En esta apacible tarde de noviembre me invade la nostalgia. Se acerca la época navideña y con ello, mi mente divaga, se pierde en el inmenso mar que admiro desde la terraza de mi apartamento. Me vienen tantos recuerdos hasta que la memoria se detiene y me pregunto:
“¿Le debo mi felicidad a un árbol de Navidad?”.
El 25 de noviembre de hace seis años, supongo que la necesidad de salir de la rutina me condujo a la tienda de autoservicio ubicada a dos cuadras de mi oficina. Fue así, sin pensar, que estacioné mi auto y apresuré el paso para escoger un lindo pino canadiense. Pensaba que la idea de decorar mi apartamento con artículos navideños podría aminorar la depresión que estaba viviendo. Me veía al espejo y a través de él notaba la soledad que me atrapaba. Podían pasar días sin hablar con nadie más que conmigo misma. Me casé, pero no duró más de cinco años. Ante aquel tropiezo en mi vida, me levanté como lo sabemos hacer todas las mujeres de mi estirpe y no lo niego, tuve después un gran número de pretendientes pero ninguno llenó los requisitos que me exigía.
Un hombre vestido de mezclilla y camisa oscura me abordó sólo para preguntarme:
“¿Por qué quiéres comprar un árbol de Navidad?”.
No quería contestarle pero me pareció atractivo, así que continué la charla. “Por la misma razón que lo compran todos los consumidores que están a mi alrededor”.
De inmediato el buen mozo se presentó. “Mi nombre es Roberto... Ésa no es una razón contundente. ¿Qué significa para ti la Navidad?”.
Le contesté que si bien era creyente, no festejaba la Navidad. Durante mi infancia jamás celebré con familiares alguna cena navideña, ni se colocó en algún rincón el portal de Belén con las figuras alusivas al misterio.
Le expliqué que solo estaba parada escogiendo un pino para alegrar mi estado de ánimo con esferas de colores.
Roberto dio una recomendación que me conmovió:
“Llena tu árbol de esferas plateadas grandes, para que le des gracias a Dios por lo que has recibido de él: salud, alegría, bienestar, satisfacción laboral; y doradas para agradecerle también la enfermedad, las penas, sufrimientos y el trabajo que cuesta aceptar su voluntad. Lo más importante: Llena tu pino de foquitos de colores que reflejen la venida de Jesús al mundo”.
Dudé, de si fuera un pastor en misión o si pertenecía a alguna religión extraña, así que le pregunté por qué le daba consejo a una desconocida.
Me mencionó que una muchacha, para ser bella en toda la extensión de la palabra, su alma también debía serlo; enfatizó que me faltaba… que me faltaba fe.
Me ayudó a amarrar el árbol. Lo subimos a mi auto y lo invité al departamento a que me ayudara a decorarlo. Roberto no sólo trajo la paz a mi hogar, sino que todos estos años me ha brindado su compañía, su amor y lo más importante, me ha contagiado de una gran confianza en Jesús que me anima a seguir adelante. En poco tiempo de conocernos, me propuso matrimonio. He sido tan feliz a su lado que ahora lo puedo reconocer: en este apartamento además de lujo y elegancia, predominan la alegría y el bienestar.
“¿Se lo debo a un Árbol de Navidad? Seguro que sí. A mi bendito árbol de Navidad”.
“¿Le debo mi felicidad a un árbol de Navidad?”.
El 25 de noviembre de hace seis años, supongo que la necesidad de salir de la rutina me condujo a la tienda de autoservicio ubicada a dos cuadras de mi oficina. Fue así, sin pensar, que estacioné mi auto y apresuré el paso para escoger un lindo pino canadiense. Pensaba que la idea de decorar mi apartamento con artículos navideños podría aminorar la depresión que estaba viviendo. Me veía al espejo y a través de él notaba la soledad que me atrapaba. Podían pasar días sin hablar con nadie más que conmigo misma. Me casé, pero no duró más de cinco años. Ante aquel tropiezo en mi vida, me levanté como lo sabemos hacer todas las mujeres de mi estirpe y no lo niego, tuve después un gran número de pretendientes pero ninguno llenó los requisitos que me exigía.
Un hombre vestido de mezclilla y camisa oscura me abordó sólo para preguntarme:
“¿Por qué quiéres comprar un árbol de Navidad?”.
No quería contestarle pero me pareció atractivo, así que continué la charla. “Por la misma razón que lo compran todos los consumidores que están a mi alrededor”.
De inmediato el buen mozo se presentó. “Mi nombre es Roberto... Ésa no es una razón contundente. ¿Qué significa para ti la Navidad?”.
Le contesté que si bien era creyente, no festejaba la Navidad. Durante mi infancia jamás celebré con familiares alguna cena navideña, ni se colocó en algún rincón el portal de Belén con las figuras alusivas al misterio.
Le expliqué que solo estaba parada escogiendo un pino para alegrar mi estado de ánimo con esferas de colores.
Roberto dio una recomendación que me conmovió:
“Llena tu árbol de esferas plateadas grandes, para que le des gracias a Dios por lo que has recibido de él: salud, alegría, bienestar, satisfacción laboral; y doradas para agradecerle también la enfermedad, las penas, sufrimientos y el trabajo que cuesta aceptar su voluntad. Lo más importante: Llena tu pino de foquitos de colores que reflejen la venida de Jesús al mundo”.
Dudé, de si fuera un pastor en misión o si pertenecía a alguna religión extraña, así que le pregunté por qué le daba consejo a una desconocida.
Me mencionó que una muchacha, para ser bella en toda la extensión de la palabra, su alma también debía serlo; enfatizó que me faltaba… que me faltaba fe.
Me ayudó a amarrar el árbol. Lo subimos a mi auto y lo invité al departamento a que me ayudara a decorarlo. Roberto no sólo trajo la paz a mi hogar, sino que todos estos años me ha brindado su compañía, su amor y lo más importante, me ha contagiado de una gran confianza en Jesús que me anima a seguir adelante. En poco tiempo de conocernos, me propuso matrimonio. He sido tan feliz a su lado que ahora lo puedo reconocer: en este apartamento además de lujo y elegancia, predominan la alegría y el bienestar.
“¿Se lo debo a un Árbol de Navidad? Seguro que sí. A mi bendito árbol de Navidad”.
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