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sábado, octubre 25, 2008

Roberto Blaga: EDITORIAL



UNA ESTAFETA ARDIENTE

Conocí a Ignacio García hará unos ocho años en una de las muchas cantinas que formaban un rectángulo en lo que una vez fue el mercado de Pescadería.
Primero, lo veía entrar con indiferencia, como otro parroquiano más de esos que, ya fueran las seis de la mañana o las 11 de la noche, van y vienen en busca de un trago redentor. Así fue, hasta que, con un itinerario obsesivo, descubrí que no sólo bebía cerveza sino que, de a tiro por Caguama, era capaz de no levantar el rostro; los ojos siempre puestos sobre una página de cuaderno y la mano moviéndose de forma frenética de izquierda a derecha sobre la página en blanco.

Fue esa tarea la que me llevó a acercármele un día en el que mi mente ya no distinguía entre la luz y la noche. Lo saludé y él, muy cortésmente, hizo lo mismo. Allí comenzó la amistad de dos seres cuya única razón que los unía era el amor al alcohol, además de su nada rara forma de ganarse la vida escribiendo programas para computadoras. Las charlas tenidas entonces, los comentarios siempre agudos sobre éste o aquél libro; el no pocas veces tocado destino de nuestras vidas si nos empeñábamos en seguir bebiendo 12 horas al día, formaron entonces el marco referencial de nuestros encuentros.

Un día, Ignacio ya no regresó. Lo supuse quebrado económicamente y mendingando entre los escuadrones de la muerte; o bien, en un hospital, un sanatorio psiquiátrico del que él siempre hablaba pues vivió junto a uno de ellos, o definitivamente en el panteón municipal. Bajo estas rutinas mortales de la bebida, no existe imaginación para otros pensamientos.
Pero no. En 2004 el poeta apareció como nuevo en los espacios de La Chatita Gorda, donde yo seguía mi caminar hacia lo ya señalado. Estaba impecablemente limpio; su camisa a cuadros y jeans roídos, pero sobre todo, un nuevo rostro y un habla llena de esperanza con respecto a la forma en que se puede salir del hoyo oscuro del alcoholismo. Comenzó a hablarme sin torcer brazo alguno, sin humillar mi persona y sin el consabido proselitismo de algunos redentores y mesías. Un día trajo con él un libro que recientemente había terminado y editado. ¿Te acuerdas de esta escena Roberto? –apuntó, abriendo el libro en una de sus páginas. El texto reza:

Dentro de la cantina, la estación de flores erguidas y sal que penetra en las fosas nasales, contempla el fin del duelo. En un instante, el Poeta baja la mirada y vuelve a arremeter contra el cuaderno, como si no hubiera presenciado nada y la figura de Roberto hubiera sido sólo un calmante para descansar del pensamiento obsesivo al que obliga un renglón en blanco.

Hay un último día, un último gesto, un último ardor...

La línea explota inmisericorde en el cuaderno del poeta. Azuzado por los óleos de la cerveza y consagrado a mirar ese movimiento que parece perpetuo, Roberto cree poder «leer» los trazos de esa mano, que se parecen mucho a sus propias temblorosas oscilaciones cuando suele arrastrar el lápiz sobre su propio cuaderno. Un segundo más ¾y tal vez debido al fajo de Hoyos 101 que bulle en sus intestinos¾, Roberto cree «saber» cómo se moverá la próxima vez el lápiz del Poeta; también lo que éste escribirá en seguida y lo que su mente dejará a merced del numen o los dioses. Roberto cierra los ojos y musita:

Hay un punto final y la certeza infinita de que el lápiz, apenas comienza su tarea...

Y la certeza infinita también de que el Poeta saldrá en un momento de ese lugar de espejos encontrados, e irá a vagar por los edificios antiguos y parques solitarios; esperará su camión que lo lleva hasta Boca del Río para luego buscar entre las madrigueras y covachas a los pescadores que le inviten el trago de güin que necesita para el sueño.

Hasta aquí el párrafo mostrado.

Le tuve que decir a Ignacio que sí, apenas, pero sí recordaba ese texto escrito a pluma en su cuaderno todo arrugado…Eso había ocurrido una tarde de 2001. “¿Sabes que ya éramos uno tú yo Roberto? Estábamos unidos por el alcohol y, como siameses sin destino, ya incluso nuestra personalidad la confundíamos… Por eso escribí esto. Pero ya no más… Existe esperanza” --dijo sin vacilación alguna.

De eso hace ya cuatro años. A Ignacio y muchos otros, debo el estar trazando garabato y medio el día de hoy. Y debo asimismo la petición del poeta para que, debido a mi experiencia en esto de mover programas de cómputo y hacerle al loco, acepte yo al relevo de este blog y sirva como su editor. Me he negado a lo segundo; el editor será siempre Ignacio, su mirada estará siempre atenta a lo que suceda, se publique, se transforme en amor lúdico o en protesta permitida, por parte de nuestros lectores. El formato (le he pedido) seguirá por lo pronto igual, por lo menos hasta que mi creatividad asimile un poco más las entrañas de este medio que durante tres años el poeta dirigió con tanto cariño.

No se crea: la estafeta me quema la mano, pero la cercanía con Ignacio García, mi agradecimiento y el hecho de haber sido elegido por él para esta aventura tan llena de asombro y porvenir, me hacen ver que lo único por hacer es levantar la mano, y eso que arde y quema, se vuelva desde el día de hoy palabra pura.

Espero la comprensión, ánimo, colaboración y acercamiento de nuestros lectores.

Bienvenidos a esta segunda etapa en la vida de LOS ELEMENTOS DEL REINO, dedicado (dice el poeta) a la reina de siempre.
Roberto Blaga
Co-Editor

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Felicidades Ignacio por esta nueva etapa tan esperada por nosotros, los lectores. Que siga el éxito de Los elementos del Reino.
Tanzanita.

Anónimo dijo...

Somos una mirada en las puertas del silencio.
Un abrazo para Roberto Blaga
Bienvenido al mundo
detrás de los ojos.
Manuel.

Eduardo Sansores dijo...

QUE AGRADABLE NOTICIA QUE CONTINÚE EL BLOGG. FELICIDADES IGNACIO Y ROBERTO...