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martes, marzo 22, 2011

Gabriel Fuster: Nacho García y el cuaderno doble raya



NACHO GARCIA Y EL CUADERNO DOBLE RAYA
 Gabriel Fuster

Diré, para empezar, que los grandes libros no son grandes cuando están escritos sin grandeza. No hay grandes libros, sino grandes escritores. Mi antepasado Johann Fust ignoraba este principio tan ligero como la respiración, pero conocía su realidad, prolongándola en una displicente aventura con Gutenberg. A mitad del Siglo XV, el prestamista alemán inició la más grande repercusión de la imprenta, buscando sacar rendimientos de los libros, dentro del orden de la caridad. No obstante, el negocio más expuesto a la quiebra es el de la cristalería. O nos debatimos en tautologías. Actualmente, nuestros bosques van perdiéndose lo que descifra la mirada, pero se trata de la tala de árboles con los frutos de la lectura, de la erosión mnemotécnica del analfabetismo funcional entre la población, lo que nos convoca al colapso global y el ascenso de las nueces a cabezazos de Deméter, para barrer los pocos educados del planeta, ya que éstas habrán desarrollado una inteligencia superior, más tarde o temprano. Ello lo comprobamos en el arte griego, donde todo lo imaginario tiene vocación de ser real. Por eso es clásico. Si en el abreboca de la pregunta, un unicornio te dice que estás loco, debes estarlo porque los unicornios no hablan. Más, si uno de los grandes autores te hace la invitación para hablar de su nuevo libro, puedes creer que los unicornios existen. Y aquí mi recuerdo emocionado con Ignacio García, al propósito de la publicación del libro “Cuaderno del Escriba”, dentro de la Colección Bicentenario-Centenario, patrocinada por el binomio IVEC-CONACULTA, y cuya oportunidad de encomiar dicho logro, me permite resaltar mis 23 años de amistad con él.
Ignacio García es considerado un celebrado poeta de su tiempo y su sociedad. Para todos aquellos que conocen su obra titánica, lo menos que se les ocurriría pensar es verlo trabajar como un jurista investido como Notario Público, porque no cree en las Sagradas Escrituras. Por consiguiente, cualquier intento para describirlo con el rigor de la solemnidad, resulta un reporte incompleto. Y aunque yo no hubiera escrito algo esta noche, ya nos pasaría de todo y más, pero los fervientes admiradores de Ignacio García estarían renunciando a conocer el dilecto Nacho García que he tenido el privilegio de apreciar de cerca. O este plano ampliado en la tau que comienza Veracruz, donde Ignacio García responde como si lo estuviéramos llamando. Más que un fundador, un paladín. Un mentor, con todas las enormes fuerzas que contiene la palabra. Sí, nadie se le equipara en anticipar los movimiento para fijar el escenario de los cuerpos disfrazados de sí mismos, por medio de la disposición de las disciplinas humanísticas, excepto cuando está borracho, específicamente a 7.3 grados en la escala de Lowry. A partir de ese momento, que generalmente ocurre en la hora del amigo, ya dentro de las piqueras de mala muerte sobre la periferia de la ciudad o contra la última pared defensiva de colillas de cigarro en “El anzuelo” o bajo el sol negro del célebre bar “El Rincón Brujo”, aquella fama de Charles Baudelaire o Arthur Rimbaud es un chiste para cretinos. La cabeza en llamas lo convierte en el desconsolado príncipe de Aquitania de la torre abolida, sin importar si la botana es chicharrón. Una vez que es servida su bebida favorita, ron “Polo Hoyos” en un vaso bullicioso, el magnífico poeta favorito podrá, resumido en sus propias palabras, aclimatarse al aire que le ofende. Su conversación, incisiva y exacta, procede de su exigencia hialina, como la necedad de Nerval, paseando una langosta con una cinta azul, torturado por perfección. Nuestro Nacho no tiene cuidado en salpicar la cara de sus intermitentes apóstoles al lado suyo, con saliva y selecciones de Rilke, Pessoa o Paz. Acto seguido, confunde a nuestra mesera con Perséfone y le dedica unos versos en la servilleta, sin doblar el codo un momento. Aprovechando un descuido, yo tomo el papel y leo: El tiempo sin ti, suena “empo”. No quiere decir nada. Tiki-tiki-dababum.
-Hay dos palabras que te abrirán muchas puertas – me aconseja, curvando la espalda.
-Dime, quiero saber.
-Jale y empuje
Mi estómago se queda quieto en el vómito. Nacho saca esa exclamación ronca de regaño.
-Estamos cayendo en frivolidades. Mejor váyanse de mi vista.
Ciertamente, su método pone a ver doble. Es eso, su severidad, la que quita las trabas al pensamiento, con niveles de meditación que te pueden llevar a orinarte en los pantalones, si la cabeza vuela y el cuerpo permanece un buen rato sentado. ¿No, eh? Quienes al combatirlo o glorificarlo le dan acento bíblico, para mí han comprendido mal su lección. Por ejemplo, es sabido que para escribir Edgar Allan Poe usó esta extraordinaria técnica de estupor etílico. Si no, ¿de qué otra forma el poeta pudo haber dar inicio al romanticismo forense, cobijando los cuervos a la arribada de unos mil años y pico o nunca jamás? En tiempos modernos, Charles Bukowski y Vicente Huidobro se pasean con brindis legendarios. Ahora bien, para escribir borracho, se necesitan dos cosas: una pluma y un cartón. Por aquellos que pensaron en el papel tradicional, el cartón  es Superior. Pero igual sirve la marca Tecate, tratándose de Carta Blanca. Se empieza por tomar una botella a elección, para descompletar nuestra caja de cervezas en el borrado principio del suelo, y se trata de escribir con la pluma lo primero que se nos ocurra al primer sorbo y dessa manera uno va asssí como comen-zando. Se toma un segundo tra-go y lkuego puesed ponerte a escribi un poc maaas. Lueo se reee-pite los passsos hasta que ssse te rebuelban las letrasss, bor esso es imporrrrtante no escribir musho, porque dessspués uno ve e’fantes y nononoahora si ya enotoce en ke ibamo, lo brimero era que con 15. Dil carrrton. Esshate otra, no se te entined naaaauugh. S’lud.
Sí, salud, porque muchas veces nos emociona más el acento del poeta, que lo que llaman su mensaje. ¿Dónde están los originales?
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Manuel Maples Arce y Luis Cardoza y Aragón entran a la cantina. Ambos arman un lío estridente.
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Elena Garro entra a la cantina. El cantinero la deja beber en paz.
Jorge Cuesta entra a la cantina. Nunca más se vuelve a saber algo de su persona.
Rosario Castellanos entra a la cantina, suponiendo que es una cantina. En realidad, es una cantina. La escritora se convierte en la botana del lugar.
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Salvador Novo entra a la cantina y decide remodelarla.
Amado Nervo entra a la cantina exactamente a las 14:14 hrs, un día después de la vuelta de siglo y solicita un vaso con agua, con una mueca espantosa. Cincuenta años más tarde, Gilberto Owen entra a la misma cantina, a la misma hora. Pero tanta coincidencia le aguza el ingenio para divertirnos a costa del vaso de agua simbólico de Amado Nervo.
Nahui Ollin le palmotea las nalgas a Pita Amor, ante la extrañeza de todos, que no han escuchado de las cantinas gay. Guadalupe Marín estaba ahí por obligación y tratando de violar las reglas, como robarles la cartera en el descuido, porque quien más lo hiciera resultaba la más admirada.
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Salvador Díaz Mirón entra a la cantina y golpea a Manuel Gutiérrez Nájera por salirle con cuentos, a la hora de invitar un trago. Juan José Tablada estornuda: Haikú.
Francisco Hernández entra a la cantina y vuelve a salir. Nadie parece recordarlo después.
Tomás Segovia entra a la cantina y pretende pagar su consumo con tarjeta de crédito. El cantinero duda en formalizar un exilio del cuál jamás se habló, desde que lo mira expulsando el humo imaginario de su pipa apagada.
Jaime Sabines entra en la cantina y baila con su madre, que es la fichera que se calatea mejor.
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Juan José Arreola entra a la cantina y voltea las mesas de cabeza. El cantinero lo reprende: “Oye, ¿Qué te pasa?”. Arreola responde: “¡No me gusta perder en ajedrez!”.
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Octavio Paz entra a la cantina, donde tiene sus escenarios favoritos y cada cual le ha asignado un nombre: La barra es la Piedra del Sol. La rockola era revista vuelta y el baño es mejor conocido como el laberinto de la soledad.
Xavier Villaurrutia entra a la cantina y antes de ordenar algo, tiene las mismas equivocaciones hasta la eternidad.
Elsa Cross entra a la cantina. El cantinero pregunta: “¿Qué se toma?”. Elsa responde: “Nomás un extracto”.
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Marco Antonio Solis entra a la cantina. El cantinero le reprende: ¡Hey, tú no eres poeta ni por casualidad!
Alfonso Reyes entra a la cantina. Él ordena un menú
Carlos Pellicer entra al bar y pide un tequila, durante la hora del amigo. El cantinero le anuncia: “Son cincuenta pesos”. Pellicer niega con la cabeza y aclara: “Yo estoy becado”
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En fin, todos los poetas en la hermosa deuda con el desencanto. Volviendo al verbo del presente, soltamos la botella del cuello y tenemos cumpliéndose ocho años de abstinencia en el poeta, o sea, Nacho soltando al bohemio del cuello por cuestiones de esfuerzo propio y del grupo anónimo que pertenece. ¿Quién es, entonces, el verdadero Ignacio García, de carne y hueso, enemigo de los premios y las presentaciones en público? Al explorar esta pregunta, se me ha ocurrido que voy a dar un atisbo a la moderna televisión con Cristina o Laura, en la continuación de lo que otros Ignacio García no pudieron confesar o terminar, y, de paso, apoderarme del público en los asientos traseros con un vehículo de sorpresas que rime con Bashō, el poeta. O “Vocho” de cuatro puertas.
La primera vez que le vi en la Casa Museo “Salvador Díaz Mirón”, se acompañaba de sus amigos Manuel Salinas y Arturo García Niño. Le recuerdo incandescente, linchado por sí mismo, estrangulado con ligero sobrepeso, fértil en relámpagos y desplomes, errabundo, imposibilitado para la coherencia exterior, anárquico a fuerza de honestidad. Sus criterios son tan cambiantes, dentro de su unidad poética, que es inasible. No sé bien que acepta y que rechaza dentro del morral que carga. Por eso lo agobio con preguntas que la literatura ignora. Por ejemplo, ¿Dante fue zurdo o diestro? ¿Alguna vez Virginia Woolf posó al desnudo, en este mundo dominado por los hombres? ¿Homero palpaba los pechos por sinvergüenza o realmente fue ciego? ¿Era Antonio tan Machado como aparentaba? ¿Después de elogiar a Reyes, Monsivaís en Paz?
Huelga explicar que yo era un novato expulsado de todas partes, con un manojo de poemas sin terminar y suponiendo que podía ser tomado bajo su ala si me acercaba con apariencia de ingenuo. Así que llegué a la casa Díaz Mirón disfrazado de Díaz Mirón, pero el bigote postizo es de chocolate espumoso y, por supuesto, no le tomo el pelo a nadie. Quizás porque el bigote es más común en la mujeres que los hombres, a partir de Tiziano Ferro. Yo opino que se traguen sus estadísticas, porque el asunto más discutido con GQ, respecto a la sombra bajo mi nariz, es volverme metrosexual como Super Mario Bros. Anyway, Nacho generosamente dio una hojeada a mi libreta, apuntando las palabras de difícil rima, tales como “closet”, “gratis”, “hippie” o “Volkswagen”, y me otorga su dictamen: “Muchacho, en la poesía existen poemas de largo aliento, existen poemas de corto aliento y existen poemas de mal aliento. Tú eres un poeta, pero ni tú lo sabes. Mira, si leer da frutos, que lean los árboles. Y si el escribir engrandece, que escriban los enanos”.
Ese es el Nacho García de los inicios.
Desde entonces, a la distancia, valiéndome de Carolina Cruz, la siguiente reunión ocurre en la hoja “Sólo para intelectuales”, del Periódico Notiver. Fue una reunión local. Sin mayor trascendencia. Alguien habló de Carlos Torres como el enorme gurú del ocio literario puro y se pensó en él para que participara. Ni siquiera mostró la cara. Más aún, abarcando los recuerdos del suplemento Azul marino, Nacho refiere que al admirado amigo lo obligaron a suprimir varios poemas morbosos y, en iguales condiciones que la fábula Zen sobre la rueda de molino de la humillación, el editor acabó por otorgarle la faceta de genio y simplificar el alejamiento tenido con los cuates y compinches, para hacerse el gigoló de una maestra jubilada. Frase famosa: Hay rompecabezas cuyo reino no es de este mundo.
En la calle, Nacho se detiene frente al Volkswagen Sedán de Carlos Torres. “Vamos a pasarle una corcholata”, me dice. Sus ojos giran de manera hipnótica. Yo asumo que se trata de “Nacho siendo Nacho Man” y trato de tomarlo a broma. “Si estuviera aquí Dalí, tendría menos trabajo de surrealista”, me reprende, en tanto pasa el pulso a lo largo de la pintura negra y graba un torcido “Hulero” en la puerta del lado del piloto. Yo trato de disuadirlo fuera de su animada realidad mística, pero explica: “A Carlos Torres se le regatea como a pocos. El magnífico rebelde entre los rebeldes. No lo soporto, cuando él no se ha quedado quieto donde yo estoy. ¿Lo puedes ver? Durante los setentas, ambos pudimos pararnos frente a la multitud enfurecida, pero sólo a él verlo correr el momento que la gente grita y manotea: Colguemos a esos hombres con pelo largo. Y tan escrupuloso como Ezra Pound, quién quita por la tarde la coma que puso en la mañana laboriosa y en la madrugada vuelve a cambiar de opinión, yo digo: No cabrones, mejor usen una cuerda conmigo”.
Me quedo mirando, preguntando qué sucede a nuestra amistad.
Nacho desvía la mirada y me indica con el dedo: “Le falta un ojal a tu camisa”
Consternado, bajo la mirada, sólo para conseguir que éste levante el dedo a rasguñarme la nariz y me haga perder el equilibrio. Sentado en el pavimento, descubro que Nacho, en su desplante, me ha dado un precioso regalo al final. Cierto, me hallo con un botón sobrante, pero el botón es flor es escarabajo, una voz propia. Y lo más importante de todo, he conseguido arrebatarle las rimas obstinadas, en el súbito peso y movimiento de los vocablos “closet”, “gratis”, “hippie” y “Volkswagen”.
Pero se me olvida, los grandes libros no son grandes cuando están escritos sin grandeza. Este es el libro del fuego, donde se anota que sólo se puede ser bonzo, una vez en la vida. Al adentrarme en el eje de la flama, la vida me pasa delante de los ojos en una serie de ilustres viñetas, mientras boqueo por aire. Me hallo sofocado por el ejercicio de versos que queman la memoria y el olvido. No es, sino hasta que finalizo la lectura completa del libro, que me queda el corazón, intacto, entre las cenizas, semejante a Juana de Arco.
Previo a este poemario, Utopía de lo Imposible, en su versión CD, es el hermano gemelo que se quiere colgar de su sangre, salvo en su precio. Asume la lengua porvenir, la multimedia. El día de su presentación privada, en casa de Isabel Lorenzo, el autor me dice: Utopía de lo imposible es un molde acorde a aquella utopía de la paz de Joseph Goebbels, toda vez que tenemos la comprobación histórica que las naciones buscan la guerra para preservarla. Abro la caja en un acto reflejo y la hallo vacía, le señalo: Tu unidad lectora debe funcionar de portavasos, que cualquier otra incumbencia de almacenamiento. Aquel soltó una carcajada y se olvida el asunto. Lentamente, el libro electrónico demuestra que es algo más que música y efectos de luz y color, nutrido con los primeros tanteos de una Biblia Otaku, este calificativo honorifico en el registro coloquial de los ochentas. A lo largo de la sesión, el público luce solícito a tal hipérbaton gráfico como los ingenieros de Ford. Ignacio García es un hombre visual que enseña a leer a los que ya saben leer. Digo esto, porque las herramientas actuales de la comunicación, nos han conseguido más escritores de los que pudiéramos sumar en seis mil años de historia. El mundo moderno lleva a cabo el sueño de Maples Arce, que imaginó un poema colectivo, seis mil millones de escribas, transmitiendo simultáneamente avisos, recetas, chistes, canciones, chismes, amenazas, ideas, verdades y mentiras. El joven Alejandro conquistó Tracia y Bactriana, pero ¿Quién guisaba el banquete de celebración? Tantas victorias, tan poca información.
La oferta cultural da paso a El cuaderno del Escriba, nuestro poemario homenajeado, cuyo texto consta de cien cantos, dispuestos en dos planos heterónimos, como el sistema del tocadiscos. Un astrolabio central para ubicar el poema. Conceptualmente, el sentimiento a gran escala entre ambos trabajos referidos, es muy parecido a las premisas prerrenacentistas en Jorge Manrique. Sea como sea, la naturaleza humana no cambia. Nos equivocamos y lo sabemos. La razón es incendiaria. Por ello imagino que imagina como un faquir ante el arte de dormir en cama de clavos, de ahí la inspiración. Acto seguido, camina sobre el fuego. Vive de destruirse. Es un caso para los bomberos. Tomemos un fragmento del Canto XXXI del eminente cuaderno, que dice: Es ese habitar de las tardes / en las visiones e imaginerías / en la verdad debida a llama limpia / … / Ese fuego incendia / el único posible de mis caminos. Ahora, repasemos el Canto XXXI antípoda, que dice: ¡Qué hermoso es el silencio! / De eso hablamos / Nuestras substancias siempre son / cohetes de pólvora y ceniza / explotando a tiempo en nuestras manos.
En ambos lances encontrados del diseño general, podrán notar que el elemento dispositivo del compás es simple cuestión de fijar tal o cuál postura persuasiva, ante un dilema de ronda mayor y mantenerse en su defensa contra todos los tratados, todos los profesores y todos los denuestos. Es el regreso de la paradoja del vaso medio vacío o medio lleno, sin lúcida respuesta para una doctrina. Pero como una mesera del “Coco bongo” acertadamente razonó, esa apreciación depende del atento ojo en quién toma o quién sirve.
El cuaderno del Escriba (y no confundir con el cuaderno doble raya del Scribe) es el libro número veinte de Ignacio García. De los poemarios memorables que ha escrito entre nosotros, doy repaso a algunos títulos: La sombra del bisonte (1988), La corona de hierro (1991), Blues del estratega (1996), Poemas donde la luz alterna (2000), Sobre el fulgor, la navaja (2006), Utopía de lo imposible (2009), Los elementos del reino (2010) y los que podemos esperar, hasta que sus neuronas se apaguen. Ah, la hoguera del Homo Sapiens. Al margen, valen los cien cantos a usanza de una imagen, que insertar una publicidad que rime con “Volkswagen”. Sobrio y confiable, que la suma de sus partes.

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