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martes, octubre 28, 2008

Roberto Blaga: EDITORIAL

La UV: Corrosiva y Ambiental



El lema de la pasada FILU (Feria Internacional del Libro Universitario, 2008), organizada por la Universidad Veracruzana, y celebrada el pasado mes de septiembre, es halagador, pues se refirió al medio ambiente, en concreto al problema del Calentamiento Global . El puro lema ya demuestra el interés que algunos miembros de la comunidad universitaria van tomando en el asunto, ante la evidente demostración de una Naturaleza maltratada, y a pesar de algunas negativas de países poderosos como Japón y los Estados Unidos, quienes pretextan que se trata de “ciclos” que sufre la tierra cada cientos de años.

No obstante, en tanto una variedad de científicos e intelectuales de la comunidad universitaria lucen conciencia urgente al problema, hacen énfasis en este aspecto, y se esfuerzan en traer a conocedores del tema a que dicten conferencias sobre algo que afecta a toda la humanidad, en otros espacios de la misma Universidad parece no haber ni coherencia, ni comunicación y mucho menos, congruencia.
Esto viene a colación porque en el desorden que a veces impera en algunas instituciones de la misma UV, existen quienes parecen dirigir sus Planes de Desarrollo a la preservación de lo material, en tanto dejan a un lado el potencial que podría salvar nuestro medio ambiente.

Como es costumbre en algunos funcionarios universitarios, la responsabilidad en el diseño de su PLADE, no parece haber autor alguno: no fueron “ellos” los diseñadores sino las circunstancias; han sido los kafkianos sin rostro, la masa, el conjunto; y los directivos (como en el caso concreto del Instituto de Ingeniería) sólo achacan la presentación del Plan a algo ya “previamente” hablado y autorizado por otras autoridades universitarias; palabras de algunos investigadores que asistieron a la presentación.

"Para quienes dentro de la Universidad sí poseemos un poco de inteligencia --añaden los testigos-- parece ser que, a pesar de que el Plan fue platicado con la Dirección de Investigación, el proyecto ya estaba inducido, con “recomendaciones” claramente inclinadas y controladas hacia un solo lado; con estadísticas manejadas unilateralmente y el obvio buscar a quién se discrimina dentro del propio Instituto, porque no “llena” requisitos exigibles por la propia Universidad u otras instancias educativas..

Es así que el objetivo de presentar un Plan de Desarrollo al personal académico del Instituto de Ingeniería (IIUV), no era otro que avalar la creación de dos maestrías, la de Corrosión y la de Mecatrónica. Hay que hacer ver que el director es de los que con entusiasmo desmedido creen y pertenecen al primer grupo de investigadores, lo cual, por supuesto, no resulta en anomalía alguna. Así ha sido siempre: el perfil del director en turno es quien crea las maestrías (electrónica, estructuras, ambiental, etc.), no de acuerdo a las condiciones urgentes, ya no se diga de la Universidad, sino de ésta como responsable delante de una sociedad que demanda de ella fruto. Así, una de las constantes del director del IIUV fue ensalzar a la Corrosión como non plus ultra de la ingeniería, y (cada vez que pudo) denostar a otras áreas de la ingeniería, como por ejemplo, la Ambiental.

Nadie argumenta que las maestrías en Corrosión y Mecatrónica estén mal. Por el contrario, su cuerpo de investigadores es excelente; no hay la menor duda que cuentan con un trabajo reconocido, experimentado y puntual, y que las personas enlistadas como cuerpo académico merecen todo el respeto.
Lo censurable aquí es, primero, la manipulación que el Sr. Director hizo de su PLANDE, y luego lo incongruente que resulta, dentro de los entripados de la Universidad, que por un lado se ensalce sólo temporalmente el grave problema de la Contaminación Ambiental, y por otro lado se permita que un Instituto de Investigación haga a un lado la creación de una maestría en, precisamente, el cuidado ambiental, y permita una como la de Corrosión; basada únicamente en estadísticas de catedráticos preparados para el caso y trámites burocráticos como barrera para la aprobación de otras maestrías, entre ellas, la de Ambiental. ¿No suena incongruente? Si a algunos no les suena es porque la experiencia ha demostrado que cuando alguien llega al poder, es él quien dicta las reglas de la “congruencia” y no los demás.

Incongruente, porque en cinco años más el PLANDE pretende tener un “x” número de expertos que prevengan la caída ¿De qué? Varillas, estructuras metálicas, tuberías, etc. ¿Fabricadas por quién? …¡Por los mismos que han convertido el planeta en un basurero! ¡Vaya paradoja!. Pues han sido las siderúrgicas, laminadoras, fábricas de tubos, PEMEX, y otros fabricantes de material que se oxidan, quienes han hecho un destrozo de nuestra Tierra. Y ahora, en vez de crear una maestría que se encargue de las aguas contaminadas, la capa de ozono vulnerada y el calentamiento global, se “planea” tener expertos que salven lo material, el capital de las grandes empresas, los edificios que atraen al turismo, etc., todo porque esto “sí resulta sustentable” a los propósitos de algunos dentro de la Universidad… Parece que la vida del planeta, no.

En cinco años (o los que sean) el grado de contaminación sobre la tierra aumentará cada vez con más velocidad. En tanto en las aulas universitarias se preparan a expertos en salvar fierros y demás infraestructura metálica, docenas de ríos, lagunas, mares, casquetes polares, fauna y flora, continuarán aguardando a que halla el suficiente número de expertos, que en vez de idear cómo dejar de pie grandes edificios y surtidores de petróleo, se dediquen a pensar la forma de detener algo que a todos nos atañe; que se le ponga la atención debida, y dé oportunidad (aboliendo trámites pueriles) para que haya gente experta en salvar a nuestro planeta.

Nadie duda que esta clase de expertos, como los de Corrosión, Mecatrónica y Ambiental (que forman parte del cuerpo de investigación del IIUV) puedan marchar juntos hacia un objetivo integral.

Ignacio García: La poética del cimarrón, de Sergio Ugalde



Texto de presentación al libro de Sergio Ugalde, La Poética del Cimarrón, en el Centro Cultural de Boca del Río, Ver. el 29 de octubre, 2008


Una de las cosas que más llaman la atención en el libro que esta noche presenta Sergio Ugalde, es hacia donde el autor orienta geográficamente la visión de su ensayo: la isla Martinica: un territorio de apenas 500 mil habitantes, una superficie de 1,100 km cuadrados, y alineada en el Mar Caribe con otras islas igualmente pequeñas: Antigua, Guadalupe, Dominica, Santa Lucía, Barbados, San Vicente.
¿Qué ha sucedido en este pequeño espacio de nuestro planeta que permita al autor hacer que sus lectores se sientan atraídos hacia la lectura del libro?. Se trata creo (y es el mérito mayor de estas páginas) de un asunto de conciencia, dicho en otras palabras, de humana enseñanza para estar enterados y no repetir hechos realmente vergonzosos para la humanidad. Obviamente, La poética del Cimarrón, no es un tratado de ética ni encierra discurso moral alguno; no obstante, Sergio Ugalde, con gran exactitud en su planteamiento histórico, no deja de conmover a quien pasa sus ojos por algunas escenas realmente apabullantes para quien lee.

Como si fuera un abanico, Sergio abre a nosotros el panorama de un mundo realmente infrahumano, y al que muchas veces hemos sido y seguimos siendo indiferentes. Se trata en este libro de un “enfrentamiento” físico, histórico, ideológico, entre dos culturas, dos tipos de color de piel, dos formas de pensar: en primer lugar, los nativos de la Martinica que se ven colonizados hacia el siglo XVII por la horda francesa, y luego (casi exterminada esta ración productiva indígena) los negros que son arrancados de su raíz africana para ser embarcados y enraizarlos como esclavos a los pies de los señores feudales de la Francia europea apostados en la isla.
Ya desde el traslado mismo de los negros hacia la Maritinica, se puede medir la bestialidad con la que serán tratados al arribar a su “destino”; barcos negreros que a decir de Mirabeau (citado por Sergio), bautizó con el nombre de “prisiones flotantes: el negrero cruje por todas partes, su vientre se convulsiona, la horrible tenia de su cargamento roe los intestinos fétidos del extraño niño de pecho de los mares”, Estas y otras afirmaciones –dice Sergio—“adquieren un carácter siniestro cuando se tiene en cuenta que la misión de la Iglesia, o la justificación de la colonización, es la civilización de los pueblos 'salvajes'”. Este tipo de visa divina influye definitivamente en la no conciencia del blanco con respecto al trato de un semejante: el blanco se siente autorizado por Dios para tomar por encargo a este puñado de bárbaros.

¿Cuál podría ser entonces el arma por parte del negro para enfrentar esta triple situación (físico-histórica-ideológica) que lo oprime? Es aquí donde se halla el otro lado atractivo de La poética del Cimarrón: el descubrimiento que Sergio hace de la literatura (la poesía, teatro y ensayo) de Aimé Césaire (fallecido el pasado 17 de abril, 2008 a los 94 años de edad) como una escritura que condensa la sensibilidad de toda una cultura. “La peregrinación fantasmal de esos miles de moribundos que se ven pasar por la obra de Césaire nos remite inmediatamente a la historia de la trata, a la esclavitud humana y a las condiciones miserables de la existencia de los negros en las Antillas Francesas. Cuando reflexioné sobre esto, advertí que ahí se encontraba una de las razones por las cuales la explicación puramente estético-conceptual de esta literatura me parecía asfixiante. Sin embargo, inmediatamente me pregunté: ¿la dimensión histórica, social y política de su obra explicaría mi asombro inicial? Lo dudo. El acercamiento histórico-social permitiría ver más claras las pasiones y referencias del autor, pero la historia no hace la obra. Mi dilema era el siguiente: no quería reducir la poesía a la historia, pero tampoco quería verla aislada de ella. En todo caso, ni purismo estético ni sociologismo esquemático”.

Creo que aquí cabe preguntar: ¿Logra Sergio Ugalde llevar a cabo su tesis original? ¡Por supuesto! Y de tal manera, que el libro se lee, primeramente, de un solo jalón –da tiempo para re-leerlo y entonces disfrutar e (insisto) hacer un poco de conciencia.
El autor rastrea en la historia de las Antillas, desde lo que él llama “el indígena ausente”, la casi exterminación de los mismos como mano de obra gratuita, hasta la llegada de los negros africanos a la Martinica; objetos-negros quienes llegan a “relevar” al indígena agotado. Pero, tanto el indígena como el negro no dejan de ser humanos: existe en ellos siempre la idea ancestral de escapar de quienes los aprisiona. De ahí el apelativo de “cimarrón”, que de acuerdo a un consenso casi general, es aquel que escapa “en busca de libertad fuera de los dominios del amo”.

¿En dónde encaja, pues, la poética cimarrona de Aimé Césaire si éste nace a las luces primeras del siglo XX? Bueno, si bien el poeta no escapa a una esclavitud literal, si lo hace bajo un contexto en el que “Para 1924 ya casi habían pasado cien años desde que Francia había abolido la esclavitud; sin embargo, en la mentalidad del colono blanco y en las memorias de la población negra permanecían latentes tres siglos de esclavitud… El negro, atado a las estructuras coloniales, era sinónimo de inferioridad.”

En estos terrenos Césaire se ahoga y se asfixia en su isla. Se siente enclaustrado a una realidad que lo desborda y de la cual (a la manera del cimarrón literal) desea huir. Y lo hace. Paradójicamente, en 1934 el poeta huye a París, a lo que parece ser fuente de la eterna esclavitud. Mas no todo es malo para Césaire, quien en la metrópoli se encuentra con las grandes ideologías imperantes de la época (Marx, Nietzsche y Freud); además de hallarse con otro destino que avivarán su inquietud por aquello que más tarde bautizará bajo el nombre de negritud: me refiero a su encuentro con otros escritores negros como Léopold Sédar Senghor y León Contran Damas: “el encuentro con estos poetas significó para Cásaire, en esencia, el descubrimiento de la cultura africana…Se reconoció, en el espejo de sus amigos, como parte integrante de una cultura viva

Fruto de este encuentro es la fundación de la revista “L’Etudiant Noir” y, sobre y ante todo, la conciencia de regreso a su país natal, el África; y, junto con ello, una poesía que –como lo pone Sergio Ugalde--- “trata de encontrar todo lo que la historia borró de los negros”, y con ello, “un intento de lograr una unidad con su pueblo y su origen”.
Es de aquí que emergen poemas como éste que dice, en uno muy famoso titulado “Y los perros callaban”
Ellos los perros / ellos, los hombres de los belfos sangrantes, de los ojos de acero /Asesinos, asesinos, asesinos”.

Para quienes hemos tenido el privilegio de encontrarnos con las páginas de Cuaderno de retorno al país natal (1939), resulta toda una revelación el libro que presentamos en esta noche. En Césaire, la poesía nace con el exceso, la desmesura, con la búsqueda acuciada por lo vedado. Su leyenda, de dimensión universal, está constituida no sólo por su emblemática producción literaria sino su constante presencia en las luchas sociales de su pequeño país por forjar una conciencia civil en favor de las ideas anticoloniales, en busca siempre de la más legítima identidad de los pueblos africanos, ya en su territorio original, ya trasplantados a nuestro contienente, como fuerza de trabajo esclava.
Ugalde utiliza como símbolo “El infierno de Dante” para conducirnos de la mano de Césaire, en el descenso por cada uno de los círculos del venero. En el descenso lo primero que el poeta antillano encuentra es la imagen del colonizador, del que, paradójicamente, y (como una respuesta aún más inteligente a la postura del cacique) pide piedad para ellos, porque el proceso de civilizar –dice-- es un proceso de embrutecimiento: la colonia desciviliza al colonizador, lo embrutece en el sentido propio del término, lo “degrada”. En segundo lugar (interesante) Césaire halla que el enemigo del negro es el propio negro sin conciencia histórica. Se topa igualmente con aquellos que se conforman simplemente con “no estar hechos a la imagen de Dios sino del diablo”, pues esta negación se propone como una negación a la colonia.

Cuando a Césaire se le pregunta si es poeta, dramaturgo, ensayista, éste contesta: “Soy fundamentalmente un hombre de palabra” : si el esclavo se siente feliz en su fuga, “la palabra, en boca y pluma del poeta –apunta Ugalde--, pasa a ser esa asociación y referencia, el poeta desborda su lirismo en la página, como el cimarrón su libertad en el bosque”.

Después de esta fuga de corte intelectual por parte de Césaire, Ugalde se auto-interroga: ¿Cómo se manifiesta y qué es lo peculiar en la libertad poética cesairiana?. Y contesta: la imagen y el ritmo: “Lo primero que estremece nuestros sentidos cuando nos acercamos a la poesía de Césaire es la exuberante y sobrecogedora creación de imágenes”. Pero estas imágenes poéticas no son aquellas que por su connotación subliman el alma o hacen que el lector suspire bajo la llama de símbolos conmovedores. Hay en la poesía de Césaire un cúmulo de imágenes incomodas para los acostumbrados a la belleza; de lo que se trata es de cantar con imágenes aparentemente repugnantes. “Cantamos las flores venenosas / que estallan en praderas furibundas; / los cielos de amor cortados de embolia; / las mañanas epilépticas.”

De acuerdo a Ugalde son estas imágenes, la fuerza y la cólera con las que Césaire expresa su reivindicación como negro del Caribe. Además: con la elevación de estas imágenes, Césaire subvierte el idioma francés, el cual le resulta indiferente. Para muestra, un botón: “Aquí el desfile de los risibles y escrofulosos bubones, los engordes de microbios muy extraños, los venenos sin alixitéreo conocido, las sanies de llagas muy antiguas”.

La fuerza, la sorpresa, la contundencia y lo distinto de estas imágenes provienen de la gran capacidad del poeta para acoplar en el francés la experiencia vivida en un momento y espacio específicos: una realidad que contradice el mundo amado por el blanco.
A lo largo de su obra literaria, el héroe césariano es un hombre trágico; uno que acepta su destino de protesta sin por ello concebirse como un mesías: sus acciones no están orientadas por los milagros sino por el lenguaje. Con la palabra, el poeta alcanza su liberación.

“y no te sorprendas si por la noche gimo más hondamente o si mis manos /estrangulan más sordamente / es el olor de viejas penas que hacia mi dolor negro y rojo en escolopendra / alarga la cabeza, y con una insistencia en el hocico aún blanda y desmañada / busca más adentro mi corazón / de nada me sirve entonces apretarle contra el tuyo y perderme en la espesura de tus brazos / que acaba por encontrarlo / y muy gravemente, de manera siempre nueva / lo lame amorosamente / hasta que brota salvaje la primera sangre / bajo las bruscas garras /desplegadas del desastre.


Sergio Ugalde, La Poética del Cimarrón, Ed. Tierra Adentro, 2007

Sergio Ugalde nació en la ciudad de México. Realizó estudios de licenciatura en Estudios Latinoamericanos en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM., y es doctor en Literatura Hispánica por el Colegio de México. En 1998 obtuvo el primer lugar en el XXX Concurso Literario de la revista “Punto de Partida”, en poesía. Ha colaborado con artículos y reseñas en “Nueva Revista de Filología Hispánica”, “Periódico de Poesía”, “Tierra Adentro”, y en el libro “El hacha en la raíz. Ensayistas mexicanos para el siglo XXI”

lunes, octubre 27, 2008

Gabriel García Márquez: Muerte constante más allá del amor



Al senador Onésimo Sánchez le faltaban seis meses y once días para: morirse cuando encontró a la mujer de su vida. La conoció en el Rosal del Virrey, un pueblecito ilusorio que de noche era una dársena furtiva para los buques de altura de los contrabandistas, y en cambio a pleno sol parecía el recodo más inútil del desierto, frente a un mar árido y sin rumbos, y tan apartado de todo que nadie hubiera sospechado que allí viviera alguien capaz de torcer el destino de nadie. Hasta su nombre parecía una burla, pues la única rosa que se vio en aquel pueblo la llevó el propio senador Onésimo Sánchez la misma tarde en que conoció a Laura Farina.
Fue una escala ineludible en la campa—a electoral de cada cuatro a—os. Por la mañana habían llegado los furgones de la farándula. Después llegaron los camiones con los indios de alquiler que llevaban por los pueblos para completar las m. ultitudes de los actos públicos. Poco antes de las once, con la música y los cohetes y los camperos de la comitiva, llegó el automóvil ministerial del color del refresco de fresa. El senador Onésimo Sánchez estaba plácido y sin tiempo dentro del coche refrigerado, pero tan pronto como abrió la puerta lo estremeció un aliento de fuego y su camisa de seda natural quedó empapada de una sopa lívida, y se sintió muchos años más viejo y más solo que nunca. En la vida real acababa de cumplir 42, se había graduado con honores de ingeniero metalúrgico en Gotinga, y era un lector perseverante aunque sin mucha fortuna de los clásicos latinos mal traducidos. Estaba casado con una alemana radiante con quien tenía cinco hijos, y todos eran felices en su casa, y él había sido el más feliz de todos hasta que le anunciaron, tres meses antes, que estaría muerto para siempre en la próxima Navidad.
Mientras se terminaban los preparativos de la manifestación pública, el senador logró quedarse solo una hora en la casa que le habían reservado para descansar, Antes de acostarse puso en el agua de beber una rosa natural que había conservado viva a través del desierto, almorzó con los cereales de régimen que llevaba consigo para eludir las repetidas fritangas de chivo que le esperaban en el resto del día, y se tomó varias píldoras analgésicas antes de la hora prevista, de modo que el alivio le llegara primero que el dolor. Luego puso el ventilador eléctrico muy cerca del chinchorro y se tendió desnudo durante quince minutos en la penumbra de la rosa, haciendo un grande esfuerzo de distracción mental para no pensar en la muerte mientras dormitaba. Aparte de los médicos, nadie sabía que estaba sentenciado a un término fijo, pues había decidido padecer a solas su secreto, sin ningún cambio de vida, y no por soberbia sino por pudor.
Se sentía con un dominio completo de su albedrío cuando volvió a aparecer en público a las tres de la tarde, reposado y limpio, con un pantalón de lino crudo y una camisa de flores pintadas, y con el alma entretenida por las píldoras para el dolor. Sin embargo, la erosión de la muerte era mucho más pérfida de lo que él suponía, pues al subir a la tribuna sintió un raro desprecio por quienes se disputaron la suerte de estrecharle la mano, y no se compadeció como en otros tiempos de las recuas de indios descalzos que apenas si podían resistir las brasas de caliche de la placita estéril. Acalló los aplausos con una orden de la mano, casi con rabia, y empezó a hablar sin gestos, con los ojos fijos en el mar que suspiraba de calor. Su voz pausada y honda tenía la calidad del agua en reposo, pero el discurso aprendido de memoria tantas veces machacado no se le había ocurrido por decir la verdad sino por oposición a una sentencia fatalista del libro cuarto de los recuerdos de Marco Aurelio.
-Estamos aquí para derrotar a la naturaleza - empezó, contra todas sus convicciones-. Ya no seremos más los expósitos de la patria, los huérfanos de Dios en el reino de la sed y la intemperie, los exilados en nuestra propia tierra. Seremos otros, señoras señores, seremos grandes y felices.
Eran las fórmulas de su circo. Mientras hablaba, sus ayudantes echaban al aire puñados de pajaritos de papel, y los falsos animales cobraban vida, revoloteaban sobre la tribuna de tablas y se iban por el mar. Al mismo tiempo, otros sacaban de los furgones unos árboles de teatro con hojas de fieltro y los sembraban a espaldas de la multitud en el suelo de salitre. Por último armaron una fachada de cartón con casas fingidas de ladrillos rojos y ventanas de y taparon con ella los ranchos miserables de la vida real.
El senador prolongó el discurso, con dos citas en latín, para darle tiempo a la farsa. Prometió las máquinas de llover, los criaderos portátiles de animales de mesa, los aceites de la felicidad que harían crecer legumbres en el caliche y colgajos de trinitarias en las ventanas. Cuando vio que su mundo de ficción estaba terminado, lo señaló con el dedo.
-Así seremos, señoras y señores -gritó-. Miren. Así seremos.
El público se volvió. Un trasatlántico de papel pintado pasaba por detrás de las casas, y era más alto que las casas más altas de la ciudad de artificio. Sólo el propio senador observó que a fuerza de ser armado y desarmado, y traído de un lugar para el otro, -también el pueblo de cartón superpuesto estaba carcomido por la intemperie, y era casi tan pobre y polvoriento y triste como el Rosal del Virrey.
Nelson Farina no fue a saludar al senador por primera vez en doce años. Escuchó el discurso desde su hamaca, entre los retazos de la siesta, bajo la enramada fresca de una casa de tablas sin cepillar que se había construido con las mismas manos de boticario con que descuartizó a su primera mujer. Se había fugado del penal de Cayena y apareció en el Rosal del Virrey en un buque cargado de guacamayas inocentes, con una negra hermosa y blasfema que se encontró en Paramaribo, y con quien tuvo una hija. La mujer murió de muerte natural poco tiempo después, y no tuvo la suerte de la otra cuyos pedazos sustentaron su propio huerto de coliflores, sino que la enterraron entera y con su nombre de holandesa en el cementerio local. La hija había heredado su color y sus tamaños, y los ojos amarillos y atónitos del padre, y éste tenía razones para suponer que estaba criando a la mujer más bella del mundo.
Desde que conoció al senador Onésimo Sánchez en la primera campaña electoral, Nelson Farina había suplicado su ayuda para obtener una falsa cédula de identidad que lo pusiera a salvo de la justicia. El senador, amable pero firme, se la había negado. Nelson Farina no se rindió durante varios años, y cada vez que encontró una ocasión reiteró la solicitud con un recurso distinto. Pero siempre recibió la misma respuesta. De modo que aquella vez se quedó en el chinchorro, condenado a pudrirse vivo en aquella ardiente guarida de bucaneros. Cuando oyó los aplausos finales estiró la cabeza, y por encima de las estacas del cercado vio el revés de la farsa: los puntales de los edificios, las armazones de los árboles, los ilusionistas escondidos que empujaban el trasatlántico. Escupió su rencor.
-Merde -dijo- c'est le Blacaman de la politique.
Después del discurso, como de costumbre, el senador hizo una can-únata por las calles del pueblo, entre la música y los cohetes, y asediado por la gente del pueblo que le contaba sus penas. El senador los escuchaba de buen talante, y siempre encontraba una forma de consolar a todos sin hacerles favores difíciles. Una mujer encaramada en el techo de una casa, entre sus seis hijos menores, consiguió hacerse oír por encima de la bulla y los truenos de pólvora.
-Yo no pido mucho, senador -dijo-, no más que un burro para traer agua desde el Pozo del Ahorcado.
El senador se fijó en los seis niños escuálidos.
-¿Qué se hizo tu marido? -preguntó.
-Se fue a buscar destino en la isla de Aruba- contestó la mujer de buen humor-, y lo que se encontró fue una forastera de las que se ponen diamantes en los dientes.
La respuesta provocó un estruendo de carcajadas. -Está bien -decidió el senador- tendrás tu burro.
Poco después, un ayudante suyo llevó a casa de la mujer un burro de carga, en cuyos lomos habían escrito con pintura eterna una consigna electoral para que nadie olvidara que era un regalo del senador.
En el breve trayecto de la calle hizo otros gestos menores, y además le dio una cucharada a un enfermo que se había hecho sacar la cama a la puerta de la casa para verlo pasar. En la última esquina, por entre las estacas del patio, vio a Nelson Farina en el chinchorro y le pareció ceniciento y mustio, pero lo saludó sin afecto:
-Cómo está.
Nelson Farina se revolvió en el chinchorro y lo dejó ensopado en el ámbar triste de su mirada.
-Moi, vous savez -dijo.
Su hija salió al patio al oír el saludo. Llevaba una bata guajira ordinaria y gastada, y tenía la cabeza guarnecida de moños de colores y la cara pintada para el sol, pero aun en aquel estado de desidia era posible suponer que no había otra más bella en el mundo. El senador se quedó sin aliento.
- ¡Carajo -suspiró asombrado- las vainas que se le ocurren a Dios!
Esa noche, Nelson Farina vistió a la hija con sus ropas mejores y se la mandó al senador. Dos guardias armados de rifles, que cabeceaban de calor en la casa prestada, le ordenaron esperar en la única silla del vestíbulo.
El senador estaba en la habitación contigua reunido con los principales del Rosal del Virrey, a quienes había convocado para cantarles las verdades que ocultaba en los discursos. Eran tan parecidos a los que asistían siempre en todos los pueblos del desierto, que el propio senador sentía el hartazgo de la misma sesión todas las noches. Tenía la camisa ensopada en sudor y trataba de secársela sobre el cuerpo con la brisa caliente del ventilador eléctrico que zumbaba como un moscardón en el sopor del cuarto.
-Nosotros, por supuesto, no comemos pajaritos de papel -dijo-. Ustedes y yo sabemos que el día en que haya árboles y flores en este cagadero de chivos, el día en que haya sábalos en vez de gusarapos en los pozos, ese día ni ustedes ni yo tenemos nada que hacer aquí. ¿Voy bien?
Nadie contestó. Mientras hablaba, el senador había arrancado un cromo del calendario y había hecho con las manos una mariposa de papel. La puso en la corriente del ventilador, sin ningún propósito, y la mariposa revoloteó dentro del cuarto y salió después por la puerta entre-
abierta. El senador siguió hablando con un dominio sus-
tentado en la complicidad de la muerte.
-Entonces -dijo- no tengo que repetirles lo que ya saben de sobra: que mi reelección es mejor negocio para ustedes que para mí, porque yo estoy hasta aquí de aguas podridas y sudor de indios, y en cambio ustedes viven de eso.
Laura Farina vio salir la mariposa de papel. Sólo ella la vio, porque la guardia del vestíbulo se había dormido en los escaños con los fusiles abrazados. Al cabo de varias vueltas la enorme mariposa litografiada se desplegó por completo, se aplastó contra el muro, y se quedó pegada. Laura Farina trató de arrancarla con las uñas. Uno de los guardias, que despertó con los aplausos en la habitación contigua, advirtió su tentativa inútil.
-No se puede arrancar -dijo entre sueños-. Está pintada en la pared.

Laura Farina volvió a sentarse cuando empezaron a salir los hombres de la reunión. El senador permaneció en la puerta del cuarto, con la mano en el picaporte, y sólo descubrió a Laura Farina cuando el vestíbulo quedó desocupado.
-¿Qué haces aquí?
-C'est de la part de mon pére- dijo ella.
El senador comprendió. Escudriñó a la guardia soñolienta, escudriñó luego a Laura Farina cuya belleza inverosímil era más imperiosa que su dolor, y entonces resolvió que la muerte decidiera por él.
Entra -le dijo.
Laura Farina se quedó maravillada en la puerta de la habitación: miles de billetes de banco flotaban en el aire, aleteando como la mariposa. Pero el senador apagó el ventilador, y los billetes se quedaron sin aire, v se posa-
ron sobre las cosas del cuarto.
-Ya ves -sonrió hasta la mierda vuela.
Laura Farina se sentó como en un taburete de escolar. Tenía la piel lisa y tensa, con el mismo color y la misma densidad solar del petróleo crudo, y sus cabellos eran de crines de potranca y sus ojos inmensos eran más claros que la luz. El senador siguió el hilo de su mirada y encontró al final la rosa percudida por el salitre.
-Es una rosa -dijo.
-Sí -dijo ella con un rastro de perplejidad-, las conocí en Rlohacha.
El senador se sentó en un catre de campaña, hablando de las rosas, mientras se desabotonaba la camisa. Sobre el costado, donde él suponía que estaba el corazón dentro del pecho, tenía el tatuaje corsario de un corazón flechado. Tlr¿> en el suelo la camisa mojada y le pidió a Laura Farina que lo ayudara a quitarse las botas.
Ella se arrodilló frente al catre. El senador la siguió escrutando, pensativo, y mientras le zafaba los cordones se preguntó de cuál dé los dos sería la mala suerte de aquel encuentro.
-Eres una criatura -dijo.
-No crea -dijo ella-. Voy a cumplir 19 en abril.
El senador se interesó.
-Qué día.
-El once dijo ella.
El senador se sintió mejor. "Somos Aries", dijo. Y agregó sonriendo:
-Es el signo de la soledad.
Laura Farina no le puso atención pues no sabía qué hacer con las botas. El senador, por su parte, no sabía qué hacer con Laura Farina, porque no estaba acostumbrado a los amores imprevistos, y además era consciente de que aquél tenía origen en la indignidad. Sólo por ganar tiempo para pensar aprisionó a Laura Farina con las rodillas, la abrazó por la cintura y se tendió de espaldas en el catre. Entonces comprendió que ella estaba desnuda debajo del vestido, porque el cuerpo exhaló una fragancia oscura de animal de monte, pero tenía el comzón asustado y la piel aturdida por un sudor glacial.
-Nadie nos quiere -suspiró él.
Laura Farina quiso decir algo, pero el aire sólo le alcanzaba para respirar. La acostó a su lado para ayudarla, apagó la luz, y el aposento quedó en la penumbra de la rosa. Ella se abandonó a la misericordia de su destino. El senador la acarició despacio, la buscó con la mano sin tocarla apenas, pero donde esperaba encontrarla tropezó con un estorbo de hierro.
-¿Qué tienes ahí?
-Un candado -dijo ella.
- ¡Qué disparate! -dijo el senador, furioso, y preguntó lo que sabía de sobra ¿Dónde está la llave?
Laura Farina respiró aliviada.
-La tiene mi papá -contestó-. Me dijo que le dijera a usted que la mande a buscar con un propio y que le mande con él un compromiso escrito de que le va a arreglar su situación.
El senador se puso tenso. "Cabrón franchute", murmuró indignado. Luego cerró los ojos para relajarse, y se encontró consigo mismo en la oscuridad. Recuerda -recordó- que seas tú o sea otro cualquiera, estaréis muerto dentro de un tiempo muy breve, y que poco después no quedará de vosotros ni siquiera el nombre. Esperó a que pasara el escalofrío.
-Dime una cosa -preguntó entonces-: ¿Qué has oído decir de mí?
- ¿La verdad de verdad?
-La verdad de verdad.

-Bueno -se atrevió Laura Far'na-, dicen que usted es peor que los otros, porque es distinto.
El senador no se alteró. Hizo un silencio largo, con los ojos cerrados, y cuando volvió a abrirlos parecía de regreso de sus instintos más recónditos.
-Qué carajo -decidió- dile al cabrón de tu padre que le voy a arreglar su asunto.
-Si quiere yo misma voy por la llave -dijo Laura Farina.
El senador la retuvo.
-Olvídate de la llave -dijo- y duérmete un rato conmigo. Es bueno estar con alguien cuando uno está solo.
Entonces ella lo acostó en su hombro con los ojos fijos en la rosa. El senador la abrazó por la cintura, escondió la cara en su axila de animal de monte y sucumbl6 al terror. Seis meses y once días después había de morir en esa misma posición, pervertido y repudiado por el escándalo público de Laura Farina, y llorando de la rabia de morirse sin ella.

Enrique Patricio: Mundos Paralelos




En el prodigio insondable de materializar el sueño, su sueño (¿de diván?), aquel hombre en ese preciso instante de regresión se halló mucho más convencido que nunca, en cuanto a que la realidad del subconsciente no era tan precaria y frágil cual una gigantesca pompa de jabón, como se le creía. Y así, estimado el asunto por su cuenta, es que perseveraba consistentemente en la búsqueda del logro; objetivarlo era su sueño. Mas, cuando despertó, el Dr. Sigmund Freud ya no se encontraba ahí… Y, ahora (no sin sobresaltos) finalmente descubría, lo corroboraba –de tan irónicamente manera—que él era el auténtico, el verdadero Sigmund Freud ya psicoanalizado.

De Sobredosis de sueño (s)
(De muy lejana –por tan profundo y perezoso tema—su aparición)
El autor

Juan Carlos Gómez: Yo y mi doble



"Precisamente bajo el signo de una constelación erótico sensual de este tipo, sombría y lúgubre, desperté el martes a las cinco de la mañana. Por uno de esos fenómenos de resurgimiento que deberían estarles prohibidos a la naturaleza, acababa de ver una cosa totalmente perdida para mí, mi juventud y mi primera bienamada, allá en la roca, junto al molino, al borde del río"
Cuando miraba al presente, en cambio, contabilizaba unas mejillas sin frescura, un vejete antipoético y rígido que no podía inspirar poemas y al que ya nadie admiraría. La nostalgia de su propia belleza desvanecida lo agitaba cada vez más. Le quedaba el trabajo, sí, un buen puesto para meterle miedo a las muchachas que ya no languidecían por él.
O tener un hijo y vivir por y en él una vida plena repitiendo el canto eterno de la juventud, de la felicidad y de la belleza. O sacrificar la vida por un ideal para adquirir una segunda belleza y convertirse de nuevo en objeto de nostalgia.
Sabía que no tenía ningún atractivo para nadie, era un empleado aburrido para él y para los demás, sus debilidades espirituales eran cada vez más nítidas a medida que se le instalaba la rigidez de la edad madura y empezaba a sentirse mal con sus defectos. Pensó entonces en suicidarse para suscitar después de la muerte la atracción y la nostalgia y vivir la vida de una estatua ya que no podía hacerlo como un hombre privado. O en convertirse en un bombero para adornarse con el uniforme. De pronto, mientras se hundía en la repugnancia hacia sí mismo, la forma de un espectro se desprendió del calentador de carbón.
Como era de madrugada pensó que a esa hora la única que podía llamarlo era la patria, como ya los había llamado a los tres bardos profetas de Polonia. La silueta del espectro era, sin embargo, de un ser humano, aunque no de la figura de su bienamada sino de un hombre, debía ser entonces la humanidad que lo estaba llamando para el sacrificio de su vida. Pero, no, no era una abstracción, era un hombre concreto que vestía saco azul marino. Al ver que no era la bienamada ni la patria ni la humanidad quienes lo llamaban, es decir, nada de lo que podía despertar su melancolía se dispuso a retomar el sueño cuando, repentinamente, se dio cuenta que era él mismo quien estaba de pie frente al calentador, esperando.
El espectro no estaba en pose, se miraba los zapatos, se pellizcaba maquinalmente la manga del saco y parecía avergonzado.
Tenía un grano en la mejilla izquierda y, al sentirse mirado, se avergonzó aún más. Estaba lleno de defectos físicos y espirituales, el espectro se dejaba examinar, se acurrucaba e intentaba escapar de la mirada indiscreta del protagonista. Al rato el protagonista se cansó de mirarlo y cayó de rodillas frente al ectoplasma, ocultó el rostro y produjo tal cantidad de vergüenza que se quedó sin aliento, entonces el espectro lo miró. Los defectos físicos y espirituales del ectoplasma habían desaparecido, mejor dicho, se se habían convertido en su mirada, el protagonista ya no miraba sus defectos sino que los defectos lo miraban a él.
Esos signos que habían sido fuente de vergüenza y de indecencia se convirtieron en una mirada brillante, algo tan absoluto como las barbas de Dios Padre.
Y esos defectos que para alguien de afuera sólo podían despertar compasión ahora miraban con la fuerza y la soberanía de la vida, más aún, eran la vida misma, una vida que el protagonista había buscado en todas partes salvo dentro de sí mismo. Por fin la calma, ya no era necesario sentir miedo ni vergüenza, podía existir como él mismo. El amor y la nostalgia mezclados con el temor lo hicieron volar como una pluma. Pero, de pronto, se dio cuenta que no podía caer de rodillas ni extenderle la mano a una forma que era él mismo. No era la bienamada ni la patria ni la humanidad quienes se le habían aparecido, no podía mirar con ojos amorosos a alguien que era él mismo.
Su cabeza hervía, se aparecía ante sí mismo con el aspecto de un egocéntrico y de un narciso sucio, sintió que la juventud se burlaba de él y lo despreciaba como a un miserable egoísta y que las alumnas del liceo no verían nunca en él ningún atractivo sexual.
Entonces escupió en el rostro del espectro, el espectro lanzó un gemido y desapareció. El protagonista se quedó con la sensación de un vacío profundo, sin otra perspectiva que la de una existencia miserable y vana con la muerte inevitable al final del camino. La pregunta de quién era él le quedó flotando, a veces le parecía que era una función social, y otras que era, sin más. Pero la palabra ‘ser’ sin atributos era un hecho desnudo y terrible, lo llenaba de espanto. Parecía que no había nada más difícil que ser uno mismo, ni más ni menos. Esa palabra connotaba una horrorosa desnudez. Por otra parte, había escupido al espíritu y el espíritu se había desvanecido.
"No, no –murmuré encogido y trémulo–, no quiero ser yo mismo. Prefiero ser un empleado subalterno del Ministerio de Relaciones Exteriores, prefiero servir para algo, servir para algo o para alguien, inmediatamente, sin tardanza, hay que tratar de servir, buscar con qué abrigarse porque hace frío y es indecente estar desnudo. Es necesario, hay que servir"

sábado, octubre 25, 2008

Roberto Blaga: EDITORIAL



UNA ESTAFETA ARDIENTE

Conocí a Ignacio García hará unos ocho años en una de las muchas cantinas que formaban un rectángulo en lo que una vez fue el mercado de Pescadería.
Primero, lo veía entrar con indiferencia, como otro parroquiano más de esos que, ya fueran las seis de la mañana o las 11 de la noche, van y vienen en busca de un trago redentor. Así fue, hasta que, con un itinerario obsesivo, descubrí que no sólo bebía cerveza sino que, de a tiro por Caguama, era capaz de no levantar el rostro; los ojos siempre puestos sobre una página de cuaderno y la mano moviéndose de forma frenética de izquierda a derecha sobre la página en blanco.

Fue esa tarea la que me llevó a acercármele un día en el que mi mente ya no distinguía entre la luz y la noche. Lo saludé y él, muy cortésmente, hizo lo mismo. Allí comenzó la amistad de dos seres cuya única razón que los unía era el amor al alcohol, además de su nada rara forma de ganarse la vida escribiendo programas para computadoras. Las charlas tenidas entonces, los comentarios siempre agudos sobre éste o aquél libro; el no pocas veces tocado destino de nuestras vidas si nos empeñábamos en seguir bebiendo 12 horas al día, formaron entonces el marco referencial de nuestros encuentros.

Un día, Ignacio ya no regresó. Lo supuse quebrado económicamente y mendingando entre los escuadrones de la muerte; o bien, en un hospital, un sanatorio psiquiátrico del que él siempre hablaba pues vivió junto a uno de ellos, o definitivamente en el panteón municipal. Bajo estas rutinas mortales de la bebida, no existe imaginación para otros pensamientos.
Pero no. En 2004 el poeta apareció como nuevo en los espacios de La Chatita Gorda, donde yo seguía mi caminar hacia lo ya señalado. Estaba impecablemente limpio; su camisa a cuadros y jeans roídos, pero sobre todo, un nuevo rostro y un habla llena de esperanza con respecto a la forma en que se puede salir del hoyo oscuro del alcoholismo. Comenzó a hablarme sin torcer brazo alguno, sin humillar mi persona y sin el consabido proselitismo de algunos redentores y mesías. Un día trajo con él un libro que recientemente había terminado y editado. ¿Te acuerdas de esta escena Roberto? –apuntó, abriendo el libro en una de sus páginas. El texto reza:

Dentro de la cantina, la estación de flores erguidas y sal que penetra en las fosas nasales, contempla el fin del duelo. En un instante, el Poeta baja la mirada y vuelve a arremeter contra el cuaderno, como si no hubiera presenciado nada y la figura de Roberto hubiera sido sólo un calmante para descansar del pensamiento obsesivo al que obliga un renglón en blanco.

Hay un último día, un último gesto, un último ardor...

La línea explota inmisericorde en el cuaderno del poeta. Azuzado por los óleos de la cerveza y consagrado a mirar ese movimiento que parece perpetuo, Roberto cree poder «leer» los trazos de esa mano, que se parecen mucho a sus propias temblorosas oscilaciones cuando suele arrastrar el lápiz sobre su propio cuaderno. Un segundo más ¾y tal vez debido al fajo de Hoyos 101 que bulle en sus intestinos¾, Roberto cree «saber» cómo se moverá la próxima vez el lápiz del Poeta; también lo que éste escribirá en seguida y lo que su mente dejará a merced del numen o los dioses. Roberto cierra los ojos y musita:

Hay un punto final y la certeza infinita de que el lápiz, apenas comienza su tarea...

Y la certeza infinita también de que el Poeta saldrá en un momento de ese lugar de espejos encontrados, e irá a vagar por los edificios antiguos y parques solitarios; esperará su camión que lo lleva hasta Boca del Río para luego buscar entre las madrigueras y covachas a los pescadores que le inviten el trago de güin que necesita para el sueño.

Hasta aquí el párrafo mostrado.

Le tuve que decir a Ignacio que sí, apenas, pero sí recordaba ese texto escrito a pluma en su cuaderno todo arrugado…Eso había ocurrido una tarde de 2001. “¿Sabes que ya éramos uno tú yo Roberto? Estábamos unidos por el alcohol y, como siameses sin destino, ya incluso nuestra personalidad la confundíamos… Por eso escribí esto. Pero ya no más… Existe esperanza” --dijo sin vacilación alguna.

De eso hace ya cuatro años. A Ignacio y muchos otros, debo el estar trazando garabato y medio el día de hoy. Y debo asimismo la petición del poeta para que, debido a mi experiencia en esto de mover programas de cómputo y hacerle al loco, acepte yo al relevo de este blog y sirva como su editor. Me he negado a lo segundo; el editor será siempre Ignacio, su mirada estará siempre atenta a lo que suceda, se publique, se transforme en amor lúdico o en protesta permitida, por parte de nuestros lectores. El formato (le he pedido) seguirá por lo pronto igual, por lo menos hasta que mi creatividad asimile un poco más las entrañas de este medio que durante tres años el poeta dirigió con tanto cariño.

No se crea: la estafeta me quema la mano, pero la cercanía con Ignacio García, mi agradecimiento y el hecho de haber sido elegido por él para esta aventura tan llena de asombro y porvenir, me hacen ver que lo único por hacer es levantar la mano, y eso que arde y quema, se vuelva desde el día de hoy palabra pura.

Espero la comprensión, ánimo, colaboración y acercamiento de nuestros lectores.

Bienvenidos a esta segunda etapa en la vida de LOS ELEMENTOS DEL REINO, dedicado (dice el poeta) a la reina de siempre.
Roberto Blaga
Co-Editor

Cristina Caballero: YAOCUÍCATL



Más allá de Bering
los hielos agonizan

¿dónde han ido los gigantes blancos
que marcaban territorios?

¿quién sabe ahora
esto es tuyo
esto es mío?

decapitados o no
veinticuatro muertos en la Marquesa
granaderos
fuerza pública
caballos y camionetas

custodian esta mañana la Universidad de México
ese gran dios
creado por el Hombre
escupe antimateria
el diablo asoma entre las rejas
que un día
¡hace cuanto! creyeron civilizarlo

sombras en las ramas de los árboles
flores desvaídas
el azul
oscuro
fúnebre
aparece con sus luces parpadeantes
policías arengando impunes
custodian nuestro Orden

¡qué Abismo!

ninguna fiesta patria
todo es una farsa
mueren gentes

por un partido de fútbol
o por el alza de petróleo

leo los poemas del coyote hambriento
a los cuicapicque
que cantaron la derrota de este pueblo

acaso lloro
veo familias eligiendo su comida
de un menú
grosero en su abundancia

¿y no habremos de hacer la guerra?
claman los hambrientos

nadie los vio crecer
nadie escuchó sus cantos de batalla

sangrienta matanza aguarda
ahora nos secuestran
roban nuestras vidas
resentidos
a nosotros
que tuvimos padres
alimento
techo
sólo
por eso

un crepúsculo enardece
cae sobre la Tierra
yo entristezco

¿quién pensó en los niños?
¿quién en los ancianos?

la vida antigua
el mundo que fue nos abandona
cuánta ruina
cuánta

¿qué les hemos dejado?

Gabriel Fuster: Capturando a Monsreal, autor intelectual


Texto de presentación al libro LA BANDA DE LOS ENANOS CALVOS de Agustín Monsreal, el 8 de octubre de 2008, con sede en la Centro Cultural de Boca del Río, Ver.


CAPTURANDO A MONSREAL, AUTOR INTELECTUAL.

Muchos escritores –como Víctor Hugo o el propio Cervantes- escribieron trabajos extensos. Yo he disfrutado estos libros voluminosos, especialmente en su adaptación al cine, pero prefiero las historias cortas. Las historias cortas son como los viajes cortos, que también tienen un principio, un sentido y un final, y lo mejor, a caballo corredor, muy corto tiempo. Las historias cortas tratan cualquier cosa que puedes hacer un detalle exorbitante dentro de tu corta vida, aún de cortos alcances. Ruyard Kipling escribió sobre el hombre que pudo ser rey y su corte es precisamente mi juego de palabras.
Las historias cortas no necesariamente son cortas de palabras, pero definitivamente son un alivio de lecturas entre “Ivanhoe” y los siete volúmenes de “En busca del tiempo perdido” o ante cualquier novela de 1,600 páginas con Viktor Shklovsky, quien continúa escribiendo agotadores y fríos viajes sentimentales en la mejor tradición de los narradores rusos. Todo el mundo pide un respiro después de un primer capítulo de prolongada estética sobre el proceso de percepción y comprensión. Cuando estás frente a un primer capítulo monumental de ciento cuatro páginas que sólo incumbe a los rusos o la mera introducción anónima de treinta y cinco páginas sobre “La problemática de fragmentación e integración en los trabajos de prosa de Jean Jouve”, entonces tú necesitas algo para reír, algo para balancear en tu mano contra un par de tomos tan pesados, algo escrito de un modo que no sientas ser un entrometido en medio de una conversación displicente (especialmente si vistes de pantalón corto). Simplemente deseas saber buenas historias cortas.
La otra razón por la que adoro las historias cortas es porque yo las escribo también y las disfrutan mis lectores de corta memoria por corto tiempo.
La línea recta es el camino más corto entre dos puntos, pero no siempre el más atractivo. Por ello, envidio la prosa de Agustín Monsreal, con su preciso acento para cruzar la frontera coloquial y la oportunidad que se le presenta para poner títulos confiados como “La banda de los enanos calvos” o “Los hermanos menores de los pigmeos”, sin que ninguna persona de corta estatura se sienta aludida. Aunque Agustín Monsreal en vivo les disertará mejor sobre el tema.
Espero les guste esta presentación por corta.
No es cierto, la narrativa es un juego nuevo. Más lirismo dentro de lo dramático, luego debemos mayor patetismo a los temas, lo que me provoca leer para ustedes la siguiente comparecencia dentro de la declaración ministerial de última hora, a manera de ficha literaria.
Autodidacta, Agustín Monsreal obtuvo en 1978 el Premio Nacional de Cuento de San Luis Potosí con el libro Los ángeles enfermos. En 1982 fue galardonado en el XIV Certamen Nacional de Periodismo por su columna Tachas del periódico Excélsior. En 1987 obtuvo el Premio Antonio Mediz Bolio con el libro La banda de los enanos calvos. Fue becario del Centro Mexicano de Escritores en el periodo 1971-72, y de 1994 a 2000 fue miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte. Por su trayectoria literaria recibió el Premio Antonio Mediz Bolio en 1996. En 1999 fue distinguido con la Medalla Yucatán, máximo reconocimiento que otorga el gobierno del Estado. En Mérida, su ciudad natal, se instituyó desde 1995 el Premio de Cuento Agustín Monsreal. Entre las obras más recientes de Monsreal se encuentran Las terrazas del purgatorio (1998) y Tercia de ases, editada por el Fondo de Cultura Económica, Col. Letras Mexicanas, mismo año. A la salud del cuento (2003), Cuentos de fugitivas y solitarios (Ed. Universidad Veracruzana, Col. Ficción, 2004) y Los hermanos menores de los pigmeos (Ed. Ficticia, 2004). Actualmente, subasta sus objetos personales en la internet, para sentirse un poco más parecido a Heliogábalo Basílides, su doble ilustrado que aplaude el teorema de Sócrates que expresa “Dar es mejor que recibir, especialmente si se trata de bofetadas”, una celebrada y primitiva tesis que tiene complemento en la tercera ley de Foucault que establece que el “Vino Los Reyes Cabernet es excelente con carnes rojas”.
Heliogábalo Basílides, sin mayor condecoración curricular, interviene en el libro La banda de los enanos calvos que reúne la varia invención de Monsreal. Lo cual es bueno, porque uno se consigue un narrador y su repuesto, por el mismo precio. Ahora, ¿Por qué sigue vigente tal libro, luego de veinte años y la aparición de Clínicas Bosley? Porque el libro es una confesión que nos toma el pelo. Lo que ilustra el dictum de Schopenhauer de que la revista TVNovelas puede crear la realidad. Principalmente, durante sus cuentos contenidos sucede la transición de escritor a autor, considerando la palabra como principal responsable en la comisión de las causas, luego el camino a mitad de la prosa jocosa y embaucadora y el fantasma de Marcel Schwob implica una enorme responsabilidad con los reconocimientos propios, porque nos atañe la biografía de índole imaginaria en su leitmotif, esa herramienta artística que se hace recurrente a lo largo de la obra, pero en este caso específico hablamos del perm motif, tratamiento shampoo para evitar la caída del cabello. Por ello, La banda de los enanos calvos tiende un cerco de venganza anónima en favor de los que han sentido en su deformidad todo lo que nos falta para ser humanos precisos.
Lo que no te mata, te vuelve más extraño. Agustín Monsreal elige las obras maestras que pudieron amenazar el talento novato y sus muchos albures en cada intento, e informa lúcidamente sobre cada una en retrospectiva. Se sienta junto a la terrible pandilla que viene a arrendar el purgatorio, terror de los maniquíes y los niños vestidos de azules tenues, los disidentes: Chesterton, Petrus Borel, Jules Renard, Julio Torri, Monterroso, Swift, Bierce, Twain, Poe, Horacio Quiroga, Onetti, Adolfo Bioy Casares y Borges. Lejos de compartir la imitación del yo, Borges era esquizofrénico, por ello nunca obtuvo el premio Nobel. No fueron sus convicciones políticas las que dieron al traste con sus aspiraciones, como refieren las leyendas urbanas, sino que la Academia no sabían si premiar a Borges o al Otro. No es el caso de Monsreal, cuyos desdoblamientos no huyen por las esquinas ni se encierran en los últimos pisos, sino que discurren una expiación de culpas, a la manera de “yo no fui, fue Teté. Ni siquiera estoy allí”. En el premiado film I’m not there, “No estoy allí” de 2007, que trata sobre las muchas vidas en Bob Dylan, en un segmento de seis que encarnan diferentes actores, para unificar al unicornio muerto bajo los restos del Arca de Noé y renacer mariguana, renacer paloma de la paz durante los días contradictorios de segregación, alistamiento militar, brecha generacional, feminismo y misticismo, Cate Blanche utiliza unas calcetas hechas un rollo dentro del calzón al personificar al radical trovador de las circulaciones subterráneas. La actriz comenta que el artilugio la ayuda a caminar y pensar igual a un hombre. A los hombres –dijo la Reina – hay que mantenerlos lejos de casa, para que no empiecen un cantar de gesta, en el que no son más importantes las revueltas que los revueltos. ¡Ayer cayó Elvis Presley y en su lugar trepamos al Che! No es culpa de Monsreal, pero el propio Bob Dylan es una suma de tremebundo mimetismo. Inútil buscar su nombre fuera del inventario de cosas queridas, pues Robert Allen Zimmerman toma el mote de su primer ídolo, el cantante Woody Guthrie. Más tarde, admite el de Arthur Rimbaud. La asimilación de Bob Dylan ocurre leyendo la revista Down Beat y al poeta Dylan Thomas, confundido porque creyó que Dios era un buen Garry Winogrand artífice que toma fotografías cuando llueve. El asunto abstracto no termina aquí. Nos tomamos de la mano para seguir sus siete reglas sencillas de Apolo virginal e intocable: Uno, nunca confíes en un policía con un impermeable. Dos, cuídate del entusiasmo y del amor, porque ambos te abaten bajo su influjo y son igualmente temporales. Tres, si alguien te pregunta cuánto te aquejan los problemas del mundo, míralo fijamente y nunca te lo preguntará otra vez. Cuatro, nunca des tu nombre verdadero. Cinco, si alguien pide que mires tus propios asuntos, no lo hagas. Seis, nunca hagas nada delante de cualquier persona que no pueda entender. Y siete, nunca hagas algo original ni siquiera creativo. Finalmente será malinterpretado y te perseguirá por el resto de tu vida. Con criterio similar, Agustín Monsreal introduce un decálogo del perfecto cuentista antes de entrar en materia, prontuario que es indispensable para superar aspectos como el espíritu microscópico, las contaminaciones eufóricas de la cosmetología social y las inoculaciones colectivas de mediocridad, autocomplacencia, resignación. Medidas de salud literaria todas y cada una, pero que irremediablemente involucran el desempleo. La verdad del silencio es que se vive a la defensiva, o en base a la prescripción de sedantes. No es por desanimarlo, pero los viejos saben que se empieza por escribir literatura fósil, y con los años, con la libertad que da el oficio, se llega a escribir literatura joven, salvaje. En fin, lo importante es que el libro de marras es feliz por oler a tanta gente.
Los tópicos referidos en la anécdota abarcan desde la subestima del cuento ante la novela, hasta el poder del péndulo ante la vergüenza familiar, la fruslería de los amigos, el enfado de las mujeres y la aproximación a los famosos, donde tres de sus cuatro partes siguen siendo el mapa válido de aquel aficionado que encuentra sentido leerle sus manuscritos a los colegas en una tertulia, trabajar gratis para publicar, cargar con ejemplares a las librerías, llenar sobres para el correo y demás. Nuevamente, Heliogábalo Basílides se salva gracias al efecto “Tía Genoveva”, por el cual todos los manchados de las manos con la tinta de inocentes vuelven a su cordura llenando hojas de tachones que hubieran sido fábula de referencia para la oveja negra, sin buscar el dolor del protagonista y manteniendo la insinuación del matrimonio por conveniencia con la Mulish, una muchacha más adinerada que bonita. Todo es parte del Disney Zen, una disciplina que nos enseña que el significado de la vida solo puede ser descubierto en la contemplación y repetición de las justas metas capitalistas de los caucásicos por televisión por cable. Finalmente, el Cartel a la vista, La banda de los enanos calvos nunca es desmantelada, permanece enmascarada por sucesivas carpas de circo y a la fuga. Desamparado de sus duendes, Agustín Monsreal se rasca la mollera para renovarse o morir. Atención, apunte contenido en la página 72: “Las autoridades informan que el principal obstáculo para la captura de los enanos calvos es que se desconocen a ciencia cierta sus señas particulares”.
Por mi parte, yo conozco la vileza del saludo de mano firme y las palabras asombradas: Eres muy joven para quedarte calvo. O “Péinate de lado, pues se te empiezan a notar las ideas”. A la gente le perturba la calvicie, pero más el uso de una gorra para ocultarlo. Alguien comenta: Te ves ridículo con ese tupé artificial, con ese paliacate de Morelos, etcétera. No, señor, ridículo debo sentirme si estuviera desnudo y asumiendo la postura del Chac Mool, mientras una enfermera me cubre los pezones con crema chantilly. Teniendo pelo, la imagen sería erótica. Lo puedo notar, el espejo delator te esconde el peine, mientras tus caricias compiten en superficie lisa con la bolita del desodorante roll-on, la bombilla del baño. Por cifras de estadística, sé que existen alrededor de 15 millones de calvos en un país tercermundista como éste. Quizás, en el domo vecino del norte debe triplicarse la cantidad, sea por la moda de los skinheads o por el fervor nacionalista por su tótem emblemático: el águila calva. Optimista, el diario mexicano El Universal escogió a la banda de los calvos más sexy, sin importar su edad o nacionalidad. Más allá de su falta de pelo, estos ocho hombres tienen otros atributos que reafirman su condición de sexys. En primer lugar, Michael Jordan luce su reverencia budista que fluye del cráneo. Seguido por los jugadores André Agassi y Zinedine Zidane. El modelo ruso Andre Birleanu se une a los actores de habla inglesa Vin Diesel y Bruce Willis, al igual que los galanes de habla castellana Manuel Landeta y Javier Poza. Aún Sean Connery es considerado otro de los hombres atractivos, a sus 77 años. ¿Alguna objeción? Claro que sí. El problema es que tomaron en cuenta a celebridades, que lejos de dudar de su carisma, un agente artístico los pone en una competencia desleal contra los enanos rapados. Sin embargo, yo insisto que es su contrato millonario y no su calvicie lo que les infunde atractivo. Por lo que llevo el recorte a mi mujer, para probar mi punto.
-Bien, Leto, nómbrame otro hombre sexy que no sea una celebridad. Un pelón común y corriente.
Ella medita unos minutos con la mirada al techo, se encoge de hombros y responde: Me doy, no se me ocurre nadie.
Y allí estoy yo parado frente a ella, considerando la crema de afeitar y la navaja para dar un salto a los enfrentamientos sostenidos entre los pieles rojas y los caras pálidas.
Y ella es la mujer que me ama.
Primero el orgullo. Sí, como dijo el mosquito sobre el pelón: No te agaches que me caigo.

Gaby Velázquez: Oda a la vida



ODA A LA VIDA

I

Quien te tiene, no te estima a veces suficiente
Si ven que te escapas, a ti se aferran
Y cuando llegas nueva, todos te aman
Dueles, sí, y no eres nuestra, porque
Te tenemos prestada, y te pasamos como estafeta
Cuando un ideal logramos.

Vida, te canto porque eres todo.
Inmensa, única invaluable
Eres tú,
Soy porque existes. Te abrazo y te permito
llevarme, guiarme y que me entrenes
déjame gozarte en todo
Y un día, ya cansada, cuando quieras que te entregue
Me lo pidas con una melodía: gustosa
escucharé tu despedida, y así en abandono
Otro milagro de vida sepas crear

II

A ti me aferro porque eres poderosa,
Porque en cada cataclismo me haces renacer
Porque tus golpes me hacen atreverme
Y saber ser mujer,

Cada cresta que he pasado,
Cada noche de llanto, cada carcajada y cada suspiro a ti los debo y las luchas enfrentadas, pérdidas o y ganadas contigo las he disfrutado: el goce de un amor, la tristeza de un olvido, la noche y el día. La luz y la obscuridad.
Con tu paso he sabido cada situación capotear como nave en medio de tormenta, como ave que cruza el mar, porque tu me enseñaste lo que significa amar

Te canto, vida porque eres compañera de mis días de primavera, de mis noches de este otoño y de mi aurora boreal
Porque no habría de cambiar cada día permitido y porque no te quiero aún dejar.

A tu abrazo yo me aferro, vida hermosa y angustiosa que me hace zozobrar, que ser mujer no es fácil cuando tienes que luchar.
Vida: amante voluptuosa no me hagas regatear por unos minutos extra para continuar a saborear el néctar delicioso que me quisiste regalar.