Iván Medina Castro
A Yukio Mishima
Unos meses antes de diciembre en el aciago año mizunoe-inu, noveno perro, la inclemente tempestad en la provincia Kai había anegado los sembradíos de uva, melocotón y ciruelo echando a perder toda la mies. No obstante esa calamidad, el invierno acostumbrado, suave y con poca nieve, giró desapacible para presentarse largo, frío y con abundantes copos. La villa Kofu estaba perdida sin su producción acostumbrada de frutas para mercar. La hambruna amenazaba a hacerse presente en cualquier momento.
Ante semejante suceso, se convocó a toda la aldea para una reunión extraordinaria dada la contingencia. La gente se congregó y cada uno de los lugareños a su turno manifestó su pensamiento. Ya siendo el momento del joven Kimitake, éste manifestó: “Venerada asamblea de aldeanos, yo tengo la solución. Los mayestáticos mensajeros han informado que el emperador Meiji convalece de una grave y misteriosa enfermedad, por ello la corte real ha convocado a todos los súbditos del reino a la búsqueda de la mítica peonía abigarrada en la cumbre del monte Fuji, para la elaboración de una pócima capaz de mitigar su mal, y quien entregue un renuevo de flor en el Castillo Edo antes de la aparición de la luna llena, será recompensado.”
Al escuchar la propuesta del joven, la muchedumbre se rodeó por un murmullo simultáneo hasta volverse un caos. El más longevo, se incorporó con dificultad e inmediatamente la algazara cesó.
-Kimitake, agradecemos tu ofrecimiento, pero generaciones han tratado de buscar el peculiar capullo de los cinco colores y nadie la ha hallado hasta ahora. Únicamente sé de su existencia por rumores generados por el paso del tiempo. Incluso, Tokugawa Leyasu, último gran general conciliador de los bárbaros, mandó una expedición de valerosos y diestros samuráis a la cúspide del cono volcánico con la consigna de que si no hallaban la flor, se abstuvieran de regresar. Hasta estos días nada se sabe de ellos. Además, se cree que una extraña criatura peluda conocida como abumi-kuchi protege el retoño durante su breve floración.
-Pero… -se atrevió a irrumpir el joven.
-¡Basta Kimitake!, olvídate de esa absurda empresa. No insistas, recuerda que la obstinación de los shogunes, igual que el de las personas comunes, empujan a acciones insensatas. -dijo con voz cascada el anciano.
La población entera se retiró del lugar sin haber logrado un consenso sobre cómo solucionar la crisis que se avecinaba.
Justo después de las primeras señales del deshielo, el joven campesino, desobedeciendo la prohibición del consejo, tomó su sable y su pequeña daga ceremonial y montó el caballo más veloz que había en las caballerizas, dando marcha a su encomienda con una luz de esperanza en los ojos. Pronto llegó a las faldas del volcán en los límites del barrio Shimizu y encontró un incontable número de personas dispuestas a hallar la reliquia, y a otros tantos que regresaban con semblantes compungidos y lánguidos por el desengaño.
Kimitake no se descorazonó por ello y, sin desistir, trepó la montaña escarpada y de difícil acceso, atravesó ríos caudalosos hasta llegar a la cima del cráter pero todo se presentó en vano, no era posible localizar rastros de la peonía ni a su defensor. El día declinaba y, junto con él, se doblegó su espíritu. Decidió claudicar.
El joven, con su frustración a cuestas, deseó volver a su terruño, aunque no bastaba acudir al arrepentimiento. Y tal como los torrentes desatados cambian de cauce después de la tormenta, Kimitake saltó a la grupa de su fiel corcel negro y cabalgó desaforadamente a través de un tupido bosque de bambúes. En su trayecto, vislumbró en un umbroso paraje a un cuerpo que yacía sobre un lecho de crisantemos anaranjados y amarillos. Kimitake pasó de largo ignorando al hombre pues su tristeza lo tenía cegado. Sin embargo, habiendo galopado algunos kilómetros de distancia, recordó las enseñanzas de su mentor en la pagoda: “dar es darse a sí mismo”. Por consiguiente, regresó a asistir al desvalido pese a su desolación.
Ya junto al necesitado, Kimitake se sobresaltó tras notar zarpazos profundos que le recorrían el cuerpo entero. Pronto preparó un campamento y cubrió con su chal al monje de largos cabellos blancos. Lo cuidó alimentándolo una hogaza, un poco de miel que sobraba, y lo confortó con sake de su odre. A los pocos días transcurridos, el monje se recuperó. No habló con Kimitake, simplemente sacó de su morral un revestimiento en pañuelos de seda y dijo: “por favor, acepta este presente, no tengo más pertenencia.” Kimitake tomó sin interés la envoltura y de idéntica manera la guardó en su sayal. Volvió a uparse sobre su rocín y trotó hasta llegar a un lago de límpidas aguas e, inalterable, contempló melancólico aquel paisaje tan amado y familiar. Sus oscuros ojos soñadores reflejaban el encanto del panorama. Todo era silencio y paz. Posteriormente, Kimitake se apeó de su animal y consciente de su desobediencia y fracaso, siguió el ritual seppuku para renunciar al último suspiro y así recobrar su honor.
Se prosternó mirando al sol naciente y buscó dentro de sus pertenencias el tanto de empuñadura con incrustaciones en jade. Mientras así lo hacía, desenvolvió accidentalmente el regalo obsequiado y su sorpresa fue mayúscula al observar un tallo de peonía hermoso y resplandeciente de varios colores y de un profundo olor a incienso. Kimitake, con llanto surcando su rostro, se postró allí mismo y ofició con fervor una plegaría a la deidad Ame-no-uzume por brindarle dicha y felicidad.
La proximidad del crepúsculo finalmente había llegado, y con ello el límite de la fecha estipulada. Kimitake, a sabiendas de eso, se dirigió hacia el Palacio Imperial. El jamelgo corría sin tomar aliento, pero por más veredas que cruzaba daba la impresión de que el día no iba a acabar nunca, todavía menos la tarde. Antes de la puesta del sol, ya exhausto y falto de ánimo, Kimitake llegó a las enormes puertas de roble blanco del alcázar y en aquel lugar se desplomó, satisfecho por haber rescatado de la inanición a los habitantes de Kofu y salvar de la muerte a su majestad.
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