Lourdes Franyuti.
El silencio se hace presente. El viento resopla llevándose las pocas hojas que todavía cuelgan del almendro, ese almendro viejo que guarda en cada rama mal sostenida una fatiga y desdén acumulados desde hace años atrás; precisamente 36 otoños han pasado desde que plantaron el árbol. El día que nací lo sembró mi abuelo en el jardín colindante a la ventana de mi recámara.
Es ya de madrugada y recostada desde mi cama puedo percibir cómo mueve su tronco, la manera que arranca una a una, las hojas arrugadas; aguardando como fiel centinela, firme y gallardo, la orden para ejecutarla de inmediato. Siempre he sentido un cariño especial por el árbol, es un ser vivo que ha nacido conmigo y podría decirse que es mi hermano gemelo. Tal parece que en vez de sembrar un tronco, empotraron en el suelo un espejo donde me observo cada vez que volteo hacia él.
Él sabe todos mis secretos, sabe de mis emociones, de mis alegrías y mis penas. Tiene grabadas mis iniciales, éstas las marqué el día que cumplí quince años; aquella época divertida, que por más que transcurrieran los días, meses o años, las estaciones siempre eran primavera. Estos últimos días he sentido un impulso de hacer porque desaparezca. Tengo la sensación de que, más que un amigo, se ha convertido en un guardián acechante. Ha resistido las altas temperaturas de agosto, las mañanas heladas de enero, las lluvias constantes del verano. Nunca ha claudicado, siempre erguido de raíz a punta.
Los minutos pasan y parece que el reloj se detiene. Desde aquí, puedo divisar, no solo la sombra del almendro, aprecio perfectamente la silueta del mismo. La noche es muy clara y permite ver a través de la ventana. La temperatura ha bajado considerablemente y me hago un ovillo para no sentir frío. El frío es más intenso y empiezo a temblar… Presiento que algo desagradable me va a pasar, pero al mismo tiempo respiro hondo para calmar mis pensamientos.
Desde hace tres años, tengo pleno conocimiento de que mi paso por la vida está llegando a su fin. Estoy enferma y mi último día se acerca cada vez más. Me han inyectado morfina para aminorar el dolor en mi cuerpo y creo que mi alma se debilita aún más. Me reincorporo sobre mi almohada y observo el almendro: Sus hojas se han ido, repentinamente, las ramas se están rompiendo y lo peor, el tronco empieza a debilitarse y se inclina. Una ráfaga violenta lo arranca de la raíz y pega contra mi ventana. Tal parece que ha dado un grito. No entiendo lo que pasa, siento calma y paz, que me hacen gritar al mismo tiempo que el árbol. Nadie me escucha, nadie me habla, sólo él… El viento hace girar el tronco y me permite ver mis iniciales, pero forzando la vista leo algo más: “Gracias”. Al parpadear, el tronco se aleja dejándome inmersa en una terrible soledad, añorando su presencia…
Es de mañana y al asomarse el primer rayo de luz, me levanto y observo el almendro, siento una felicidad absoluta al percatarme de que está de pie. Es en este momento en que me recuesto y me duermo profundamente.
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