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viernes, abril 24, 2009

Gabriel Fuster: Juzgando libros por la portada



JUZGANDO LIBROS POR LA PORTADA



Los libros fueron inventados al oprimir muchas hojas de papel entre dos cartones. Excepto por Cortázar, la mayoría consideró ortodoxo ordenarlas por numeración. Con los libros completamente establecidos, algunos dueños de imprenta se les ocurrió añadir un nuevo entretenimiento a los adquirentes de dicha novedad. Por ejemplo, apurarse a aprender a leer. Con el tiempo, los obstinados analfabetas se percataron que leer desarrolla poderes extraños dentro de la mente de sus semejantes para contradecir las burradas de su propia invención. Hoy en día, los libros cumplen un papel de soporte, más allá de la calza. Por ejemplo, se les encuentra en campos de concentración llamados colegios y muy comúnmente son usados como herramientas para mantener a la población ignorante bajo su control, mediante tareas varias de matemáticas o biología. Cabe decir que ciertos libros de matemáticas han cometido suicidio, porque están llenos de problemas. Algunos radicales postulan que los libros sirven para entretenerse en el retrete. En un apuro, para limpiarse con algunas hojas arrancadas. Sin importar la tasa de usuarios, su lugar indiscutible está entre los documentos sobre el estante de los comienzos, tales como las tabletas de greda húmeda de la antigua Babilonia, aquellos papiros de los egipcios, estos pergaminos de los romanos que al ser unidos por costura, condenaron a los cilindros de la Torah a permanecer ignorados en un rincón y, por otro lado, el visionario Kindle o e-book y el recurso del hipertexto en pequeñas bóvedas del porvenir. Lo débil de la tecnología es que Borges imaginó un libro de arena donde era imposible abrir dos veces la misma página y recobrar el marcador. Antes, los audio libros entran en funcionamiento, los mismos que acercaron un poco a nuestro tiempo la temeraria distopia en la novela de anticipación Fahrenheit 451, donde la historia termina con la misión de los hombres de memorizar un libro por persona para transmitirlos oralmente, hasta llegado el día que termine el control de la censura y vuelvan a ser impresos. El término Fahrenheit 451 hace referencia a la temperatura a la que el papel de los libros se inflama y arde, equivalente a 233° C. Entonces, ¿Quién quema, pues, los libros condenados? Probablemente los tragalumbre del crucero de Flores Magón y Bolívar. No, el napalm de Dios que se deslía de la obscuridad. Todo libro contiene un índice para juzgar la luz prendida dentro de la habitación. Si es muy gordo, un pulgar. Un público lector demasiado exigente puede elegir una lista de al menos diez libros favoritos para ser desterrado en una isla desierta y cumplir este sueño poético de Bradbury, salvo el libro Diario y el libro Mayor para pagar impuestos. Bradbury se hace inaudible para los vírgenes, pero a lo largo de la historia, han sido destruidos por el fuego no pocos libros de contenido prodigioso, mientras que otros se hicieron inaccesibles al público, gracias a métodos de escritura cifrada y una edición limitada. Este es el caso del Libro de Toth, del ocultista Aleister Crowley, que se desmantela entre civilizaciones desaparecidas y un paquete sellado del tarot. O de las Estancias de Dzyan, texto reputado tibetano y base del Teosofismo del S. XIX, además del Manuscrito Voynich, misterioso libro ilustrado de origen desconocido y cuya redacción se discurre en enoquiano o el idioma que se dice era hablado por los humanos antes de la torre de Babel, aunque los metafísicos, asociados, similares y conexos tiemblan ante el Libro de Soyga o el Códice Rohonc, obras igualmente herméticas de las cuales no se conserva un ejemplar completo y que apenas pueden conseguirse en forma de fotocopias. En la actualidad, se nos interpone el plano superior del Libro de Urantia, obra anónima acerca de Dios y la humanidad indócil del amor consagrado, al igual que esta propaganda subversiva de Excalibur, el libro que vuelve loco y en poder del magnate Ron Hubbard, fundador de la Dianética y la Cienciología. Por supuesto, ya he oído conversar sobre la Atlántida desde Platón hasta Husserl y terminar ambos cantando un corrido mexicano, pero no puedo ignorar las fuerzas sobrenaturales para dictar en ciego un ficticio Necronomicrón, grimorio que prevalece en la cultura pop por amor de su nombre e ideado por H. P. Lovecraft en nombre de dioses olvidados. A propósito, el subestimado autor Arturo Perez-Reverte sabe algo más sobre el lujo del paganismo que nos toca a todos. En su novela El Club Dumas, la trama versa sobre la adquisición de dos libros conocidos por calígrafos medievales como Las nueve puertas, cuyo autor es el Diablo. Tal encargo es realizado por un excéntrico coleccionista de libros raros a un curador de Madrid, desencadenando una aventura patética. Más, con el permiso de Arturo Perez-Reverte, los libros condenados no son aquellos fantasmas elásticos de la extravagancia coleccionista, sino los libros a punto de desaparecer de la circulación o ya descontinuados: una, porque nadie quiere editarlos. Y dos, porque nadie se aviene a defenderlos. Por encima del motivo de las destrucciones masivas de obras arcanas, como en el caso del incendio de la Biblioteca de Alejandría. O los restos depositados en el Serapeum de Alejandría. Se impone una conclusión: existe una santa alianza contra cierto tipo de saber. Una conspiración que abarca todos los países y se manifiesta en todas las épocas. Una conspiración que convierte al complot del Código Da Vinci en el juego del desafuero al Peje. Mi día del libro significa principalmente convocar admiradores para los autores de ciertos libros prohibidos de la modernidad, contra los obscuros y malditos escribas de antaño. A saber, Los Viajes de Gulliver de Jonathan Swift, Sobre las revoluciones de las esferas celestes de Nicolás Copérnico, Lolita de Vladmir Nabokov, Versos Satánicos de Salman Rushdie, Archipiélago Gulag de Alexander Solzhenitsyn, La última tentación de Cristo de Nikos Kazantzakis, Naranja Mecánica de Anthony Burgess, Ulysses de James Joyce, Trópico de Cáncer de Henry Miller, Las cuitas del joven Wherter de J. W. Goethe, El mundo alucinante de Reynaldo Arenas, La cabaña del Tío Tom de Harriet Beecher, Las bodas de Fígaro de Pierre Beaumarchais, Justine de Donatien Alfonso Francois alias Marqués de Sade. En fin, si un gobierno declarara que mi libro Salmón es censurado porque sus cuentos producen muerte cerebral, se verían inmediatamente docenas y docenas de manos tendidas, luchando por procurarse una copia. Las malas portadas agravan el problema de la circulación. La Universidad Veracruzana tiene la culpa de todo lo pornográfico que son los números rojos de sus ventas en el rojo más rojo que todo el rojo de Fidel Herrera. La sola Colección Ficción me provoca pensar en una medida de emergencia, piadosa y purificante al ojo. O dicho en palabras de Joseph Goebbels, durante la noche de Bebelplatz: “Fue todo un placer quemarlos”. Ende.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Vaya , hasta alguien que coincide conmigo.Prohibir la lectura antes de los 21 años sería una buena estrategia. Yo leí a Ruseau, a Zola, a Fracois Sagan y a otros cuando estaban en el Indice de lectores en el regimen franquista, y como yo el 90 % de los jóvenes que nos reuniamos en peñas lierarias. No hay como la prohibición para promover un artículo.isabel