoció inequívocamente las cadencias de la mujer rusa. La dueña miró a su hija con ternura, como si estuviera diciendo: «¡Pobrecilla mía, qué cansada estás!», porque probablemente había pasado toda la mañana en una oficina, o en unos almacenes. Había en ella algo conmovedoramente doméstico que te llevaba a pensar en jabón de violetas o en un campamento de verano en medio de un bosque de abedules. Ni que decir tiene que Francia ya no estaba al otro lado de la puerta. Aquellos movimientos cimbreantes... Espejismos solares.
—No, no es nada complicado —seguía el marinero—. Funciona de la siguiente manera, coges un cubo de hierro y un pozo de carbón. Empiezas a raspar. Al principio suavemente, de manera que el carbón se deslice en el cubo por sí mismo, y luego rascas más fuerte. Cuando has llenado el cubo lo pones en una carretilla. Y lo haces rodar hasta el fogonero mayor. Un golpe de su pala y zas, la puerta del horno ha quedado abierta, un golpe de la misma pala y zas, ya está dentro el carbón, ya sabes, dispuesto de tal forma en abanico sobre el fuego que caiga proporcionadamente por todas partes. Trabajo de precisión. No le quites el ojo a la válvula, y ya sabes, si baja la presión...
En el marco de una de las ventanas que daba a la calle apareció la cabeza de un hombre vestido de blanco y con un panamá.
—¿Cómo estás, mi querida Lyalya?
Apoyó los codos en el alféizar de la ventana.
—Claro que hace mucho calor, en ese lugar, es un horno de verdad, vas a trabajar sin ropa, sólo con unos pantalones y una camiseta de malla. La camiseta está negra cuando acabas de trabajar. Como te estaba diciendo, hablando de la presión, se forma una especie de «pelo» en el horno, una especie de incrustación dura como la piedra, que tienes que romper con un atizador así de largo. Es un trabajo duro.
Pero después, cuando saltas a cubierta, el sol parece fresco incluso cuando estás en los trópicos. Entonces te duchas, y luego bajas a tu cuarto, directo a tu hamaca, y eso es el cielo, déjame que te diga...
Y mientras tanto, en la ventana:
—E insiste en que me vio en un coche, ¿entiendes? (Lyalya con una voz aguda y toda excitada.)
Su interlocutor, el caballero de blanco, seguía apoyado en el alféizar, en el exterior, el cuadrado de la ventana enmarcaba sus hombros redondeados y su rostro afeitado y suave, iluminado parcialmente por el sol; un ruso que había tenido suerte.
—Y me sigue diciendo que yo llevaba un vestido color lila, cuando ni siquiera tengo un vestido lila —gritaba Lyalya—, e insiste: «Zhay voo zasyur».
El marinero que había estado hablando con Nikitin se volvió y preguntó:
—¿No sabes hablar ruso?
El hombre de la ventana dijo:
—Conseguí traerte esta música, Lyalya. ¿Te acuerdas?
Y entonces se produjo un aura momentánea, y parecía que fuera casi deliberada, como si alguien se estuviera divirtiendo inventándose a esta chica, esta conversación, este pequeño restaurante ruso en un puerto extranjero, un aura de la cotidiana y querida Rusia provinciana, y en ese preciso momento, y debido a una milagrosa y secreta asociación mental, el mundo le pareció más grande a Nikitin, anheló atravesar los océanos, abordar bahías legendarias, escuchar indiscreto las almas de todas las gentes.
—¿Nos preguntaste cuál era nuestra ruta? Indochina —dijo espontáneamente el marinero.
Nikitin pensativo sacó un cigarrillo de la pitillera; en la tapa de madera tenía grabada un águila de oro.
—Debe ser maravilloso.
—¿Pues qué pensabas? Claro que lo es.
—Está bien. Cuéntamelo. Cuéntame algo de Shanghai, o de Colombo.
—¿Shanghai? La he visto. Cálidas lloviznas, arenas rojas. Tan húmeda como un invernadero. De Ceilán, sin embargo, apenas puedo hablar, no bajé a tierra a visitarla. Me tocaba guardia, sabes.
Con los hombros encogidos, el hombre de la chaqueta blanca le estaba diciendo algo a Lyalya a través de la ventana, suavemente, algo que parecía muy importante. Ella escuchaba, con la cabeza inclinada, acariciándole a la perra en la oreja con una mano. La perra, sacando su lengua rosa como el fuego, jadeando alegre y rápida, miraba por el resquicio soleado de la puerta, debatiendo probablemente si merecía la pena salir a tumbarse al sol en el quicio caliente. Y tal parecía que el perro pensara en ruso.
—¿Y dónde tengo que ir a solicitar ese trabajo? —preguntó Nikitin.
El marinero le guiñó un ojo a su compañero como diciendo «Ya te lo decía yo, lo he convencido».
A continuación dijo:
—Es muy sencillo. Mañana por la mañana a primera hora, con la fresca, vas al puerto viejo y al muelle dos, donde encontrarás al Jean-Bart. Habla con el piloto. Creo que te contratarán.
Nikitin se quedó observando con mirada candida y también intensa la frente despejada e inteligente de aquel hombre.
—¿Y antes, en Rusia, en qué trabajabas? —preguntó.
El hombre se encogió de hombros y torció la boca en una sonrisa.
—¿Que qué es lo que era? Un estúpido —respondió por él el del bigote caído con su voz de
barítono.
Más tarde, ambos se levantaron. El joven sacó la cartera que llevaba metida en los pantalones, detrás de la hebilla del cinturón, como los marineros franceses. Lyalya se acercó hasta ellos y les dio la mano (con la palma probablemente un punto húmeda) y algo ocurrió que la llevó a reírse en tonos agudos. Los cachorros seguían retozando en el suelo. El hombre de la ventana, se dio la vuelta, silbando distraído y tierno. Nikitin pagó y salió despreocupado al aire libre.
Eran más o menos las cinco de la tarde. El azul del mar, entrevisto al final de las largas callejuelas, le hacía daño en los ojos. Las puertas circulares de los baños públicos ardían con el sol.
Volvió a su sórdido hotel y se dejó caer en la cama estirando despacio tras su nuca sus manos entrelazadas, en un estado de beatitud provocado por la borrachera solar. Soñó que volvía a ser un oficial, que caminaba por las colinas de Crimea cubiertas de arbustos de roble y de algodoncillo, segando a su paso las aterciopeladas cabezas de los cardos. Le despertó su propia risa; se despertó y la ventana ya se había tornado azul con el ocaso.
Se asomó al abismo de frescura, meditando: mujeres que pasean. Algunas de ellas rusas. Qué estrella tan grande.
Se alisó el cabello, se quitó el polvo de la punta de sus zapatos con una esquina de la manta,
comprobó que su cartera seguía en su sitio —sólo le quedaban cinco francos— y salió a vagar por las calles y a gozar de su solitaria ociosidad.
Con la caída de la noche todo había cobrado vida. A lo largo de las callejuelas que descendían hasta el mar, había gente sentada al aire libre, tomando el fresco. Una chica con un pañuelo de lentejuelas...
Unas pestañas que no paraban de bailar... Un tendero con su buena barriga, sobre la que lucía un chaleco abierto que dejaba escapar el faldón de la camisa, fumaba sentado a horcajadas en una silla de paja, con los codos apoyados en el respaldo vuelto contra sí. Unos niños saltaban en cuclillas mientras intentaban que navegaran sus barquitos de papel a la luz de una farola, en el arroyuelo negro que corría junto a la estrecha acera. Olía a pescado y a vino. De las tabernas de los pescadores, que brillaban con un rayo amarillo, llegaba la música de unos organillos, el ruido de las palmas golpeando las mesas, gritos metálicos. Y, en la parte alta de la ciudad, a lo largo de la avenida principal, las masas nocturnas paseaban y se reían, y los finos tobillos de las mujeres junto con los zapatos blancos de los oficiales de marina brillaban en relámpagos bajo las nubes de acacias. Aquí y allí, como si fuera un despliegue de llamas de colores de fuegos artificiales que hubieran quedado petrificados, los cafés resplandecían en el atardecer púrpura. Las mesas circulares desplegadas allí mismo en la acera, las sombras de los arces reflejándose en los toldos de rayas, todo ello iluminado desde el interior. Nikitin se detuvo, fantaseando con una jarra de
cerveza, fría como el hielo y consistente. Dentro, junto a las mesas, un violín desgranaba sus notas como si fueran manos humanas, acompañado del hondo resonar de las olas de un arpa. Cuanto más banal es la música, más cerca se encuentra del corazón.
En una de las mesas del exterior se encontraba una buscona, toda vestida de verde, balanceando la pierna y jugando con la puntera de su zapato.
Me tomaré esa cerveza, decidió Nikitin. No, será mejor que no... Y luego, otra vez...
La mujer tenía ojos de muñeca. Había algo que le resultaba muy familiar en esos ojos, en esas piernas largas y bien torneadas. Se levantó de repente agarrándose al bolso, como si tuviera prisa por ir a algún sitio. Llevaba una especie de chaqueta larga de un tejido de seda esmeralda que se le pegaba a las caderas. Y se fue, entrecerrando los ojos al compás de la música.
Sería una coincidencia extraña, pensó Nikitin. Algo semejante a una estrella fugaz se precipitó en lo hondo de su memoria, y, olvidándose de su cerveza, la siguió en su camino a través de una callejuela oscura y brillante. Una farola alargaba su sombra. La sombra relampagueó al pasar por un muro y se perdió. Ella caminaba despacio y Nikitin tenía que contener su paso, temiendo, por alguna razón, alcanzarla.
Sí, no cabe duda... Dios, esto es maravilloso.
La mujer se detuvo en el bordillo de la acera. Una bombilla carmesí ardía sobre una puerta negra.
Nikitin pasó por delante, volvió, rodeó a la mujer y se detuvo. Con una risa arrullante ella pronunció un término francés para seducirle.
En aquella luz macilenta, Nikitin vio su rostro hermoso y fatigado y el brillo húmedo de sus dientes diminutos.
—Escucha —le dijo en ruso, sencilla y suavemente—. Nos conocemos desde hace mucho tiempo, así que ¿por qué no hablar en nuestra lengua?
Ella arqueó las cejas.
—¿Inglés? ¿Hablas inglés?
Nikitin la miró atentamente y luego repitió con una nota de desesperación.
—Vamos, tú sabes que yo lo sé.
—¿Entonces, eres polaco? —preguntó la mujer, arrastrando la última sílaba como hacen en el sur. Nikitin lo dejó estar con una sonrisa sardónica, le embutió en la mano un billete de cinco francos, y desapareció rápidamente cruzando la plaza. Un instante después oyó unas pisadas rápidas tras de sí, y una respiración entrecortada, y también el roce de un vestido. Se volvió a mirar. No había nadie. La plaza estaba oscura y desierta. Una hoja de periódico volaba por las baldosas de la plaza impulsada por el viento de la noche.
Suspiró, volvió a sonreír una vez más, se embutió las manos en los bolsillos, y mirando a las estrellas, que lucían y desaparecían como impulsadas por unos fuelles gigantes, empezó a bajar caminando hacia el mar. Se sentó en el viejo muelle con los pies colgando sobre el agua, contemplando el movimiento rítmico de las olas iluminadas por la luna, y se quedó así sentado durante mucho rato, con la cabeza hacia atrás, apoyada en las palmas de las manos.

Una estrella fugaz cayó despedida, repentina como un latido perdido del corazón. Una fuerte ráfaga de viento, limpia, le atravesó el cabello, pálido en el resplandor nocturno.

Ivonne Moreno Uscanga: Úrsula Ramos y la Divulgación Artística.



Texto leído en la presentación del libro Antología, de la Mtra. Úrsula Ramos, el día 12 de septiembre 2013 en la Sala de usos múltiples de la USBI-Veracruz.

EN PRO DE LA  DIVULGACIÓN ARTÍSTICA:

Úrsula RAMOS

Por Ivonne Moreno Uscanga

Los caminos profesionales, todos son difíciles, y todos requieren sacrificios, se sea o no egresado de la Universidad. Esto último requiere de mayor frustración cuando de realización personal y en pro de la comunidad, evaluamos, nuestro  trabajo.
¿Cómo medimos el rendimiento laboral? Los expertos dicen, por la profesionalización, ahora hay un problema magisterial precisamente derivado del rendimiento profesional y por ende los resultados hacia los otros, la comunidad a servir.

Servir, guiar a través del arte, también es ser profesional en el campo de la divulgación y ese fue el sendero de Úrsula Ramos, bien por ella.

Conciertos Líricos, Talleres de Creación Literaria  han sido los dos últimos ejercicios de Úrsula en el terreno de la difusión, pero ante lo hizo desde  el Ayuntamiento de Veracruz y con sus impresionista periodística en el Dictamen, donde ha escrito de manera interrumpida por más de 30 años, pero además impulsando a nuevos y no tan nuevos en poesía y prosa.

Hace unos días presentó su Antología más reciente y como es incansable, la maestra de espíritu joven, planea uno más, espacios versátiles para degustadores de éste y otro Veracruz.

Úrsula Ramos en el ámbito cultural porteño, no necesita presentaciones, tiene bastantes y sobrados créditos, les convido una de sus poesías, para disfrutar de su mundo gráfico, mismo compartido con el calor de su tierra, del amor hacia su familia, amigos, a la música, pues la maestra fue de las primeras musicólogas de nuestra ciudad y hacia la lírica suave  por medio de versos:

Salgo a buscar lo que no encuentro…
A perder en las rutas del silencio
Veo rostros ajenos a mi anhelo
Y gentes que no saben comprenderlo
Busco en la multitud
Pero no encuentro…
Nada alivia el dolor que llevo dentro


Gracias Úrsula por tu generosidad y entrega.

jueves, septiembre 12, 2013

Norbert Elias: Mozart y la creación

Norbert Elias
Mozart y la creación


Quizá sea útil entrar con mayor detalle en la capacidad específica de Mozart que se tiene presente cuando se le designa como «genio». Seguramente sería mejor abandonar este concepto romántico. Lo que significa no es en absoluto difícil de determinar. Quiere decir que Mozart podía hacer algo que a la mayoría de las personas no les era dado hacer y superaba su capacidad de imaginación: Mozart podía dar rienda suelta a su fantasía que vertió en un torrente figuras musicales que, cuando se interpretaba para otras personas, conmovía sus sentimientos de las formas más variadas. Aquí lo decisivo fue que su .fantasía se expresara en combinaciones formales que se mantenían, sin embargo, dentro del canon musical social aprendido, aunque en su interior trascendían las combinaciones conocidas anteriormente y la expresión de sentimientos que éstas contenían. Es esta capacidad de poder crear innovaciones en el ámbito de las figuras musicales con un mensaje potencial o actual para otras personas, con la posibilidad de la repercusión obtenida en ellas, lo que intentamos aprehender con conceptos como «creación» o «creatividad» con respecto a la música y mutatis mutandis con respecto al arte en general.

Cuando se utilizan tales términos, no se percibe con frecuencia que la mayoría de las personas son capaces de producir fantasías innovadoras. Muchos sueños son de esta naturaleza. «¡Qué historia tan sorprendente he soñado hoy -se dice a veces-. Parece como si fuera una persona totalmente ajena a mí quien lo hubiera soñado. » Así lo dijo una muchacha, «porque no sé cómo se me ocurren estas cosas». Lo que aquí se quiere debatir no tiene nada que ver con la interpretación del contenido de los sueños. No se tocará la obra pionera que elaboraron en este sentido Freud y sus discípulos. Aquí nos interesa la parte creativa de la elaboración de los sueños. En los sueños se manifiestan relaciones totalmente nuevas o incluso bastante incomprensibles para uno mismo.(1)

Pero las fantasías oníricas innovadoras de los durmientes, y también los correspondientes sueños diurnos de los estados de vigilia, se diferencian específicamente de las fantasías que se convierten en obras de arte. Son casi siempre caóticas o, por lo menos, desorganizadas, confusas y, aunque para el que sueña sean a menudo muy interesantes, para las demás personas son de un interés limitado o sencillamente insignificantes. Lo específico de las fantasías innovadoras que se manifiestan como obras de arte es que se trata de fantasías que surgen de un material accesible a muchas personas. Resumiéndolo brevemente: se trata de fantasías desprivatizadas. Quizá suene demasiado sencillo, pero la dificultad global de la creación artística se manifiesta cuando alguien intenta cruzar ese puente, el puente de la desprivatización; también podría llamarse el de la sublimación. Para dar un paso semejante, las personas han de ser capaces de someter la capacidad de fantasear, tal como aparece en sus sueños personales nocturnos o diurnos, a las leyes propias del material y con ello depurar sus producciones de las impurezas relacionadas exclusivamente con el yo. En una palabra, tienen que darle junto a la relevancia del yo, una del tú, del él, del nosotros, del vosotros y del ellos. La subordinación al material, sea éste palabras, colores, piedras, notas o lo que sea, está encaminada a cumplir con esta exigencia.

La irrupción de la fantasía en un material, sin que pierda en este proceso su espontaneidad, su dinámica y su fuerza innovadora, exige además capacidades que sobrepasan el puro fantaseo con un material. Es necesaria una profunda familiaridad con las leyes propias del material, por lo tanto, una extensa práctica en su manipulación y amplio conocimiento sobre sus posibilidades. Este entrenamiento, la adquisición de este saber, conjuran determinados peligros: con ellos es posible deteriorar la fuerza y la espontaneidad de las fantasías, o dicho de otra manera, sus propias leyes. En lugar de seguir desarrollándose en la relación con el material, en algún caso se podría llegar a paralizar totalmente. Porque la transformación, la desanimalización o la civilización de la corriente primaria de la fantasía llevada a cabo por medio de una corriente de saber y, si resulta, por la fusión final de lo primero con lo último durante la manipulación del material, representa un aspecto de la resolución de un conflicto. El saber adquirido, al que también pertenece el pensamiento adquirido, o en el lenguaje objetivante de la tradición: la «razón»; en el sentido freudiano: el «yo» se opone más enérgicamente a los impulsos de energía animal cuando, intentando controlar los movimientos, procura apoderarse de los músculos del cuerpo. Estos impulsos libidinosos durante el intento de dirigir las acciones humanas también inundan las cámaras del recuerdo y prenden allí la llama de las fantasías oníricas que se purifican en el trabajo de una obra de arte con una corriente de saber para finalmente fundirse con él; por tanto, acaba siendo una reconciliación de corrientes de personalidad originariamente antagónicas.

A esto hay que añadir algo más. La creación de una obra de arte, la elaboración del material correspondiente, es un proceso abierto, una marcha progresiva por un camino no pisado con anterioridad por la persona en cuestión y, en el caso de los grandes maestros, por un camino todavía no hollado por el ser humano. El creador artístico experimenta. Pone a prueba su fantasía en el material, en el material de su fantasía que está tomando forma. En cada momento tiene la posibilidad de dirigir el proceso de dotación de forma en uno u otro sentido. Puede errar el camino, puede decirse al volver atrás: «No queda bien, no suena bien, no tiene el aspecto que deseo. No tiene valor. es trivial, se desmorona. no se articula en un sistema integrado de tensiones.» En el origen de una obra de arte no sólo participa la dinámica de la corriente de fantasía, ni tan sólo una corriente de saber, sino también una instancia rectora de la personalidad, la conciencia artística del creador, una voz que dice: «Así es como hay que hacerlo. así se ve bien. así suena bien. así se aprecia bien y no de otra manera.» Cuando la producción se mueve por las vías conocidas, entonces esta conciencia del individuo habla con la voz del canon social del arte. Pero cuando un artista sigue desarrollando el canon conocido individualmente, como lo hizo Mozart en sus últimos años, entonces tiene que abandonarse a su propia conciencia artística; tiene que poder decir con celeridad cuando profundiza en su material. si la dirección que ha tomado su corriente de fantasía espontánea al trabajar el material es adecuada a sus leyes inmanentes o no.


En este nivel se trata. por tanto. de una reconciliación y una fusión de corrientes del creador de arte que originalmente estaban enfrentadas o en tensión, por lo menos en sociedades en las que la generación de obras de arte es una actividad en gran medida especializada y compleja. Estas sociedades exigen una diferenciación muy profunda de las funciones del yo, del ello y del super-yo. Si aquí se vierte a conciencia y sin dominio la corriente de fantasías libidinosas en un material, entonces las figuras artísticas, como se puede apreciar en los dibujos de los esquizofrénicos, se descomponen sin coordinación o sentido alguno. A menudo tienen junto a ellas algo que no encaja, que sólo tiene un sentido para la persona que lo ha creado. Las leyes inmanentes del material. con cuya ayuda es posible participar a otros el sentimiento y la visión del artista, ya no sirven en parte o totalmente y no pueden cumplir su función socializante.

La altura de la creación artística se alcanza cuando la espontaneidad y la fuerza innovadora de la corriente de fantasía se combinan de esta forma con el conocimiento de las leyes inmanentes del material y con el juicio de la conciencia artística, de forma que la corriente innovadora de fantasía se manifiesta durante el trabajo del artista como si fuera autónoma. siempre de acuerdo con el material y la conciencia artística. Éste es uno de los tipos de procesos de sublimación más fecundos socialmente. 

Mozart representa el más claro exponente de este tipo. La espontaneidad de su corriente de fantasía trasladada a la música fue, en su caso, ininterrumpida. Con bastante frecuencia surgían de él torrencialmente las invenciones musicales como los sueños en los durmientes. Según algunos relatos se podría creer que, de vez en cuando, estando Mozart en compañía de otras personas, aguzaba el oído secretamente hacia una pieza musical que se estaba formando en su interior. Se cuenta que entonces se disculpaba repentinamente y se iba; al cabo de un rato volvía de buen humor; entre tanto había «compuesto», como decimos nosotros, una de sus obras.

El hecho de que en esos momentos se compusiera por sí misma, por así decirlo, una obra, no se basa únicamente en la fusión interior de su corriente de fantasía y de su saber artesano del timbre y la capacidad de los instrumentos correspondientes o de la forma tradicional de las piezas musicales, sino también en la fusión intima de ambos, de la corriente de saber y la de la fantasía, con su conciencia artística altamente desarrollada y sobre todo sensitiva. Lo que nosotros sentimos como la perfección de muchas de sus obras se debe en igual medida a la riqueza de su fantasía inventiva,  a su vasto conocimiento del material musical y a la espontaneidad de su conciencia musical. Por importantes que fueran las innovaciones de su fantasía musical. no se equivocó nunca. Sabía, con la certeza del sonámbulo, qué figuras tonales  -dentro del marco del canon social en el que trabajaba- se correspondían con las leyes inmanentes de la música que escribía y cuáles tenía que rechazar.

Las ocurrencias llegan de pronto. A veces se desarrollan durante un tiempo por sí mismas. como los sueños de los durmientes, y quizá dejan tras de sí huellas más o menos perfectas en el almacén que llamamos «memoria», de manera que el artista puede confrontarse con sus propias ocurrencias, como un espectador ante la obra de otra persona; la puede examinar desde la distancia, por así decirlo, puede seguir trabajando con ellas y mejorarlas o, si su conciencia artística fracasa, empeorarlas. Sin embargo, a diferencia de las ocurrencias oníricas, las ocurrencias del artista están relacionadas social y materialmente. Constituyen una forma específica de la comunicación, están destinadas a ser aclamadas, a tener una repercusión, positiva o negativa, a provocar el agrado o el enojo, el aplauso o el abucheo, el amor o el odio.

Además, la simultaneidad de la referencia material y social, cuya relación puede que no se aprecie a primera vista, es todo menos casual. Todo material característico para cada campo del arte siempre se regirá por sus leyes inmanentes y resistirá en consecuencia ante la arbitrariedad del creador. Para que surja una obra de arte, la corriente de fantasía ha de transformarse de tal manera que se pueda representar a través de esos materiales. Sólo cuando el creador de arte --en una fusión espontánea- pueda superar también las tensiones siempre recurrentes entre fantasías y material, sólo entonces la fantasía tomará forma, se convertirá en parte integral de una obra y, al mismo tiempo, podrá ser comunicada, por tanto, objeto de una posible repercusión en los otros, cuando no necesariamente de los contemporáneos del artista.

Sin embargo, esto también quiere decir que no hay artistas que creen obras de arte sin ningún tipo de esfuerzo, ni siquiera Mozart. El extraordinario nivel de fusión de su corriente de fantasía con las leyes inmanentes de su material, la asombrosa facilidad con que durante mucho tiempo su conciencia percibía corrientes de figuras tonales cuya abundancia de ocurrencias innovadoras se conectaba como por sí misma con la sucesión lógica propia de su calidad figurativa, no dispensó en todos los casos a Mozart de la fatiga de los retoques examinadores bajo la mirada de su conciencia. De todas formas, dicen que al final de su vida observó una vez que para él era más fácil componer que no hacerlo.(2) Ésta es una manifestación reveladora y hay muchos elementos que apuntan que es auténtica. A primera vista puede parecer la máxima de un protegido de los dioses. Sólo observándola con mayor detenimiento se descubre que se está ante la muy dolorosa: manifestación de una persona que sufre.(3)

Quizás esta breve alusión a las estructuras de la personalidad que se encuentran en la obra de una persona tan extraordinaria como Mozart, aunque no sólo en su obra, contribuya modestamente a eliminar algo de la perogrullada del discurso habitual sobre la persona y el artista Mozart, como si se tratara de dos personajes distintos. Antes se quería idealizar la persona de Mozart para que encajara en la imagen ideal preconcebida del genio. Hoy se tiende en ocasiones a tratar al Mozart artista como a un superhombre y al Mozart persona con un cierto tono despectivo. Ésta es una valoración que no se merece. No se basa en última instancia en la representación mencionada anteriormente de que su capacidad musical fuera un don innato que no tuviera relación alguna con su personalidad restante. Recordar que su extenso conocimiento musical y su conciencia extremadamente desarrollada participaban inseparablemente en la creación musical puede ayudar a corregir tales imágenes. Muchas de las afirmaciones estereotipadas que se encuentran en este contexto, frases como «Mozart no podía equivocarse», favorecen esta idea de que la conciencia artísitica forma parte de las funciones innatas de una persona, en este caso, de Mozart.. Pero la conciencia, sea cual sea su forma específica, no es innata en nadie. En todo caso, el potencial de formación de la conciencia estaría preconfigurado en la constitución de una persona. Este potencial se activa y se constituye según una imagen específica en y durante la convivencia de esta persona con otras. La conciencia individual es específicamente social. Se puede ver en la conciencia musical de Mozart en su adecuación a una música tan característica como la de la sociedad cortesana.

1 La corriente de la libido fluye por las células de nuestra memoria y manipula las formas y los acontecimientos almacenados como un hábil director teatral, convirtiéndolos en nuevas escenas. ¿Quién dispone los escenarios de nuestros sueños? Una parte semiautomática de nosotros mismos. director y actor al mismo tiempo, transforma el material de nuestros recuerdos, construye algo nuevo con él y lo combina hasta formar escenas que jamás hemos vivido.

2 Carta de setiembre de 1791 a da Ponte (se ha dudado de su autenticidad): Hildcsheimer: Mozart,  p. 203.

3 Mozart, con sus exigencias afectivas insatisfechas, sufría mucho y tan pronto sobrellevaba su dolor con creaciones ligeras y graciosas como con creaciones profundamente conmovedoras. Que el éxito que buscaba con ello no llegara, no tenía su origen tampoco en su tan estricta conciencia. Mozart sentía ese talento del que era tan consciente como un deber y tampoco habría faltado a él si esto le hubiera hecho la vida más fácil. Seguramente no fue del todo decisión suya. En parte, era una obligación en sí misma lo que le impulsaba, pero también se trataba de una decisión. y porque sin reflexionar demasiado sobre sí mismo, seguía, su conciencia artística sobrepasando el punto a partir del cual disminuía su éxito, es decir, dejaba de recibir los aplausos y el afecto del público que tanto necesitaba, precisamente por eso, entre otras cosas, se merece como hombre que fue también un artista, la admiración y la gratitud de las generaciones futuras.



En Mozart, sociología de un genio

Ana Laura Medellín: POEMAS


ANA LAURA MEDELLÍN 

POEMAS


A LILIA

Allá en la azul montaña
Donde la nostalgia y tristeza se hermanan
Tiendo al sol mis pensamientos
Para así, trocarlos en versos.

Canto sacudiendo mi melena
De ensortijados recuerdos
 De ayeres y amaneceres
Con noches sin luna.

De pronto surge en la nada
Una hermosa flor, nacida de la amistad
Con colores de sol
Y aroma de luna llena.

En su nombre lleva el perfume
De otras flores nacidas
En el jardín de las letras y las ciencias.

Lilia su nombre es
Como flor de primavera
Corola matizada de atardeceres
Con fragancia de las montañas.

Sencilla flor de amistad
Sonrojada en la mañana
Cuando la acaricia el sol
Apacible por la tarde
Abrazada por la luz.

El alma de las letras es
Con sus cantares ufanos
Poniendo en las palabras alas
Con su pluma entre las manos.

Que mi canto sirva
De admiración y respeto
A esta sensible alma
Que lleva nombre de flor.

 Afectuosamente Ana Laura Medellin


LA VIDA

En giros, movimientos e ilusión
La vida es todo eso
Y yo aquí, rumiando
Lo que ya no es, ni será

Pasando el tiempo
En rutinas, tareas cotidianas
Que cansan y envejecen el alma
Quedándome dormida, sin dormir.

Espacios olvidados
Sin el azul del cielo
Ni del paisaje, el verde
Sólo el color de la monotonía.

Agito el infinito
Buscando mi existencia plena
Sólo reflejos de otros tiempos
Entre los escombros.


Mirando el infinito

Mirando el infinito
Escudriño mi origen
Salpicado de luces, secretos y sombras
Veloces, simulan ser luz
Deslumbran su ego, para luego morir.

Estoy, entre la tierra y el cielo
Aspiro y expiro, el cuerpo y el alma
Que no existen en mi,
Se volvieron nada, apareciendo luego
En forma de cascada.

Sigo aquí, oyendo mis murmullos
Sin colores, son lamentos
Dentro de un laberinto sin fin.

Donde estoy? Donde me encuentro?
Sólo mi memoria ancestral, me recuerda
Que soy una semilla diminuta
Dormida en gestación
Próxima a existir.


HE SOÑADO VERSOS

He soñado versos
En noches de insomnio
Unos tienen forma y aliento
Otros son remedos, casi ciegos.

Mi garganta grita palabras
Palabras sin eco
Que se escurren todas
Entre los renglones, del diario vivir.

Que se antoja torpe, sin asomo
A los verdes y azules que vibran
Al ritmo del sol, en sonora carcajada.

Esas palabras, nadie las  escucha
Y se rompen silenciosas
Como luces de bengala
Sin estruendo ni euforia.

REDONDA OSCURIDAD

La noche sigue su curso
Sus colores son los mismos
Ocres, taciturnos, sin sonido
Extienden su melancolía.

Dibujan siluetas diversas
La redonda oscuridad
Comprime el sueño, lo desvanece,
Lo extingue, lo vuelve nada.

Ese sueño lo imagino
Venir a mí, con el sosiego
Que mi alma necesita
Para apaciguar mi pensamiento

Que en laberintos infinitos
Gira y gira buscando huecos
Donde acomodar mi asueto.

La noche sigue su curso
En la redonda oscuridad, mi agonía
Muero por un sueño, quieto, placentero, útil
Que me de vida

Y dejar huella de mis pasos.