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martes, diciembre 11, 2012

Gabriel Fuster: Apología del jarocho

 
GABRIEL FUSTER: APOLOGÍA DEL JAROCHO
En la página 16 del Diccionario Webster de Figuras Literarias, se tiene la definición que acompaña a la palabra “apología” como: El discurso en favor de algo. Un término que se usa frecuentemente en el lenguaje autobiográfico y que tiene que ver con la defensa del autor a los eventos o sentimientos discrecionales sobre un acto controversial indirecto. El libro de San Agustín de Hipona, Confesiones, se halla incluido en este rubro.
A decir verdad, hay un escupitajo de descaro sobre el tazón que llevase Clío a los reseñadores y cronistas. No hay secretos. En voz de Capote, nada dicho a mi persona o visto por mis ojos se halla a salvo de revelación. Se salta de la curiosidad a la metáfora de la olla de presión, para explotar en su sonido si el calor aumenta. Cuatro mujeres beben vino, en el repiqueteo de la fiesta. Al primer síntoma de embriaguez en los ojos negros, la primera mujer confiesa: “¿Saben una cosa, muchachas? Yo soy lesbianísima”. “No digas, amiga”, dice la compañera al lado. Y agrega: “Yo soy mariguanísima”. La tercera mujer se iguala con la influencia de las dos vidas, diciendo: “Yo soy putísima”. La cuarta mujer saluda estupefacta al grupo y revela: “Yo soy chismosísima”. Tengo un momento con Miguel Salvador Rodríguez, que me recuerda un episodio de la novela acelerada de Kerouac, donde un tipo visita a un famoso poeta y le pregunta: “¿Cual es la verdad? ¿Cuál es el sentido de la vida, que tanto hablan los filósofos?”. El poeta entreabre la boca y balbucea en contemplación por un instante, porque tiene el secreto de la respuesta, pero calla y enseguida camina hacia la ventana, para perderse en la caravana de nubes. Baja la mirada a la ciudad y exclama: “Carnal, hay un chingo de hijos de puta allá afuera”. Miguel Salvador no tiene citas prohibidas para nada y nadie, excepto su identidad jarocha. El escritor se detiene en la siguiente parada del tranvía, para abrazar al hijo de puta que lo espera. Sea el hijo de la más famosa sirena, abrazada con el golfo de México. El golfo de México es una extraña curva que evita la llegada de los huracanes al puerto, pero también es el gentilicio. “Apología del Jarocho” es un lamento de guerra, ruge como fagot en concierto. Algo que molesta a Miguel Salvador Rodríguez es la tribu urbana dispersarse al silbido de Cristo en la reapertura de Babel con sus cuerpos, mientras la muerte llorosa desenlaza los zancudos, portadores de costumbres ancianas. Una noche prometió cavar algunas tumbas en la playa. “No es como usted dice”, advierte al comienzo del monólogo. Los impostores de la jerga local, los pocos que se encuentran, no tienen credenciales que digan quienes son. Cuando no se reconocen, recurren al espejo y buscan por el rasguño de la luna que los identifica. Miguel contará su secreto. El jarocho no es una ocurrencia para hacerse pasar por otra persona, por lo que cualquiera deduce de inmediato que el apelativo no tiene nada que ver con Pinocho. Libre como es, el jarocho no le duele una incisión en el corazón para que surja la décima. Y si le gritan “Coño loco”, apresura a estirar la sombra al vaivén de las hamacas, por eso se miran las palmeras borrachas de sol. En el escenario, Migue educa y divierte. Quizás gustaría enseñarte el lunar que tiene, aunque su cuerpo es polvo, como todos. En cambio, hace un recuento de la fundación de la ciudad hasta nuestros días. Cavilante en las piernas de un titán, Miguel Salvador Rodríguez está seguro de agregarle un palmo a su tamaño.

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