Nocturno trinar de dos pájaros:
Serrat y Sabina
Si afuera un gélido viento recorría las arterias de una ciudad con corazón de neón, allá dentro y en particular esa noche, una especial emoción corría por las venas de los miles de asistentes que abarrotaban el recinto donde el histórico Joan Manuel Serrat y el irreverente Joaquín Sabina, hacían parada nocturna para dejar constancia no sólo de sus idílicos amores o travesías líricas, sino también para ser testigos (una vez más, pero ahora juntos), de la pleitesía casi espiritual que los allí reunidos profesamos a un par de cantantes que si bien separados han protagonizado historias distintas, cantando a generaciones y públicos diferentes, esta vez apostaron por presentarse juntos, sin detenerse a pensar en los caminos ya recorridos. El resultado: un agasajo musical, para que la misma historia en torno a los conciertos se escriba diferente a partir de ahora.
Y si bien las expectativas se colmaron cual espuma de cerveza desde que se planteó la posibilidad de reunir a Serrat y a Sabina en lo que terminaría por llamarse “Dos pájaros de un tiro”, lo cierto es que la imaginación no daba como para tener idea clara de por dónde se maquilaría el concepto de tal concierto. De allí que a diferencia de otras ocasiones, no acudimos a Internet para seguir la pista de una travesía que iniciaron por ahí de junio en la ciudad de Zaragoza, para –por lo menos- saber algo del repertorio. Esta vez, evitamos a toda costa cualquier contacto con esa información, buscando llegar al día marcado con más ganas y anhelos ante lo desconocido. Una suerte de sentimiento virginal de quien se sabe emocionado ante lo que representa una primera vez, por lo que conforme arribábamos al Auditorio Nacional, la carga energética presente ante la proximidad de algo inolvidable, estaba al filo del desbordamiento. Cuanto más si desde la fila que aún hacíamos para entrar, una voz que desde el fondo rasgaba la fría noche, anunciando la tercera llamada.
Como lo esperábamos, el lugar para esas horas era un territorio para la consagración del sentimiento idolatrante, de la memoria revivida, de la nostalgia enmohecida, de la melancolía revitalizante, de los recuerdos hechos presente vivo, del adjetivo hecho piel. Todo en aras de la entrega a un par caminantes, de viajeros que en la bifurcación de los destinos han posibilitado un punto de encuentro para renunciar a sus trayectorias personalísimas y hacer de la noche, una zona de encuentro entre ellos y nosotros; los mismos que nos hemos atrevido a recrear la vida junto a quienes han hecho de la canción en español, un ejercicio lírico que ha trascendido lo artesanal, para posarse en los terrenos del arte como propiedad de quienes saben que la palabra es universo revelado, tan grande y mágico como el oficio lo conciba.
Por eso los 10 mil corazones que acelerados latían la noche del sábado 27 de octubre, reventaron de júbilo cuando las lámparas descendieron de intensidad hasta dejar en penumbras un lugar que se abrió a un ceremonial con la exhibición de un video, en donde un locutor anunciaba la cancelación del concierto por el endeble estado físico de ambos cantantes. La irónica noticia no era más que una inteligente jugarreta para burlarse de ellos mismos y tender un puente lúdico con los asistentes; tanto como con la catrina que tan cerca de ellos estuviera hace unos años. Al final, el sonido de una ambulancia, cobijaba los pasos de un par de siluetas que, en medio de los primeros acordes, descendían desde lo alto del escenario. En un instante, sus voces dejaban escuchar una modificada letra de aquella canción sabiniana que dice a los asistentes “ocupen su localidad”, para completar este intro con la conseja del viejo Serrat que anuncia “hoy puede ser un gran día”. Posibilidad que –por supuesto-, no dependía de ellos sino de todos los allí reunidos, en la medida de entendernos partícipes de un verdadero festín que tendría mucho de amoroso, bastante de bohemio, con sus pizcas rocanroleras reinventadas para esa única ocasión.
Y si de reinvención se trataba, el primer acto mágico vino cuando el entrañable Serrat interpretó en su muy particular estilo, quizá la canción más querida de los seguidores de Joaquín Sabina: Y sin embargo, misma que colocaba en el imaginario de los asistentes la necesidad de estar no sólo ante una versión distinta y distante a la original, sino ante la ocasión de reconocer en un tris la dimensión artístico/conceptual de la propuesta de estos dos grandes cantautores; tan ellos, ellos, siendo otros, como otros terminaríamos por ser nosotros al final de esta noche.
La revelación que supuso la adaptación de terciopelo de quien aún con los años sigue manteniendo ese arropamiento vocal que lo ha caracterizado, sirvió para arrojar los dados y dejar sobre el escenario el primer quite de un “mano a mano” que terminó por ser una velada cuyo sentido fue recapitular trayectorias, anécdotas, memorias… reconocimientos. Incluido el que se hizo esa noche a Gabriel García Márquez y su esposa, a quienes se dedicó aquella noche.
Desbordados de emoción, el público bien pronto entendió que el gozo además de revelar lo festivo, también puede abrir paso a la purificación que representa el llanto. Por eso a cada paso que daban, a cada trino que ejecutaban, a cada broma que se hacían Joan Manuel Serrat y Joaquín Sabina, el regocijo venía de la mano de una que otra lagrima, tan parecida a esas que suelen asomarse ante la tristeza y el dolor, pero que en esta ocasión eran mucho más cercanas a una alegría capaz de alcanzar estados de espiritualidad, propia entre una comunidad que esa noche era provocada hasta alcanzar un derrame de gozo emocional diverso, extraño.
De esto, ambos cantantes saben mucho. Por eso es comprensible el empleo de todos los recursos no sólo para estar cerca, sino también involucrar a su público: de una presentación multimedia que iba ilustrando las letras de canciones como Aves de paso, Tu nombre me sabe a hierba, No hago otra cosa que pensar en ti, Princesa, A la orilla de la chimenea, Las pequeñas cosas, hasta aquel momento cuando el tal Sabina sacó una vieja cámara fotográfica, para que fuera el maestro Serrat quien pidiera a la concurrencia posar, no sin antes aclarar que en lugar de “güisqui” dijéramos “clítoris”, pues según la experiencia del crápula de Jaen, esa palabra deja en los rostros una mejor sonrisa. Y sí, para el recuerdo los rostros de un público emocionado congelado por una cámara que tras su “click”, dejó escapar un estruendo con todo y humo, registrando apenas un instante de otros muchos que serían memorables aquella noche.
Total, que si de generosidad estaría hecho el mundo, más de estos personajes y su obra necesitaríamos para continuar en la búsqueda de la reinvención de cotidianidades; pues si con letras como Ruido, Penélope, Noche de boda, Es caprichoso el azar, el sentimiento entre dos seres que dicen quererse puede entenderse de otro forma, para esas horas los asistentes estábamos ante soplos de vida hechos canción, magistralmente interpretadas. Lo mismo fueran a través de las canciones entrañables del Serrat que en letras memorables del Sabina, (incluidos los sonetos que suelen ser un alto lúdico en sus presentaciones), lo cierto es que el deleite iba de lo terrenal a lo sublime, pues entre uno y otro, han logrado concebir un entramado melódico para recorrerse, para navegarse, para reconocerse por lo universal de su obra.
Si no fuera así, como entender el sacudimiento que provocan canciones como Esos locos bajitos, Más de cien mentiras, Lucía, Pastillas para no soñar, creaciones que obligan a quienes escuchan a volver sobre su vida o decidirse a ser diferente. Ni qué decir del auténtico himno que resulta Penélope o la sabia lección que deja en el ánimo de quien es capaz de revisitar su biografía sentimental tras escuchar una letra como la de Señora; tanto como ese tipo de eternidad amorosa a la que invita la canción Noche de bodas o la metáfora hecha exquisitez y delicia armónica de Que se llama soledad. O Mediterráneo, la canción que quiso interpretar Sabina –según dijo-, pero que Serrat aceptó que sólo cantara el estribillo final. Las carcajadas catárticas no se hicieron esperar.
Fuera Serrat o Sabina, o los dos al unísono, la verdad que el concierto Dos pájaros de un tiro, cumplió con las expectativas que pudimos tener y más; sobre todo si consideramos la retribución que hicieran estos maestros de la poesía hecha canción a un público mexicano que viajó desde distintos puntos para consagrar la noche, pues tras dos horas de concierto, hubo tres llamados más para que salieran al escenario, y en las tres ocasiones se discutieran con un racimo de canciones más. En este recuento, si hubo un momento climático, pudo ser aquel cuando no sólo cantaron sino también se vistieron de pirata y de un tipo cojo; pues fue con la canción La del pirata cojo, cuando hubo cabida a un momento de júbilo manifiesto, pues el público saltó de sus asientos para ponerse la vestimenta y enmascararse del personaje que mejor les acomodaba. A partir de aquí, lo que no hubiéramos querido: vislumbrar el puerto próximo, ese dónde tendríamos que descender tras navegar por los mares de la canción inteligente. Finalmente vendría una suerte de epílogo anticipado con las últimas estrofas de Ocupen su localidad: “que el show está a punto de terminar”, para que se coronara el cierre con Cantares, Y nos dieron las diez, La fiesta, Pastillas para no soñar.
Y sí, terminó. Pero quizá algo haya comenzado, sobre todo cuando a la salida se inició un peregrinar hasta alcanzar los puestos en donde afiches, playeras, llaveros, bufandas… recuerdos todos que servían como constancia de esa noche memorable. Por supuesto, no podíamos dejar pasar la ocasión, porque aun en medio de un intenso frío, aquella noche de calidez ante la experiencia vivida, podía ser eterna si queríamos. Un recuerdo era la resonancia del trinar de un par de pájaros que se levantaron enteros, cuando la muerte tocó a sus puertas. Por eso y más, un agradecimiento. Después de esto, todo podría estar vivido.
Y si bien las expectativas se colmaron cual espuma de cerveza desde que se planteó la posibilidad de reunir a Serrat y a Sabina en lo que terminaría por llamarse “Dos pájaros de un tiro”, lo cierto es que la imaginación no daba como para tener idea clara de por dónde se maquilaría el concepto de tal concierto. De allí que a diferencia de otras ocasiones, no acudimos a Internet para seguir la pista de una travesía que iniciaron por ahí de junio en la ciudad de Zaragoza, para –por lo menos- saber algo del repertorio. Esta vez, evitamos a toda costa cualquier contacto con esa información, buscando llegar al día marcado con más ganas y anhelos ante lo desconocido. Una suerte de sentimiento virginal de quien se sabe emocionado ante lo que representa una primera vez, por lo que conforme arribábamos al Auditorio Nacional, la carga energética presente ante la proximidad de algo inolvidable, estaba al filo del desbordamiento. Cuanto más si desde la fila que aún hacíamos para entrar, una voz que desde el fondo rasgaba la fría noche, anunciando la tercera llamada.
Como lo esperábamos, el lugar para esas horas era un territorio para la consagración del sentimiento idolatrante, de la memoria revivida, de la nostalgia enmohecida, de la melancolía revitalizante, de los recuerdos hechos presente vivo, del adjetivo hecho piel. Todo en aras de la entrega a un par caminantes, de viajeros que en la bifurcación de los destinos han posibilitado un punto de encuentro para renunciar a sus trayectorias personalísimas y hacer de la noche, una zona de encuentro entre ellos y nosotros; los mismos que nos hemos atrevido a recrear la vida junto a quienes han hecho de la canción en español, un ejercicio lírico que ha trascendido lo artesanal, para posarse en los terrenos del arte como propiedad de quienes saben que la palabra es universo revelado, tan grande y mágico como el oficio lo conciba.
Por eso los 10 mil corazones que acelerados latían la noche del sábado 27 de octubre, reventaron de júbilo cuando las lámparas descendieron de intensidad hasta dejar en penumbras un lugar que se abrió a un ceremonial con la exhibición de un video, en donde un locutor anunciaba la cancelación del concierto por el endeble estado físico de ambos cantantes. La irónica noticia no era más que una inteligente jugarreta para burlarse de ellos mismos y tender un puente lúdico con los asistentes; tanto como con la catrina que tan cerca de ellos estuviera hace unos años. Al final, el sonido de una ambulancia, cobijaba los pasos de un par de siluetas que, en medio de los primeros acordes, descendían desde lo alto del escenario. En un instante, sus voces dejaban escuchar una modificada letra de aquella canción sabiniana que dice a los asistentes “ocupen su localidad”, para completar este intro con la conseja del viejo Serrat que anuncia “hoy puede ser un gran día”. Posibilidad que –por supuesto-, no dependía de ellos sino de todos los allí reunidos, en la medida de entendernos partícipes de un verdadero festín que tendría mucho de amoroso, bastante de bohemio, con sus pizcas rocanroleras reinventadas para esa única ocasión.
Y si de reinvención se trataba, el primer acto mágico vino cuando el entrañable Serrat interpretó en su muy particular estilo, quizá la canción más querida de los seguidores de Joaquín Sabina: Y sin embargo, misma que colocaba en el imaginario de los asistentes la necesidad de estar no sólo ante una versión distinta y distante a la original, sino ante la ocasión de reconocer en un tris la dimensión artístico/conceptual de la propuesta de estos dos grandes cantautores; tan ellos, ellos, siendo otros, como otros terminaríamos por ser nosotros al final de esta noche.
La revelación que supuso la adaptación de terciopelo de quien aún con los años sigue manteniendo ese arropamiento vocal que lo ha caracterizado, sirvió para arrojar los dados y dejar sobre el escenario el primer quite de un “mano a mano” que terminó por ser una velada cuyo sentido fue recapitular trayectorias, anécdotas, memorias… reconocimientos. Incluido el que se hizo esa noche a Gabriel García Márquez y su esposa, a quienes se dedicó aquella noche.
Desbordados de emoción, el público bien pronto entendió que el gozo además de revelar lo festivo, también puede abrir paso a la purificación que representa el llanto. Por eso a cada paso que daban, a cada trino que ejecutaban, a cada broma que se hacían Joan Manuel Serrat y Joaquín Sabina, el regocijo venía de la mano de una que otra lagrima, tan parecida a esas que suelen asomarse ante la tristeza y el dolor, pero que en esta ocasión eran mucho más cercanas a una alegría capaz de alcanzar estados de espiritualidad, propia entre una comunidad que esa noche era provocada hasta alcanzar un derrame de gozo emocional diverso, extraño.
De esto, ambos cantantes saben mucho. Por eso es comprensible el empleo de todos los recursos no sólo para estar cerca, sino también involucrar a su público: de una presentación multimedia que iba ilustrando las letras de canciones como Aves de paso, Tu nombre me sabe a hierba, No hago otra cosa que pensar en ti, Princesa, A la orilla de la chimenea, Las pequeñas cosas, hasta aquel momento cuando el tal Sabina sacó una vieja cámara fotográfica, para que fuera el maestro Serrat quien pidiera a la concurrencia posar, no sin antes aclarar que en lugar de “güisqui” dijéramos “clítoris”, pues según la experiencia del crápula de Jaen, esa palabra deja en los rostros una mejor sonrisa. Y sí, para el recuerdo los rostros de un público emocionado congelado por una cámara que tras su “click”, dejó escapar un estruendo con todo y humo, registrando apenas un instante de otros muchos que serían memorables aquella noche.
Total, que si de generosidad estaría hecho el mundo, más de estos personajes y su obra necesitaríamos para continuar en la búsqueda de la reinvención de cotidianidades; pues si con letras como Ruido, Penélope, Noche de boda, Es caprichoso el azar, el sentimiento entre dos seres que dicen quererse puede entenderse de otro forma, para esas horas los asistentes estábamos ante soplos de vida hechos canción, magistralmente interpretadas. Lo mismo fueran a través de las canciones entrañables del Serrat que en letras memorables del Sabina, (incluidos los sonetos que suelen ser un alto lúdico en sus presentaciones), lo cierto es que el deleite iba de lo terrenal a lo sublime, pues entre uno y otro, han logrado concebir un entramado melódico para recorrerse, para navegarse, para reconocerse por lo universal de su obra.
Si no fuera así, como entender el sacudimiento que provocan canciones como Esos locos bajitos, Más de cien mentiras, Lucía, Pastillas para no soñar, creaciones que obligan a quienes escuchan a volver sobre su vida o decidirse a ser diferente. Ni qué decir del auténtico himno que resulta Penélope o la sabia lección que deja en el ánimo de quien es capaz de revisitar su biografía sentimental tras escuchar una letra como la de Señora; tanto como ese tipo de eternidad amorosa a la que invita la canción Noche de bodas o la metáfora hecha exquisitez y delicia armónica de Que se llama soledad. O Mediterráneo, la canción que quiso interpretar Sabina –según dijo-, pero que Serrat aceptó que sólo cantara el estribillo final. Las carcajadas catárticas no se hicieron esperar.
Fuera Serrat o Sabina, o los dos al unísono, la verdad que el concierto Dos pájaros de un tiro, cumplió con las expectativas que pudimos tener y más; sobre todo si consideramos la retribución que hicieran estos maestros de la poesía hecha canción a un público mexicano que viajó desde distintos puntos para consagrar la noche, pues tras dos horas de concierto, hubo tres llamados más para que salieran al escenario, y en las tres ocasiones se discutieran con un racimo de canciones más. En este recuento, si hubo un momento climático, pudo ser aquel cuando no sólo cantaron sino también se vistieron de pirata y de un tipo cojo; pues fue con la canción La del pirata cojo, cuando hubo cabida a un momento de júbilo manifiesto, pues el público saltó de sus asientos para ponerse la vestimenta y enmascararse del personaje que mejor les acomodaba. A partir de aquí, lo que no hubiéramos querido: vislumbrar el puerto próximo, ese dónde tendríamos que descender tras navegar por los mares de la canción inteligente. Finalmente vendría una suerte de epílogo anticipado con las últimas estrofas de Ocupen su localidad: “que el show está a punto de terminar”, para que se coronara el cierre con Cantares, Y nos dieron las diez, La fiesta, Pastillas para no soñar.
Y sí, terminó. Pero quizá algo haya comenzado, sobre todo cuando a la salida se inició un peregrinar hasta alcanzar los puestos en donde afiches, playeras, llaveros, bufandas… recuerdos todos que servían como constancia de esa noche memorable. Por supuesto, no podíamos dejar pasar la ocasión, porque aun en medio de un intenso frío, aquella noche de calidez ante la experiencia vivida, podía ser eterna si queríamos. Un recuerdo era la resonancia del trinar de un par de pájaros que se levantaron enteros, cuando la muerte tocó a sus puertas. Por eso y más, un agradecimiento. Después de esto, todo podría estar vivido.
1 comentario:
Inmejorable crónica. Al leerla disfrutamos del conjunto de verso, anécdota, broma y sentimientos desbordados de alegría.
Serrat y Sabina: Dos pájaros de un tiro. Un deleite muscial.
Lourdes Franyuti.
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