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viernes, marzo 04, 2011

María B. Imprevistos

Imprevistos
María B.
Todo empezó con un número de teléfono equivocado, el teléfono sonando tres veces en la quietud de la noche.
Me desperté sobresaltada, eran casi las doce. Quién será, pensé molesta, apenas había logrado conciliar el sueño poco antes de la llamada, encendí la lámpara sobre la mesita de noche y estiré la mano para alcanzar el teléfono.
¿Mar eres tú?, preguntó la voz al otro lado de la línea, aquí no vive ninguna Mar contesté tajante y colgué. Apagué la luz, y estaba acomodándome de nuevo en la cama cuando volvió a sonar el teléfono.
Ya no me molesté en encender la luz, lo alcance a tientas y, antes de que la voz al otro lado de la línea hablará, dije en tono brusco: ya le dije que aquí no vive ninguna Mar, por favor no vuelva a llamar, y colgué.
Pasé el resto de la noche dando vueltas en la cama. Tenía poco tiempo de haber llegado al puerto y aún no me acostumbraba a la quietud de aquella casa. Pasé la noche prácticamente en vela, intentando en vano volver a conciliar el sueño.
No sé porqué, pero había algo inquietante en aquella voz, tenía un tono resignado y urgente  a la vez, como si llevase años esperando. Todo eso me hizo pensar en cómo había yo ido a parar aquí.
Me había separado de mi marido, Javier. De alguna forma llevábamos tiempo ya separados, cada uno en su mundo, sin ver al otro, cada uno enfrascado en sus propios problemas, en su propia carrera, en su propia vida. Al igual que la voz al otro lado de la línea, yo esperaba con urgencia ese encuentro entre ambos que no llegaba, y a la vez me había resignado a que no ocurriera.
Decidí dejar la Ciudad de México, darme un tiempo para pensar, para poner las cosas sobre la balanza. Pedí un semestre de licencia en la universidad donde trabajaba como catedrática.
Regresé a Veracruz en medio de una tormenta tropical, con el mar color acero de los días nublados y las palmeras agitándose atravesadas por una avalancha de arena.
Volví a la casa en la que viví con mi madre hasta que, a los dieciocho años, me fui a estudiar a la Ciudad de México. Volví a la misma casa en la que ella murió de cáncer dos años después. Desde entonces sólo había vuelto en un par de ocasiones, una vez con un grupo de amigos, otra vez con Javier, cuando todavía podíamos encontrarnos.
No me quedaba ningún familiar cercano y hacía ya tiempo que había perdido contacto con los amigos de la adolescencia. Mi única razón para volver fue porque necesitaba un espacio para pensar, abstraerme de mi realidad y meditar sobre mi futuro.
Tenía muchos proyectos archivados, tenía que resolver mi relación con Javier. Una parte de mi lo seguía amando, pero no estaba segura de a quién amaba en realidad, si al recuerdo de lo que alguna vez fuimos, o  él. No estaba segura de querer volver a conocerlo o reconocerlo, ni sabía si él deseaba hacer lo mismo conmigo. En Veracruz tenía tiempo de sobra para pensarlo, para reencontrarme; esa era la idea con la que había llegado, no imaginaba siquiera lo que se cruzaría en mi camino.
Por la mañana me dedique a terminar de acondicionar la casa. Llevaba años desocupada, y por más que limpiaba y, colocaba adornos con el fin de darle una apariencia más hogareña, no acababa de tomar forma. Saqué de unas cajas algunos objetos de mi madre que guardé después de su muerte. Fotos de mis abuelos o de ella de joven, una acuarela pintada por manos inexpertas en la que se veía de un barco alejándose del puerto, libros empolvados, y en una de las cajas, la figura de un delfín tallada en madera. Al mirarla recordé que nunca antes había visto esa figura hasta después de su muerte, cuando la encontré en el fondo del último cajón de su tocador.
El día entero se me fue en lavar, clavar, sacudir y acomodar. A las ocho de la noche había terminado y me senté a contemplar satisfecha como aquella casa semi-abandonada se había convertido de nuevo en un hogar.
Me críe con mi madre y mi abuela en esa casa. Mi madre vivió allí desde los quince años hasta su muerte. Era maestra de ballet y tenía una pequeña academia en la cual yo nunca pude destacar. Por más que lo intentaba no conseguía moverme con la soltura con la que lo hacían las demás niñas. Era demasiado alta y un tanto tosca en mis movimientos. No como mi madre que cuando bailaba parecía no tener huesos, como si sus brazos fueran listones volando al compás de la música.
En realidad no me parecía en nada a ella, quién era bajita, con el pelo rubio siempre recogido en un chongo y los ojos inmensos, de un azul profundo. Yo por el contrario siempre fui alta, con el pelo y los ojos color azabache. Me gustaban los deportes y a los diez años desistí de la clase de baile.
Siempre pensé que seguramente me parecía a mi padre. Nunca lo conocí, pero era tan distinta a mi madre que sólo me quedaba esa opción para explicar mis piernas largas y torpeza para el bailar.
Mi madre nunca habló de mi padre, únicamente me decía que mi familia era ella y mi abuela, que no hacía falta más. A veces, cuando me quedaba sola, registraba sus cajones buscando una fotografía, una carta, algo que me diera una pista sobre quién era mi padre. Nunca encontré nada. Con el tiempo dejé de buscar, eventualmente también dejé de preguntar por él.
El verdadero golpe en mi vida llegó cuando ella murió. Yo ya estaba estudiando Derecho en la UNAM y nos veíamos sólo una vez al mes, cuando yo iba a Veracruz a pasar el fin de semana.
La penúltima vez que la visité noté que estaba más delgada de lo que ya de por sí era. Me dijo que había estado estresada preparando el festival de fin de curso de sus alumnas, que no me preocupara. Dos semanas después me llamó Margarita, su amiga, para avisarme que mi madre estaba internada en el hospital. Le habían detectado cáncer desde hacía dos meses, no le habían dado mucho tiempo. Un mes más tarde mi madre se había ido con la misma discreción con la que vivió su vida. Mi abuela había muerto también años atrás. Me había quedado sola. Al poco tiempo conocí a Javier.
Estaba sentada en el piso, frente al montón de cajas, recordando mi historia en aquella casa cuando escuché sonar el teléfono.
Otra vez la misma voz urgida preguntando por Mar. Más calmada que la noche anterior le respondí: señor, ya le dije, aquí no vive ninguna Mar, está marcando el número equivocado, por favor no vuelva a marcar. Mentira, estoy llamando a la casa de Mar, dígale que venga a verme por favor, respondió en tono enfadado antes de colgar.
Sentí lástima por aquella voz. Su enfado desesperado volvió a causarme inquietud. Quién sería esa Mar a la que llamaba con tanta urgencia, por qué insistía en marcar a mi casa.
Apenas habían pasado unos veinte minutos cuando el teléfono volvió a sonar. Nuevamente aquella voz. Mar, ven a buscarme por favor, las señoras de blanco me tienen atrapado, dijo en tono angustiado. Quién es usted, me atreví a preguntar. Soy yo Mar, mi barco naufragó y me atraparon las señoras de blanco, respondió. Cómo te llamas, le pregunté. Evidentemente quién llamaba padecía algún trastorno mental. No lo sé Mar, no lo recuerdo, pero soy yo, ven por mí, me tienen atrapado en la cárcel de la paloma. Ya me voy, ahí vienen por mí, escuché antes de que colgara.
Pobre hombre, pensé después de colgar. Su llamada me había dejado un sabor amargo. Debía ser alguien con algún problema mental. Su voz estaba ya desgastada, como la de alguien mayor. Tal vez era víctima del algún tipo de maltrato o simplemente en su delirio creía estar encarcelado. Me sentí impotente por no poder hacer nada por él.
Decidí salir a caminar por el boulevard para alejar esa sensación de tristeza que invadió mi mente tras la llamada. Había olvidado cuanto me gustaba caminar por la noche, escuchar las olas chocar con la playa, ver a lo lejos uno que otro barco. Definitivamente era mejor que la caminadora eléctrica con vista al Periférico que tenía en la Ciudad de México.
Regresé cansada, me di un baño y me preparé una ensalada para cenar. Antes de acostarme desconecté el teléfono, no tenías ganas de volverá recibir otra llamada a media noche.
Al día siguiente me arreglé temprano para desayunar con una amiga de la escuela, una de las pocas relaciones que habían sobrevivido a más de dos décadas de ausencia.
Laura había vivido toda su vida en Veracruz. Fue mi mejor amiga durante la escuela y, aunque no mantuvimos contacto por varios años, gracias al correo electrónico y al twitter retomamos la amistad en forma de saludos, felicitaciones de cumpleaños o Navidad, y uno que otro mensaje.
Nos encontramos a las nueve en Los Farolitos. Me dio gusto ver a mi amiga fuera de la pantalla de la computadora. Estaba un poco entrada en carnes, pero su cara seguía siendo como yo la recordaba en la preparatoria. Laura dedicaba su vida la filantropía y a sus tres hijos. Estaba casada con el dueño de una cadena local de panaderías, y podía darse el lujo de  organizar colectas y eventos de caridad, conseguir patrocinadores  de sillas de ruedas para los viejitos,  medicinas para los enfermos, dulces para las posadas del hospicio, asesoría legal para una mujer maltratada y todo tipo de ayuda a cuenta persona necesitada se le parara enfrente, todo sin más pago que la gratitud de sus beneficiarios.
Nos dieron más de las doce en el restaurante, le conté lo que pasaba con Javier, de mi hija que estudiaba inglés en Canadá, de mi trabajo en la universidad, y lo maravillosamente extraña que me sentía al estar de vuelta en el puerto. Ella me contó de su marido, sus hijos, todos varones, sus doscientos mil proyectos filantrópicos y las cincuenta dietas con las que había experimentado a lo largo de veinte años.
Una vez detallados los pormenores de nuestras vidas le platiqué, como dato curioso, sobre las llamadas de las noches anteriores. Cuando le comenté que la voz desgastada preguntaba por una tal Mar me miro llena de asombro.
En el asilo La Paz, que visito una vez por semana, hay un señor de poco más de ochenta años, un capitán retirado que todo el día habla de una tal Mar, dijo Laura. Creo que padece delirio senil o algo así, agregó.
Recordé entonces a las mujeres de blanco, la cárcel de la paloma. Yo conocía el asilo La Paz, existía desde mucho antes de que yo naciera. Sobre su fachada gris había una paloma  tallada en piedra. Las monjas que estaban a cargo de los ancianos iban vestidas de blanco. La persona que llamaba a mi casa era el capitán del que me hablaba Laura.
Pobre hombre, le dije, parece convencido de que mi número es el de la tal Mar. Nadie más ha vivido en esa casa más que mi abuela, mi madre y yo, y como sabes ninguna se ha llamado Mar, rematé.
Nos despedimos con la promesa de llamarnos la próxima semana para vernos, sin embargo unas horas más tarde me llamó para citarme a tomar un café al día siguiente. Tengo algo importante que platicarte, agregó.
Quedamos a las cinco en el Vía Café, sobre el boulevard. Era una pequeña terraza en la que servían capuchinos, paninos y pasteles. Llegué antes que Laura, así que me entretuve viendo a la gente pasar, corredores, adolescentes en patines, señoras paseando a sus perros.
A eso de las seis y cuarto llegó mi vieja amiga un tanto agitada. Perdona el retraso, pero estaba en una llamada con un patrocinador para un evento, se disculpó antes de sentarse.
No vas a creer lo que te voy a contar, por favor no me lo tomes a mal, me dijo en un tono  entre confidente y afectado. Ayer por la tarde fui a hablar con la directora de La Paz para arreglar los pormenores de un programa de talleres ocupacionales para los ancianos, prosiguió. Aproveché para preguntarle por el capitán. La directora me contó que lleva ahí un par de años, es viudo y tiene un hijo que vive el extranjero y lo visita cada vez que puede. Aparentemente el hijo, que es ingeniero y sigue soltero, lo llevo allí para que estuviera cerca del mar, ya que por su trabajo no podía cuidar bien de él.
Ya estaba por irme cuando vi que en la sala de estar estaba el capitán sentado. La verdad, me ganó la curiosidad por saber más de la tal Mar  y me senté a platicar con él. Al parecer era en uno de sus días buenos. Dijo no recordar su nombre, aunque las monjas lo tienen registrado como Capitán Ignacio Montalvo. Resulta extraño porque a pesar de no recordar muchas cosas de su propia persona, me contó con grandes detalles su historia de amor con la tal Mar.
Según el capitán, hace muchos años estuvo de servicio en Veracruz. Su esposa e hijo vivían en otra ciudad, aunque no me supo decir cuál era, ya que vivieron en distintas partes. Un verano lo invitaron a una fiesta y conoció a una mujer. Era mucho más joven que él, habría tenido unos dieciocho o diecinueve años. No recuerda su nombre verdadero, pero la llamaba Mar porque tenía unos ojos azul oscuro, como el mar en invierno
Comenzaron a verse durante aquel verano, siempre a escondidas porque ella sabía que a sus padres no les gustaría que saliera con alguien que le llevaba casi veinte años. Él nunca le dijo que era casado.
Ella era bailarina, y en el otoño regresaría la Ciudad de México dónde estudiaba danza en el Instituto Nacional  de Bellas Artes. Él era consciente de que en cualquier momento lo podrían embarcar o mandar a otro puerto. Ambos sabían que aquel romance no iba a durar mucho, pero mientras tanto decidieron disfrutarlo, y terminaron enamorados.
Una noche, ya cercano el otoño, Mar lo sorprendió en su casa con vino y carnes frías para brindar. Todo iba de maravilla, hasta que después de hacer el amor él se levanto de la cama para darse un baño. Mar mientras tanto se puso a hojear el libro que el capitán tenía sobre la mesa de noche. De repente algo cayó de entre las páginas, era una fotografía en la que aparecían sonrientes el capitán y una señora, acompañados de un niño.
Mar comprendió enseguida que el capitán estaba casado. En ese momento él estaba saliendo del baño y ella se le fue a golpes. Lo llamo mentiroso, le dijo que lo odiaba. Él trató de calmarla pero cuando vio ya Mar había salido de su casa hecha una furia. Nunca la volvió a ver en su vida. Espero unos días para dejarla que se calmara y marcó a su casa haciéndose pasar por un amigo. Le respondieron que ya estaba en la Ciudad de México, había adelantado su partida. No quisieron darle ninguna dirección donde buscarla. Un mes después el capitán se embarcó rumbo a Sudamérica. Se fue con su mentira atravesada y la certeza desesperada de que jamás volvería a ver aquellos ojos azules.
El capitán, en su delirio, está seguro de que Mar va a rescatarlo de aquella cárcel como llama a al asilo. El hombre no recuerda ni su nombre, pero se sabe de memoria el número al que le marcaba hace más de cuarenta años. Cuándo le pregunté porque no había vuelto a buscarla mi miro confundido sin poder darme una respuesta, remató Laura.
La miré con incredulidad, sus ojos me decían que quería saber si yo pensaba lo mismo que ella después de escuchar esa historia.
Por supuesto que lo pensaba, eran muchas semejanzas, los ojos azules, el baile, el misterio de mi propio origen. Claro que podía ser, el número de teléfono de mi casa era el mismo desde que antes de que yo naciera. Sin embargo todo sonaba a la vez tan descabellado. Era una locura, y además una impertinencia, que ocurriera justo en ese preciso momento de mi vida.
Decidí no enterarme, le pedí a Laura que dejara las cosas como estaban. Probablemente era sólo una coincidencia. Así quería que fuera. Por qué habría de enfrentarme a estas alturas de mi vida con un extraño que en algún momento decidió tener un romance de verano con mi madre. Quién dice que Mar era ella, podría ser otra, y de ser así, quién dice que él era  mi padre, pudo haber conocido a alguien más después. Tal vez todo era sólo una fantasía de aquel viejo loco.
Salí del café alterada, tratando de contener las emociones que iban entrechocando dentro de mí durante el trayecto de regreso a casa.
Me tomé dos tazas de té de tila antes de acostarme. De nada sirvieron, pasé toda la noche dando vueltas en la cama. Era irónico, había ido a Veracruz a encontrar una respuesta sobre el curso que debía seguir mi vida y ahora me topaba con más interrogantes, con las preguntas que desde hacía muchos años había dejado enterradas.
Para qué querría conocerlo, en caso de que fuera él. Era un mentiroso, había engañado a mi madre. Por qué esperó tantos años para buscarla. Por qué decidió llamar cuando ya no era más que un viejo senil, cuando ella llevaba casi veinte años de muerta.
Sentí ira y a la vez una enorme curiosidad. Sabría él de mí. Tal vez no. Yo nací el veintinueve de Mayo, seguramente mi madre se habría enterado que estaba embarazada a principios del otoño.
Fueron cientos los pensamientos que pasaron por mi mente durante aquella noche. Demasiados sentimientos: ansiedad, enojo, curiosidad, incertidumbre, esperanza, todos tropezando entre sí, revueltos entre la maraña de ideas que llenaban mi mente.
A las nueve de la mañana ya estaba en el asilo. Me presenté como una sobrina del capitán. Me dijeron que estaba en su cuarto, que iban a buscarlo. Al poco tiempo regresó una monja impresionantemente pequeña con la respuesta de que el capitán no quería ver a nadie, que estaba trabajando. Ya sabe sus figuras de madera, agregó. Dígale por favor que vengo de parte de Mar, que es importante, respondí. Me miró con asombro, evidentemente y al igual que todos en el asilo, creía que Mar era sólo un delirio.
Volvió después de unos minutos para conducirme a la habitación del capitán. Con tan sólo abrir la puerta pude comprobar lo que en mi interior ya sabía. Sentado frente a una mesa repleta de tiburones, delfines, peces y demás criaturas marinas talladas en madera, se encontraba un hombre altísimo, con la cara llena de arrugas y manchas de sol, enmarcando unos ojos familiarmente azabaches, de un negro tan intenso como el que yo veía reflejado cada mañana frente al espejo.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Hermoso.