Encuentra a tus autores aquí

miércoles, junio 11, 2008

Gabriel Fuster: Porrista


PORRISTA

La encuesta apunta que los hombres prefieren ver un partido de futbol a tener sexo. Yo vivía en Nueva York, trabajando para Random House en la traducción de la obra completa de Irma Serrano. La dichosa autora pacta con un amigo teósofo que el primero en fallecer se presentaría al otro y le revelaría los misterios del más allá, por lo que yo era tan pobre en esos días de espera que simplemente compartía con las ratas y cucarachas la basura económica del Monk’s Café en la esquina de 112th Street y Broadway. Norma Alcántara comenta que Sport Illustrated me pagaría un dólar por página, mientras escribiera historias sobre deporte.
-¿Por qué no? Ambos extrañamos a los tiburones rojos del Veracruz –yo le digo.
-Querrás decir los fondillos rojos del Veracruz. El equipo es un perdedor, pero ¿Qué se puede esperar de los jugadores que obtiene más puntos en el hospital que en el estadio? –me responde la reportera gráfica.
Lo importante no es ganar, sino competir. De regreso a México, Virginia necesitaba dinero para hacerse la ortodoncia. Edith quiere cortinas nuevas. Armando busca importar un par de colegialas japonesas para su película experimental. Entonces le refiero a la fotógrafa del juego este chisme acerca de la azafata de Braniff y el equipo Sueco de bobsleigh olímpico, comprobando al mundo científico el efecto Coriolis, a propósito de un largo vuelo intercontinental. Exprimo la narración y el movimiento de la voz termina en un sobre enviado a su sala de trofeos. Dos días más tarde, estoy recibiendo el telefonema de respuesta. Nos entendemos con gestos y silbidos durante el arbitraje.
-Demasiado literario, jarocho. Olvida la indagación erótica y pon los Adidas® en la zona de anotación. La encuesta apunta que los hombres prefieren ver un partido de futbol a tener sexo. Más adrenalina, requiero más adrenalina para mi clientela.
En ese momento juré nunca más escribir para alguien tan insensible, tan extranjero al verdadero deporte del amor. Sin embargo, Virginia quiere dinero para hacerse el implante de senos. Edith necesitaba tapizar los muebles para combinarlos con las cortinas nuevas y Armando debe el monto de su fianza para salir de prisión. Dada la metonimia de los goles, es que me trago mi orgullo para dar cancha a estas novelas por quinielas.

MARGARITA Y EL BARÓN

Al momento que Margarita despierta, el zafiro de sus ojos por instantes fulgura y pone unas pocas gotas del Danubio sobre la cola del pavo real en la terraza. Ella tiene la sensación de que siente y vive a su lado un rubio Lohengrín que le lanza las cuatro virtudes cardinales. Otros poderosos de la tierra, príncipes, políticos, millonarios, manifiestan un plausible desvelo por ocupar su lecho. El Barón la mira, dichoso en su suerte. En puntillas, busca llegar donde ella despierta en su chaise longue, apartando el bate sobre el hombro. La divina Margarita una flor destroza con sus tersas manos. Los pétalos de rosa cubren aquellos pies calzados con tacos en las suelas y con medias negras, uno sobre otro, mientras el tallo de las espinas va en celo tras la holgada camisa de cuello en V, rebota contra el apretado rayado vertical y cae en el olvido. Agitado, el Barón apoya el muslo viril contra el libro cerrado de poemas. Allí, el beso es en los labios, beso que hace que se abran los ojos inefablemente luminosos y encuentren los suyos bizcos de deseo, bajo la gorra azul con gran visera arqueada. Y a todo esto, el chillido del pavo real. La gritería de tres mil aficionados vitorea el swing. -¿Me quieres? -¿No lo sabes? -¿Me amas? -¡Te amo! Termina la parte alta de la primera entrada. Es noche de fiesta y el baile de trajes ciñe la luna hasta la asfixia. La caja había llegado, una caja de regular tamaño, llena de estampas aduanales, de números y letras stencil que decían y daban a entender que el contenido era muy frágil. El Barón abre el contenido y alarga la máscara de catcher a la hermosa mujer. “Toma, ponte esto”. Ella acomoda el perímetro de amortiguación de la careta sobre el borde de su cara, mantiene el cuello erguido y recoge la cabellera en un estilo informal de coleta. “Y esto también”. El Barón pasa el peto acojinado y la ayuda a colocarlo en el delicado cuerpo modelado bajo una bata blanca, ajustando las correas detrás de su espalda casi comparable al perfil epicanto de la medalla de una emperatriz china.
-Se siente muy apretado, amor – ella advierte. La leche ama su piel sensible y ella tiene miedo que el cuero le provoque un prurito e irritación.
-Ya aflojaran en la medida que te muevas, preciosa – responde el Barón. Toma su mano llena de perfume y le ajusta la manopla. Era tosca y pesada, con las palabras pirograbadas en el dorso: “Tuya para siempre”.
-Por favor, no te pido una mascota nueva –Margarita suplica – Prefiero un diamante.
El Barón no le responde, se da la media vuelta y cuenta once pasos hacia el extremo contrario del salón. Se detiene en el lugar del tapete de piel de cebra, gira el cuerpo y se palpa dos veces la entrepierna, antes de enfundarse el guante de cuero.
-¿Quién ha quitado los floreros? – grita Margarita, desde el ventanal con sus hojas cerradas, sufriendo la falta de ventilación.
-Dame un conteo, dame un conteo –murmura el Barón.
Enseguida le lanza una pelota al tamaño de una naranja, que margarita atrapa y recelosa, devuelve al serpentinero. Al principio, el ejercicio es ligero, luego cobra velocidad y fuerza. Luego de un rato, el sudor aparece en la frente del Barón. Margarita nota su cansancio. Los lanzamientos inmediatos se recrudecen y la pelota empieza a tener extraños movimientos en el aire: cambio, forkball, curvas, rectas, bola rápida, bola de nudillos, sinker. El rango vertical de validez es la apreciación del umpire, comprendido en el espacio que va desde las rodillas a la altura del pecho del David de yeso, cobijado por el plafón de su copia en Florencia. El rango horizontal va delimitado por el ancho del plato llano de Bohemia. Sopesando las costuras de la pelota, el Barón la miraba a veces con el rabo del ojo y le hace saber que tiene el mal de los celos, ardiente y sofocante, como un wild pitch que le aprieta el alma. Ella estaba seria.
-Eres demasiado injusto. ¿Acaso no sabes leer en mis ojos lo que hay dentro de mi corazón? – reclama Margarita, crujiendo los añicos de la pieza porcelana bajo los pequeños pies.
-Deja, pues, que me vengue de mi rival. Él o yo, escoge. – exclama el Barón.
-Tonto, te adelantaste al robo y estás fuera… – retumba una tercera voz.
Era el jardinero central, que entreabría una cortina, todo sonrosado y haciendo evidente el affair.

CLAUDIA

Claudia es ilustre, elocuente, conquistadora como criolla. Ella posee la sonrisa abierta y dentada, que asegura el amante y amigo. De igual modo, su voz es serena y vibrante al mismo tiempo, cuyo gesto provoca la deliciosa figura de los amables cuentos que empiezan: “Había una vez…”. Sin embargo, ella cayó en un modo de vida que provocó el rechazo de familiares y amigos. Principalmente, su reputación circula entre los malcriados del refinamiento en el narcótico barrio de Montparnasse. Allí, ella paga un alquiler barato en un atelier sin agua corriente, sin calefacción, raras veces sin ratas, con el dinero que consigue jugando a los bolos. Jean Cocteau una vez dijo que la pobreza era un lujo en Montparnasse. El padre de la joven se consume entre vagos tosidos de la tuberculosis que lo tiene desahuciado como una llama azul, pero se encuentra decidido a cambiar el mal hábito de su hija antes de morir, por lo que le busca un trabajo de governess en una casa noble de la Rue Victor-Masse. El trabajo no es arduo, simplemente consiste en cuidar a un niño llamado Pierre y vestir en el servicio una falda Chanel con medias negras y tailleur con corbata de moño tan intricado que solo la ama de llaves puede anudar. Sin embargo, Claudia no era el ideal de la heroína de Jane Austen o Henry James. Una noche, ella encuentra dificultad para dormir y se revuelve en su cama, practicando sus cuatros pasos de colocación para lograr la perfecta chuza. Finalmente, la muchacha no puede contener más el deseo y se escurre a hurtadillas en la habitación del pequeño Pierre, mientras el resto de la casa duerme.
-Pierre, mon chéri, te tengo una sorpresa – lo despierta suavemente.
Ella ayuda al párvulo a quitarse las pijamas y no puede creer su piel tan rosada y salpicada de pecas y soles enanos en la espalda. Los dedos de ambas manos unen números dispersos en las discromías de la piel con sensual cosquilleo, la constelación de Efélides.
-¡Que hermoso muchacho eres! – murmura Claudia.
Acto seguido, lo viste con ropa llamativa de satín y lo lleva rastras delante de una pesada bola de material poliéster.
-Deslízala ahora – ella le susurra por detrás de la oreja.
Pierre voltea a ella, interrogante. Se sonroja.
-Tu primera vez, ¿verdad? – Ella comenta – Quizás si te ayudo a poner este dedito en este agujerito estaremos mejor
Cierto, cada bola cuenta con tres agujeros, pero es este orificio que permite colocar la yema del dedo corazón y darle un efecto a la bola a la hora de lanzarla.
-No, eso no está bien – responde tímidamente el infante.
-Allez-allez, gallito dormido. ¿Me dices que no tienes el tamaño para jugar al boliche? No te creo.
-No quise decir eso
-¿Acaso tus compañeritos del colegio no te han platicado al respecto?
El niño asienta con la cabeza agachada.
-No importa – Claudia ríe – Ahora mademoiselle Claudia te va a enseñar otras cosas que ellos no te dijeron, cosas que ni siquiera tu papá ha llegado a conocer.
Claudia coloca diez pinos equidistantes entre sí con la forma de un triángulo al final del corredor. El niño lanza la bola y consigue un típico Split con los bolos 4-10.
-¡Voilà! –exclama Claudia, su pecho brinca de emoción.
El niño recurre a la excusa de la cerveza para mejorar la puntería.
-Ahora, si eres buen chico –advierte la niñera, regresándolo a su cama - luego te enseño a jugar bocce y petanca por francos.

VANESSA EN EL GRAND PRIX

La bandera a cuadros anuncia, en vaivén, cuando es tal la lejanía al cabo las metas. Vanessa es vencedora de muchos amantes, pero nunca ha podido conducir los besos en la escudería de Porsche. El siguiente hombre con quien desea compartir la experiencia es Iván, un altísimo húngaro de oficio cazador, a quien por semanas ha pedido arreglar uno al otro el espléndido escape. El se resiste, la mira como un pichón. Finalmente, una mañana de suave lluvia, toman el tren a Mónaco, para estar juntos en el gran premio de Fórmula 1.
La prueba de manejo viene a comprobar todo lo que Vanessa había esperado, con los mecánicos minimizando errores y tiempos durante la recarga de combustible y el cambio de neumáticos en el pit stop; El semáforo de cinco luces rojas, encendidas en intervalos de un segundo y el ronroneo de los motores; Los pilotos perdiendo el control en las curvas y estrellándose contra el muro de concreto. Antes de la primera vuelta al circuito, Vanessa bullía de excitación: los labios se le mojan como sucia esponja, los pulmones inflaman su orgasmo, y en un momento crucial de humo reposado entre los extintores, pone la palma de modo reflejo sobre la mano de Iván y la aprieta. Vanessa comprende en ese momento la razón por la que los hombres se resisten a llevar a sus amantes al Grand Prix. El temor estriba en que las carreras despierten en las mujeres una insaciable pasión por el volante. Sin embargo, Iván mostraba una conducta esquiva y extraña, como si le apenara su mano encima. En la segunda bandera roja, ella nota sus ojos cerrados. Más tarde, en la fiesta del día de la Ascensión, Iván hace una confesión.
-Soy virgen. Únicamente disparo salvas.
-Broma, ¿Verdad? ¿No tuviste hermanas o primas? ¿Novias redondas?
-En Budapest, a la edad de catorce años, viviendo en la casa de mis papás, que contaba con varios balcones. Una tarde estaba aburrido, sin otra distracción que escupir hacia Margit-sziget. Al bajar la vista, vislumbre a esta mujer oriental practicando Kyūdō, o “el camino del arco”, en su jardín de dianas. Apenado, me escondí tras los balaustres, suponiendo que no me había visto. Entonces la vi hacer toda clase de tiros al blanco, con su arco de bambú excesivamente largo, superando la altura de su cuerpo. Yo me enamoré.
Al siguiente día, salí al balcón con una manzana en la cabeza. Mágicamente, la arquera aparece y su flecha es seisha seichu, que significa "tiro correcto es golpe correcto". Yo me siento aturdido.
Los días posteriores, abro la ventana con un desparpajo de San Sebastián. Una mañana salgo a encontrarla en el balcón y cae el sol herido de muerte. Ella lanzó su última saeta contra la semana. Mi madre nos había descubierto y castigaba la lujuria. Esa noche, nos echa una maldición gitana de no volvernos a ver jamás.
-Ahora es puntería de Cupido, mi voyerista de los siete días.
La pareja ríe. Reconciliados en el Blüthner, Iván y Vanessa caminan las subidas y bajadas por Monte Carlo y asisten a la celebración del ganador de la carrera, el hombre favorito recibiendo el trofeo y bañado en champagne y en besos de edecanes. El equipo técnico del monoplaza sale en la foto. Todos los integrantes tenían el número de su overol de color negro menos uno, cuando le preguntaron por qué el color del número de su uniforme es rojo, respondió “porque me llamo Domingo”.

RAY AMA REINA AMA JACKIE AMA ACE

Era una tarde lánguida y cuadrada, en la hora del pecado original que lo desnudo complica, pero la adusta perfección jamás se entrega. La vida se soporta con el roce al pezón, con buena y mala intención, perseguido por algún extraño soplo de feromonas, para el cual Ray sigue su rumbo de intimidad con embeleso y anticipación. Allí va el fauno en celo tras la hembra y la caña desgrana sus notas amorosas como las monedas en la fontana de Trevi. Por momentos, el intelecto pierde su paso sobre Vía Veneto, pide dirección en aquella parte cinematográfica de Roma que ha sido cerrada con alambrada de gallinero, para poner a distancia los manes de los primitivos abuelos. Ray da cuenta que todo hombre que lo pasa de largo portaba un par de pelotas afelpadas y una raqueta de madera sugestivamente tejida. La cita comienza cuando el saque de la jugadora pasa la red formada de suspiros. Cae a tus pies una rosa, otra rosa, otra rosa ¡y es advantage!
Ray conoció a Reina en la puerta del Planet Hollywood Disco Pub de Vía Tritone, dos meses atrás. Ella vestía un sencillo vestido azul de lycra Ellesse sin mangas y un par de bandas de toalla en la cabeza y las muñecas, pero las piernas subterráneas olvidaron usar la ropa interior. Desde entonces, ambos cargan mismas bolsas de torneo. Los amantes secretos se saludan con un beso discreto y juntos suben las escaleras a la azotea del inmueble.
-Mi esposo por poco nos descubre –Reina susurra al acompañante, temblando y abrazándose fuertemente a su costado.
-¿Sospecha algo?
-No sé, él me pregunto a donde iba vestida de ese modo, pero yo le dije que iba a la Plaza de San Pedro para orar con los fieles la misa tridentina.
-No sirve. Lo haremos deprisa esta vez, ¿Quiénes son nuestros oponentes?
-Por un lado, está Jackie, que fue mi compañera de escuela en Milán. Ella maneja un juego de pies fuera de lo común, pero sé que te gustara. También está Ace, el cubano, su compañero, nunca lo he tratado, pero me han dicho que posee unos golpes de volea que lo aproximan al ranking entry.
-Me preocupan las enfermedades venéreas que se hallan callado…
La orgía es incidencia. Cuando Ray y Reina aparecieron en el techo, la pareja formada por Jackie y el cubano ya se encontraba calentando en la cancha. Ambos se uniformaron con idénticos kimonos, pero el cubano era distinguible por su cabeza rasurada, que resplandece como el sol de la toscana. El fetichista se muere de los celos, su muñeca inflable lo dejó por otro juguete. Ray y Reina sienten un imprevisto escalofrío, una ansiedad casi primitiva. Ray rápidamente dice:
-¡Buon divertimento!
Los recién llegados muestran sus respectivas raquetas de juego. Durante esta fase de excitación, en los hombres el cuello de aluminio se agranda y endurece, se pone erecto. Una cinta enrollada al mango impide dañar la mano y permite una mayor adhesión. En las mujeres la cuerda se lubrica, el bastidor de madera se hincha. Tras los primeros escarceos amorosos, el estimulado Ray pronto se olvida de todo decoro y pudor. Sus ojos crecen fijos y brillantes, y su smash arroja chispas cada vez que su compañera cambia el culo de posición. Él arremete hacia adelante y hacia atrás, atacando y recuperando, e incluso el viento parece respiración entrecortada sobre los vellos de su torso desnudo. Él se traslada a la red, él se regresa a la línea de fondo, y ahora corre contra la cerca trasera para alcanzar una pelota alta, difícil. Al contacto, se produce una gran tensión muscular y suceden las contracciones en la zona del esfínter. El logro lo tira de espaldas al suelo y, a pesar del agotamiento, el placer era mayor que cualquiera que éste hubiera conocido nunca, porque él había aventurado su drive naturalmente promiscuo en el juego y se había abandonado a él. Las ansias de seguir no desaparecen. Él se repone en el piso por un momento, sentado y estremeciéndose, y entonces, medio entre sollozos, medio entre risas, él dice en voz alta al cubano, “Muy bien, mándame tu servicio”.
Ray y Reyna ganan los primeros tres sets, 6-2, 6-4 y 6-3. Entonces hacen cambio de parejas.



HIEROGAMIA PARA MARIA

Eloy se casó con Marimar, Antonio con Marifer, Fernando con Maricruz. Patricio con Mariana y los hermanos con Alizé y Bora. A Greco no lo quiso Mistral y, en buena medida, la enemistad que por un tiempo les separó del resto del cuadro, estuvo motivada por los matrimonios del desván.
El torero Patricio besó a Mariana, que era la muñeca que más le gustaba, tras salir ileso del paso de la bestia, cuyo rastro era más lejano en las sombras. El toro no regresa. Las espaldas del torero se enderezaban a la faena y el traje de luces cobraba sobre el cuerpo esquilmado, la holgura de la vestimenta de los espantapájaros. Era el traje de gala y a pesar de su caída harapienta, conservaba la finura del apresto originario, lo que llenaba de orgullo al sastre de Lumajo, que lo había confeccionado. Mariana, aguardando los besos, cuelga la canasta de los melocotones en su templo de raras chucherías, a una altura determinada, pero prueba ser ineficiente, luego un hoyo es abierto en el fondo para perder la esperanza de vender lo hallado. Las lágrimas resbalan por su cara con la misma suavidad que se desliza la lluvia en los tejados. Llamadas voces bajan aprisa las escaleras del poniente.
Los matrimonios empezaron a fraguarse en el tiempo de la imaginación de los niños castigados, cuando Marimar propuso que las infancias duraban poco, menos de esa charla agradable y suelta que se place entablar con las pelotas. Desde entonces, instigó a los estrellas del baloncesto iniciar el combate circular. Alizé y Bora, quienes ya estaban aburridas que los niños no encontraran el aliciente de ningún juego, chocaron los cuerpos, encontrando un placer eléctrico como producen los guijarros. Las muñecas permanecían en el ala derecha del desván y los muñecos, devorados por la intemperie y la fiesta, en los paredones del ala izquierda, dispersos como consecuencia de un estornudo y haciendo de cuando en cuando alguna arriesgada incursión en el ruedo, bajo los muebles y cacharros que sepultan las telas de araña y el polvo.
Los mensajes de papel dulcemente doblado los traía y los llevaba Venancio, el hermano pequeño de Eloy, que participaba en el juego exclusivamente por el placer mercenario, cobrando por viaje tres bolas de anís. Marimar contaba la historia de los cinco sentidos. Por su parte, una anotación hacía que el abrazo de los fantasmas traviesos se estrechara en un trance peripatético, mientras los dedos se mecen del aro en el tablero hasta hacerse daño. Se decía que Camilo era un fanático inocuo, de los que van y vienen en la vida sin cometido, casi igual que un pase de mano a mano con diez segundos del último cuarto. Su canto favorito se acomodaba tan bien al escondite como el uso por primera vez de la porra.

Escribí un largo poema
por amor a las palabras
Robé el sueño a las hilanderas
para trincar hábil una trama

Lo leí completo de vuelta
por desperezar la garganta
pero nunca le di a mi amada
una cama o un arete de perla

Camilo tardó otros tres meses en derrotar a los tuberculosos, después de haberse modificado las reglas para sillas de ruedas, cuando las muñecas habían dejado de serlo para hacerse novias, y Venancio cobraba una bola de anís extra por guardar el secreto. Eloy escogió a Marimar, Antonio a Marifer, Fernando a Maricruz. Patricio a Mariana y los hermanos resolvieron hacer su propio veintiuno con Alizé y Bora. Poco a poco se fueron casando y el invierno del desván, cuya escarcha crea un nuevo misterio en las ventanas heladas, agrupaba el calor amoroso de las parejas, acostadas bajo el remanso de las horas que unce vida, quiere prole, mientras permanecían inmóviles con las manos cogidas. Fue el réferi, extrañado de aquel prolongado silencio, el que subió una tarde al desván y expulsó a escobazos a los matrimonios.