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lunes, septiembre 26, 2011

Gabriel Fuster: Otra tuerca de vuelta

OTRA TUERCA DE VUELTA
 Gabriel Fuster

Mediten sobre el susto más grande que hayan tenido en su vida.
Yo puedo asegurarles que el momento que lo piensan, el incidente les provoca escalofríos bajando por la nuca, la piel cambia a un traje fusilado, ocurre la aceleración del ritmo cardíaco, hiperventilación, incontinencia, centellear de formas y colores delante de los ojos y desmayo. La bilirrubina sale a chorros en el solo de aquella gaita del hígado y los niveles de glucosa aumentan a permitir que el terror sea más dulce. Pensar, pensar, pensar interminablemente en lo trágico cotidiano, bajo el beneplácito del día. O ahondar más allá de la noche plural en que Piranesi, Fuseli, Goya y El Bosco permiten que sus vigilias demenciales se adueñen del mundo. Por mi parte, debo admitir una pequeña lista de mórbidos temores, que van desde contraer el mínimo virus de fiebre Lassa en un saludo de mano hasta nombrar mil cosas aterradoras que deben habitar en la obscuridad. El miedo es una especie de espejo y cuando una mentira se mira en él, descubre verdades literalmente desfiguradas. Dicen que, de la caja de Pandora, lo último que se miró en el fondo fueron las envolturas vacías de sus chocolates y un día de estos, todo el mundo despertará de enterrado en vida y abrazará la máxima de tenerle miedo al miedo, con el mismo afecto que siente una madre por el más feo de sus hijos. Hewlett-Packard Lovecraft probó su eficacia ante las pesadillas que encierran otras pesadillas. Su mente esquizoide y mística era adversa a todo lo normal. Lo desconocido lleva a sentir las más fuertes erecciones, porque los demás pelos postizos se levantan con episodios de electricidad estática, pero son los pequeños temores infundados los que provocan clamorosas descalificaciones, tales como tener el perro Doberman de tu vecino ladrando y corriendo hacia ti, el encontrar un francotirador apuntando a tu ventana y acertando en el pecho con su mira láser, el recibir al fisco investigando tus cuentas bancarias cinco años atrás, el arriesgar tu combinación de torre y alfil en un partido de ajedrez con la muerte o el buscar ánimos para sacar a bailar a la Lupita. Un letrero indica conservar la calma. No estaría mal un libro de primeros auxilios para miedosos.
Imagine ahora que llega a casa de noche. Quizás regresa de una fiesta, una venta nocturna, una cena de negocios o de trabajar horas extras en la oficina. Te preparas para dormir, agradecido de quitarte los zapatos. A punto de hundirte en el profundo sueño, una leve carrera rodea la casa y abre tus ojos de golpe. Gira la perilla de la conciencia un poco, se congela la respiración. Según un tácito acuerdo, los intrusos no pueden transitar el segundo nivel de la casa, mientras los dueños se hallan en su interior. Los más finos, logran que el perro desvelado no le cambie de canal al televisor. Ay, etapa de conflicto con la obscuridad, el actual color que combina con la decoración del cuarto. La hipocondría, mala consejera, previene que si les tiene miedo a los ladrones, piénselos desnudos. Esto colma la limpidez en el ojo que no quiere mirar. Por ejemplo, si les tiene miedo a los payasos o los piratas o los fantasmas, piénselos desnudos y tocando unas maracas. Ahí se detiene el apostrofe, porque si les tiene miedo a las modelos en las páginas centrales de Playboy, piense en los doce minutos que Houdini podía pasar sin respirar bajo el agua y regrese a dormir. Pasado un minuto, todos roncan, apretados codo con codo, oponiendo la música de las tuberías al sorbo del vaso en el buró y enderezándose con una sacudida de almohada. Guarda la cama la escasa cordura en el descanso de la gente, al contrario del frío, y sepultada por gruesa manta, al momento siente inesperados cosquilleos en la mejilla. Tu conciencia alcanza a percibir al monstruo con tres pares de patas espinosas y largas escurrirse bajo la ropa del camisón. Saltas de la cama, levantas el juego de sábanas y el negro invasor vuela en espirales a tu dirección. Gritas y repliegas una danza salvaje de terror. Te escondes dentro del closet, esperando que no te persiga. Tu pareja salta a la acción. Él sabe lo que debe de hacer, ya ha tenido este alboroto con anterioridad. Peor todavía, teniendo los sollozos delante de su madre, mientras ella daba vueltas al colchón que halló escondite el ratón que colecta los dientes de leche y acertó a meterse en sus calzones, acostumbrado al arraigo oliscón. Ciertamente, todo es uno y lo mismo en medido sobresalto, pero nos pesa el ajetreo de otras épocas en las que los caracoles cónicos triturados en un frasco de farmacia podían envenenar el mundo entero, para cerrar la puerta de inmediato, tomar el zapato y matar a la cucaracha sin misericordia. Flomp, flomp, flomp, squish. Finita. ¿Llegará el día que despierte convertida en Gregorio Samsa? Es un misterio.  
El acto heroico se desvanece en un bostezo de flores muertas.
No del todo, porque eres de las personas que a medio sueño se dan cuenta que quieren despertar y no pueden. Hablas a tu compañero noctámbulo y el aire niega tus palabras, aunque hay una especie de ventriloquia con la luna claveteada a la noche silenciosa, que pone un aplauso en aquellos oídos algodonados a manera de alerta.
La reacción en la otra persona es inmediata, los hombros se levantan, el cuello se hunde. Mira de reojo encima suyo, mientras el rostro adquiere una mueca japonesa. En realidad no sabe qué mirar. ¿Qué cosa es? ¿Lo tengo en el hombro? ¿Es un loro? ¿Un vampiro? ¿Otra cucaracha?
Observa tus señas y espera mayor información.
-Traes un ángel de la guarda en la espalda de la pijama. Si lo tocas con la punta de la lengua, no te dejará dormir.
Eso si es terrible.
Afirmar que las mariposas negras son ángeles te lleva a ser internado en una clínica. Pobre miedosa, es probable que aún encerrada bajo llave, te sientas insegura y sin los auxilios deliberadamente ambiguos y góticos de la puerta de los cien pesares. No es cierto, como todos los agentes corrosivos, la creencia de sentirse por encima del maniquí inadvertido como el cristal y teniendo tu urgente camisa de fuerza en el aparador de los cien entusiasmos, debe servir para procurar otra vuelta de tornillo a tu locura, antes que los enfermeros irrumpan violentamente por detrás de tus párpados apenas cerrados y detengan toda suerte de borrado del maniqueísmo. En el saludo, alguien más penetre, pues, el latido de tus sienes, sosteniendo el Confucionismo multiplicador de las confusiones. Yo pienso que cuando juntas miedo y superstición en un tubo de ensayo y lo agitas, malas cosas suceden. No importando que no hayamos alcanzado a atinar al susto más paralizante y universal en el vasto catálogo que nos rodea, nuestras cucarachas y ratones sobrevivirán al mismo Behemoth heliotropo y Leviathan, para alivio de quienes condescendemos con estas películas chafas de los 50s que asestan bombas atómicas y trastornan a los biólogos con la corrupción de la carne, como si de las aspas del ventilador del verano se tratasen, porque mirar a las intimidantes fuerzas de la naturaleza salir del closet, es ahora parte de la mitología gay. 

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