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viernes, marzo 09, 2007

Ligia Donají Ramos Soto: Umbilical



Coca cumple uno de sus deseos: Confirma que el panorama que se extiende ante su satisfecha vista, es exactamente el que en su cabeza emergía recurrente, desde que era niña.
Seis de la tarde, luz blanquecina, viento suave que se encarga de revolverle discreto los cabellos que asoman de la trenza.
Coca ha traído en su camioneta de batea la mecedora de cedro, y sin bajarse aún del vehículo, recargada en la ventanilla elige cauta el sitio dónde ponerla. Mira con calma el horizonte de tierra oscura hasta donde los ojos encumbran carrera sin freno. Elige: el sitio junto donde yace el tronco de un árbol caído.
Con la mecedora dispuesta, Coca se sienta. De una caja metálica extrae algunos objetos: Pedazos de papel, una botellita enmohecida, fotos, recuadros de la evocación. En medio del paraje, pareciera una flor de maguey retando al aire. El silencio canta. Con la mirada imbuida, Coca va palpando uno a uno los objetos que transmiten a sus dedos escenas coloridas y distintas. El tejido de hilo de un calcetín hace a Coca pegar un respingo; sonríe pensando en la procedencia de la prenda: Un calcetín de su padre, tomado del tendedero para meter allí a bolita, su gato recién nacido a quien protegía a toda costa del frío.
La textura lisa de una foto se corta cuando los dedos llegan hasta la cabeza de un alfiler del que pende una notita amarilla. Ahora sí, Coca abre los ojos para mirar de lleno la imagen. “Saturno y sus lunas no bastan para ti. Puedo ser tu Titán, ¿quieres orbitar conmigo?” La risa suple la sonrisa y una ráfaga de viento refresca a Coca y hace volar la arena. Tiempos de secundaria, amor de falda a cuadros y olor a sudor de niña, de chicle de cereza y recortes de planetas para pegar en las libretas.
La tarde danza cansada; es justo el instante anhelado. En el cielo, las nubes exhiben sus cuerpos dorados. El entorno vibra, sacude los gajos de la memoria.
Un impulso lleva Coca a buscar la tierra. Abandona la mecedora de un salto y cae sobre sus rodillas y las palmas de sus manos en el piso. Agitada comienza a excavar, sus dedos se hunden en la tierra y escarban con rapidez. El sol casi languidece, ella se apresura. La cajita de metal va a parar al fondo del hoyo poco profundo. El cielo retiene a los colores que parecen querer irse. Coca cubre de tierra la caja; no desea perder el momento. Un último brillo despide a la caja, cuya totalidad queda reducida a una esquina asomando sobre la tierra. Con el pie, Coca termina por enterrarla. Para cuando se sacude la tierra de las manos, el paisaje es de un índigo despiadado. Camina sin prisa hasta la camioneta, saca las llaves de su bolsa trasera y aborda, encendiendo las luces. Una vez en marcha, toma de la guantera el boleto hacia la ciudad donde en unas horas estará estableciéndose. Acelera; el ruido del motor se pierde en la distancia y atrás queda la mecedora como ombligo del paisaje desértico.

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