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viernes, marzo 04, 2011

Emile M. Cioran: Desgarraduras (Fragmento)

DESGARRADURAS (Fragmento)
Emile M. Cioran


 "Tiene usted mucha experiencia, escribía la marquesa Du Deffand a la duquesa de Choiseul, pero carece de una que espero no posea jamás: la privación del sentimiento, y el dolor de no poder prescindir de él".
 En el apogeo del artificio, aquella época tenía nostalgia de la ingenuidad, de la cualidad que más le faltaba. Al mismo tiempo, los sentimientos inocentes, los sentimientos verdaderos, los reservaba para el salvaje, el ingenuo o el tonto, modelos inaccesibles para espíritus tan poco preparados para revolcarse en la "estupidez", en la pura simplicidad. Una vez soberana, la inteligencia se yergue contra todos los valores ajenos a su actividad y no ofrece ninguna apariencia de realidad en la que apoyarse. Quien se apega a ella, por culto o por manía, desemboca infaliblemente en la "privación del sentimiento" y en la pesadumbre de haberse consagrado a un ídolo que no dispensa más que vacío, como bien testimonian las cartas de la marquesa Du Deffand, documento único sobre la plaga de la lucidez, exasperación de la conciencia, derroche de interrogaciones y perplejidades donde acaba el hombre aislado de todo, el hombre que ha dejado de ser natural. Por desgracia, una vez lúcidos, lo somos cada vez más: no existe medio alguno de escabullirse o de retroceder. Y ese progreso se realiza en detrimento de la vitalidad, del instinto. "No tengo fantasía ni temperamento", decía de sí misma la marquesa. Es comprensible que su relación con el Regente no durara más que dos semanas. Los dos se parecían demasiado, eran peligrosamente exteriores a sus propias sensaciones. ¿No se desarrolla el hastío, su tormento común, precisamente en el abismo que se abre entre la mente y los sentidos? Ningún movimiento espontáneo, ninguna inconsciencia es entonces posible. Y es el "amor" lo primero que sufre las consecuencias. La definición que de él dio Chamfort convenía bien a una época de "fantasía" y "epidermis", en la que alguien como Rivarol se jactaba de poder resolver, en el cenit de cierta convulsión, un problema de geometría. Todo era cerebral, hasta el espasmo. Y, fenómeno más grave aún, semejante alteración de los sentidos no afectó únicamente a algunos seres aislados; llegó a ser la deficiencia, la plaga de una clase extenuada por el uso constante de la ironía.
 Toda veleidad, al igual que toda manifestación de liberación, posee un lado negativo: cuando ya no arrastremos ninguna cadena... invisible, cuando seamos incapaces, por falta de vigor e inocencia, de forjarnos aún prohibiciones y nada nos limite desde dentro, formaremos una masa de esmirriados más expertos en la exégesis que en la práctica de la sexualidad. No se alcanza sin riesgos un alto grado de conciencia, del mismo modo que no nos deshacemos impunemente de ciertas servidumbres benéficas. Sin embargo, si el exceso de conciencia aumenta la conciencia, el exceso de libertad, fenómeno igualmente funesto pero en sentido inverso, acaba invariablemente con la libertad. De ahí que todo movimiento de emancipación represente a la vez un paso hacia adelante y un comienzo de declive.
 De la misma manera que una nación en la que nadie se rebaja a ser sirviente está perdida, se puede concebirse una humanidad en la que el individuo, imbuido de su propia unicidad, no acepte ningún trabajo por "honorable" que éste sea (ya Montesquieu consignaba en sus Cuadernos: "No soportamos nada que posea un objetivo determinado: quienes hacen la guerra no soportan la guerra; quienes trabajan en un despacho, el despacho; y así en otras muchas cosas"). Pese a todo, el hombre subsistirá mientras no pulverice sus últimos prejuicios y creencias; cuando se decida por fin a hacerlo, deslumbrado y aniquilado por su audacia, se encontrará desnudo frente al abismo que se abre tras la desaparición de todos los dogmas y tabúes.
 Quien pretende instalarse en una realidad u optar por un credo sin conseguirlo, se venga ridiculizando a quienes lo logran espontáneamente. La ironía procede de un apetito de inocencia frustrado, insatisfecho, que a fuerza de fracasos se agría y emponzoña; inevitablemente adquiere entonces una dimensión universal y si arremete sobre todo contra la religión es porque siente en secreto la amargura de no poder creer. Más pernicioso aún es el escarnio acerbo, rabioso, que degenera en sistema y raya en la autodestrucción. En l726, la marquesa Du Deffand viaja a Normandía para hacer compañía a la marquesa de Prie, allí exiliada. Cuenta Lemontey, en su Historia de la Regencia, que "cada mañana ambas amigas se enviaban las coplas satíricas que componían una contra otra".
 En un ambiente en el que la maledicencia era de rigor y se trasnochaba por miedo a la soledad ("No había nada que no prefiriese a la tristeza de irse a dormir", decía Duclos de una de las mujeres de moda), solamente podía ser sagrada la conversación, las expresiones corrosivas, las pullas de apariencia frívola e intención mortífera de las que nadie se libraba; lo cual da la razón a quienes han señalado como característica de la época, la "decadencia de la admiración". Todo concuerda: sin ingenuidad, sin piedad, es imposible admirar, considerar a los seres en sí mismos, según su realidad original y única, fuera de sus accidentes temporales. La admiración, prosternación interior que no implica humillación ni sentimiento alguno de impotencia, es la prerrogativa, la certidumbre y la salvación de los puros, de aquellos precisamente que no frecuentan los salones.

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