Un cuerpo visto por el anverso y el reverso. Cien poemas, cincuenta de cada lado de una parte central donde el autor colocó un astrolabio (la palabra) para ubicar el poema que ostenta el nombre del surrealista mayor, André Breton.
La atención de Ignacio García en el libro El cuaderno del escriba (Conaculta-Ivec, 2010) se ocupa de lo poético, de una pareja más o menos inalcanzable y de sí mismo. Una parte lleva un epígrafe de Borges; la otra, de Joyce.
Hubo tiempos en que los escritores veían lo que pasaba afuera, como pintores impresionistas, y hubo quienes se vieron abrumados por los libros. Paul Valéry es una bisagra entre esos dos mundos, el del paisaje y la calle y el de las bibliotecas: La soirée avec monsieur Teste (1896) y El cementerio marino (1920). Salvador Elizondo, novelista afrancesado, admirador de Valéry, ya no salía de su casa en Coyoacán, D.F., porque todo se generaba en su cabeza de grafógrafo, una máquina que juntaba palabras.
Ignacio García navega en el laberinto de Borges, en los rompecabezas de Joyce, en el Surrealismo de André Breton, Paul Eluard y otros. Un bello caligrama de Eluard dice: bajo la lámpara, la palabra muchacho.
El título del libro de Ignacio García lleva al diccionario en busca de escriba. Para los hebreos el escriba es un doctor e intérprete de la ley. En la antigüedad era un copista, un amanuense. Y en la otra palabra del título es inevitable recordar el Cuaderno de escritura, de Elizondo, el Cuaderno de navegación, de Leopoldo Marechal: ambos son libros.
En el libro de Elizondo, El grafógrafo, hay una foto que le tomó Paulina Lavista: el escritor sostenía una pluma fuente, pero no estaba escribiendo, parecía que iba a hacer una anotación en lo ya escrito, o que mostraba el instrumento que había usado para llenar las hojas de un cuaderno con una escritura armoniosa. Al fondo se ve el lado poniente del parque México, donde vivió Elizondo, en la colonia Hipódromo Condesa, D.F.
Cuaderno, en principio, quiere decir hojas no sueltas. Y escribir en cuaderno es un reto: tiene un límite y de preferencia no se le deben arrancar hojas por el peligro de perder las del otro lado. En el caso de Elizondo, debe haberse prohibido a sí mismo tachar o enmendar, porque el cuaderno donde volcaba sus pensamientos devendría objeto artístico. El reto es escribir y no equivocarse.
Una de las claves del libro de Ignacio García está en la página 25, poema XVIII:
Tengo un cuaderno. No lo abriré ya nunca.
Seguro me extrañará. No a mi letra
(signos que nadie necesita ni muere por ellos),
sino a eso inmortal escrito por otros:
anverso y reverso de la escritura.
Pero Ignacio García deja abierta la puerta: un cuaderno se termina pero ya otro está en espera. En lo que escribe, como en una caja, hay un fondo y una tapa, que tiene lo “inmortal escrito por otros” (Borges, Joyce, Breton, Valéry). En el interior están los poemas de Ignacio García y hay que distinguir: su letra es impulsada por los poetas y escritores europeos mencionados (Borges no se portaba como argentino), como en una transfusión, o en un transplante; hay algo de otra persona pero ya es él mismo.
En cuanto al sentimiento que deja ver, es pesimista: “nadie necesita ni muere” por los signos que él escribe. Su admiración por otros poetas le hace creer que no tiene algo de la inmortalidad que cree tienen ellos. Y se equivoca: la inmortalidad no existe, cuando mucho queda algo de fama. Los poetas que admira están muertos y las letras nunca mueren. Desde que son publicadas viven por quienes las leen o repiten de memoria.
En otros tiempos, los poetas dedicaban pensamientos a damas y señoritas en sus diarios o álbumes, que luego pasaban a ser parte de las ediciones de obras completas de los autores. Hay también versos de ocasión, por aniversarios, visitas, luto, panegíricos, los autorretratos, los epitafios. Quedan agregados los arte poética, en los que el autor da a conocer lo que considera es lo que hace. En los poemas de El cuaderno…, Ignacio García lleva a cabo repetidos análisis de la poesía y los dedica a alguien, que puede ser una o varias personas, o ninguna. Y siempre el personaje principal es él mismo, como muestro a continuación, por el número de cada poema, sección anverso:
III, “pierdo este poema”; VI, “en vez de escribir”; VII, “no ceso de trazar”; VIII, “amar olvidándote”; IX, “dentro de uno”; XI, “ya no sabré”; XIII, “tengo esa mirada”; XIV, “me fascina”; XV, “mi sentir”; XVI, “leo”, “paso el dedo”; XVII, “escribo”; XVIII, “tengo un cuaderno”; XX, “mi boca”; XXIII, “uno se juzga a sí mismo”; XXIV, “no ceso”.
Así, parece inagotable el oficio de poeta, cuando la fuente es el mismo que escribe y el trayecto es la sucesión de días. En tanto que la poesía es el arte de la combinación de palabras, como las fichas de dominó, las bolas de billar, las piezas de ajedrez, las barajas, los jugadores pueden pasarse la vida recuperando o perdiendo puntos y apuestas por siempre.
Pero Valéry, Elizondo escribían incesantemente pero no publicaban sus cuadernos. Ya muertos y por intereses académicos se emprende la publicación de sus textos, así que debemos considerar en principio sus cuadernos como algo privado. Elizondo publicaba artículos sobre Valéry y monsieur Teste en el Excélsior de Scherer, pero ignoro si eran páginas de sus cuadernos; era algo que no tenía que ver con la actualidad política.
Nos queda el poema central del libro: “Yo creo que André estaba loco”, de cinco páginas, que conviene resaltar.
En todo lo humano está primero el lenguaje. Al usar palabras, el poeta se ubica en el lugar más alto de la sociedad, desde donde contempla el abismo. Allí se encuentran cuestiones que no se pueden responder con los recursos de la poesía.
Ignacio García se dirige al poeta André Breton, iniciador del movimiento literario de vanguardia en los años veinte en Francia, Surrealismo, y le regresa la pregunta que Breton se planteó, ¿cómo se escribe un poema? Breton publicó textos en los que precisó en qué consiste el Surrealismo, una mezcla de sueños, deseos y automatismo psíquico (dicho sea de manera simplificada). Había que escribir dejando que fluyeran los contenidos del inconsciente. Este procedimiento difícilmente podría contestar una pregunta que exige la aplicación de elementos teóricos rigurosos, un estado vigilante y muy consciente.
¿Cómo se escribe? Así es como se escribe.
Una pregunta válida obtiene una respuesta etérea de los poetas. Y lo que queda son los ingredientes de tal sopa.
Ignacio García une cinco partes en su intento de responder la cuestión, separados por puntos suspensivos: I. Yo creo que André estaba loco; II. Ya la tarde cae; III. El mar no se mueve; IV. Pero si André no estaba loco, y V. En julio vendrán las glondrinas.
La quinta parte, según mi lectura, es un poema autónomo, surgido por el impulso de lo escrito primero y que es un hallazgo que deja atrás a Breton.
Ignacio García escribe:
“No obstante, un pajarraco, que por dentro se lamenta
no poder volver a cantar,
ronco a pecho me dicta sus secretos.”
Es tan intenso el momento, que los versos se alargan y usan bastones de la prosa, como el “no obstante” y el par “no poder volver”. Imantado sin querer por el cuervo de Poe, el par de marras sería, por ejemplo:
“un pajarraco se lamenta
jamás otra vez cantar”
Y continúa:
“No sé escribir.
No podré expresar jamás esto que siento.
A esto, a lo mío, le llaman canto callejero
(…)
como si nadie, nunca, hubiera escrito nada”.
Metido en el desarrollo del poema, de pronto hay un vislumbrar la respuesta buscada: es “en el poema que no escribí”, afirma, “donde habita todo ardor y todo significado” (pág. 64). Puesto que en realidad no sabe cómo se escribe un poema (pág. 61).
En fin, he destacado las partes en que el poeta duda de su labor y de sí mismo, después de más de veinte años de escribir poemas y más de diez poemarios, por lo que vale dejar constancia del callejón con salida en el que se encuentra. Uno de sus libros se titula Valéry regresa al mar. Creo que Ignacio García tiene enfrente un futuro inesperado si cumple con el ritual que presenció:
“las cenizas del loco André
que ya vaciaron en los esteros
(…)
un pescador advierte la sorda presencia de André,
quien entre escolleras (…) se aleja…”
Valéry, sus cenizas, ¿regresaron al mar? Bretón, sus cenizas, sí, según Ignacio García. Y un pescador es testigo. El mar es la poderosa y silenciosa presencia que Ignacio García ha dejado pasar, en el fondo de las preocupaciones que ha creído trascendentes, como la aprehensión de imágenes insólitas:
“Eso debe ser el poema, la Palabra
… un verso inventado al insomnio
… un insomnio dedicado a ella…”
Y no, el insomnio no ayuda. Tampoco ella, siempre distante y muda. Breton ha muerto:
“Tímido y vencido
(más por falta de coraje que por deseo)
Uno se dedica a descoser su máquina-de-hacer-poesía…”
¿Cómo se escribe un poema? De muchas maneras. Una de ellas es preguntar cómo se escribe un poema.
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