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viernes, junio 13, 2008

Ignacio García: La mecánica de la indiferencia




LA MÉCANICA DE LA INDIFERENCIA

Lo que ha sido comprendido ya no existe,
El pájaro se ha confundido con el viento,
El cielo con su verdad, El hombre con su realidad.



Paul Éluard



Si bien ha pasado ya más de un año (12 de enero de 2007), la noticia ha comenzado ha circular en la web por casi todos los correos de los cibernautas: Joshua Bell, el violinista magistral, ha tocado en el metro de Washington ante la indiferencia general de los transeúntes. Sus melodías, interpretadas con un Stradivarius que en el pasado estuvo en manos de Bronilaw Huberman (1), fueron “oídas” (que no escuchadas) como si se tratara de la ejecución de cualquier pordiosero aficionado a la música clásica.
Quien, en aquella ocasión estuvo frente a ese público presuroso, tocando de forma encubierta su violín, es uno que ha cautivado la imaginación de quienes están dispuestos a pagar por uno solo de sus CD’s, algo más que los 32 dólares que recogió Bell aquel día de enero. Gracias a su temporada de conciertos, que abarca el 2007-2008, Bell se hizo merecedor al codiciado Premio Avery Fisher, y al nombramiento como profesor titular la cátedra en la Universidad de Indiana Jacobs School of Music. Si por azar o firme convicción de estar escuchando a un genio de la música, el lector llega a insertar uno de los CD’s de Bell, notará enseguida ese arte carismático, capaz de conducir al escucha, desde las voces más antiguas hasta el conocimiento de joyas menos conocidas, si bien no menos virtuosas, interpretadas con la sensibilidad asombrosa de las manos del artista a lo largo de las cuerdas de su Stradivarius. Sea que se escuche The Red Violin Concerto de John Corigliano, el Catálogo Joshua Bell creado por Sony Classical o Romance de Violín que Billboard nombró como en 2004 el “CD clásico del año”, el mundo desaparece ante quien escucha, para dar paso al encanto de aquello que Georges Shehadé transparenta y define como: Aquel que sueña se mezcla con el aire.


Para resumir: el músico que los paseantes, trabajadores y gente en general no tuvieron tiempo para detenerse a escuchar en un espacio tan “sucio y común como el subway de Chicago, es alguien que se ha parado (con el mismo Stradivarius) en los mejores escenarios del mundo: el Verbier Festival en Suiza, en el Mostly Mozart at Lincoln Center; conciertos en la BBC Proms en el London’s Royal Albert Hall, un viaje europeo junto a Kurt Masur conduciendo la Orchestre National de France, así como su actuación en la Pittsburgh, Philadelphia and Chicago Symphony, la Salzburg, además de la Mozarteum Orchestra y la Tonhalle-Orchester. Eejecuciones en Tanglewood, en el Lincoln Center. ¿Más?: su actuación en la Pittsburgh, Filadelfia y Chicago Symphony, la Orquesta Mozarteum de Salzburgo y la Tonhalle-Orquestales, el estreno mundial junto a Jay Greenberg con la Orchestra of St. Luke’s en el Carnegie Hall. Bell, a su vez, ha sido reseñado tanto en publicaciones especializadas como en otras de divulgación musical del tipo Newsweek, sin que ,como alguien lo dijo, “Bell se oponga a la sombra de nadie”


Como solista, sus resultados son mucho más interesantes. No hay más que escucharle el monumental y agotador Concierto en Re de Beethoven para apreciar la grandeza de este intérprete, su visión poética de esta música y la belleza del sonido de su violín. Para, luego, caminar por los pasillos del metro e ignorar su talento. Aunque, por lo visto, alguien lo reconoció y le dio veinte de los 32 dólares. Queda por saber si al donador le pareció que Bell estaba arruinado económicamente e intentó ayudar, sin esa conciencia que ordena: “el arruinado, fuiste tú”


¿Qué sucede entonces cuando el artista experimenta y trata de averiguar qué tanta capacidad de asombro (más que medir qué tan conocido es él) ha sido anulada en las personas a partir del mecanicismo imperante? No parece haber duda para pensar que el culto al individuo, a los divos, a lo improvisado y efímero, ha sido sustituido: ya no más talento, ya no trabajo artístico en el silencio. Los griegos ponderaban que no importaba quién tocara una lira (así fuera el mismo Orfeo), el sólo sonido de la música, su harmonía y cimbrar, atraerían al espíritu de los mortales. Pero ¿se nos ha dejado con un rezago de ese espíritu en una sociedad que piensa sólo en lo material?
Parece haber un sentimiento de que se es “conocedor” de música (y otras bellas artes) no por que se es, sino hasta el momento en que la mercadotecnia despliega por la radio, TV, e Internet al artista, se adquieren boletos de platea de 300 dólares, y se sabe el “instante” en que hay que aplaudir y/o quedarse callado…Eso sí, jamás llegar tarde al concierto una vez iniciado éste. La pesada losa del mercantilismo que produce cantantes que berrean literalmente (la Guzmán verbigracia) pero que gracias a la publicidad desmedida, es capaz (si se le promueve allí) de llenar las cañerías de cualquier suburbio, se contra-pone de manera feraz a lo sucedido en el metro de Washington.


Claro, uno puede exagerar. No se trata aquí de que todos sepamos quién es Bell o el costo de su famoso violín; sino tal vez de exentarnos del “conocimiento” y poner pies en lo que aun sin éste, ya se nos ha arrancado del lugar que pertenece a la belleza: un ejemplo que ni mandado a hacer, es el comercial de las voraces automotrices quienes promueven la estadía de un niño en un lujoso auto… en vez de incitarlo al asombro por el paseo de un hermoso lago: “¿Para que queremos salir de aquí…?”, se le hace decir al niño idiota. O la permisividad abierta de violar con un Mazda todo reglamento de tránsito…enfrentar a las mafias más terribles, para finalmente “imaginarnos” (otro comercial) “ese que siempre quisimos ser”.


A cambio de ello (y como complemento hermano) se nos satura de una mecánica que tarde o temprano (incluso a la hora de políticamente votar) conduce a la indiferencia de los valores más altos, y se nos arrastra hacia los abismos de lo soso, de lo idiota, y a un “arte” que conviene a los intereses más mezquinos. Haga el lector una prueba: siéntese frente a su televisor, vea 10 comerciales, valore cada uno, y luego diga cuál de ellos ha dicho una sola verdad: ¿Es cierto que una pila de menjurjes transforma a una mujer en la más hermosa de ellas, o un “x” desodorante hará que hasta las ninfas más hollywoodenses lo persigan a uno? ¿Será que la Banda del Recodo traerá siempre más capacidad de goce y reflexión que una partitura de Béla Bartok?


Finalmente: ¿No será que estamos siendo condicionados hasta la saciedad, tanto que una bella música (no promocionada, patrocinada y manipulada) nos resulta indiferente por no contener la “aprobación” de los López Dóriga, los Alfredos Palacios, las Woodside y otros jilgueros de la basura que nos envuelve? Tan contradictoria resulta la actuación de Bell en el metro –y tan cierta la catapulta en la mecánica de lo indiferente--, que el violinista es ahora más conocido que antes gracias al pasquín, al comentario sonso, al asombro del “asombro” de quienes desde su programa matutino se admiran (sin saber de lo que hablan) que un hecho de esta naturaleza haya sucedido… Ah, y no en cualquier lugar: en Washington, donde opera el halcón mayor.


En el amor una pizca de indeferencia parece ser un arma letal. No lo parece ser en el arte cuando de éste, parece exigirse en la actualidad un sello: esta “contraseña” –costo del boleto, vestimenta ad-hoc, kitsch, la presunción de que fui a “oir” a fulano, “es que va a inaugurar el gobernador”, etc.; esta contraseña, decíamos, parece necesaria para suplir la capacidad de asombro, la virtud de saber escuchar la belleza anónima, y sobre todo, el tiempo necesario para una reflexión aguda que nos conduzca a elegir todo aquello que el cuerpo se traga sin pregunta alguna, contra aquello duradero por lo que el espíritu clama casi a diario.


Confieso que yo no sé qué haría yo si uno de estos días me topo con un gran artista ataviado de incógnito y tocando, pintando, actuando. Tal vez pase de frente, lo ignore, piense (al ver su rostro) que jamás lo he visto en TV-Novelas, y ejecute yo el acto llamado mecánica de la indiferencia. De lo que sí estoy seguro es que, capacidad de asombro de por medio, ésta eliminaría de mí al Ignacio obtuso y se entregaría, no al culto a la personalidad del artista, sino a aquello que va y llega más lejos; como lo puso el poeta Cintio Vitier: El espíritu reconoce que en la materia, existe otro espíritu más poderoso, otro proyecto inverso, otra escultura abierta al desgarrón que nos genera, el ojo reventado de la forma, el descoyuntamiento crucifijo, el boquete sediento de la luz manando los destrozos de una extraña alegría.


(1) Polaco, de origen judío, Haberman impresionaba por su poderosa manera de tocar, muy expresiva hasta llegar al exceso, así como su personalidad lúcida e incorruptible hicieron de él el intérprete de Beethoven más apreciado de su tiempo.





Joshua Bell interpreta el AVE MARÍA de Schubert

4 comentarios:

Anónimo dijo...

IGNACIO:
AGRADECERIAMOS TODOS LOS LECTORES, INCLUYAS EN EL TEXTO UNA MELODIA DE JOSHUA BELL.
MI ABUELO TOCABA UN STRADIVARIUS, DESGRACIADAMENTE JAMAS TUVE LA OPORTUNIDAD DE ESCUCHARLO.

LOURDES FRANYUTI.

Anónimo dijo...

Estimada Lourdes, claro que sí; al final del artículo he añadido un viedo de Bell interpretando una verdarea joya musical con un talento inigualable: el AVE MARÍA de Schubert. Espero le agrade

Ignacio

cristina caballero dijo...

Estimado Maestro, gracias por hacerme conocer a este violinista. Me pregunto qué lo llevaría a tocar en el Metro, quizá una profunda razón personal para darle sentido a eso que dice usted, el mercantilismo, a sentirse vivo y recuperar el verdadero oficio. Valiente el señor, admirable diría yo. Tengo amigas poetas que han ido a "decir sus poemas" a las estaciones del Metro, aquí en la Ciudad de México, me invitaron desde luego, y debo decir sinceramente que "nunca tuve tiempo", y no sé qué hubiera hecho de haber estado ahí. Llámelo pánico escénico, como escritora me gusta más el anonimato y la soledad, o eso se dice de nosotros los artistas que eligimos la palabra sobre otras expresiones creadoras. Quisiera contar que un día, en uno de esos trenes ligeros allá por la Colonia del Valle, subióse a tocar con su violín alguien que debió ser concertista profesional, o por lo menos, eso me pareció; ni siquiera recuerdo si iba vestido de un modo particular, sólo recuerdo la música: El bolero de Ravel. Ahí estaba él, nadie lo miraba, y yo no sabía qué hacer tampoco, tal la maravilla es cuando nos encuentra. Pero lo escuché hasta que milagrosamente terminó aquel trayecto y aquella pieza que podría haber seguido indefinidamente. Creo que pensé en la vida, en la inagotable circularidad del mundo, en ese algo de incertidumbre que rompe el entorno y nos recuerda que el mundo es siempre nuevo, desconocido. Inolvidable, ahora volvió a mí con ese Ave María, ejecutado como dice -y lo digo yo que soy una neófita con muy mal oído musical pero capto la vibración que tiene el don que sólo viene del espíritu y él lo tiene sin duda. Lo escucharé muchas veces más por lo menos

Anónimo dijo...

Hola, me agrada más el blog, de color blanco, cone lnegro me costaba un poco de trabajo leer. saludos y felicidades por todas las etapas

los invitamos a ver nuestro blog

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nancy ortiz