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martes, junio 03, 2008

Paul Bowels: Bautismo de Soledad




Tanto si es la primera vez que vas al Sahara como si es la décima, lo primero que percibes
de inmediato es el silencio. Si estás fuera de una población, un silencio increíble, absoluto, y si no, incluso en lugares bulliciosos como un mercado, algo callado en el aire. Parece que el silencio fuese una fuerza consciente que, molesta por la intrusión del sonido, lo redujera al mínimo y lo dispersara en seguida. Luego está el cielo, comparado con el cual todos los
demás cielos parecen intentos fallidos. Rotundo y luminoso, es siempre el punto focal del
paisaje. En el ocaso, la sombra precisa y curva de la tierra penetra en él y se eleva rápida del horizonte cortándolo en la mitad luminosa y la oscura. Cuando se ha disipado toda la luz diurna y el firmamento está cuajado de estrellas, sigue siendo un azul intenso y ardiente, cuyo punto más oscuro se encuentra en el cénit y va empalideciendo a medida que se aproxima a la tierra, de manera que la noche no llega a ser oscura del todo.
Si dejas atrás la puerta del fortín o del pueblo y, pasando ante los camellos que están
tendidos fuera, subes a las dunas o sales al llano duro y pedregoso y te quedas un momento de pie, solo, al cabo de un rato, o bien sientes un escalofrío y vuelves corriendo dentro del fuerte o te quedas fuera y dejas que te ocurra algo muy curioso, algo que han experimentado todos los que viven allí y que los franceses llaman le bapteme de la solitude.

Es una sensación única y no tiene nada que ver con la sensación de soledad, porque esto presupone una memoria . Aquí, en este paisaje absolutamente mineral iluminado por estrellas como llamaradas desaparece incluso la memoria; no queda nada más que tu propio aliento y el palpitar de los latidos de tu corazón. En tu interior se inicia un proceso extraño de reintegración, que no es en absoluto agradable, y puede ocurrir que trates de combatirlo e insistas en seguir siendo la persona que siempre has sido o que dejes que siga su curso. Porque nadie que haya permanecido en el Sahara durante algún tiempo sigue siendo la misma persona que cuando fue allí. Antes de la guerra de independencia de Argelia, en la época del gobierno militar francés reinaba un curioso sentimiento de simpatía y amistad entre los europeos que se hallaban en el Sahara. Huelga subrayar que el resultado de esta agradable situación era el ejercicio de un control colonial férreo sobre los argelinos, lo que equivalía a un régimen del terror. Pero desde el punto de vista de los europeos, el lugar era ideal. Toda esta enorme región era como una pequeña comunidad rural intacta en la que todo el mundo respetaba los derechos de los demás. Cuando vivías allí durante algún tiempo y te marchabas, te sorprendía la indiferencia y la impersonalidad del mundo exterior. Si en un viaje por el Sahara olvidabas algo, podías estar seguro de que al volver lo encontrarías; a nadie se le hubiera ocurrido apropiárselo. Podías ir por donde quisieras, en pleno desierto o en la calle más oscura de una ciudad, que nadie te importunaba.
En aquella época no había descendido hasta aquí abajo ningún miembro del lumpen
proletariado trashumante e indeseado del norte de Argelia, porque nada había que les atrajera.
Quien más quien menos poseía una parcela de tierra en un oasis y vivía de trabajarla. A la
sombra de las palmeras datileras crecían el trigo, la cebada y el maíz, cultivos que
proporcionaban los productos básicos de la dieta. Normalmente, había dos o tres tenderos
árabes o negros que vendían cosas como azúcar, té, velas, cerillas, carburo para combustible, y productos baratos de algodón europeos. En los pueblos más grandes había a veces una tienda que regentaba un europeo, pero las mercancías eran las mismas porque los clientes eran prácticamente todos nativos. Casi sin excepción, los únicos europeos que vivían en el Sahara eran militares y eclesiásticos.
Por regla general, los militares y su personal subalterno eran gente simpática, de trato
agradable, y estaban dispuestos a enseñar al visitante todo lo que merecía la pena en su
distrito. Esto era una suerte, porque el viajero se hallaba a menudo enteramente a su merced.
A veces dependía de ellos para su comida y su alojamiento, ya que en los lugares más
pequeños no había hoteles. Generalmente, su contacto con el mundo exterior se producía a
través de ellos, porque cualquier cosa que desease, como cigarrillos o vino, tenía que traerse en camión desde el puesto militar y el correo se recibía también en la dirección del puesto militar. Además, la autorización para desplazarse libremente por la región dependía de los militares. La facultad para otorgar estos privilegios correspondía, por ejemplo, a un teniente solitario que vivía a trescientos kilómetros de su compatriota más próximo, que comía mal (situación abominable para cualquier francés) y que deseaba que nunca se hubieran inventado los camellos, las palmeras ni los extranjeros curiosos. Aun así, raro era encontrar un comandante que se mostrara indiferente o remiso a ayudar. No era insólito que te invitase a beber algo o a cenar, que te mostrase las curiosidades que había coleccionado durante sus años en el bled, que te invitara a acompañarle en sus viajes de inspección o durante un par de semanas con él y su pelotón de varias docenas de meharistes nativos, cuando salían al desierto a hacer mediciones topográficas. Entonces te daban tu propio camello, que no era un camello lento de recua que necesitase llevar al lado a alguien con un palo, sino un animal ágil y bien adiestrado que obedecía al menor tirón de las riendas.
Más extraordinarios eran los Peres Blancs, inteligentes y bien educados. No había nada
de resignación en su interés por pasar el resto de sus días en lugares remotos; vestían como
musulmanes, hablaban árabe y vivían en las rigurosas e incómodas condiciones de los
habitantes del desierto. No hacían proselitismo ni esperaban convertir a nadie. «Estamos aquí sólo para mostrar a los musulmanes que los cristianos pueden ser dignos de respeto», decían. Solía oírse decir a los musulmanes que los cristianos tal vez sean los amos del mundo, pero los musulmanes son los amos del Cielo. A los militares les bastaba con que los indigenes reconocieran la supremacía de los europeos aquí abajo; evidentemente, para los Padres Blancos esto no era suficiente. Insistían en demostrar a los habitantes que los nazarenos eran capaces de llevar una vida tan ejemplar como la del más fervoroso seguidor de Mahoma. La austeridad del modo de vida de los Padres inspiraba a muchos musulmanes respeto por ellos, aunque no para la civilización que representaban. Como resultado de los años pasados en el desierto entre sus habitantes, los Padres asumieron un cierto fatalismo, sano aunque poco ortodoxo, que era un excelente complemento para su acervo espiritual y algo muy necesario para entenderse con los hombres entre los que habían elegido vivir.
Con una superficie considerablemente mayor que la de los Estados Unidos, el Sahara es
un continente dentro de otro continente; un esqueleto, si se quiere, pero aun así una entidad
separada del resto de África que lo rodea. Tiene sus propias cordilleras, ríos, lagos y bosques, aunque en gran medida no son más que vestigios. Las cordilleras se han visto reducidas a gigantescas protuberancias pedregosas que se elevan sobre el paisaje circundante como las montañas en la luna. Algunos de los ríos parecen tales durante, a lo mejor, un día al año; otros, con mucha menos frecuencia. Los lagos son de sal maciza y los bosques hace mucho que se petrificaron, pero los contornos físicos del paisaje varían tanto como en cualquier otra parte. Hay llanos, montes, valles, gargantas, tierras onduladas, picos rocosos y cráteres volcánicos todos sin vegetación ni el menor humus. Sin embargo, probablemente las únicas zonas que resultan monótonas a la vista son las regiones como Tanezrouft, al sur de Reggane, una franja de terreno de unos setecientos kilómetros absolutamente plano y cubierto de grava, sin el menor indicio de vida ni la menor ondulación en la tierra que varíe la implacable línea del horizonte en todas direcciones. Después de llevar aquí algún tiempo, ver una mera roca despierta tal emoción en el viajero que siente deseos de gritar ¡Tierra! No hay período histórico conocido en que el Sahara no haya estado habitado por el hombre; la mayoría de las formas superiores de vida animal para las que sirvió de habitat, se han extinguido. Si creemos en las pruebas de las pinturas rupestres, podemos estar seguros de que la jirafa, el hipopótamo y el rinoceronte fueron un día habitantes de la región. El león desapareció del norte de África en nuestra propia época, como el avestruz. De vez en cuando, sigue descubriéndose un cocodrilo en la charca de algún oasis distante y recóndito, pero es algo tan raro que cuando sucede supone un verdadero acontecimiento. El camello no es nativo de África, en absoluto, sino importado de Asia, habiendo llegado aproximadamente en la última época del Imperio Romano, cuando se exterminaron los últimos elefantes. Gran número de los rebaños de elefantes salvajes que vagaban por la zona norte del desierto fueron capturados y adiestrados para formar parte del ejército cartaginés, pero fueron los romanos quienes finalmente aniquilaron la especie con objeto de obtener marfil destinado al mercado europeo.
Por suerte para el hombre, que parece insistir en seguir viviendo en un entorno cada vez
más inhóspito, hay todavía gacelas en abundancia y, aunque parezca paradójico, diversas
clases de peces comestibles en los pozos artesianos —a menudo a más de cien pies de
profundidad— en todo el Sahara. Algunas especies que abundan en los acuíferos son ciegas, pues han vivido siempre en las profundidades de los lagos subterráneos.
Cuando un tópico se repite a menudo, por inexacto que sea, tarda mucho tiempo en
erradicarse. Así, hay una imagen popular errónea del Sahara como una vasta región de arena que cruzan ordenadas caravanas de árabes para viajar entre ciudades de cúpulas blancas, y sigue predominando. Una generalización más próxima a la realidad sería decir que es una zona de montañas escarpadas, valles desolados y llanuras yermas y pedregosas, punteada de vez en cuando por poblados de adobe habitados por negros. La arena, según los datos del servicio geográfico francés del ejército, cubre sólo una décima parte de la superficie del Sahara; en cuanto a los árabes, la mayoría nómadas, constituyen una reducida parte de la población. La inmensa mayoría de los habitantes son de origen beréber (nativo del norte de África), negro (nativo de África occidental) o una mezcla de ambas etnias. Pero los negros de la actualidad no son los que originariamente poblaban el desierto. A estos últimos nunca les gustaron los designios coloniales de los árabes y de los bereberes islamizados por ellos. A lo largo de los siglos estuvieron en constante retroceso hacia el sudeste, y ya sólo queda un vestigio de su sociedad en la región hoy conocida como el Tibesti. Fueron sustituidos por los sudaneses, más dóciles, traídos del sur como esclavos para trabajar en los oasis siempre en expansión.
En el Sahara, el oasis —es decir, el bosque de palmeras datileras— es ante todo una
creación del hombre y puede continuar existiendo solamente si la labor de irrigación del
terreno se mantiene implacablemente. Cuando los árabes llegaron a África, hace doce siglos, comenzaron un proyecto de recuperación de tierras que, si los europeos continuaran con la ayuda de maquinaria moderna, transformaría una buena parte del Sahara en un enorme y feraz vergel. Un rastro de vegetación significaba que no muy lejos había agua; bastaba con sacarla a la superficie. Los árabes se pusieron a ello excavando pozos, construyendo presas, surcando el suelo de acequias y el subsuelo con sistemas de galerías bajo tierra a gran profundidad.
Para todos estos importantes proyectos, los recién llegados colonizadores necesitaban
mano de obra abundante que pudiese soportar el clima y la malaria, que es todavía endémica en los oasis. Los esclavos sudaneses parecían ser la solución ideal al problema y pasaron a constituir la gran parte de la población sedentaria del desierto. Cada tribu árabe viajaba por los oasis que controlaba e iba recaudando las ganancias. Vivir en ellos nunca fue costumbre de los hijos de Alá ni tampoco su intención. Tienen un refrán que dice: «Nadie vive en el Sahara si puede vivir en cualquier otra parte». La esclavitud fue abolida por los franceses, desde luego, pero no hace tanto tiempo: en nuestra época. Quizá el principal factor en la decadencia de Tumbuctú desde su categoría de capital del Sahara a su actual estado de postración fue el cierre de su mercado de esclavos. Pero el Sahara, que empezó siendo país de raza negra, sigue siendo un país de raza negra y, sin duda, lo seguirá siendo durante mucho tiempo.
Los oasis, esos magníficos palmerales, son el alma del desierto; la vida en el desierto sería
impensable sin ellos. Siempre que se encuentran seres humanos, hay cerca un oasis. A veces la ciudad está rodeada de árboles, pero por lo general está construida justo a las afueras, para no perder ni una pizca de tierra fértil en mera zona de vivienda. El tamaño de un oasis se define por el número de árboles que contiene, no por el número de hectáreas que ocupa, del mismo modo que los impuestos se pagan en función del número de palmeras datileras y no de la cantidad de tierra. La prosperidad de una región está en proporción directa con el número y el tamaño de los oasis. El de Figuig, por ejemplo, posee más de doscientas mil palmeras datileras, y el de Timimoun mide sesenta kilómetros, y cuenta con un sistema de irrigación de una complejidad sorprendente.
Pasear por un oasis del Sahara es como darse un paseo por un edén bien cuidado. Las
callecitas son limpias, bordeadas a cada lado por muros de barro aplastados a mano, de una
altura que te permite ver la frondosidad lujuriante que hay detrás. Bajo las altas palmeras que se cimbrean se hallan los árboles más pequeños: granados, naranjos, higueras, almendros.
Debajo, en limpias parcelas rectangulares rodeadas de estrechas acequias de agua, están las
hortalizas y el maíz. Por muy lejos del pueblo que estés siempre percibes la misma sensación de orden, limpieza e insistencia en aprovechar cada centímetro cuadrado de suelo. Cuando llegas al confín del oasis descubres siempre que están ampliándolo. Parcelas de jóvenes palmeras se extienden en mitad del páramo cegador. Ahora son todavía inútiles, pero después de unos años empezarán a fructificar y esa tierra abrasada por el sol formará parte del cinturón de jardines.
En los árboles anida gran cantidad de pájaros, pero los habitantes no aprecian su canto ni
su plumaje. Los pájaros se comen los brotes jóvenes y sacan las semillas del suelo tan pronto como las plantan, así que prácticamente todos los hombres y niños van armados con una honda. Hace unos años viajé por el Sahara con un loro y en todas partes los nativos
fulminaban con la mirada al pobre pájaro. En Timimoun vino al hotel una tarde una
delegación de tres ancianos para sugerirme que no dejara la jaula en la ventana porque no
respondían de lo que podía ocurrirle.
—A nadie le gustan los pájaros aquí —dijeron con cara de no andarse con bromas.
Es costumbre construir casitas de verano a las afueras del oasis. Y, a menudo, en la
arquitectura de estos edificios hay algo de capricho o de fantasía que los hace cautivadores.
Son palacios en miniatura hechos de barro. Aquí los hombres toman el té con sus familias al caer la tarde o pasan la noche cuando hace un calor excesivo en la ciudad, o invitan a sus
amigos a una partida de ronda, el juego de naipes más popular en el norte de África, o a
escuchar un poco de música. Si te invitan a visitar una casa de verano descubres siempre que la experiencia merece la pena, a pesar del largo paseo necesario para llegar allí. Tienes que beber al menos los tres vasos de té tradicionales, comer una buena cantidad de almendras, y fumar más kif del que realmente quieres, pero estás en un sitio fresco, oyes el borboteo del agua que corre, notas en el aire la fragancia de la hierbabuena y puede que tu anfitrión muestre su habilidad con la flauta. Un invierno pregunté el precio de una de estas casas que me había llamado especialmente la atención. Con jardín y estanque, el coste equivalía a unas veinticinco libras. El inconveniente era que el dueño quería conservar el derecho a trabajar la tierra, porque no le cabía en la cabeza que dejase de ser productiva.
En el Sahara, como en otros lugares del norte de África, las prácticas religiosas populares
incluyen a menudo elementos de creencias preislámicas en su ritual; el ejemplo más llamativo es la institución de las danzas religiosas, que sobrevive pese a que los musulmanes educados desde hace tiempo disuaden a la gente de mantener la costumbre. Incluso en el poblado de los m'zab, que poseen una profunda religiosidad y el puritanismo se lleva a límites excesivos, no es desconocida la celebración de bailes. En la época en que yo viví allí no se permitía a los niños reírse en público, pero pasé una noche entera viendo a una docena de hombres bailando hasta perder el conocimiento junto a una hoguera de palmas. Fue necesaria la fuerza de dos guardas corpulentos para impedirles que se precipitaran a las llamas. Después de que uno de ellos hubiese sido apartado del fuego varias veces, dejó finalmente de realizar sus fantásticos brincos en dirección al cielo, dio unos pasos tambaleándose y cayó al suelo. Fue sacado a rastras de inmediato del círculo, cubierto de mantas y sustituido por un nuevo adepto. No había música ni canciones pero había ocho instrumentistas, cada uno de ellos tocando un tambor de distinto tamaño.
En otros lugares, el baile se asemeja al ahouache del Atlas marroquí. Los participantes
forman un gran círculo cogidos de la mano, hombres y mujeres alternativamente; sus
movimientos son comedidos, nunca frenéticos, y aunque el momento del trance está cerca
constantemente, al parecer nunca se alcanza de modo colectivo. En las representaciones que
he visto había una mujer en el centro con la cabeza y el cuello ocultos por una tela. Canta y
baila y el coro que está alrededor responde como en un diálogo. Todo es muy tranquilo y de
tono muy grave, pero lo irracional no parece estar muy lejos quizá por el efecto hipnótico
producido por los tambores tocados despacio, profundamente.
Los tuaregs, antiguos descendientes de los bereberes de las cabilas de Argelia, no
supieron agradecer la «misión civilizadora» de las legiones romanas y decidieron poner unos dos mil kilómetros de desierto de por medio entre ellos y sus posibles educadores. Se fueron directamente al sur hasta que llegaron a una tierra que pensaron que les podría proporcionar la privacidad que deseaban y ahí permanecieron a lo largo de los siglos, amos de sí mismos casi hasta hoy. A lo largo de todas las épocas durante las que los árabes dominaron las regiones circundantes, los tuaregs retuvieron su dominio del Hoggar, esa inmensa meseta situada en pleno centro del Sahara. Su tradicional odio a los árabes, sin embargo, no parece haber sido lo bastante fuerte como para impedirles islamizarse en parte, aunque no son en absoluto un pueblo completamente musulmán. Lejos de ser una propiedad poco más valiosa que una oveja, la mujer tiene un lugar extremadamente importante en la sociedad targui. La línea de sucesión es puramente materna. Aquí, son los hombres los que deben ponerse velo día y noche. El velo es de fina gasa negra y se lleva, así lo explican, para proteger el alma. Dado que para ellos aliento y alma son una misma cosa, no es difícil encontrar una razón física, si se desea. La excesiva sequedad de la atmósfera causa a menudo molestias en los conductos nasales. El velo conserva la humedad del aliento, es una especie de sistema de aire acondicionado, y esto contribuye a mantener lejos a los malos espíritus que de otro modo manifestarían su presencia haciendo sangrar la nariz, cosa nada extraña en esta parte del mundo.
No es justo referirse a este orgulloso pueblo como «tuareg». La palabra es un término de
oprobio, que significa «almas perdidas», que le dieron sus tradicionales enemigos los árabes, pero que en el mundo exterior ha prendido. A sí mismos se llaman imochagh, los que son libres. Entre los pueblos de lengua beréber son los únicos que han inventado un sistema para escribir. Nadie sabe cuanto tiempo lleva usándose su alfabeto, pero es un alfabeto realmente fonético, tan bien planificado y lógico como el romano, con veintitrés letras sencillas y trece compuestas.
Por desgracia para ellos, los tuaregs nunca han sabido llevarse bien; las guerras intestinas
han sido una constante entre ellos durante siglos. Hasta que los militares franceses acabaron
con ello, había sido práctica común para una cabila lanzar razias contra la tribu vecina.
Durante estas incursiones las mujeres de los ausentes eran fieles a sus maridos, ya que el
estricto código moral targui establece la muerte como castigo por la infidelidad. Sin embargo, una mujer casada cuyo marido estaba ausente tenía libertad para ir por la noche al cementerio vestida con sus mejores galas, tenderse sobre la tumba de uno de sus antepasados e invocar a un espíritu llamado Idebni, que siempre aparecía en forma de uno de los jóvenes de la comunidad. Si ella conseguía ganar el favor de Idebni, éste le daba noticias de su marido; si no, la estrangulaba. Las mujeres tuaregs, que son muy listas, siempre conseguían traer noticias de sus maridos del cementerio.
La primera vez que se cruzó el Sahara en vehículo a motor fue en 1923. En aquella época
se tardaba todavía meses en llegar, por ejemplo, desde Touggourt a Zinder, o desde Tafilet a Gao. En 1934 hallándome en Erfoud, pregunté por las caravanas que iban a Tumbuctú. Sí,
dijeron, había una que partía dentro de unas semanas y que tardaría entre dieciséis y veinte
semanas en hacer el viaje. ¿Cómo se volvía?, les pregunté. La caravana probablemente saldría en su viaje de regreso en la misma época al año siguiente. Comprobar que esta información reducía mi interés les sorprendió. ¿Cómo pensaba yo que se podía hacer más rápido?
Naturalmente, como se debe viajar por el Sahara es en camello, sobre todo si lo que te
gusta es ir a pie, porque después de unas dos horas de movimiento de camello caminar junto a él durante una hora es un placer. Es probable que, cada día que pase, el tiempo que camines junto al camello sea mayor. En la actualidad, si uno lo desea, puede salir de Argel por la mañana en avión y estar casi en pleno desierto por la noche, pero el viajero que cede a esta tentación, como el lector del relato de misterio que se salta parte del libro para llegar rápido al desenlace, se priva de la mayor parte del placer de viajar. Para una persona que desee ver algo, el medio de locomoción más práctico es el camión transahariano, compromiso entre el camello y el avión.
Hoy en día sólo hay dos pistas que cruzan el desierto (ya que la Piste Impériale, que cruza
Mauritania, no está abierta al público) y no recomiendo ninguna de las dos a quien vaya en
coche particular. Sin embargo, el camión está especialmente preparado para la región. Si hay cualquier incidente la espera no suele superar las veinticuatro horas, ya que al camión se le espera siempre en la siguiente ciudad; además hay siempre agua en abundancia. Pero un coche que se quede tirado solo en el Sahara se mete en un buen lío.
Normalmente, puedes ir al fuerte de cualquier ciudad y telefonear al siguiente puesto
pidiéndoles que avisen de tu llegada al dueño del hotel. Si las líneas no funcionan —
circunstancia que no es insólita—, no hay manera de asegurarte una habitación de antemano, salvo por correo, lo que resulta extremadamente lento. A menos que viajes con tus propias mantas, llegar sin avisar puede ser un grave peligro, porque los hoteles son pequeños, a menudo tienen sólo cinco o seis habitaciones y las noches de invierno son frías. La temperatura desciende varios grados bajo cero alcanzando su punto más bajo justo antes del amanecer. El mismo patio que puede registrar 51 grados centígrados cuando está inundado de sol a las dos de la tarde, descenderá a sólo dos grados bajo cero a la mañana siguiente. Por eso, resulta tranquilizador saber que te espera una habitación y una cama en el siguiente lugar en que te detengas. Y no es porque haya calefacción de ningún tipo; pero si cierras la ventana puedes contribuir a que los gruesos muros de barro conserven algo del calor del día. Aun así, a veces, al despertarme he visto una capa de hielo en el vaso de agua junto a mi cama.
Estos violentos extremos de temperatura se deben naturalmente a la sequedad de la
atmósfera, cuya humedad relativa es a veces inferior al cinco por ciento. Si uno piensa que el suelo alcanza una temperatura de 79 grados centígrados en verano, se comprende que la
principal consideración a la hora de planificar viviendas y calles sea protegerse lo más posible de la luz. Las calles se mantienen oscuras construyéndolas debajo y dentro de las casas, y las casas no tienen ventanas en sus enormes muros. Los franceses han introducido la ventana en buena parte de su arquitectura, pero estas ventanas dan a amplias galerías abovedadas y de este modo, aunque dejan circular el aire permiten que entre poca luz. El resultado es que cuando escapas del sol vives en las tinieblas del infierno.
Ni siquiera en el Sahara hay lugares en los que la lluvia no haya caído nunca, y su llegada
es un acontecimiento que exige una celebración: tambores, bailes y detonaciones de armas.
Las tormentas son violentas e imprevisibles. Considerando sus desastrosos efectos, sorprende que la gente pueda alegrarse de su llegada con emociones tan absolutamente positivas. Por las secas cárcavas descienden velozmente muros de agua que lo arrasan todo. Las techumbres de las casas se desploman y, a veces, también las propias paredes. Una lluvia prolongada podría destruir todos los pueblos del Sahara, ya que el tob con que se construye todo es más endeble que nuestro adobe. De hecho, no es raro ver toda una parte de un pueblo abandonada por sus ocupantes, que han vuelto a construir sus casas en las proximidades dejando que se desmoronen las paredes y los cimientos de sus anteriores viviendas y se fundan de nuevo con la tierra de donde vinieron.
En 1932 decidí pasar el invierno en el M'Zab del sur de Argelia. El desvencijado autobús
salió de Laghouat por la noche en medio de un gran aguacero. No lejos del sur, la pista
atravesaba un llano de kilómetro y medio situado un poco por debajo del nivel del terreno que lo circundaba. Cuando lo cruzábamos el nivel del agua empezó a crecer a nuestro alrededor y, al poco rato, el motor se caló. Los pasajeros se apearon y empezaron a dar vueltas vadeando el agua, que pronto les llegó a la cintura; en todas direcciones se veían vagar lentamente por las aguas figuras blancas difuminadas en albornoz que parecían cigüeñas. Buscaban sin éxito un camino que no cubriera para volver a tierra firme. Al final, me llevaron a hombros a mí, el único europeo del grupo, durante todo el camino hasta Laghouat dejando el camión sumergido. Dos días después, al llegar a Ghardaia, la lluvia (la primera que caía en siete años) había formado una gran charca junto al talud que los franceses habían construido para la pista. Tal cantidad de agua, y embalsada toda en un mismo sitio, resultaba un acontecimiento emocionante para los lugareños. Durante días hubo una procesión constante de mujeres que iban a recogerla en vasijas. Los niños trataban de caminar por encima de la superficie; dos pequeños se ahogaron. Diez días después, el agua había desaparecido casi por completo. Una espesa capa de espuma verde cubría lo que quedaba, pero las mujeres seguían acudiendo con sus vasijas vacías y, apartando a un lado la espuma, cogían todo lo que podían. Por una vez conseguían recoger toda el agua almacenable en sus casas. Por lo general, se trata de un producto caro que tienen que comprar cada mañana al aguador que la trae al oasis.
Probablemente haya pocos lugares accesibles en el planeta donde se puedan obtener
menos comodidades por el mismo dinero que en el Sahara. Aun así, es posible encontrar una superficie lisa sobre la que tenderse, varios tulipanes y arena, comer tallarines, mermelada o unos tendones que se describen con el simpático eufemismo de pollo, o conseguir un cabo de vela para desnudarse por la noche. Como es necesario llevar la cocina y la comida propias, a veces no merece la pena molestarse en degustar las «comidas» que ofrecen los hoteles. Pero si uno depende exclusivamente de las conservas, se acaban en seguida. Al final termina desapareciendo todo —café, azúcar, cigarrillos— y el viajero pasa a una vida carente de todo lo superfluo; a utilizar un amasijo de ropa sucia como almohada y un albornoz de manta.
Quizá la pregunta que lógicamente cabe hacerse en este punto sea: «Entonces, ¿para qué
ir?». La respuesta es que el que ha ido allí y ha experimentado el bautismo de la soledad no
puede ya evitar volver. Una vez que ha quedado embrujado por esta tierra inmensa de luz y
silencio, no encontrará otro lugar que posea tanta fuerza para él; ningún otro entorno podrá
proporcionar la sensación de satisfacción suprema de existir en medio de algo que es absoluto.
Cualquiera que sea el coste que tenga que pagar en dinero o en comodidades, volverá, porque lo absoluto no tiene precio.
Desde que este artículo se escribió, la guerra de Argelia ha cambiado la fisonomía del
Sahara. Ahora el hipotético viajero probablemente no volvería porque, sin documentos
especiales, es muy probable que no le dejaran pasar. En la actualidad, el Sahara no está
visible.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Este artículo, es verdaderamente un viaje por el Sahara, descrito con tanta claridad, lleva al lector fácilmente al desierto, sintiendo, oliendo y percibiendo la arena de ese ùnico e impresiontante lugar.
Me encantó!