AQUÍ, PARA APRENDER
Paul Bowels
I
Malika no necesitaba que nadie le dijera lo hermosa que era. Hasta donde alcanzaba su
memoria, la gente había murmurado siempre sobre su belleza. Incluso siendo una niña,
resultaba sorprendente la simetría de su cabeza, cuello y hombros. Antes de tener edad para ir a la fuente por agua, sabía ya que sus ojos parecían los de una gacela y que su cabeza era
como una azucena en lo alto del tallo. Por lo menos, eso era lo que decían de ella los mayores.
En la cima del monte que se elevaba sobre la ciudad había un gran edificio al que se
llegaba por caminos flanqueados de palmeras. Pertenecía a las Hermanas Adoratrices. Fueron estas monjas quienes, al ver a Malika, se dirigieron a su padre para ofrecerle hacerse cargo de ella y enseñarle a hablar español y a bordar. El padre aceptó, entusiasmado. Alá nos ha traído aquí para aprender, decía él. Pero la madre de Malika, a quien no le gustaba que su hija frecuentara la compañía de nazarenos, hizo todo lo posible porque su marido cambiara de opinión. Sin embargo, Malika permaneció con las Hermanas durante cinco años, hasta que murió su padre.
A la abuela de Malika le gustaba decir que cuando tenía su edad se parecía muchísimo a
ella y que si volviera a ser una niña otra vez y se pusiera al lado de Malika, nadie las
distinguiría. Al principio, esto a Malika le parecía imposible de creer: miraba aquel rostro
destrozado y rechazaba inmediatamente la idea. Pero cuando murió su abuela empezó a
comprender lo que quería decir la anciana cuando exclamaba: sólo Alá es siempre el mismo.
Aunque ahora era hermosa, un día ya no lo sería. De este modo, cuando pudo ir por sí misma a la fuente a traer cubos de agua y los jóvenes la llamaban y trataban de hablarle, eso no significaba nada para ella. Más les valdría, pensaba, decirles todas esas lindezas a las
muchachas que necesitan confianza en sí mismas.
Justo a las afueras del pueblo había un cuartel lleno de soldados. Eran rudos y brutales.
Cuando Malika veía a uno de ellos, incluso de lejos, se escondía hasta que hubiera
desaparecido. Por suerte, los soldados rara vez se alejaban hasta el arroyo1 que había entre la casa de Malika y la fuente; preferían recorrer de arriba abajo la carretera principal que
conducía al pueblo.
Un día la madre de Malika insistió en que fuera a vender una gallina al mercado de la
carretera principal. Siempre lo había hecho su hermana mayor, pero aquel día estaba en casa de una vecina ayudando en los preparativos de una boda. Malika le pidió a su madre el haik para cubrirse el rostro.
Tu hermana ha ido mil veces y nunca se pone el haik. Malika sabía que esto era porque
nadie se fijaba en su hermana, pero no podía decírselo a su madre. Tengo miedo, dijo, y se
puso a llorar. A su madre le sacaban de quicio las niñerías y se negó a que llevara el haik.
Cuando Malika salía corriendo de la casa con la gallina cogida por las patas, agarró a su paso una toalla sucia. En cuanto hubo perdido la casa de vista, se la enrolló al desgaire alrededor de la cabeza para, al llegar a la carretera, poder bajársela y ocultar al menos una parte de la cara.
Había varias decenas de mujeres alineadas a lo largo de un lado de la carretera, cada cual
sentada en el suelo con las mercancías extendidas a su alrededor. Malika se instaló al final de la hilera, que quedaba frente a un parquecillo en cuyos bancos había soldados sentados. La gente pasaba por delante de Malika, cogía la gallina y la estrujaba y sacudía, haciéndole dar chillidos y agitar las alas constantemente. Malika se había bajado tanto la toalla sobre los ojos que lo único que veía era el trozo de tierra que tenía a los pies.
Al cabo de una hora o así llegó una mujer que empezó a regatearle el precio de la gallina.
Al final la compró y Malika, tras meter las monedas en un trapo y anudarlo, se puso en pie de un salto. La toalla le resbaló de la cara y cayó al suelo. Malika la recogió y se fue corriendo carretera abajo.
II
El pueblo estaba abandonado; olía a la pobreza en que sus gentes estaban acostumbradas
a vivir. Pero no se veían trazas de que en épocas pasadas hubiera habido algo más. El viento del mar levantaba el polvo de las calles a gran altura por el aire y lo dejaba caer con irritación sobre el campo. Incluso las hojas de las higueras estaban recubiertas de polvo blanco. Cuando doblaba la esquina de la calle lateral que conducía al fondo de la hondonada, Malika sintió en la parte de atrás de las piernas los pinchazos de la arena ardiente que lanzaba el viento. Se envolvió la cabeza con la toalla y se la sujetó con una mano. Nunca se le había ocurrido odiar su pueblo. Suponía que cualquier otro sitio sería más o menos igual.
La calle era poco más que un callejón y tenía muros a los dos lados. De pronto oyó detrás
de ella el estrépito de unas botas pesadas sobre la tierra. No se volvió. De pronto sintió que
una mano fuerte la cogía por el brazo y la empujaba con fuerza contra la pared. Era un
soldado y sonreía. Le había puesto un brazo a cada lado, contra la pared, para que no pudiera escapar.
Malika no dijo nada. El hombre se quedó mirándola. Resollaba, como si hubiera estado
corriendo. ¿Cuántos años tienes?, le preguntó por fin.
Ella le miró directamente a los ojos. Quince.
Olía a vino, a tabaco y a sudor.
Déjame marchar, dijo ella y trató desesperadamente de meterse por debajo de aquella
barrera. El dolor que sintió cuando él le retorció el brazo le hizo abrir muchísimo los ojos,
pero no gritó. Desde la hondonada se aproximaban dos hombres con chilabas, y ella se quedó mirándoles fijamente. El soldado se volvió y, al verlos, se echó a andar a paso rápido hacia la carretera.
Al llegar a casa Malika lanzó el trapo con el dinero en el taifor e, indignada, le mostró a
su madre las señales que tenía en el brazo.
¿Qué es eso?
Un soldado me zarandeó.
Su madre le dio una torta que le escoció como una punzada. Malika nunca la había visto
tan fuera de sí.
¡Zorra!, le gritaba. ¡Sólo sirves para eso!
Malika salió corriendo de la casa, se fue a la hondonada y allí se sentó en una roca a la
sombra, pensando que a lo mejor su madre se estaba volviendo loca. Lo inesperado y lo
injusto del golpe le había apartado de la mente todo pensamiento del soldado. Tenía que
encontrar una explicación para el comportamiento de su madre; de otro modo la odiaría.
Aquella noche a la hora de cenar no mejoraron las cosas; su madre no la miraba y hablaba
solamente con la otra hermana. Esto fue lo habitual durante los días siguientes. Era como si
hubiera decidido que Malika ya no existía.
Bueno, pensó Malika, pues si yo no existo, ella tampoco. No es mi madre y la detesto.
Esta guerra silenciosa que había entre las dos no implicaba que Malika se librara de tener
que seguir yendo al mercado. Casi todas las semanas la mandaban a vender una gallina o una cesta de verduras y huevos. No tuvo más problemas con los soldados, quizá porque ahora se detenía siempre camino de la hondonada y se manchaba la cara con un poco de barro. Cuando llegaba a la carretera el lodo estaba siempre seco y, aunque las mujeres a veces la miraban sorprendidas, los hombres no le prestaban atención. De vuelta a casa, al subir por la hondonada, se lavaba la cara.
Ahora cuando volvía a casa su madre siempre la miraba con suspicacia.
Si te metes en líos, le decía, te juro que te mato con mis propias manos. Malika contestaba
con un resoplido de desprecio y salía de la habitación. Sabía a lo que se refería su madre, perole sorprendía comprobar lo poco que conocía a su propia hija.
III
Un día que Malika estaba sentada en la primera fila de mujeres y niñas en el mercado de
la carretera, se aproximó silenciosamente un largo coche amarillo sin capota y se detuvo allí.
Sólo había un hombre dentro. Era un nazareno. Las mujeres empezaron a cuchichear y a gritar porque el cristiano tenía una máquina de hacer fotos en las manos y la dirigía hacia ellas. Una niña que estaba sentada junto a Malika se volvió a ella y le dijo: Tú que hablas español, dile que se vaya.
Malika fue corriendo hacia el coche. El hombre bajó la cámara y la miró fijamente.
Señor, usted no debe hacer fotos aquí, dijo mirándole con gesto grave, y le señaló la hilera
de mujeres indignadas.
El nazareno era corpulento y tenía el cabello claro. Comprendió y sonrió. Muy bien, muy
bien, dijo con buenos modos sin dejar de mirarla fijamente. Sin pensarlo, Malika se frotó la
mejilla con el dorso de la mano. La sonrisa del hombre se hizo más amplia.
¿Me dejas que te haga una foto a ti?
El corazón de Malika empezó a latir dolorosamente.
¡No, no!, exclamó perdiendo el aliento. Y luego, a modo de explicación, añadió: tengo
que ir a vender los huevos.
El nazareno parecía cada vez más encantado. ¿Vendes huevos? Tráelos.
Malika se fue por el hatillo de huevos y volvió. Un grupo de niños había visto el
impresionante coche amarillo y ahora estaban alrededor, pidiendo dinero. El nazareno,
tratando de quitárselos de encima a manotazos, abrió la puerta y le señaló el asiento vacío a
Malika. Ella puso el paño sobre el asiento de cuero y se agachó para deshacer el nudo, pero
los brazos de los niños la empujaban por delante y la zarandeaban. El nazareno gritó irritado a los chiquillos en un idioma extranjero, pero esto los mantuvo a raya sólo un momento.
Finalmente, fuera de sí, dijo a Malika que subiera. Ella retiró los huevos y obedeció,
sentándose con el hatillo sobre el regazo. El hombre pasó el brazo por delante de ella, cerró la portezuela de golpe y subió luego la ventanilla. Pero a los niños se habían sumado ahora dos mendigos que sí conseguían meter los brazos por encima de la ventana.
De improviso, el nazareno puso en marcha el coche con un gran rugido. El auto se lanzó
hacia adelante. Asustada, Malika se volvió para mirar y vio a algunos niños tirados en la
carretera. Cuando miró atrás de nuevo ellos dos habían salido ya prácticamente del pueblo. El
nazareno parecía todavía muy enfadado. Decidió no preguntarle adonde iban hasta que no se detuviera y le comprara los huevos. Sus emociones oscilaban entre la dicha de estar en un coche estupendo y la ansiedad por tener que volverse andando al pueblo.
Los árboles pasaban a toda prisa. A ella le parecía que siempre había sabido que un día le
ocurriría algo extraño como esto. Era un pensamiento tranquilizador y le impedía sentir
realmente miedo.
IV
Poco después se metieron por un camino de tierra que se internaba profundamente en un
bosque de eucaliptos. Allí, en la equívoca sombra, el nazareno apagó el motor y se volvió
sonriente a mirar a Malika.
Le quitó el hatillo de huevos del regazo y lo puso en la parte trasera del coche. De una
cesta de comida que había en el asiento de atrás sacó una botella de agua mineral y una
servilleta. Humedeció en agua la servilleta y, sujetando a Malika por el hombro, empezó a
quitarle las rayas de barro de las mejillas. Ella le dejó que frotara. Luego, dejó que le quitara la toalla que llevaba enroscada en la cabeza y sus cabellos se desparramaron sobre los hombros. ¿Por qué no va a verme?, pensó ella. Es un hombre bueno. Se había dado cuenta ya de que él no olía en absoluto, y lo delicado que era con ella le producía una sensación agradable.
Y ahora, ¿puedo hacerte una foto?
Ella asintió con la cabeza. Nadie podía presenciar el vergonzoso acto. Le hizo sentarse
más al borde del asiento y mantuvo la cámara sobre ella. Disparó tantas veces y tenía un
aspecto tan divertido con aquel gran artilugio negro tapándole la cara que ella se echó a reír.
Malika pensó que tal vez esto le detendría, pero a él parecía hacerle todavía más gracia y
continuó disparando la máquina hasta que ya no hizo más clic. Luego sacó una manta, la
extendió en el suelo y puso una cesta de comida en el centro. Se sentaron con la cesta entre
ellos y comieron pollo, queso y aceitunas. Malika tenía hambre y esto le pareció muy
divertido.
Cuando hubieron terminado, él le preguntó si quería que la volviera a llevar al mercado.
Fue como si el mundo se hubiera quedado a oscuras. Pensó en las mujeres de allí y lo que
dirían cuando la vieran y sacudió la cabeza enérgicamente. Aquel momento era real y ella no iba a contribuir a que terminara. No, todavía no, dijo Malika con voz suave.
El miró la hora. ¿Y si vamos a Tetuán?
Los ojos de Malika se iluminaron. Aunque Tetuán estaba a menos de una hora del pueblo,
ella sólo lo conocía de oídas. Los árboles volvieron a desfilar a toda prisa. Allí soplaba con
fuerza la brisa del Mediterráneo y Malika sintió mucho frío. El hombre sacó una capa
suavísima de pelo de camello y se la puso a ella sobre los hombros.
Tetuán le pareció muy emocionante con todo aquel tráfico. Ante el palacio del Jalifa
había unos guardias muy tiesos vestidos de escarlata y blanco. Malika no quiso salir del coche para pasear con el hombre por la calle. Estuvieron aparcados allí en el Feddane, bajo el caluroso sol de la tarde. Finalmente el hombre se encogió de hombros.
Bueno, dijo, si quiero estar en Tánger esta noche, debería ir llevándote a casa.
Malika emitió un sonido extraño. Parecía haberse encogido dentro de la capa.
¿Qué sucede?
Que no puedo.
El hombre se la quedó mirando. Pero tienes que volver a tu casa.
Malika empezó a gimotear. ¡No, no!, exclamó. El hombre miró nervioso a los viandantes
y trató de consolarla con palabras. Pero a ella se le acababa de revelar una posibilidad, y en
aquel momento la idea era lo suficientemente poderosa como para ocuparla por completo.
Viendo que se hallaba demasiado sumida en un torbellino interior para oírle siquiera, el
hombre puso en marcha el automóvil y avanzó lentamente entre la multitud hasta el otro lado de la plaza. Luego siguió a lo largo de la calle principal hasta las afueras de la ciudad, y encendió un cigarrillo.
Se volvió para mirarla. Casi parecía que en el asiento contiguo no había nada más que la
capa. Tiró de ella y se oyó un gemido. Deslizando suavemente la mano al interior, le acarició el cabello un momento. Finalmente empezó a volverse hacia atrás hasta quedar sentada, y asomó la cabeza.
Te voy a llevar conmigo a Tánger, dijo él.
Ella no dijo nada a esto, ni le miró.
Corrieron en dirección hacia el oeste, con el sol del atardecer de frente. Malika era
consciente de haber realizado una elección irrevocable. Los resultados, determinados ya por el destino, se le irían revelando uno tras otro, en el transcurso de los acontecimientos. Poco a poco fue percibiendo el paisaje que la rodeaba y el aire de verano que pasaba silbando.
Llegaron a un café que estaba aislado en la ladera de la montaña y se detuvieron.
¿Entramos y tomamos un té?, dijo él. Malika dijo que no con la cabeza y se arrebujó más
en la capa.
El hombre entró y pidió dos vasos de té. Un cuarto de hora más tarde un niño los llevó al
coche en una bandeja. El té estaba muy caliente y tardaron un rato en bebérselo. Siguieron allí sentados incluso después de que el niño se llevara la bandeja. Finalmente el hombre encendió los faros y descendieron por la ladera de la montaña.
V
Malika sintió miedo en el ascensor, pero se relajó un poco cuando el hombre la invitó a
entrar en el apartamento y cerró la puerta. Había gruesas alfombras, mullidos sofás llenos de cojines y luces que se encendían y apagaban apretando un botón. Y, lo más importante: vivía allí solo.
Aquella noche el nazareno le mostró una habitación y le dijo que sería para ella. Antes de
darle las buenas noches la atrajo hacia sí entre sus manos y la besó en la frente. Cuando se
marchó, Malika se dirigió al baño y se entretuvo largo rato abriendo y cerrando los grifos de agua caliente y fría para ver si uno de los dos acababa por confundirse. Por fin, se desnudó, se puso la gandoura de muselina que el hombre le había dejado y se metió en la cama.
Sobre la mesita que tenía a su lado había un montón de revistas y empezó a hojear las
fotos. Se quedó contemplando una de ellas que le llamó la atención. Mostraba un lujoso salón con una hermosa mujer tendida en una chaise longue. En su cuello rutilaba un ancho collar de diamantes y en la mano sostenía un libro. El libro estaba abierto, pero ella no lo miraba. Tenía la cabeza erguida, como si alguien acabara de entrar en la habitación y la hubiera sorprendido leyendo. Malika estudió la fotografía, hojeó otras y volvió a aquélla. Para Malika, ilustraba la pose perfecta que había que adoptar cuando se recibían invitados, así que decidió practicar a solas, para poder usarla cuando llegara el momento. También sería una buena idea saber leer, pensó. Un día le pediría a aquel hombre que le enseñara.
Desayunaron en la terraza al sol de la mañana. El edificio daba a un espacioso cementerio
musulmán. Detrás estaba el agua. Malika dijo que no era bueno vivir tan cerca de un
camposanto. Luego, se asomó a mirar sobre la barandilla, vio el complicado mausoleo de Sidi Bou Araqia con su cúpula, y asintió con la cabeza en gesto de aprobación. Sentados ante el café, él siguió contestando a las preguntas de Malika: se llamaba Tim, tenía veintiocho años y no tenía mujer ni hijos. No siempre vivía en Tánger. Unas veces estaba en El Cairo y otras veces en Londres. En cada uno de estos sitios poseía un apartamento, pero el coche lo tenía en Tánger porque allí era adonde iba cuando no trabajaba.
Mientras estaban allí sentados, Malika escuchó ruidos en la casa. Finalmente salió a la
terraza una gruesa mujer de raza negra con un zigdoun amarillo. Dio los buenos días en
francés y empezó a recoger las cosas. Cada vez que aparecía, Malika se sentaba muy derecha y miraba fijamente hacia el otro lado del mar, a las montañas de España.
Dentro de un momento va a venir una persona, dijo Tim, una italiana que va a tomarte las
medidas para hacerte ropa. Malika frunció el ceño. ¿Qué clase de ropa?
La que tú quieras, dijo él.
Ella dio un salto, se fue a su habitación, volvió con un ejemplar de The New Yorker, y lo
abrió por una página en la que se veía a una muchacha con un traje de chaqueta deportivo de punto, junto a un equipaje que hacía juego.
Como éste, dijo Malika. Más o menos una hora después llegó la italiana que tenía un aspecto muy profesional y estuvo haciendo cosquillas a Malika con la cinta métrica durante un rato y luego, cuaderno en ristre, se marchó.
VI
Aquella misma tarde, después, cuando se fue la mujer negra, Tim se llevó a Malika a su
dormitorio, cerró las cortinas y, con mucha delicadeza, le dio su primera lección de amor.
Malika en realidad no deseaba que aquello ocurriera en aquel momento, pero siempre había
sabido que sucedería tarde o temprano. El ligero dolor le pareció algo sin importancia, pero la vergüenza de estar desnuda ante aquel hombre fue algo que casi no pudo soportar. Nunca se le había ocurrido que un cuerpo pudiese considerarse bello y no creyó a Tim cuando le dijo que era del todo perfecta. Lo único que Malika sabía era que los hombres usaban a las mujeres para hacer niños, y esto la preocupaba porque no deseaba tener uno. El hombre le aseguró que tampoco él pretendía tenerlo y que si ella hacía lo que le decía, no había peligro. Malika aceptó esto como aceptaba todo lo demás que él decía. Estaba allí para aprender y estaba dispuesta a aprender lo más posible.
Cuando, en el transcurso de las siguientes semanas, cedió finalmente y le acompañó a las
casas de sus amigos, él no podía adivinar que había aceptado aparecer en público únicamente porque, tras estudiarse a sí misma en su nuevo atuendo, éste le había parecido lo bastante convincente como para utilizarlo de disfraz. La ropa europea le permitía ir por la calle con un nazareno sin que la insultaran los marroquíes.
Tras llevar a Malika al estudio de un fotógrafo y realizar múltiples y prolongadas visitas a
las autoridades, un día Tim llegó a casa con aire triunfal agitando un pasaporte en la mano.
Esto es tuyo, le dijo. No lo pierdas. Casi todos los días había fiestas en la Montaña o meriendas en la playa. A Malika le gustaban sobre todo las fiestas nocturnas en torno a una hoguera, con el rumor de las olas rompiendo sobre la arena. A veces había músicos y todo el mundo bailaba descalzo. Una noche, ocho o diez invitados se levantaron del suelo, se fueron corriendo y gritando hacia las olas y se bañaron desnudos a la luz de la luna. Como la luna brillaba mucho y había hombres y mujeres juntos, Malika, boquiabierta, escondió la cara. A Tim le pareció divertido, pero el incidente hizo que ella empezara a dudar de la validez de la gente de Tánger como modelo de la elegancia que esperaba lograr.
Una mañana Tim la saludó con cara de tristeza. Dentro de unos días, le dijo, tenía que irse
a Londres. Viendo la expresión de pena de ella, Tim añadió rápidamente que volvería al cabo de dos semanas, y que ella seguiría viviendo en el piso como si él estuviera allí.
¿Pero cómo voy a hacerlo?, gritó ella. ¡Tú no vivirás aquí! ¡Estaré sola!
No, no. Estarás con amigos. Te gustarán.
Aquella noche llevó a dos jóvenes al apartamento. Eran guapos, vestían bien y hablaban
mucho. Cuando Malika oyó que Tim llamaba Bobby a uno de ellos, se echó a reír.
Sólo se llama Bobby a los perros, explicó ella. No es un nombre de persona.
Qué mujer más divina, dijo Bobby. Es una Nefertiti adolescente.
Una verdadera preciosidad, coincidió su amigo Peter.
Cuando se marcharon, Tim explicó que harían compañía a Malika mientras él estaba en
Inglaterra. Vivirían con ella en el apartamento. Al oír esto Malika se quedó en silencio un
momento.
Quiero ir contigo, dijo ella, como si pudiera plantearse cualquier otra posibilidad.
El sacudió la cabeza. Ni hablar.
Pero yo no quiero amor con ellos.
El la besó. Ellos no hacen el amor con chicas. Por eso los elegí. Cuidarán de ti muy bien.
Ah, exclamó ella, un poco más tranquila y pensando al mismo tiempo lo listo que había
sido Tim al poder encontrar dos eunucos tan presentables con, aparentemente, tan escasas
dificultades.
Como Tim había prometido, Bobby y Peter se ocuparon de mantener a Malika
entretenida. En vez de llevarla a fiestas, invitaban a sus amigos a casa para que la conocieran.
Pronto se dio cuenta de que en Tánger había muchísimos más eunucos de lo que sospechaba.
Puesto que, según Bobby y Peter, estas meriendas y cócteles eran ofrecidos expresamente
para Malika, ella insistía en saber cuándo iban a venir exactamente los invitados, para
poderlos recibir en la posición correcta, tendida sobre los cojines del diván con un libro en la mano. Cuando hacían pasar a los recién llegados, ella levantaba lentamente la cabeza hasta dejar plenamente a la vista sus nobles facciones, fijaba la mirada en un punto mucho más lejano que cualquier lugar de la habitación y dejaba que el esbozo de una sonrisa temblara brevemente en sus labios antes de desaparecer.
Malika sabía que esto les impresionaba y ellos decían que la adoraban. Organizaban
juegos y bailaban entre ellos y con ella. Le hacían cosquillas, la hociqueaban, la sentaban en el regazo y jugaban con sus cabellos. A Malika le parecían más divertidos que los amigos de Tim, aunque sabía que las cosas que decían carecían de significado. Para ellos todo era un juego; nada había que aprender de ellos.
VII
Tim llevaba ausente más de una semana cuando llevaron por vez primera a Tony al
apartamento. Era un irlandés alto y bullicioso al que el resto del grupo parecía tener un cierto respeto. Al principio Malika supuso que esto se debía a que no era un eunuco como los demás, pero en seguida descubrió que se debía únicamente a que podía gastar mucho más dinero que ellos. La ropa de Tony siempre olía deliciosamente y su coche, un Maserati verde, llamaba la atención incluso más que el de Tim. Un día, a mediodía, cuando Bobby y Peter estaban todavía en el mercado, Tony se presentó en casa. La mujer de color había recibido órdenes expresas de no dejar entrar a nadie en ningún caso, pero Tony era un experto en soslayar este tipo de dificultades. Malika estaba escuchando un disco de Abdelwahab. Lo apagó rápidamente y concentró toda su atención en Tony. En el transcurso del diálogo Tony le dijo distraídamente que le gustaba cómo iba vestida. Malika se alisó la falda. Pero me gustaría verte con otras ropas, continuó él.
¿Y dónde están?
Aquí no. En Madrid.
Oyeron un portazo y supieron que Bobby y Peter habían regresado. Habían discutido y se
intercambiaban solamente ásperos monosílabos. Malika vio que se había quedado sin la
partida de dominó que le habían prometido cuando volvieran. Estuvo sentada un rato
hojeando con gesto abatido una de las revistas financieras de Tim y pensó que los eunucos
eran muy infantiles.
Bobby entró en la habitación y se quedó al otro extremo, ordenando en silencio los libros
en la estantería. Al poco rato apareció en la puerta la criada negra y le anunció en francés que Monsieur Tim había telefoneado desde Londres y que no llegaría a Tánger hasta el día
dieciocho.
Cuando Tony hubo traducido la información al español, Malika se le quedó mirando con
una expresión de desesperanza en el rostro.
Bobby salió apresuradamente de la habitación. Incómodo, Tony se levantó y le siguió. Un
momento después se oyó la voz crispada de Bobby que gritaba: No, no puede salir a comer
contigo. No puede salir de ninguna manera, a ninguna parte, a menos que nosotros vayamos
con ella. Es una de las normas de Tim. Si quieres comer aquí, puedes hacerlo. Durante la
comida hablaron poco. A mitad de la comida Peter arrojó la servilleta y abandonó la
habitación. Después la criada sirvió el café en la terraza. Bobby y Peter seguían discutiendo al otro lado del piso pero, curiosamente, sus voces estridentes se oían bien.
Durante un rato Malika bebió su café a pequeños sorbos sin decir nada. Cuando hablaba
con Tony era como si en su conversación previa no hubiera habido interrupción. ¿Y si vamos a Madrid? preguntó ella.
¿Te gustaría?, sonrió él. Pero ya ves cómo son, dijo señalando a sus espaldas.
A mí me da igual cómo son. Yo sólo prometí estar con ellos durante dos semanas.
A la mañana siguiente, mientras Bobby y Peter hacían la compra en el mercado, Tony y
Malika metieron cuatro maletas en el Maserati y se fueron al puerto para coger el
transbordador de España. Tony dejó a Bobby una escueta nota en la que decía que se llevaba prestada unos días a Malika y que se encargaría de que telefonease.
VIII
Durmieron en Córdoba la primera noche. A la mañana siguiente, antes de salir para
Madrid, Tony se detuvo en la catedral para mostrársela. Cuando llegaron a la puerta, Malika titubeó. Se asomó al interior y vio un interminable pasillo de arcos que se perdía en la penumbra.
Entra, dijo Tony.
Ella respondió que no con la cabeza. Entra tú. Yo te espero aquí.
Al salir de la ciudad, él la regañó un poco. Deberías mirar las cosas cuando tienes ocasión
de hacerlo, le dijo. Era una mezquita famosa.
Ya lo vi, dijo ella con firmeza.
El primer día en Madrid lo pasaron en Balenciaga, mañana y tarde. Tenías razón, dijo
Malika a Tony cuando volvieron al hotel. La ropa es mucho mejor aquí.
Tuvieron que esperar varios días a que tuvieran listas las primeras cosas. El Prado estaba
casi al lado del hotel, pero Tony decidió que no intentaría convencer a Malika de que lo
visitase. Sugirió ir a una corrida.
Sólo los musulmanes saben matar animales, dijo ella.
Llevaban en Madrid más de una semana. Una tarde que estaban sentados en el bar del
Ritz, Tony se volvió hacia ella.
¿Has hablado con Tánger?, le preguntó. No, no lo has hecho. Ven.
Malika no quería pensar en Tánger. Suspirando, se levantó y subió a la habitación de
Tony, que le hizo la llamada.
Cuando Tony oyó por fin a Bobby al otro lado de la línea, hizo un gesto a Malika y le
pasó el teléfono.
Nada más oír la voz de Malika, Bobby empezó a hacerle reproches. Ella le interrumpió
para preguntar por Tim.
Tim no puede volver a Tánger todavía, dijo él, y subió el tono de voz al añadir: ¡Pero
quiere que tú vuelvas ipso tacto!
Malika no dijo nada.
¿Has oído lo que te he dicho?, gritó Bobby. ¿Oíste?
Sí, lo he oído. Ya te llamaré, repuso, y colgó rápidamente para no oír las protestas airadas
al otro lado del hilo.
Volvieron varias veces a Balenciaga para las pruebas. Malika estaba impresionada con
Madrid, pero echaba de menos la tranquilizadora presencia de Tim, sobre todo, por la noche, cuando yacía a solas en la cama. Aunque era agradable estar con Tony porque le prestaba tanta atención y constantemente le compraba regalos, Malika sabía que él sólo lo hacía porque disfrutaba vistiéndola como a él le gustaba verla cuando salían juntos, y no porque le preocupara ella en sí.
Seguían llegando encargos y los vestidos y los conjuntos eran perfectos, pero la felicidad
de Malika se veía ensombrecida en cierto modo porque había descubierto que los únicos sitios donde la gente realmente se fijaba en lo que ella llevaba puesto eran un par de restaurantes y el bar del hotel. Cuando se lo dijo a Tony, él se echó a reír.
¡Ah! Lo que tú necesitas es ir a París. Lo intuyo.
A Malika se le iluminó el rostro. ¿Podemos ir allí?
Cuando llegó la última prenda, Tony y Malika hicieron su cena final en Horcher y a la
mañana siguiente salieron temprano con destino a París. Pasaron la noche en Biarritz, donde las calles vacías eran barridas por la lluvia.
IX
París era demasiado grande. A Malika le asustó incluso antes de que llegaran al hotel y
decidió no perder a Tony de vista a menos que estuviera segura en su habitación. En el Hotel de la Trémoaille contempló a Tony que, tendido boca abajo en su cama, hacía una llamada tras otra y bromeaba, gritaba, movía las piernas y vociferaba entre risas. Cuando terminó de telefonear se volvió hacia ella.
Mañana por la noche te voy a llevar a una fiesta, dijo. Y sé exactamente lo que vas a
llevar. El vestido de satén nacarado.
Malika estaba excitada por la suntuosa casa y los invitados vestidos de etiqueta. Allí por
fin, estaba segura, había alcanzado un lugar en el que la gente poseía el máximo grado de
refinamiento. Cuando descubrió que la miraban con aprobación, se sintió llena de una
sensación de triunfo.
Poco después Tony la condujo a una muchacha alta y bella, de relampagueantes ojos
negros. Ésta es mi hermana Dinah, anunció. Habla español mejor que yo. Señalando a Malika, añadió: y ésta es la nueva Antinea. Dejó a las dos juntas y desapareció en otra sala.
Los modales de Dinah con ella le hicieron sentir que habían sido amigas durante mucho
tiempo. Tras charlar unos minutos le presentó a un grupo de sudamericanos. Las mujeres iban cubiertas de joyas y algunas llevaban pieles de animales sobre los hombros. Incluso los hombres lucían gruesos diamantes en los dedos. Malika sospechó que a Tim no le gustaría, pero entonces se le ocurrió que a lo mejor no era de fiar como arbitro del gusto en una ciudad como aquélla.
París es muy grande, le dijo a un hombre que le sonreía de modo insinuante. No lo había
visto hasta ayer. Me da miedo salir. ¿Por qué lo hicieron tan grande?
El hombre, sonriendo más, le dijo que estaba a su disposición y que le encantaría
acompañarla a donde quisiera, cuando le viniera a ella mejor.
Oh, exclamó ella, con aspecto pensativo. Sería estupendo.
¿Mañana?
Me temo que mañana no va a poder ser, interrumpió bruscamente Dinah, que había oído
el final del diálogo, y se llevó a Malika del brazo. Mientras la sacaba de allí, le susurró
furiosa: Su mujer estaba allí, mirándote.
Malika se volvió para lanzar una mirada asustada por encima del hombro. El hombre
seguía sonriéndola.
Durante los días siguientes Dinah, que vivía cerca de la Avenue Montaigne, acudía
regularmente al hotel. Ella y Tony tenían largas conversaciones mientras Malika escuchaba
Radio Cairo. Una tarde que Tony se había ido, Malika, aburrida, le pidió a Dinah que le
pusiera una conferencia con Bobby en Tánger. Media hora después sonaba el teléfono y oía la voz de Bobby.
¡Hola Bobby!
¡Malika! La voz de él era ya estridente. ¡No me puedes hacer esto! ¿Para qué has ido a
París? Tienes que volver a Tánger.
Malika guardaba silencio.
Te estamos esperando. ¿Qué va a decir Tim si no estás aquí?
¡Tim!, repitió ella despreciativa. ¿Y dónde está Tim?
Vuelve la semana que viene. Pásame a Tony.
Tony ha salido.
¡Escucha!, gritó Bobby. ¿En qué hotel estás?
No sé cómo se llama, dijo ella. Está en París. Es bonito. Adiós.
No muchos días después, una mañana, Tony anunció de pronto que se iba a Londres
dentro de una hora. Dinah llegó poco antes de que él se marchara y se enzarzaron, al parecer, en una discusión que no terminó hasta que él les dio un beso de despedida a cada una. Cuando se fue, Malika movió la cabeza cavilosamente.
A Londres... no volverá, pensó.
X
Un día después de que Malika se hubiera trasladado al piso de Dinah, el tiempo se hizo
lluvioso y frío. Dinah salía a menudo, dejándola sola con la doncella y el cocinero. A ella le
daba igual quedarse en casa, donde hacía calor. En su guardarropa, aunque impresionante, no había ninguna clase de ropa de abrigo. Dinah le había dicho que el frío no había hecho más que empezar y que no volvería a hacer calor ya durante muchos meses. Malika pensaba que en algún lugar de París debía de haber una joteya, donde poder cambiar dos o tres vestidos de noche por un abrigo, pero Dinah sacudió la cabeza cuando ella se lo preguntó.
El apartamento era espacioso, y había toda clase de revistas para estudiar. Malika se
pasaba el tiempo con las piernas enroscadas en un diván, examinando los detalles de las
fotografías de moda.
Tony llamó desde Londres para aplazar su regreso unos días. Cuando Dinah le dio la
noticia, Malika sonrió. Claro, dijo.
Hoy comeré con una amiga que tiene montañas de ropa, dijo Dinah. A ver si consigo un
abrigo para ti.
Aquella misma tarde le trajo un abrigo de visón, pero necesitaba urgentemente un arreglo.
Malika se quedó mirando los descosidos con visible estupor.
Es que no te das cuenta de la suerte que tienes, le dijo Dinah.
Ella se encogió de hombros.
Después de que el peletero hubiera arreglado la prenda y vuelto a coser las pieles, parecía
completamente nuevo, como si lo hubieran acabado de hacer para Malika. Acarició con los
dedos su superficie brillante, se examinó en el espejo y concluyó que, después de todo, era un abrigo que estaba muy bien.
La amiga de Dinah fue a comer. Se llamaba Daphne y no era muy guapa. Trató de hablar
con Malika en italiano. Durante la comida invitó a ambas a pasar unos días en su casa en
Cortina d'Ampezzo.
Dinah estaba entusiasmada. Cuando Daphne se fue, sacó un álbum de fotos y lo extendió
en el regazo de Malika. Malika vio que el fondo era blanco y que la gente, que iba vestida de forma muy poco elegante, llevaba largas tablas en los pies. Sentía dudas, pero el extraño
paisaje blanco y los grupos de gente festiva le intrigaban. Podía ser más interesante que París, ciudad que, después de todo, había resultado bastante aburrida.
Fueron a la agencia a reservar un billete de avión. ¿Tienes algo de dinero o no? Le
preguntó Dinah mientras esperaban.
Malika de pronto se sintió muy avergonzada.
Tony nunca me dio nada, dijo.
Da igual, le dijo Dinah.
Antes de que se fueran se produjo una acalorada discusión entre ellas sobre si Malika
debía llevarse todas sus maletas a Milán en el avión.
Pero allí no vas a necesitar toda esa ropa, objetaba Dinah. Y, además, resultaría carísimo.
Tengo que llevarme todo, dijo Malika.
Todas sus pertenencias fueron con ella en el avión. Tuvieron mal tiempo camino de
Milán, donde fue a recogerlas el coche de Daphne. Ella estaba ya en Cortina.
A Malika no le había gustado el viaje en avión. No comprendía por qué la gente que
tenía coche cogía un avión. No se veían más que nubes y con el vaivén del avión se marearon algunos pasajeros, así que al final del vuelo todo el mundo parecía nervioso y descontento.
Durante algún tiempo, mientras recorrían la autostrada a gran velocidad, Malika pensó que
había vuelto a España.
Según el chófer, había ya tantos amigos en el chalé de Daphne que no quedaba sitio para
ellas. Daphne las había instalado en un hotel. Dinah recibió esta noticia en silencio; parecía
que le disgustaba. Malika, cuando comprendió la situación, se alegró para sus adentros. En el hotel habría mucha más gente que en la casa.
XI
Hacía frío en Cortina. Al principio Malika no quería salir del hotel. El aire es como
veneno, se quejaba. Luego empezó a probar y, finalmente, descubrió que era un tipo de frío
que resultaba agradable.
Envuelta en su cálido abrigo, se sentaba con los demás bajo el sol radiante en la terraza
del hotel y daba sorbitos a su chocolate caliente mientras los demás bebían sus cócteles.
Aquella jovialidad de mejillas rojas de quienes la rodeaban era una experiencia nueva, y la
nieve nunca dejaba de fascinarla. Todas las mañanas cuando Daphne y sus invitados iban a
recoger a Dinah, Malika se quedaba mirando cómo el bullicioso grupo corría hacia las pistas de nieve. Luego vagaba por las zonas de uso público. Los empleados eran educados y a menudo le sonreían. En el hotel había una tienda en la que vendían esquís y la ropa que había que ponerse para usarlos. Cambiaban diariamente los escaparates y con frecuencia podía verse a Malika de pie afuera mirando las cosas a través del cristal.
En dos ocasiones, estando ella allí se le acercó paseando un joven muy alto que parecía a
punto de hablar con ella. Las dos veces ella se dio la vuelta y continuó deambulando sin
rumbo fijo. Tony y Dinah le habían advertido repetidamente que no conversara con extraños, y pensó que era mejor obedecer las normas que ellos consideraban tan importantes. Malika se había dado cuenta de que Otto, el camarero, hablaba español y, por la mañana, cuando el bar solía estar vacío, entraba y charlaba con él. Una mañana Otto le preguntó por qué nunca iba a esquiar con sus amigos.
No sé, musitó ella.
En aquel momento, por el espejo que había detrás de la barra, vio que entraba en el bar el
joven y que se quedaba junto a la puerta, como escuchando la conversación. Confió en que
Otto no la prosiguiera, pero lo hizo.
Esa no es razón, dijo. Aprenda usted. Hay cantidad de buenos profesores de esquí en
Cortina.
Malika movió despacio la cabeza negativamente varias veces.
El joven se acercó a la barra diciendo en español: Nuestro amigo Otto tiene razón, para
eso viene la gente a Cortina. Aquí todo el mundo esquía.
Se había acodado en la barra y miraba de cara a Malika.
Yo es que paso mucho tiempo al sur de la frontera, dijo en tono confidencial. Tengo una
pequeña hacienda en Durango.
Malika le miraba fijamente. Aquel señor le estaba hablando en español, pero ella no
entendía de qué le estaba hablando. El malinterpretó la expresión de ella y frunció las cejas.
¿Qué sucede? ¿No le gusta Durango?
Ella miró a Otto y después otra vez al joven alto. Luego se echó a reír y el sonido de sus
risas resonó agradablemente en el bar. La cara del joven parecía derretirse al oírla.
Malika bajó del taburete y le sonrió.
No comprendo, dijo. Hasta luego, Otto.
Y, mientras el joven seguía haciendo un visible esfuerzo por aclarar sus ideas, ella se dio
media vuelta y salió del bar.
Esto marcó el comienzo de una nueva amistad, que se afianzó más a lo largo de aquel
mismo día. Al final de la tarde Malika y el joven, que decía llamarse Tex, salieron a pasear
por la carretera de nieve aplastada que había junto al hotel. Las cumbres de las montañas a su alrededor se estaban volviendo rosáceas. Malika aspiró con entusiasmo el aire por la nariz.
Me gusta este sitio, dijo, como si el tema hubiese sido objeto de debate.
Te gustaría más si aprendieras a esquiar, dijo Tex.
¡No, no! Malika titubeó un momento pero luego continuó rápidamente: No puedo pagar
las clases. No tengo dinero. No me lo dan.
¿Quiénes?
Malika siguió caminando a su lado sin responder y él la tomó del brazo. Cuando
volvieron al hotel ella había aceptado que Tex le pagara las clases, los esquís y la ropa, a
condición de que esto último lo comprara en una tienda de la ciudad y no en el hotel.
Una vez que tuvo el equipo, comenzaron las clases. Tex estaba siempre presente. A Dinah
no le gustaba nada aquello: decía que nunca se había visto algo semejante y le pidió a Malika que le indicara quién era Tex.
Malika, que no había sentido rencor alguno porque la dejaran sola todos los días
olvidándose de ella, no comprendía las objeciones de Dinah. Estaba encantada con su nuevo amigo y quedó con Dinah en que le verían en el bar, donde estuvo sentada media hora escuchándoles hablar en inglés. Aquella noche, más tarde, Dinah le dijo a Malika que Tex no era educado. Malika no comprendía.
¡Que es un idiota!, exclamó Dinah.
Malika se echó a reír pensando que aquello significaba que a Dinah también le gustaba.
Tiene buen corazón, respondió Malika con calma.
Sí, sí. Pronto verás ese buen corazón, le dijo Dinah con sonrisa aviesa.
Al notar que el interés que Tex sentía por ella se debía en parte al misterio que parecía
rodearla, Malika le daba la menor información posible sobré ella. Él seguía teniendo la
impresión de que era mexicana y formaba parte de la familia de Dinah y que, por las razones que fueran, Dinah estaba a cargo de ella. Su error divertía a Malika, que no hizo nada por sacarle de él. Malika sabía que Dinah y Daphne estaban convencidas de que había algo entre ella y Tex, y también esto le hacía gracia porque no era cierto.
A veces, a pesar de los esfuerzos de Malika por impedirlo, Tex bebía demasiado whisky.
Solía hacerlo en el bar, después de cenar. En momentos así su rostro adquiría una expresión
que a Malika le recordaba la de un pez arrojado a la playa. Con los ojos saltones y la
mandíbula caída, Tex le cogía una mano entre las suyas y gruñía: ¡Oh, honey! Para Malika
esto manifestaba una desesperanza momentánea, así que suspiraba, sacudía la cabeza y trataba de consolarle diciéndole que en seguida se sentiría mejor.
Las clases iban muy bien. Malika pasaba en la nieve con Tex la mayor parte de las horas
de luz y también habría comido con él si no hubiese sido porque Dinah, indignada, se lo había prohibido.
Un día a la hora de comer, Dinah encendió un cigarrillo y dijo: Mañana es tu última clase
de esquí. Nos vamos a París el jueves.
Malika notó que Dinah la observaba fijamente para ver el efecto que le causaba esta
noticia. Decidió adoptar un gesto un poco contrariado, pero no tanto como para que Dinah se sintiera satisfecha.
Han sido unas vacaciones maravillosas, continuó Dinah, y todos lo hemos pasado muy
bien, pero ahora se terminó.
Así es la vida, murmuró Malika cabizbaja.
XII
Aquella tarde, tras acabar la clase, Malika y Tex se sentaron juntos en la nieve mirando el
valle a la luz crepuscular. De pronto Malika se dio cuenta de que estaba llorando. Tex la miró consternado, luego la atrajo hacia sí y trató de consolarla. Entre sollozos, Malika le contó lo que Dinah le había dicho a la hora de comer.
Al sentir los brazos de él rodeándola se dio cuenta de que la única razón de su infelicidad
era que no quería dejarle. Apoyó la cabeza en su pecho y sollozó: Me quiero quedar contigo,
Tex, contigo.
Estas palabras transformaron a Tex. Estaba radiante.
Mientras la tranquilizaba con gestos, le decía que haría cualquier cosa en el mundo por
ella. Si ella quería, él se la llevaba aquella misma noche. Malika dejó de llorar y escuchó.
Cuando se levantaron del talud de nieve ya habían acordado marcharse a la mañana
siguiente mientras Dinah esquiaba. Tex estaba decidido a no volver a reunirse con Dinah,
pero Malika le hizo dejar una nota para ella, que le dictó:
Dinah, no quiero ir a París ahora. Gracias a ti y a Daphne.
Me ha encantado Cortina. Ahora voy a aprender a esquiar.
Me quedaré en Suiza algún tiempo. Buena suerte, Malika.
Tex había dispuesto que a las nueve y media de la mañana les recogiera del hotel un
coche con chófer, lo bastante grande como para meter las numerosas maletas de Malika. Todo marchó como estaba previsto y Malika entregó la nota para Dinah al recepcionista, que no mencionó el asunto de la factura —cosa que temía que hiciera—, sino que se limitó a asentir con gesto grave.
Dinah se va a enfadar muchísimo, dijo Malika cuando se alejaban de Cortina.
Estaba pensando en eso, dijo Tex. ¿Creará problemas?
No puede hacer nada. Nunca vio mi pasaporte. Ni siquiera sabe cómo me apellido.
Tex, que parecía perplejo al oír esto, comenzó a hacerle una serie de preguntas, que ella,
contenta al ver el hermoso paisaje blanco fuera, respondía sin contestar. Cogía a Tex de la
mano de vez en cuando para señalarle un detalle del paisaje y, adueñándose suavemente de la situación , logró despistarle sin que se diera cuenta de ello.
Almorzaron en un pequeño restaurante del Mezzolombardo. El camarero llevó una botella
de vino y les puso dos copas.
No, dijo Malika, apartando su copa con la mano.
Tu amiga Dinah no está aquí ahora, le recordó Tex. Puedes hacer lo que te dé la gana.
¿Dinah?, exclamó con voz de desprecio. ¿Quién es Dinah comparada con la palabra de
Dios?
Él se la quedó mirando desconcertado y no llevó el asunto más lejos. Se bebió la botella
de vino él solo, de modo que cuando volvieron al coche se encontraba alegre y relajado.
Mientras corrían hacia el sur por la autostrada, Tex se dedicó a estrujarle la mano a Malika, a rozarle el cuello con los labios y, finalmente, a besarla febrilmente en la boca. Malika no
podía esperar nada mejor.
XIII
Al cenar aquella noche en Milán ella le vio beber dos botellas de vino. Más tarde en el bar
se bebió varios whiskies. En Cortina le hubiera pedido que dejara de hacerlo, pero aquella
noche fingió no darse cuenta de que él se estaba sumiendo directamente en un estado de
embriaguez. Malika empezó a contarle una complicada historia que conocía desde su infancia sobre una necrófaga que vivía en una cueva y desenterraba cadáveres recién sepultados para sacarles el hígado. Viendo la expresión de absoluta perplejidad de Tex, se detuvo a mitad del cuento.
El sacudió la cabeza pensativamente.
¡Menuda imaginación!, dijo.
Quiero aprender a hablar inglés, continuó Malika, dejando a un lado la historia de la
necrófaga. Eso es lo que voy a hacer en Suiza.
Tex estaba borracho cuando subieron a la habitación. Ella lo lamentaba porque le gustaba
mucho más cuando estaba sobrio, pero se temía que iba a desear acostarse con ella y le
pareció más prudente, siendo la primera vez que estaban juntos, que él estuviera atontado. Era imprescindible que creyera que era el primero que se acostaba con ella.
Por la mañana, cuando Tex se levantó con la mirada fija y tratando de recordar, ella le
confió que no había sido tan doloroso como ella suponía. Tex estaba contrito; casi lloró
mientras le suplicaba perdón. Malika sonrió y le cubrió de besos.
Habiendo conseguido esto, ella siguió presionando, no con un propósito concreto en la
mente, sino simplemente para obtener una posición más firme. Cuando Tex se hallaba todavía sumido en la ciénaga del remordimiento mañanero, le hizo prometer que abjurase del whisky. En el Grand Saint Bernard, cuando la policía les devolvía los pasaportes, Malika vio que Tex miraba el suyo por un instante con perplejidad. Cuando estuvieron en el coche, le pidió que le enseñara otra vez el pasaporte. Los caracteres arábigos parecían causarle una viva inquietud. Tex comenzó a hacerle preguntas sobre Marruecos que ella no hubiera podido responder ni siquiera si se hubiera encontrado en disposición de hablar de esas cosas. Le aseguró que era como cualquier otro país. Pero ahora estoy pensando en Suiza, dijo ella Llegaron a Lausana al anochecer y tomaron habitaciones en un gran hotel junto al lago, en Ouchy. Era mucho más grandioso que el hospedaje de Cortina y, además, la gente alojada allí, al no estar vestida para esquiar, le parecía a Malika mucho más elegante.
Me gusta este sitio, le dijo a Tex aquella noche durante la cena. ¿Cuánto tiempo podemos
quedarnos?
A la mañana siguiente, ante la insistencia de Malika, fueron juntos a la Escuela Berlitz
para hacer cursos intensivos de idiomas: ella de inglés y él de francés. Malika pensaba que
Tex imaginaba que ella se cansaría pronto del estricto horario, pero estaba decidida a no irse de Lausana sin saber hablar inglés. Se pasaban toda la mañana en sus respectivas clases, comían juntos y volvían a la escuela a las tres para continuar con la clase de conversación.
Todos los viernes por la tarde Tex alquilaba un coche y se iban de excursión a Gstadd
deteniéndose a cenar en el camino. Los sábados y los domingos, si no nevaba, esquiaban en
Wasserngrat o en Eggli. A veces él insistía en que se quedaran hasta el lunes, aunque
significaba perder las clases de la mañana, pero Malika sabía que si le dejaba salirse con la
suya siempre lo haría y alargaría los fines de semana cada vez más. A Tex le parecía bien que Malika aprendiera inglés, pero no alcanzaba a comprender su preocupación obsesiva; ni tampoco Malika habría podido explicárselo si él se lo hubiera preguntado. Lo único que sabía era que a menos que siguiera aprendiendo estaba perdida.
XIV
Durante aquel invierno en Lausana no hicieron amigos: les bastaba enteramente con su
mutua compañía. Un día, cuando salían del Schweizerische Kreditanstalt donde Tex había
abierto una cuenta para Malika, él se volvió hacia ella y, sin venir a cuento, le preguntó si
alguna vez había pensado en casarse.
Malika se quedó mirándolo admirada.
Pienso en ello todo el tiempo, dijo. Sabes que me hace feliz estar casada contigo.
El la miraba como si no hubiera entendido nada de lo que ella había dicho. Al cabo de un
momento la cogió del brazo y la atrajo hacia sí. A mí también me hace feliz, dijo. Sin
embargo, Malika veía que tenía algo en la cabeza. Después, cuando estuvieron a solas, él dijo que desde luego estaban casados, pero que de lo que él estaba hablando era de un matrimonio con papeles.
¡Con papeles o sin papeles! Es lo mismo, ¿no? Si dos personas se quieren, ¿qué tienen
que ver los papeles?
Es por las autoridades, explicó él. Les gusta que la gente que está casada tenga papeles.
Claro, coincidió ella. En Marruecos también. Hay mucha gente casada con papeles.
Estaba a punto de añadir que los papeles eran importantes si pensabas tener niños, pero se
contuvo a tiempo, presintiendo que el comentario llevaba las cosas a terreno peligroso. Por
ciertas preguntas que le había hecho, Malika sospechaba que Tex empezaba a preguntarse si estaba embarazada. Las preguntas hacían gracia a Malika, porque se basaban en la suposición de que no había existido un Tim antes de Tex para enseñarle lo que había que hacer para estar siempre segura.
A comienzos de la primavera una mañana en que Malika se quejaba de cierta flojedad,
Tex se lo preguntó directamente. ¿Crees que las mujeres en Marruecos no saben nada?, exclamó ella. Si quieren hacer hijos los hacen. Y si no quieren, no los hacen.
Esos remedios caseros no siempre funcionan, dijo Tex asintiendo con la cabeza
dubitativamente.
Malika estaba segura. Él no sabía nada de Marruecos.
El mío sí, dijo.
Si ella nunca le hablaba de Norteamérica a él ni le preguntaba por su familia era porque
no podía imaginarse su vida allí con la suficiente claridad como para sentir curiosidad. Por su parte, él hablaba de Estados Unidos cada vez más a menudo. Nunca antes se había ausentado tanto tiempo, decía. Malika interpretaba estas observaciones como advertencias de que se había hartado de su vida actual y estaba contemplando la posibilidad de cambiar. Este pensamie nto le producía terror, pero Malika no dejaba que Tex lo percibiera.
De vez en cuando ella le sorprendía mirándola fijamente, con una expresión de profunda
incomprensión en su cara. Ahora, como Malika había insistido en ello, hablaban a menudo en inglés. Malika pensaba que le iba mucho más que el español; y Tex parecía tener una voz completamente distinta.
¿Te gustaría casarte? Quiero decir, con papeles.
Sí, si quieres.
¿Y tú?, insistió él.
Pues claro que quiero, si tú quieres. Contrajeron matrimonio en una parroquia protestante
y el sacerdote que les casó le señaló en un aparte a Tex que, personalmente, no era partidario de los matrimonios en los que la novia era tan joven como Malika.
Por mi experiencia, dijo, son muy pocas las uniones de este tipo que resultan ser
permanentes. Para Malika el episodio fue un poco absurdo, del estilo de cosas que tanto les gusta, al parecer, a los nazarenos. No obstante, ella veía a las claras que el asunto era muy importante para Tex. De hecho su carácter parecía haber sufrido una repentina metamorfosis desde la ceremonia, en el sentido de que ahora él era más tajante. A ella le gustaba más de este modo y llegó a la conclusión de que, en el fondo, Tex era muy devoto. Los papeles eran, evidentemente, una exigencia de la religión cristiana y, ahora que él los tenía, se sentía más seguro.
Apenas quince días más tarde, un día en que Tex bebió un poco más de vino que de
costumbre, le anunció que se iban a casa. Malika recibió la noticia con una sensación de
vértigo. Notaba que Tex se alegraba de dejar el mundo de los hoteles y restaurantes y
sospechaba que la vida en una casa sería distinta y, ni por asomo, tan divertida.
Tampoco ahora Malika vio nada desde el avión, pero esta vez el viaje duró tanto que ella
llegó a preocuparse.
Tex estaba medio dormido, pero ella le despertó varias veces para preguntarle que dónde
estaban.
Dos veces le contestó jovialmente que en el aire.
La vez siguiente le dijo: En algún sitio sobre el océano, supongo. Y la miró de soslayo.
No nos movemos, dijo ella. Estamos parados. El avión se ha atascado.
El se limitaba a reír pero, por el modo en que lo hacía, ella se daba cuenta de que había
cometido un error de alguna clase. No me gusta este avión, dijo Malika.
Duérmete, le recomendó Tex.
Ella cerró los ojos y permaneció en silencio pensando que había ido demasiado lejos...,
tan lejos que ahora no estaba en ninguna parte. Fuera del mundo, susurraba para sí misma en árabe, y sentía escalofríos.
XV
El hecho de estar en Los Ángeles persuadió a Malika de que tenía razón, de que había
dejado atrás todo lo comprensible y ahora se hallaba en un lugar completamente distinto
cuyas leyes no podría conocer. Fueron desde el aeropuerto a lo alto de una montaña donde
había una casa escondida en un bosque. Tex le había hablado de ella, pero Malika había
imaginado algo muy diferente, como la montaña de Tánger, donde las casas tenían grandes
jardines a su alrededor. Aquella casa estaba sumergida entre los árboles; no podía verse el
resto de la casa ni siquiera cuando se llegaba a la puerta.
En mitad del bosque, dijo asombrada.
Un filipino pequeño y mal encarado que vestía una chaqueta blanca les abrió la puerta.
Hizo una profunda reverencia y le dirigió unas breves palabras de bienvenida a Malika. Ella
sabía que estaba hablando en inglés, pero no era el inglés que le habían enseñado en Lausana.
Al final, Malika le dio las gracias con tono grave.
Más tarde preguntó a Tex lo que había dicho el hombrecillo.
Te ha deseado que seas muy feliz aquí en tu nueva casa. Nada más.
¿En mi casa?, ¡pero si es tu casa, no la mía!
¡Pues claro que es tuya! Eres mi mujer, ¿no?
Malika asintió con la cabeza. Sabía que, por más que la gente fingiera, cuando un hombre
se cansaba de su esposa, se deshacía de ella y tomaba otra nueva. Ella amaba a Tex y confiaba en él, pero no esperaba que fuese distinto de los demás. Cuando llegara el momento sabía que él encontraría un pretexto para librarse de ella. Lo importante era saber cómo combatir el momento fatal para retrasarlo lo más posible.
Malika movió la cabeza afirmativamente y dijo sonriendo: Me gusta esta casa, Tex.
Las estancias tenían formas irregulares con inesperadas alcobas y hornacinas en las que
había mullidos divanes donde se amontonaban pilas de cojines. Al inspeccionar la casa,
Malika observó con satisfacción que las ventanas estaban enrejadas. Se había fijado ya en la pesada puerta principal con sus gruesos cerrojos.
Aquella noche cuando estaban sentados ante la chimenea oyeron el graznido de un
coyote.
Chacales, murmuró Malika volviendo la cabeza para escuchar. Mal asunto.
Para Malika resultaba incomprensible que alguien despilfarrara el dinero en construirse
una casa tan bonita en un sitio tan alejado del mundo, pero sobre todo no alcanzaba a
comprender por qué habían dejado crecer los árboles tan cerca de la casa. Aunque no dijo una palabra de ello, decidió no salir nunca a menos que Tex la acompañase, y nunca, en ningún caso, se quedaría en casa sin él.
A la mañana siguiente, cuando Tex estaba a punto de bajar a la ciudad en el coche,
Malika empezó a correr de una habitación a otra gritando: ¡Espera! Voy contigo.
Te vas a aburrir, dijo él. Tengo que ir al despacho de unos abogados. Quédate aquí, con
Salvador.
Malika no podía permitir que Tex se diera cuenta de que le daba miedo quedarse en la
casa. Hubiera sido una ofensa imperdonable.
No, no, no. Quiero ver la ciudad, dijo ella.
Tex la besó y se fueron a la ciudad. Era un coche más grande que el que había alquilado
en el aeropuerto el día anterior.
Quiero estar siempre contigo, vayas donde vayas, dijo ella en tono confidencial,
esperando que esto contribuyera a sentar un precedente.
Durante aquellas semanas cuando observaba la vida en las calles no conseguía ver una
pauta. La gente siempre estaba camino de alguna parte, y andaba con prisas. Malika no era tan ingenua como para pensar que eran todos iguales, pero no tenía modo de saber quién era quién. En Marruecos, en Europa, la gente estaba ajetreada en hacer cosas, pero siempre había otros mirando. Siempre, dondequiera que uno estuviese, hiciese lo que hiciese, había mirones.
En cambio, en Estados Unidos, Malika tenía la impresión de que todo el mundo iba a alguna parte y no había nadie sentado mirando.
Esto la inquietaba. Se sentía lejos, muy lejos de todo lo que había conocido. Las freeways
le inspiraban miedo porque no podía quitarse de la cabeza la idea de que había sucedido
alguna catástrofe innombrable y que los coches huían llenos de refugiados del lugar del
desastre. Tuvo oportunidad de sobra de ver las hileras kilométricas de casas y de comparar
estas simples viviendas con la residencia de la montaña. Como resultado de ello se le ocurrió que tal vez tenía suerte al vivir donde vivía. Un día que iban en el coche a la ciudad se volvió para mirar a Tex y le dijo: ¿Tú tienes más dinero que esta gente?
¿Qué gente? Malika movió la mano. Los que viven en estas casas.
No sé el dinero que tendrán los demás, repuso él. Lo que sé es que a mí nunca me ha
bastado con el mío.
Malika, mirando las filas de endebles casas de madera bordeadas de polvorientos
matorrales, se negó a creerle. Tú tienes más dinero, afirmó ella. ¿Por qué no quieres decirlo?
Esto hizo reír a Tex. Tenga mucho o poco, me lo gané yo mismo. El día que cumplí
veintiún años mi padre me dio un cheque y me dijo: Toma, a ver qué haces con esto. A los
tres años había convertido en cuatro veces y media aquella cantidad. ¿Te referías a esto,
papá?, le pregunté. A eso me refería, hijo, me respondió.
Malika se quedó pensativa un momento y finalmente dijo: Y ahora, cuando tu padre
necesita dinero se lo das tú.
Tex la miró de lado y dijo gravemente: Desde luego.
Ella quería preguntarle si no tenía amigos en Los Ángeles. Desde que llegaron no habían
visto a nadie, y a ella le parecía raro. Podía ser una costumbre de allí el que las parejas de
recién casados se mantuviesen en soledad absoluta durante un periodo determinado. O quizá todos los amigos de Tex allí eran mujeres, lo que impediría automáticamente que ella las conociera. Cuando Malika le preguntó, él dijo que rara vez iba a Los Angeles. Suelo estar con mi familia en Texas, dijo, o arriba en la hacienda.
En el piso superior había un estudio con una espaciosa solana que no quedaba oculta por
los árboles en pleno día. Malika no se sentía del todo tranquila sentada allí fuera, sin nada
entre ella y el oscuro bosque. Sospechaba que los árboles albergaban pájaros peligrosos. A
veces, ella y Tex se sentaban allí tras darse un chapuzón en la piscina que, al estar situada
debajo, dentro del patio cerrado, ella consideraba lugar seguro. Tex la observaba tendida
sobre una colchoneta y le aseguraba que estaba más hermosa que nunca. Ella ya lo había
advertido, pero le agradaba saber que también él lo notaba.
XVI
Un día Tex le dijo que iba a venir a cenar un tal F. T. Era un viejo amigo de su padre que
se ocupaba de sus asuntos financieros. Como a Malika le parecía interesante saber en qué
consistía ese trabajo, Tex hizo un esfuerzo por explicarle cómo funcionaban las inversiones.
Malika guardó silencio durante unos momentos.
Pero entonces, dijo, uno no puede ganar dinero a menos que ya lo tenga.
Más o menos, reconoció Tex.
F. T. era un hombre de mediana edad, vestía bien, y tenía un bigotito gris. Malika le
encantó y la llamaba Little Lady. Esto a ella le sonaba ligeramente insultante pero como, por lo demás, veía que F. T. era un hombre agradable y correcto, no protestó. Además, Tex le había dicho: Recuerda esto, si alguna vez necesitas cualquier cosa, lo que sea, telefoneas a F. T. Es como mi padre.
Durante la cena Malika llegó a la conclusión de que F. T. realmente le gustaba, aunque él
no la tomara muy en serio. Después, él y Tex hablaron largo y tendido. Hablaron tantísimo
tiempo que Malika se quedó dormida sobre un diván y no se despertó hasta que F. T. se hubo marchado. Malika pidió perdón por su descortesía, pero culpó a Tex de haber permitido que ocurriera.
Tex se tendió junto a ella. Le has parecido fantástica a F. T. Dice que eres, sin la menor
duda, la chica más bonita que ha visto en su vida. Es encantador, murmuró ella.
Desde su llegada a California la vida de Malika parecía haberse paralizado. Al volver a
pensar en ello llegó a la conclusión de que se había detenido cuando interrumpió su curso en la Escuela Berlitz. Así que, con toda inocencia, preguntó a Tex si podía continuar las clases allí. Pero, para sorpresa de ella, se burló de la sugerencia, argumentando que lo único que necesitaba era practicar conversación. Como Tex no solía negarse a nada, ella no lo tomó al pie de la letra, y siguió hablándole de las ganas que tenía de seguir instruyéndose. De repente, Malika intuyó que Tex no iba a ceder: por lo visto, consideraba aquella insatisfacción de ella como una crítica. Finalmente se dio cuenta de que Tex estaba enfadado.
¡No comprendes!, gritó Malika. Tengo que estudiar más inglés para poder estudiar
cualquier otra cosa. ¡Estudiar!
Claro, dijo ella con calma. Siempre voy a estudiar. ¿Piensas que me voy a quedar así?
Eso espero, cariño. Hazlo por mí. Eres perfecta.
Por la noche Tex le dijo: Voy a contratar a otra mujer para la cocina, así Salvador te podrá
enseñar a cocinar. Eso es algo que debes aprender, ¿no te parece?
Malika calló un momento.
¿Quieres que aprenda? Sabes que quiero hacerte feliz.
A partir de entonces empezó a pasar varias horas al día en la cocina con Salvador y
Concha, mexicana cuyo trabajo despreciaba el pequeño filipino. La cocina era una sala
bastante agradable, pero todos aquellos extraños artilugios y los timbres que no dejaban de
sonar mientras Salvador iba de un lado a otro confundían a Malika y le inspiraban un temor
reverencial. Incluso Salvador le asustaba un poco. Su rostro siempre tenía la misma expresión: una sonrisa sin sentido. A Malika le parecía que cuando se enfadaba sonreía todavía más. Ella procuraba prestar la máxima atención a todo cuanto él decía y pronto Salvador la enseñó a hacer platos sencillos que comían a la hora del almuerzo. Si la receta exigía una bechamel o una chasseur, Salvador las hacía él mismo y luego las añadía, porque la sincronización era algo que superaba las capacidades de Malika. Le agradaba comprobar que a Tex le parecía que la comida preparada por ella era lo suficientemente buena como para ser servida en la mesa. Siguió pasando dos horas en la cocina todas las mañanas, y una hora más o menos antes de la cena por la noche. A veces, ayudaba a Salvador y a Concha a preparar una cesta de merienda y se iban de picnic a la playa. A Malika le hubiera gustado poder hablarle a Tex de las fiestas de Tánger en la playa, pero no había manera de hacerlo.
XVII
Alguna que otra vez, a pesar de las súplicas de Malika, Tex aprovechaba su sesión
matinal en la cocina para irse en el coche pequeño a la ciudad a resolver algún asunto. Ella se sentía inquieta hasta que regresaba, pero Tex volvía siempre a tiempo para comer. Una
mañana Tex no apareció a la hora habitual. Sonó el teléfono. Salvador se secó las manos y
entró en el office para cogerlo mientras Malika y Concha seguían hablando en español. Al
cabo de un momento Salvador reapareció en la puerta y, con una sonrisa radiante, dijo a
Malika que la policía había llamado para decir que Mr. Tex había tenido un accidente y estaba en un hospital, en Westwood.
Malika corrió hacia el hombrecillo y le cogió de los hombros. ¡Llame a F. T.!
Mientras Salvador buscaba el número y lo marcaba, Malika saltaba de un lado a otro. En
cuanto vio que estaba hablando con F. T. le arrebató el auricular.
¡F. T! ¡Venga a recogerme! Quiero ver a Tex.
La voz de F. T. era pausada y tranquilizadora. Sí. Cálmese y espere a que yo vaya. Estaré
ahí tan pronto como pueda. No se preocupe. Déjeme hablar con Salvador otra vez.
Malika dejó a Salvador hablando por teléfono, subió corriendo al estudio y empezó a
caminar de un lado a otro. Si Tex estaba en el hospital, probablemente no volvería para
dormir aquella noche, y ella no se quedaría en casa sin él. Salió a la solana y se quedó
mirando los árboles. Tex está muerto, pensó.
Hasta media tarde no se detuvo el coche de F. T. ante la puerta. F. T. encontró a Malika
en el estudio, tendida boca abajo sobre un diván. Cuando oyó su voz se levantó de un brinco con los ojos muy abiertos y fue corriendo a su encuentro.
Aquella noche Malika durmió en casa de F. T. El insistió en llevársela y dejarla al
cuidado de su mujer; efectivamente, Tex había muerto. Había fallecido poco después de llegar al hospital.
F. T. y su mujer no compadecieron a Malika. La mujer de F. T. decía que manifestar su
compasión podría provocar la histeria. Malika no hacía más que hablar y hablar, y lloraba de modo intermitente. A veces se le olvidaba que quienes la escuchaban no entendían árabe ni español, hasta que, a instancias de ellos, volvía al inglés. Ella había jurado, decía Malika,
acompañar a Tex siempre que saliera, pero no lo había hecho y por eso había muerto; Tex era el único ser en el mundo al que amaba y estaba lejos de su hogar y, ¿qué iba a ser de ella, allí sola?
Aquella noche, tendida en la oscuridad escuchando de vez en cuando el gemido de las
sirenas de la policía, se vio asaltada de nuevo por la sensación que había experimentado en el avión: la de haberse alejado demasiado para retornar. La presencia de Tex le había permitido aceptar el carácter extraño del lugar; pero ahora se sentía como un náufrago en una costa desconocida poblada de criaturas cuyas intenciones no podía adivinar. Y nadie podía acudir a rescatarla puesto que nadie sabía que estaba allí.
Durmió varias noches en casa de F. T De día visitaba supermercados y otros lugares de
interés con la mujer de F. T.
Tienes que mantenerte ocupada, le decía su anfitriona. No vamos a permitir que estés
deprimida.
Sin embargo, no había modo de impedir a Malika que se inquietase por lo que iba a ser de
ella. Estaba desamparada en aquella tierra tan extraña y no tenía una peseta para comprar pan.
Si no moría de inanición era por el capricho de F. T. y de su mujer.
XVIII
Una mañana el propio F. T. llevó a Malika en su coche a su oficina. Por respeto hacia él,
Malika se vistió con gran esmero enfundándose en un severo vestido de seda gris de
Balenciaga. Su entrada en la oficina acompañada de F. T. provocó un revuelo. Malika se sentó al otro lado del escritorio de F. T., en una salita interior, y él sacó de un cajón un taco de papeles. Empezó a hablar mientras los hojeaba.
Betty me dice que andas preocupada por el dinero, dijo, y al ver que Malika asentía con la
cabeza, prosiguió.
Deduzco que no tienes ni un céntimo, ¿me equivoco?
Ella rebuscó en el bolso y sacó un billete de veinte dólares arrugado que Tex le había
dado un día que fueron de compras.
Sólo esto, dijo ella enseñándoselo.
F. T. carraspeó.
Bien, quiero que dejes de preocuparte. En cuanto pongamos todo en orden recibirás una
renta regularmente. Entretanto, te he abierto una cuenta corriente en el banco que hay en la
planta baja de este edificio.
Al ver que en el rostro de ella se reflejaba fugazmente un gesto de inquietud, se apresuró
a añadir.
Es dinero tuyo. Tú eres la única heredera de Tex. Después de pagar los impuestos y todo
lo demás te quedará todavía un capital importante. Y, si eres prudente, lo dejarás todo
exactamente donde está, en certificados de depósito y en bonos del Tesoro. Así que no te
preocupes más.
Sí, dijo ella, sin entender palabra.
Nunca permití a Tex jugar con acciones, prosiguió F. T. No tenía vista para los negocios.
Comprendo, dijo Malika, escandalizada de que F. T. denigrara al pobre Tex.
Cuando esté todo en orden y en marcha probablemente tengas unos cincuenta mil al mes.
Quizá un poco más.
Malika se quedó mirando fijamente a F. T.
¿Será suficiente?, preguntó ella con cautela, y F. T. le lanzó una rápida mirada por encima
de las gafas.
Creo que, como podrás comprobar, es suficiente.
Eso espero, dijo ella con fervor. Verá, no entiendo de cosas de dinero. Yo nunca he
comprado nada. ¿Cuánto cuesta una cosa? No lo sé. Sólo en mi propio país.
Claro, claro.
F. T. puso delante de Malika un talonario.
Vamos a ver, ésta es una cuenta provisional para ti, para que saques dinero de momento,
hasta que terminen los trámites legales. Confío en que no dejes descubiertos. Pero estoy
seguro de que no lo harás, dijo F. T., y sonrió a Malika como para darle ánimos.
Recuerda, continuó, sólo hay veinticinco mil dólares. Así que sé buena chica y no pierdas
de vista los cheques.
¡Pero yo no puedo hacer lo que usted dice!, exclamó Malika. Por favor, hágalo por mí.
F. T. suspiró.
¿No sabes escribir tu nombre?, le preguntó con calma.
Tex me enseñó en Lausana, pero lo he olvidado.
Sin poder evitarlo, F. T. levantó los brazos. Pero, mi querida señorita, ¿cómo piensa usted
vivir? No puede seguir así.
No, dijo con tristeza.
F. T. echó para atrás el sillón y se puso en pie.
Bien, dijo jovialmente, lo que no se sabe, siempre se puede aprender. ¿Por qué no vienes
aquí todas las mañanas y estudias con Miss Galper? Es lista como ella sola y te enseñará todo lo que necesitas saber. Es lo que puedo sugerirte.
F. T. no estaba preparado para reacción tan vehemente: Malika se levantó de un salto y le
abrazó.
Oh, F. T. ¡Es eso lo que quiero! ¡Es eso lo que quiero!
XIX
Al día siguiente Malika trasladó su equipaje a un hotel de Beverly Hills. Siguiendo el
consejo de F. T. mantuvo a su servicio a Salvador, que vivía en la casa, pero haciendo
funciones sólo de chófer. Todas las mañanas iba a buscar a Malika al hotel y la llevaba a la
oficina de F. T. A Malika esta rutina la estimulaba muchísimo. Miss Galper, una joven muy
agradable y con gafas, se pasaba las últimas horas de la mañana trabajando con ella y después se solían ir a comer juntas. La vida de Miss Galper no había sido nada deslumbrante y le fascinaba lo que Malika le contaba de Europa y de Marruecos. Sin embargo, seguía habiendo un misterio fundamental en su historia: nunca explicaba cómo acabó viviendo en el apartamento de Tim en Tánger. En su versión de los hechos, Malika había empezado a existir tras un picnic en la playa de Sidi Qacem.
Cuando, al cabo de dos meses, F. T. vio que Malika no sólo no había perdido interés sino
que estaba más decidida que nunca a continuar su educación práctica, le sugirió proseguir las clases en el hotel. Ahora era a Miss Galper a quien Salvador llevaba y traía a Beverly Hills.
Alguna vez iban de compras: hacían pequeñas incursiones a Westwood que encantaban a
Malika porque, por vez primera, era consciente de los precios y podía aquilatar el poder
adquisitivo de su dinero. F. T. le había dicho que con lo que Tex le había dejado viviría mejor que la mayor parte de la gente. Entonces, Malika pensó que él lo decía por tranquilizarla, pero ahora que entendía de precios se daba cuenta de que F. T. se limitaba a enunciar un hecho. A Miss Galper no le decía nada de la sorpresa que le producía encontrar el precio de los productos tan bajo, pero la colmaba constantemente de pequeños regalos.
Deje de hacer estas cosas, por Dios, decía Miss Galper.
El primer mes no se dedicaron más que a la aritmética. Después pasaron a la expresión
del tiempo, los días de la semana y los meses. Con cierta dificultad Miss Galper le enseñó a
firmar de dos maneras: «Malika Hapgood» y «Mrs. Charles G. Hapgood». Cuando
trasladaron las clases al hotel, Malika había empezado a escribir con letras cantidades
complicadas que Miss Galper le dictaba en números. Luego repasaron las fechas y ella tenía que escribirlas correctamente.
Todo lo demás, concluyó Miss Galper, lo puede dejar en manos de una secretaria. Pero
del dinero tiene que ocuparse usted.
Para ello dio a Malika un cursillo para aprender a leer estados de cuenta bancarios, y otro
para enseñarle a espaciar la adquisición de valores con el fin de garantizar unos ingresos
regulares.
Al paso de los meses y al aumentar el conocimiento del mundo que la rodeaba, Malika
empezó a darse cuenta de la verdadera medida de su ignorancia y sintió un deseo apasionado de poder leer los textos de periódicos y revistas.
Yo no soy profesora de inglés, le explicó Miss Galper. F. T. no me paga para eso. Pero
podemos conseguirle un buen profesor cuando quiera.
Malika, convencida de que sólo podría aprender con Miss Galper, consultó a F. T. al
respecto. Después de meditar sobre ello durante cierto tiempo, a F. T. se le ocurrió un plan
que entusiasmó a Malika y también encantó a Miss Galper. F. T. le concedería a esta última
un año de vacaciones con sueldo si se iba con Malika como acompañante pagada durante ese período. De ese modo, sugirió F. T. a Malika, podría aprender a leer como ella deseaba. F. T. añadió que no le parecía que Miss Galper fuese la persona indicada para hacerlo pero, puesto que Malika deseaba tantísimo que le enseñara ella, esto le parecía una estrategia viable.
Lo de hacer un largo viaje por Europa fue idea de Miss Galper. F. T. sugirió que
compraran un gran coche, que lo mandaran por barco y les acompañara Salvador. El lo
recogería allí y lo conduciría. Al oír esto Malika propuso que fueran todos en el barco con el coche y F. T. contestó que también podía hacerse.
Por último, F. T. se ocupó de conseguir un nuevo pasaporte para Malika e incluso ayudó a
acelerar los trámites de los de Miss Galper y Salvador. Acompañado por su mujer, tuvieron
una larga despedida en el muelle en San Pedro. Era un cómodo buque de transporte noruego que hacía escala en Panamá y luego iba a Europa.
El barco estaba ya en aguas tropicales. Malika decía que siempre pensó que aquel calor
sólo podía hacerlo en el Sahara y, desde luego, nunca en el mar. No tenía nada que hacer en
todo el día. Salvador se pasaba la mayor parte del tiempo durmiendo. Miss Galper se sentaba en cubierta en una tumbona y leía. Se había negado a dar clase a Malika mientras estuvieran en el barco, diciendo que se marearía. Pero como se daba cuenta del aburrimiento de Malika, echaba con ella largas parrafadas.
XX
Malika no podía quedarse sentada, como hacía Miss Galper, mirando al mar. Ver el
horizonte por todas partes le producía la misma sensación de irrealidad que había
experimentado en el avión con Tex. La llegada a Panamá fue un alivio porque demostraba que el barco no había estado inmóvil durante todos aquellos días y que se hallaba en una parte del mundo completamente distinta.
Tardaron todo el día en cruzar el canal. Malika estuvo de pie en cubierta al sol y devolvía
el saludo a los operarios de las esclusas que la saludaban con la mano. Sin embargo, a partir
de Panamá, su inquietud aumentaba cada día. No le quedaba otra alternativa que jugar todas
las tardes interminables partidas de damas ante los bostezos de Salvador en la estrecha sala de pasajeros. Durante estas sesiones nunca hablaban. Desde el principio del viaje, el capitán
había insistido a Malika en que subiera a visitar el puente, pero, como en alguna ocasión Miss Galper le había dicho que el capitán podía coger a cualquiera en el barco y encerrarlo en un camarote oscuro por abajo, cuando Malika aceptó finalmente, se la llevó con ella.
De pie en la proa, Malika miraba las construcciones blancas de Cádiz. A medida que el
barco entraba en el puerto la combinación de la luz del aire, el color de los muros y los olores del viento le decían que había vuelto a su parte del mundo, cerca de su hogar. Durante mucho tiempo se había negado a pensar en la casita que había sobre el barranco. Pero ahora que ya no le asustaba podía imaginársela casi con cariño.
Era su deber ir a visitar a su madre, por hostil que fuese el recibimiento que ella le
hiciese. Trataría de darle dinero, pero seguro que ella se negaba a aceptarlo, así que a Malika, que se lo esperaba, se le había ocurrido un truco. Si su madre rechazaba el dinero le diría que se lo dejaba a Mina Glagga, la vecina de al lado. En cuanto Malika desapareciera su madre no perdería tiempo en ir a reclamarlo.
Miss Galper esperaba que pasaran la noche en Cádiz, pero Malika insistió en que fueran
en coche directamente a Algeciras. Ahora que estaba tan cerca de su casa quería llegar allí lo antes posible.
Tengo que ver a mi madre, decía. Tengo que verla lo primero.
Desde luego, decía Miss Galper. Pero hace dos años o más que usted no la ve, ella no la
espera. Por un día más...
Siempre podemos volver. Ahora tengo que ir a ver a mi madre.
Aquella noche en el hotel de Algeciras vieron a Salvador al otro extremo del largo
comedor; había sustituido su uniforme por un traje de franela gris. Malika se quedó
observándole atentamente.
Está bebiendo vino, dijo.
Mañana se encontrará bien, repuso Miss Galper. Los filipinos siempre beben.
A la mañana siguiente, cuando salieron del hotel, Salvador las esperaba a la puerta
sonriendo para llevarlas al puerto. La mayoría de los pasajeros que iban a Tánger eran
marroquíes. Malika había olvidado la descarada intensidad con que sus compatriotas miraban a las mujeres. Ahora había vuelto con los suyos. Le sorprendió darse cuenta de ello; sentía al mismo tiempo emoción y aprensión.
XXI
Una vez instalada en sus habitaciones en el hotel, Malika bajó a la recepción. Tenía
previsto visitar a su madre aquella noche: estaría con toda seguridad en casa, y existiría una
excusa válida para no quedarse demasiado. Tenía la intención de reservar dos habitaciones en Tetuán para aquella noche, una para Salvador y otra para ella, y volver a Tánger por la
mañana. En la recepción le hablaron de un hotel nuevo que había en la playa, a un par de
kilómetros de su pueblo, y ella les pidió que telefonearan para hacer una reserva.
La habitación de Miss Galper estaba en el pasillo, un poco más abajo. Malika llamó a su
puerta y le dijo que se iría como a las cinco para llegar al hotel antes de que oscureciera.
Miss Galper la miró de manera inquisitiva.
Me alegro de que lo haga usted ahora y se lo quite de encima.
Podrá pasarlo bien, dijo Malika. Hay bares adonde ir.
No, gracias. Los hombres de aquí me dan pánico. Todos tratan de hablar contigo.
Malika se encogió de hombros.
¿Y qué más da? Usted no comprende lo que dicen.
Esto era una suerte, pensó. A Malika le repugnaban e indignaban los comentarios,
obscenos y brutales, que hacían allí los hombres a las mujeres que pasaban por la calle. Miss Galper tenía suerte de no saber una palabra de árabe.
Malika se despidió en tono cohibido y corrió a su habitación. La perspectiva de ver a su
madre la había desazonado. Mecánicamente introdujo una serie de prendas de vestir en una
bolsa de viaje. Al salir cambió unos cheques de viaje en la oficina y, en seguida, ella y
Salvador estuvieron camino de Tetuán.
Las montañas tenían jirones de nubes enganchados a las cumbres. Salvador criticaba lo
estrecha que era la carretera. Malika apenas oía sus quejas. Su corazón latía con insólita
rapidez. Era cierto que volvía para ayudar a su madre. Se dirigía allí porque estaba incluido en el esquema. Desde el día en que marchó le había acompañado la visión del regreso triunfal, del momento en que ella sería la prueba palpable de que su madre se equivocaba, de que ella no era como las demás chiquillas de la ciudad. Ahora que el momento se acercaba, Malika sospechó que la visita estaba condenada al fracaso. Su madre no se alegraría de verla: sólo sentiría rencor y amargura de que hubiera estado con nazarenos.
En Filipinas tenemos mejores carreteras que ésta, dijo Salvador.
No corra, repuso Malika.
Rodearon la falda del monte de Tetuán y torcieron a la izquierda por la carretera que
conducía al pueblo. La brisa del mar atravesaba el coche. Bismil'lab, murmuró entre dientes, porque ahora estaba entrando en la parte crucial del viaje.
No se dio cuenta de que se encontraban en el pueblo hasta que estuvieron en la calle
principal. Tenía un aspecto completamente distinto. Había edificios nuevos y grandes, y luces brillantes. No se le había ocurrido que el pueblo pudiera cambiar durante su ausencia. Ella misma sí cambiaría, pero el pueblo se mantendría como un telón de fondo inmóvil que la ayudaría a definir y a medir su transformación.
Un momento después habían llegado al nuevo hotel que se extendía a lo largo de la playa
en medio de un resplandor de focos verdes.
XXII
Pronto descubrió que no era un hotel de verdad. No había servicio en las habitaciones y
en el comedor sólo había comida de cafetería. Antes de comer se puso unos pantalones
vaqueros comprados en Los Ángeles por sugerencia de Miss Galper. Llevaba un jersey y se
anudó con fuerza un pañuelo de seda en la cabeza. Con este disfraz se sentía completamente anónima.
Salvador estaba ya comiendo en la barra del comedor. Ella se sentó en un taburete cerca
de él y pidió pinchitos. Su estómago se rebelaba ante la idea de comer, pero masticó y tragó la comida porque había aprendido que, para sentirse bien, debía comer regularmente. Detrás del chirrido de un transistor situado al extremo de la barra oía el ruido de las olas que rompían allá abajo sobre la arena.
Si su madre montaba en cólera y empezaba a pegarla se iría derecha a casa de Mina
Glagga, le daría el dinero y asunto concluido. Firmó la cuenta y salió del local. Sintió de
golpe el viento y se dirigió al coche.
El nuevo aspecto del pueblo la confundió. Habían cambiado de sitio el mercado. No lo
veía por ninguna parte y sintió una oleada de indignación ante esta traición. Salvador aparcó el coche en la gasolinera y comenzaron a subir a pie por la estrecha calle que conducía a la casa. Había luces en la calle sólo en una parte del camino; después, de no haber sido por la luna, hubiera reinado la oscuridad. Salvador miró hacia adelante y dijo que sería mejor darse la vuelta y volver por la mañana.
Espera aquí, dijo ella con firmeza. Volveré en cuanto pueda. Conozco el camino, dijo, y
siguió caminando sin dejarle tiempo a oponerse.
Malika subió por la calle vacía e iluminada por la luna hasta que llegó a una pequeña
plaza desde la que, al menos de día, se veía la casa de su madre, al borde de la barranca.
Ahora, aunque se esforzaba por mirarla, la luz de la luna parecía no iluminarla en absoluto.
Malika no veía ni rastro de ella. Se lanzó a correr, asaltada ya por una premonición de
pesadilla y entonces se detuvo, boquiabierta de incredulidad. La casa no estaba allí. Incluso
había desaparecido el terreno sobre el que se asentaba. La casa de Mina Glagga y todas las
que bordeaban el barranco también habían desaparecido. Las excavadoras habían creado un
nuevo paisaje de vacío, un gran terraplén de escombros, tierra, cenizas y basura que se
extendía hasta el fondo del barranco. La casita, con su jardín, había estado justo delante de
donde ahora se encontraba ella. Malika sintió un doloroso nudo en la garganta mientras se
decía a sí misma que la casa ya no existía.
Dejando finalmente de mirar aquel terreno sin sentido, se dio media vuelta y regresó a la
placita. Allí llamó a la puerta de una de las casas. La mujer que abrió la puerta era una amiga de su madre cuyo nombre había olvidado. Miró disgustada los pantalones vaqueros de Malika y no la invitó a entrar. Hablaron en la puerta. Con voz inexpresiva la mujer le dijo que su madre había muerto hacía más de un año, durante el Ramadán. Era una suerte, añadió, que no hubiera vivido para ver cómo demolían la casa con el fin de construir una nueva carretera.
Creía que la hermana de Malika se había ido a Casablanca, pero no estaba segura.
La mujer había empujado ya tanto la puerta, hasta el punto de cerrarla. Malika le dio las
gracias y se despidió.
Volvió a donde había estado antes y se quedó de pie al borde del terraplén, mirando hacia
abajo a la superficie uniforme de la ladera, irreal incluso bajo la protectora luz que derramaba la luna. Tuvo que cerrar los ojos con fuerza para quitarse las lágrimas que no dejaban de formarse; aquello le resultaba extraño, porque no había sentido cariño por su madre. Entonces vio las cosas con más claridad. No era por su madre por quien sentía deseos de llorar, era por sí misma. No había ya ninguna razón para hacer nada.
Dejó que su vista vagara por la superficie imprecisa que se extendía hasta las montañas
que había al fondo. Estaría bien perecer allí, en el lugar donde había vivido, quedar sepultada con la vivienda bajo aquella odiosa masa. Clavó el tacón con fuerza en el borde del terraplén, perdió pie y resbaló un trecho entre los montones de cenizas y de alimentos en descomposición. En aquel instante tuvo la certeza de que aquello estaba sucediendo por haber deseado la muerte un momento antes; su peso había provocado un corrimiento de tierras que la arrastraría hasta el fondo, dejándola sepultada bajo toneladas de basura. Aterrorizada, se quedó tendida inmóvil, escuchando. Se oían crujidos leves y chasquidos a su alrededor, pero pronto desaparecieron, volvió el silencio y Malika subió gateando hasta la carretera.
Una nube había empezado a cubrir la luna. Corriendo calle abajo volvió hacia las farolas
donde Salvador esperaba.
Malika no necesitaba que nadie le dijera lo hermosa que era. Hasta donde alcanzaba su
memoria, la gente había murmurado siempre sobre su belleza. Incluso siendo una niña,
resultaba sorprendente la simetría de su cabeza, cuello y hombros. Antes de tener edad para ir a la fuente por agua, sabía ya que sus ojos parecían los de una gacela y que su cabeza era
como una azucena en lo alto del tallo. Por lo menos, eso era lo que decían de ella los mayores.
En la cima del monte que se elevaba sobre la ciudad había un gran edificio al que se
llegaba por caminos flanqueados de palmeras. Pertenecía a las Hermanas Adoratrices. Fueron estas monjas quienes, al ver a Malika, se dirigieron a su padre para ofrecerle hacerse cargo de ella y enseñarle a hablar español y a bordar. El padre aceptó, entusiasmado. Alá nos ha traído aquí para aprender, decía él. Pero la madre de Malika, a quien no le gustaba que su hija frecuentara la compañía de nazarenos, hizo todo lo posible porque su marido cambiara de opinión. Sin embargo, Malika permaneció con las Hermanas durante cinco años, hasta que murió su padre.
A la abuela de Malika le gustaba decir que cuando tenía su edad se parecía muchísimo a
ella y que si volviera a ser una niña otra vez y se pusiera al lado de Malika, nadie las
distinguiría. Al principio, esto a Malika le parecía imposible de creer: miraba aquel rostro
destrozado y rechazaba inmediatamente la idea. Pero cuando murió su abuela empezó a
comprender lo que quería decir la anciana cuando exclamaba: sólo Alá es siempre el mismo.
Aunque ahora era hermosa, un día ya no lo sería. De este modo, cuando pudo ir por sí misma a la fuente a traer cubos de agua y los jóvenes la llamaban y trataban de hablarle, eso no significaba nada para ella. Más les valdría, pensaba, decirles todas esas lindezas a las
muchachas que necesitan confianza en sí mismas.
Justo a las afueras del pueblo había un cuartel lleno de soldados. Eran rudos y brutales.
Cuando Malika veía a uno de ellos, incluso de lejos, se escondía hasta que hubiera
desaparecido. Por suerte, los soldados rara vez se alejaban hasta el arroyo1 que había entre la casa de Malika y la fuente; preferían recorrer de arriba abajo la carretera principal que
conducía al pueblo.
Un día la madre de Malika insistió en que fuera a vender una gallina al mercado de la
carretera principal. Siempre lo había hecho su hermana mayor, pero aquel día estaba en casa de una vecina ayudando en los preparativos de una boda. Malika le pidió a su madre el haik para cubrirse el rostro.
Tu hermana ha ido mil veces y nunca se pone el haik. Malika sabía que esto era porque
nadie se fijaba en su hermana, pero no podía decírselo a su madre. Tengo miedo, dijo, y se
puso a llorar. A su madre le sacaban de quicio las niñerías y se negó a que llevara el haik.
Cuando Malika salía corriendo de la casa con la gallina cogida por las patas, agarró a su paso una toalla sucia. En cuanto hubo perdido la casa de vista, se la enrolló al desgaire alrededor de la cabeza para, al llegar a la carretera, poder bajársela y ocultar al menos una parte de la cara.
Había varias decenas de mujeres alineadas a lo largo de un lado de la carretera, cada cual
sentada en el suelo con las mercancías extendidas a su alrededor. Malika se instaló al final de la hilera, que quedaba frente a un parquecillo en cuyos bancos había soldados sentados. La gente pasaba por delante de Malika, cogía la gallina y la estrujaba y sacudía, haciéndole dar chillidos y agitar las alas constantemente. Malika se había bajado tanto la toalla sobre los ojos que lo único que veía era el trozo de tierra que tenía a los pies.
Al cabo de una hora o así llegó una mujer que empezó a regatearle el precio de la gallina.
Al final la compró y Malika, tras meter las monedas en un trapo y anudarlo, se puso en pie de un salto. La toalla le resbaló de la cara y cayó al suelo. Malika la recogió y se fue corriendo carretera abajo.
II
El pueblo estaba abandonado; olía a la pobreza en que sus gentes estaban acostumbradas
a vivir. Pero no se veían trazas de que en épocas pasadas hubiera habido algo más. El viento del mar levantaba el polvo de las calles a gran altura por el aire y lo dejaba caer con irritación sobre el campo. Incluso las hojas de las higueras estaban recubiertas de polvo blanco. Cuando doblaba la esquina de la calle lateral que conducía al fondo de la hondonada, Malika sintió en la parte de atrás de las piernas los pinchazos de la arena ardiente que lanzaba el viento. Se envolvió la cabeza con la toalla y se la sujetó con una mano. Nunca se le había ocurrido odiar su pueblo. Suponía que cualquier otro sitio sería más o menos igual.
La calle era poco más que un callejón y tenía muros a los dos lados. De pronto oyó detrás
de ella el estrépito de unas botas pesadas sobre la tierra. No se volvió. De pronto sintió que
una mano fuerte la cogía por el brazo y la empujaba con fuerza contra la pared. Era un
soldado y sonreía. Le había puesto un brazo a cada lado, contra la pared, para que no pudiera escapar.
Malika no dijo nada. El hombre se quedó mirándola. Resollaba, como si hubiera estado
corriendo. ¿Cuántos años tienes?, le preguntó por fin.
Ella le miró directamente a los ojos. Quince.
Olía a vino, a tabaco y a sudor.
Déjame marchar, dijo ella y trató desesperadamente de meterse por debajo de aquella
barrera. El dolor que sintió cuando él le retorció el brazo le hizo abrir muchísimo los ojos,
pero no gritó. Desde la hondonada se aproximaban dos hombres con chilabas, y ella se quedó mirándoles fijamente. El soldado se volvió y, al verlos, se echó a andar a paso rápido hacia la carretera.
Al llegar a casa Malika lanzó el trapo con el dinero en el taifor e, indignada, le mostró a
su madre las señales que tenía en el brazo.
¿Qué es eso?
Un soldado me zarandeó.
Su madre le dio una torta que le escoció como una punzada. Malika nunca la había visto
tan fuera de sí.
¡Zorra!, le gritaba. ¡Sólo sirves para eso!
Malika salió corriendo de la casa, se fue a la hondonada y allí se sentó en una roca a la
sombra, pensando que a lo mejor su madre se estaba volviendo loca. Lo inesperado y lo
injusto del golpe le había apartado de la mente todo pensamiento del soldado. Tenía que
encontrar una explicación para el comportamiento de su madre; de otro modo la odiaría.
Aquella noche a la hora de cenar no mejoraron las cosas; su madre no la miraba y hablaba
solamente con la otra hermana. Esto fue lo habitual durante los días siguientes. Era como si
hubiera decidido que Malika ya no existía.
Bueno, pensó Malika, pues si yo no existo, ella tampoco. No es mi madre y la detesto.
Esta guerra silenciosa que había entre las dos no implicaba que Malika se librara de tener
que seguir yendo al mercado. Casi todas las semanas la mandaban a vender una gallina o una cesta de verduras y huevos. No tuvo más problemas con los soldados, quizá porque ahora se detenía siempre camino de la hondonada y se manchaba la cara con un poco de barro. Cuando llegaba a la carretera el lodo estaba siempre seco y, aunque las mujeres a veces la miraban sorprendidas, los hombres no le prestaban atención. De vuelta a casa, al subir por la hondonada, se lavaba la cara.
Ahora cuando volvía a casa su madre siempre la miraba con suspicacia.
Si te metes en líos, le decía, te juro que te mato con mis propias manos. Malika contestaba
con un resoplido de desprecio y salía de la habitación. Sabía a lo que se refería su madre, perole sorprendía comprobar lo poco que conocía a su propia hija.
III
Un día que Malika estaba sentada en la primera fila de mujeres y niñas en el mercado de
la carretera, se aproximó silenciosamente un largo coche amarillo sin capota y se detuvo allí.
Sólo había un hombre dentro. Era un nazareno. Las mujeres empezaron a cuchichear y a gritar porque el cristiano tenía una máquina de hacer fotos en las manos y la dirigía hacia ellas. Una niña que estaba sentada junto a Malika se volvió a ella y le dijo: Tú que hablas español, dile que se vaya.
Malika fue corriendo hacia el coche. El hombre bajó la cámara y la miró fijamente.
Señor, usted no debe hacer fotos aquí, dijo mirándole con gesto grave, y le señaló la hilera
de mujeres indignadas.
El nazareno era corpulento y tenía el cabello claro. Comprendió y sonrió. Muy bien, muy
bien, dijo con buenos modos sin dejar de mirarla fijamente. Sin pensarlo, Malika se frotó la
mejilla con el dorso de la mano. La sonrisa del hombre se hizo más amplia.
¿Me dejas que te haga una foto a ti?
El corazón de Malika empezó a latir dolorosamente.
¡No, no!, exclamó perdiendo el aliento. Y luego, a modo de explicación, añadió: tengo
que ir a vender los huevos.
El nazareno parecía cada vez más encantado. ¿Vendes huevos? Tráelos.
Malika se fue por el hatillo de huevos y volvió. Un grupo de niños había visto el
impresionante coche amarillo y ahora estaban alrededor, pidiendo dinero. El nazareno,
tratando de quitárselos de encima a manotazos, abrió la puerta y le señaló el asiento vacío a
Malika. Ella puso el paño sobre el asiento de cuero y se agachó para deshacer el nudo, pero
los brazos de los niños la empujaban por delante y la zarandeaban. El nazareno gritó irritado a los chiquillos en un idioma extranjero, pero esto los mantuvo a raya sólo un momento.
Finalmente, fuera de sí, dijo a Malika que subiera. Ella retiró los huevos y obedeció,
sentándose con el hatillo sobre el regazo. El hombre pasó el brazo por delante de ella, cerró la portezuela de golpe y subió luego la ventanilla. Pero a los niños se habían sumado ahora dos mendigos que sí conseguían meter los brazos por encima de la ventana.
De improviso, el nazareno puso en marcha el coche con un gran rugido. El auto se lanzó
hacia adelante. Asustada, Malika se volvió para mirar y vio a algunos niños tirados en la
carretera. Cuando miró atrás de nuevo ellos dos habían salido ya prácticamente del pueblo. El
nazareno parecía todavía muy enfadado. Decidió no preguntarle adonde iban hasta que no se detuviera y le comprara los huevos. Sus emociones oscilaban entre la dicha de estar en un coche estupendo y la ansiedad por tener que volverse andando al pueblo.
Los árboles pasaban a toda prisa. A ella le parecía que siempre había sabido que un día le
ocurriría algo extraño como esto. Era un pensamiento tranquilizador y le impedía sentir
realmente miedo.
IV
Poco después se metieron por un camino de tierra que se internaba profundamente en un
bosque de eucaliptos. Allí, en la equívoca sombra, el nazareno apagó el motor y se volvió
sonriente a mirar a Malika.
Le quitó el hatillo de huevos del regazo y lo puso en la parte trasera del coche. De una
cesta de comida que había en el asiento de atrás sacó una botella de agua mineral y una
servilleta. Humedeció en agua la servilleta y, sujetando a Malika por el hombro, empezó a
quitarle las rayas de barro de las mejillas. Ella le dejó que frotara. Luego, dejó que le quitara la toalla que llevaba enroscada en la cabeza y sus cabellos se desparramaron sobre los hombros. ¿Por qué no va a verme?, pensó ella. Es un hombre bueno. Se había dado cuenta ya de que él no olía en absoluto, y lo delicado que era con ella le producía una sensación agradable.
Y ahora, ¿puedo hacerte una foto?
Ella asintió con la cabeza. Nadie podía presenciar el vergonzoso acto. Le hizo sentarse
más al borde del asiento y mantuvo la cámara sobre ella. Disparó tantas veces y tenía un
aspecto tan divertido con aquel gran artilugio negro tapándole la cara que ella se echó a reír.
Malika pensó que tal vez esto le detendría, pero a él parecía hacerle todavía más gracia y
continuó disparando la máquina hasta que ya no hizo más clic. Luego sacó una manta, la
extendió en el suelo y puso una cesta de comida en el centro. Se sentaron con la cesta entre
ellos y comieron pollo, queso y aceitunas. Malika tenía hambre y esto le pareció muy
divertido.
Cuando hubieron terminado, él le preguntó si quería que la volviera a llevar al mercado.
Fue como si el mundo se hubiera quedado a oscuras. Pensó en las mujeres de allí y lo que
dirían cuando la vieran y sacudió la cabeza enérgicamente. Aquel momento era real y ella no iba a contribuir a que terminara. No, todavía no, dijo Malika con voz suave.
El miró la hora. ¿Y si vamos a Tetuán?
Los ojos de Malika se iluminaron. Aunque Tetuán estaba a menos de una hora del pueblo,
ella sólo lo conocía de oídas. Los árboles volvieron a desfilar a toda prisa. Allí soplaba con
fuerza la brisa del Mediterráneo y Malika sintió mucho frío. El hombre sacó una capa
suavísima de pelo de camello y se la puso a ella sobre los hombros.
Tetuán le pareció muy emocionante con todo aquel tráfico. Ante el palacio del Jalifa
había unos guardias muy tiesos vestidos de escarlata y blanco. Malika no quiso salir del coche para pasear con el hombre por la calle. Estuvieron aparcados allí en el Feddane, bajo el caluroso sol de la tarde. Finalmente el hombre se encogió de hombros.
Bueno, dijo, si quiero estar en Tánger esta noche, debería ir llevándote a casa.
Malika emitió un sonido extraño. Parecía haberse encogido dentro de la capa.
¿Qué sucede?
Que no puedo.
El hombre se la quedó mirando. Pero tienes que volver a tu casa.
Malika empezó a gimotear. ¡No, no!, exclamó. El hombre miró nervioso a los viandantes
y trató de consolarla con palabras. Pero a ella se le acababa de revelar una posibilidad, y en
aquel momento la idea era lo suficientemente poderosa como para ocuparla por completo.
Viendo que se hallaba demasiado sumida en un torbellino interior para oírle siquiera, el
hombre puso en marcha el automóvil y avanzó lentamente entre la multitud hasta el otro lado de la plaza. Luego siguió a lo largo de la calle principal hasta las afueras de la ciudad, y encendió un cigarrillo.
Se volvió para mirarla. Casi parecía que en el asiento contiguo no había nada más que la
capa. Tiró de ella y se oyó un gemido. Deslizando suavemente la mano al interior, le acarició el cabello un momento. Finalmente empezó a volverse hacia atrás hasta quedar sentada, y asomó la cabeza.
Te voy a llevar conmigo a Tánger, dijo él.
Ella no dijo nada a esto, ni le miró.
Corrieron en dirección hacia el oeste, con el sol del atardecer de frente. Malika era
consciente de haber realizado una elección irrevocable. Los resultados, determinados ya por el destino, se le irían revelando uno tras otro, en el transcurso de los acontecimientos. Poco a poco fue percibiendo el paisaje que la rodeaba y el aire de verano que pasaba silbando.
Llegaron a un café que estaba aislado en la ladera de la montaña y se detuvieron.
¿Entramos y tomamos un té?, dijo él. Malika dijo que no con la cabeza y se arrebujó más
en la capa.
El hombre entró y pidió dos vasos de té. Un cuarto de hora más tarde un niño los llevó al
coche en una bandeja. El té estaba muy caliente y tardaron un rato en bebérselo. Siguieron allí sentados incluso después de que el niño se llevara la bandeja. Finalmente el hombre encendió los faros y descendieron por la ladera de la montaña.
V
Malika sintió miedo en el ascensor, pero se relajó un poco cuando el hombre la invitó a
entrar en el apartamento y cerró la puerta. Había gruesas alfombras, mullidos sofás llenos de cojines y luces que se encendían y apagaban apretando un botón. Y, lo más importante: vivía allí solo.
Aquella noche el nazareno le mostró una habitación y le dijo que sería para ella. Antes de
darle las buenas noches la atrajo hacia sí entre sus manos y la besó en la frente. Cuando se
marchó, Malika se dirigió al baño y se entretuvo largo rato abriendo y cerrando los grifos de agua caliente y fría para ver si uno de los dos acababa por confundirse. Por fin, se desnudó, se puso la gandoura de muselina que el hombre le había dejado y se metió en la cama.
Sobre la mesita que tenía a su lado había un montón de revistas y empezó a hojear las
fotos. Se quedó contemplando una de ellas que le llamó la atención. Mostraba un lujoso salón con una hermosa mujer tendida en una chaise longue. En su cuello rutilaba un ancho collar de diamantes y en la mano sostenía un libro. El libro estaba abierto, pero ella no lo miraba. Tenía la cabeza erguida, como si alguien acabara de entrar en la habitación y la hubiera sorprendido leyendo. Malika estudió la fotografía, hojeó otras y volvió a aquélla. Para Malika, ilustraba la pose perfecta que había que adoptar cuando se recibían invitados, así que decidió practicar a solas, para poder usarla cuando llegara el momento. También sería una buena idea saber leer, pensó. Un día le pediría a aquel hombre que le enseñara.
Desayunaron en la terraza al sol de la mañana. El edificio daba a un espacioso cementerio
musulmán. Detrás estaba el agua. Malika dijo que no era bueno vivir tan cerca de un
camposanto. Luego, se asomó a mirar sobre la barandilla, vio el complicado mausoleo de Sidi Bou Araqia con su cúpula, y asintió con la cabeza en gesto de aprobación. Sentados ante el café, él siguió contestando a las preguntas de Malika: se llamaba Tim, tenía veintiocho años y no tenía mujer ni hijos. No siempre vivía en Tánger. Unas veces estaba en El Cairo y otras veces en Londres. En cada uno de estos sitios poseía un apartamento, pero el coche lo tenía en Tánger porque allí era adonde iba cuando no trabajaba.
Mientras estaban allí sentados, Malika escuchó ruidos en la casa. Finalmente salió a la
terraza una gruesa mujer de raza negra con un zigdoun amarillo. Dio los buenos días en
francés y empezó a recoger las cosas. Cada vez que aparecía, Malika se sentaba muy derecha y miraba fijamente hacia el otro lado del mar, a las montañas de España.
Dentro de un momento va a venir una persona, dijo Tim, una italiana que va a tomarte las
medidas para hacerte ropa. Malika frunció el ceño. ¿Qué clase de ropa?
La que tú quieras, dijo él.
Ella dio un salto, se fue a su habitación, volvió con un ejemplar de The New Yorker, y lo
abrió por una página en la que se veía a una muchacha con un traje de chaqueta deportivo de punto, junto a un equipaje que hacía juego.
Como éste, dijo Malika. Más o menos una hora después llegó la italiana que tenía un aspecto muy profesional y estuvo haciendo cosquillas a Malika con la cinta métrica durante un rato y luego, cuaderno en ristre, se marchó.
VI
Aquella misma tarde, después, cuando se fue la mujer negra, Tim se llevó a Malika a su
dormitorio, cerró las cortinas y, con mucha delicadeza, le dio su primera lección de amor.
Malika en realidad no deseaba que aquello ocurriera en aquel momento, pero siempre había
sabido que sucedería tarde o temprano. El ligero dolor le pareció algo sin importancia, pero la vergüenza de estar desnuda ante aquel hombre fue algo que casi no pudo soportar. Nunca se le había ocurrido que un cuerpo pudiese considerarse bello y no creyó a Tim cuando le dijo que era del todo perfecta. Lo único que Malika sabía era que los hombres usaban a las mujeres para hacer niños, y esto la preocupaba porque no deseaba tener uno. El hombre le aseguró que tampoco él pretendía tenerlo y que si ella hacía lo que le decía, no había peligro. Malika aceptó esto como aceptaba todo lo demás que él decía. Estaba allí para aprender y estaba dispuesta a aprender lo más posible.
Cuando, en el transcurso de las siguientes semanas, cedió finalmente y le acompañó a las
casas de sus amigos, él no podía adivinar que había aceptado aparecer en público únicamente porque, tras estudiarse a sí misma en su nuevo atuendo, éste le había parecido lo bastante convincente como para utilizarlo de disfraz. La ropa europea le permitía ir por la calle con un nazareno sin que la insultaran los marroquíes.
Tras llevar a Malika al estudio de un fotógrafo y realizar múltiples y prolongadas visitas a
las autoridades, un día Tim llegó a casa con aire triunfal agitando un pasaporte en la mano.
Esto es tuyo, le dijo. No lo pierdas. Casi todos los días había fiestas en la Montaña o meriendas en la playa. A Malika le gustaban sobre todo las fiestas nocturnas en torno a una hoguera, con el rumor de las olas rompiendo sobre la arena. A veces había músicos y todo el mundo bailaba descalzo. Una noche, ocho o diez invitados se levantaron del suelo, se fueron corriendo y gritando hacia las olas y se bañaron desnudos a la luz de la luna. Como la luna brillaba mucho y había hombres y mujeres juntos, Malika, boquiabierta, escondió la cara. A Tim le pareció divertido, pero el incidente hizo que ella empezara a dudar de la validez de la gente de Tánger como modelo de la elegancia que esperaba lograr.
Una mañana Tim la saludó con cara de tristeza. Dentro de unos días, le dijo, tenía que irse
a Londres. Viendo la expresión de pena de ella, Tim añadió rápidamente que volvería al cabo de dos semanas, y que ella seguiría viviendo en el piso como si él estuviera allí.
¿Pero cómo voy a hacerlo?, gritó ella. ¡Tú no vivirás aquí! ¡Estaré sola!
No, no. Estarás con amigos. Te gustarán.
Aquella noche llevó a dos jóvenes al apartamento. Eran guapos, vestían bien y hablaban
mucho. Cuando Malika oyó que Tim llamaba Bobby a uno de ellos, se echó a reír.
Sólo se llama Bobby a los perros, explicó ella. No es un nombre de persona.
Qué mujer más divina, dijo Bobby. Es una Nefertiti adolescente.
Una verdadera preciosidad, coincidió su amigo Peter.
Cuando se marcharon, Tim explicó que harían compañía a Malika mientras él estaba en
Inglaterra. Vivirían con ella en el apartamento. Al oír esto Malika se quedó en silencio un
momento.
Quiero ir contigo, dijo ella, como si pudiera plantearse cualquier otra posibilidad.
El sacudió la cabeza. Ni hablar.
Pero yo no quiero amor con ellos.
El la besó. Ellos no hacen el amor con chicas. Por eso los elegí. Cuidarán de ti muy bien.
Ah, exclamó ella, un poco más tranquila y pensando al mismo tiempo lo listo que había
sido Tim al poder encontrar dos eunucos tan presentables con, aparentemente, tan escasas
dificultades.
Como Tim había prometido, Bobby y Peter se ocuparon de mantener a Malika
entretenida. En vez de llevarla a fiestas, invitaban a sus amigos a casa para que la conocieran.
Pronto se dio cuenta de que en Tánger había muchísimos más eunucos de lo que sospechaba.
Puesto que, según Bobby y Peter, estas meriendas y cócteles eran ofrecidos expresamente
para Malika, ella insistía en saber cuándo iban a venir exactamente los invitados, para
poderlos recibir en la posición correcta, tendida sobre los cojines del diván con un libro en la mano. Cuando hacían pasar a los recién llegados, ella levantaba lentamente la cabeza hasta dejar plenamente a la vista sus nobles facciones, fijaba la mirada en un punto mucho más lejano que cualquier lugar de la habitación y dejaba que el esbozo de una sonrisa temblara brevemente en sus labios antes de desaparecer.
Malika sabía que esto les impresionaba y ellos decían que la adoraban. Organizaban
juegos y bailaban entre ellos y con ella. Le hacían cosquillas, la hociqueaban, la sentaban en el regazo y jugaban con sus cabellos. A Malika le parecían más divertidos que los amigos de Tim, aunque sabía que las cosas que decían carecían de significado. Para ellos todo era un juego; nada había que aprender de ellos.
VII
Tim llevaba ausente más de una semana cuando llevaron por vez primera a Tony al
apartamento. Era un irlandés alto y bullicioso al que el resto del grupo parecía tener un cierto respeto. Al principio Malika supuso que esto se debía a que no era un eunuco como los demás, pero en seguida descubrió que se debía únicamente a que podía gastar mucho más dinero que ellos. La ropa de Tony siempre olía deliciosamente y su coche, un Maserati verde, llamaba la atención incluso más que el de Tim. Un día, a mediodía, cuando Bobby y Peter estaban todavía en el mercado, Tony se presentó en casa. La mujer de color había recibido órdenes expresas de no dejar entrar a nadie en ningún caso, pero Tony era un experto en soslayar este tipo de dificultades. Malika estaba escuchando un disco de Abdelwahab. Lo apagó rápidamente y concentró toda su atención en Tony. En el transcurso del diálogo Tony le dijo distraídamente que le gustaba cómo iba vestida. Malika se alisó la falda. Pero me gustaría verte con otras ropas, continuó él.
¿Y dónde están?
Aquí no. En Madrid.
Oyeron un portazo y supieron que Bobby y Peter habían regresado. Habían discutido y se
intercambiaban solamente ásperos monosílabos. Malika vio que se había quedado sin la
partida de dominó que le habían prometido cuando volvieran. Estuvo sentada un rato
hojeando con gesto abatido una de las revistas financieras de Tim y pensó que los eunucos
eran muy infantiles.
Bobby entró en la habitación y se quedó al otro extremo, ordenando en silencio los libros
en la estantería. Al poco rato apareció en la puerta la criada negra y le anunció en francés que Monsieur Tim había telefoneado desde Londres y que no llegaría a Tánger hasta el día
dieciocho.
Cuando Tony hubo traducido la información al español, Malika se le quedó mirando con
una expresión de desesperanza en el rostro.
Bobby salió apresuradamente de la habitación. Incómodo, Tony se levantó y le siguió. Un
momento después se oyó la voz crispada de Bobby que gritaba: No, no puede salir a comer
contigo. No puede salir de ninguna manera, a ninguna parte, a menos que nosotros vayamos
con ella. Es una de las normas de Tim. Si quieres comer aquí, puedes hacerlo. Durante la
comida hablaron poco. A mitad de la comida Peter arrojó la servilleta y abandonó la
habitación. Después la criada sirvió el café en la terraza. Bobby y Peter seguían discutiendo al otro lado del piso pero, curiosamente, sus voces estridentes se oían bien.
Durante un rato Malika bebió su café a pequeños sorbos sin decir nada. Cuando hablaba
con Tony era como si en su conversación previa no hubiera habido interrupción. ¿Y si vamos a Madrid? preguntó ella.
¿Te gustaría?, sonrió él. Pero ya ves cómo son, dijo señalando a sus espaldas.
A mí me da igual cómo son. Yo sólo prometí estar con ellos durante dos semanas.
A la mañana siguiente, mientras Bobby y Peter hacían la compra en el mercado, Tony y
Malika metieron cuatro maletas en el Maserati y se fueron al puerto para coger el
transbordador de España. Tony dejó a Bobby una escueta nota en la que decía que se llevaba prestada unos días a Malika y que se encargaría de que telefonease.
VIII
Durmieron en Córdoba la primera noche. A la mañana siguiente, antes de salir para
Madrid, Tony se detuvo en la catedral para mostrársela. Cuando llegaron a la puerta, Malika titubeó. Se asomó al interior y vio un interminable pasillo de arcos que se perdía en la penumbra.
Entra, dijo Tony.
Ella respondió que no con la cabeza. Entra tú. Yo te espero aquí.
Al salir de la ciudad, él la regañó un poco. Deberías mirar las cosas cuando tienes ocasión
de hacerlo, le dijo. Era una mezquita famosa.
Ya lo vi, dijo ella con firmeza.
El primer día en Madrid lo pasaron en Balenciaga, mañana y tarde. Tenías razón, dijo
Malika a Tony cuando volvieron al hotel. La ropa es mucho mejor aquí.
Tuvieron que esperar varios días a que tuvieran listas las primeras cosas. El Prado estaba
casi al lado del hotel, pero Tony decidió que no intentaría convencer a Malika de que lo
visitase. Sugirió ir a una corrida.
Sólo los musulmanes saben matar animales, dijo ella.
Llevaban en Madrid más de una semana. Una tarde que estaban sentados en el bar del
Ritz, Tony se volvió hacia ella.
¿Has hablado con Tánger?, le preguntó. No, no lo has hecho. Ven.
Malika no quería pensar en Tánger. Suspirando, se levantó y subió a la habitación de
Tony, que le hizo la llamada.
Cuando Tony oyó por fin a Bobby al otro lado de la línea, hizo un gesto a Malika y le
pasó el teléfono.
Nada más oír la voz de Malika, Bobby empezó a hacerle reproches. Ella le interrumpió
para preguntar por Tim.
Tim no puede volver a Tánger todavía, dijo él, y subió el tono de voz al añadir: ¡Pero
quiere que tú vuelvas ipso tacto!
Malika no dijo nada.
¿Has oído lo que te he dicho?, gritó Bobby. ¿Oíste?
Sí, lo he oído. Ya te llamaré, repuso, y colgó rápidamente para no oír las protestas airadas
al otro lado del hilo.
Volvieron varias veces a Balenciaga para las pruebas. Malika estaba impresionada con
Madrid, pero echaba de menos la tranquilizadora presencia de Tim, sobre todo, por la noche, cuando yacía a solas en la cama. Aunque era agradable estar con Tony porque le prestaba tanta atención y constantemente le compraba regalos, Malika sabía que él sólo lo hacía porque disfrutaba vistiéndola como a él le gustaba verla cuando salían juntos, y no porque le preocupara ella en sí.
Seguían llegando encargos y los vestidos y los conjuntos eran perfectos, pero la felicidad
de Malika se veía ensombrecida en cierto modo porque había descubierto que los únicos sitios donde la gente realmente se fijaba en lo que ella llevaba puesto eran un par de restaurantes y el bar del hotel. Cuando se lo dijo a Tony, él se echó a reír.
¡Ah! Lo que tú necesitas es ir a París. Lo intuyo.
A Malika se le iluminó el rostro. ¿Podemos ir allí?
Cuando llegó la última prenda, Tony y Malika hicieron su cena final en Horcher y a la
mañana siguiente salieron temprano con destino a París. Pasaron la noche en Biarritz, donde las calles vacías eran barridas por la lluvia.
IX
París era demasiado grande. A Malika le asustó incluso antes de que llegaran al hotel y
decidió no perder a Tony de vista a menos que estuviera segura en su habitación. En el Hotel de la Trémoaille contempló a Tony que, tendido boca abajo en su cama, hacía una llamada tras otra y bromeaba, gritaba, movía las piernas y vociferaba entre risas. Cuando terminó de telefonear se volvió hacia ella.
Mañana por la noche te voy a llevar a una fiesta, dijo. Y sé exactamente lo que vas a
llevar. El vestido de satén nacarado.
Malika estaba excitada por la suntuosa casa y los invitados vestidos de etiqueta. Allí por
fin, estaba segura, había alcanzado un lugar en el que la gente poseía el máximo grado de
refinamiento. Cuando descubrió que la miraban con aprobación, se sintió llena de una
sensación de triunfo.
Poco después Tony la condujo a una muchacha alta y bella, de relampagueantes ojos
negros. Ésta es mi hermana Dinah, anunció. Habla español mejor que yo. Señalando a Malika, añadió: y ésta es la nueva Antinea. Dejó a las dos juntas y desapareció en otra sala.
Los modales de Dinah con ella le hicieron sentir que habían sido amigas durante mucho
tiempo. Tras charlar unos minutos le presentó a un grupo de sudamericanos. Las mujeres iban cubiertas de joyas y algunas llevaban pieles de animales sobre los hombros. Incluso los hombres lucían gruesos diamantes en los dedos. Malika sospechó que a Tim no le gustaría, pero entonces se le ocurrió que a lo mejor no era de fiar como arbitro del gusto en una ciudad como aquélla.
París es muy grande, le dijo a un hombre que le sonreía de modo insinuante. No lo había
visto hasta ayer. Me da miedo salir. ¿Por qué lo hicieron tan grande?
El hombre, sonriendo más, le dijo que estaba a su disposición y que le encantaría
acompañarla a donde quisiera, cuando le viniera a ella mejor.
Oh, exclamó ella, con aspecto pensativo. Sería estupendo.
¿Mañana?
Me temo que mañana no va a poder ser, interrumpió bruscamente Dinah, que había oído
el final del diálogo, y se llevó a Malika del brazo. Mientras la sacaba de allí, le susurró
furiosa: Su mujer estaba allí, mirándote.
Malika se volvió para lanzar una mirada asustada por encima del hombro. El hombre
seguía sonriéndola.
Durante los días siguientes Dinah, que vivía cerca de la Avenue Montaigne, acudía
regularmente al hotel. Ella y Tony tenían largas conversaciones mientras Malika escuchaba
Radio Cairo. Una tarde que Tony se había ido, Malika, aburrida, le pidió a Dinah que le
pusiera una conferencia con Bobby en Tánger. Media hora después sonaba el teléfono y oía la voz de Bobby.
¡Hola Bobby!
¡Malika! La voz de él era ya estridente. ¡No me puedes hacer esto! ¿Para qué has ido a
París? Tienes que volver a Tánger.
Malika guardaba silencio.
Te estamos esperando. ¿Qué va a decir Tim si no estás aquí?
¡Tim!, repitió ella despreciativa. ¿Y dónde está Tim?
Vuelve la semana que viene. Pásame a Tony.
Tony ha salido.
¡Escucha!, gritó Bobby. ¿En qué hotel estás?
No sé cómo se llama, dijo ella. Está en París. Es bonito. Adiós.
No muchos días después, una mañana, Tony anunció de pronto que se iba a Londres
dentro de una hora. Dinah llegó poco antes de que él se marchara y se enzarzaron, al parecer, en una discusión que no terminó hasta que él les dio un beso de despedida a cada una. Cuando se fue, Malika movió la cabeza cavilosamente.
A Londres... no volverá, pensó.
X
Un día después de que Malika se hubiera trasladado al piso de Dinah, el tiempo se hizo
lluvioso y frío. Dinah salía a menudo, dejándola sola con la doncella y el cocinero. A ella le
daba igual quedarse en casa, donde hacía calor. En su guardarropa, aunque impresionante, no había ninguna clase de ropa de abrigo. Dinah le había dicho que el frío no había hecho más que empezar y que no volvería a hacer calor ya durante muchos meses. Malika pensaba que en algún lugar de París debía de haber una joteya, donde poder cambiar dos o tres vestidos de noche por un abrigo, pero Dinah sacudió la cabeza cuando ella se lo preguntó.
El apartamento era espacioso, y había toda clase de revistas para estudiar. Malika se
pasaba el tiempo con las piernas enroscadas en un diván, examinando los detalles de las
fotografías de moda.
Tony llamó desde Londres para aplazar su regreso unos días. Cuando Dinah le dio la
noticia, Malika sonrió. Claro, dijo.
Hoy comeré con una amiga que tiene montañas de ropa, dijo Dinah. A ver si consigo un
abrigo para ti.
Aquella misma tarde le trajo un abrigo de visón, pero necesitaba urgentemente un arreglo.
Malika se quedó mirando los descosidos con visible estupor.
Es que no te das cuenta de la suerte que tienes, le dijo Dinah.
Ella se encogió de hombros.
Después de que el peletero hubiera arreglado la prenda y vuelto a coser las pieles, parecía
completamente nuevo, como si lo hubieran acabado de hacer para Malika. Acarició con los
dedos su superficie brillante, se examinó en el espejo y concluyó que, después de todo, era un abrigo que estaba muy bien.
La amiga de Dinah fue a comer. Se llamaba Daphne y no era muy guapa. Trató de hablar
con Malika en italiano. Durante la comida invitó a ambas a pasar unos días en su casa en
Cortina d'Ampezzo.
Dinah estaba entusiasmada. Cuando Daphne se fue, sacó un álbum de fotos y lo extendió
en el regazo de Malika. Malika vio que el fondo era blanco y que la gente, que iba vestida de forma muy poco elegante, llevaba largas tablas en los pies. Sentía dudas, pero el extraño
paisaje blanco y los grupos de gente festiva le intrigaban. Podía ser más interesante que París, ciudad que, después de todo, había resultado bastante aburrida.
Fueron a la agencia a reservar un billete de avión. ¿Tienes algo de dinero o no? Le
preguntó Dinah mientras esperaban.
Malika de pronto se sintió muy avergonzada.
Tony nunca me dio nada, dijo.
Da igual, le dijo Dinah.
Antes de que se fueran se produjo una acalorada discusión entre ellas sobre si Malika
debía llevarse todas sus maletas a Milán en el avión.
Pero allí no vas a necesitar toda esa ropa, objetaba Dinah. Y, además, resultaría carísimo.
Tengo que llevarme todo, dijo Malika.
Todas sus pertenencias fueron con ella en el avión. Tuvieron mal tiempo camino de
Milán, donde fue a recogerlas el coche de Daphne. Ella estaba ya en Cortina.
A Malika no le había gustado el viaje en avión. No comprendía por qué la gente que
tenía coche cogía un avión. No se veían más que nubes y con el vaivén del avión se marearon algunos pasajeros, así que al final del vuelo todo el mundo parecía nervioso y descontento.
Durante algún tiempo, mientras recorrían la autostrada a gran velocidad, Malika pensó que
había vuelto a España.
Según el chófer, había ya tantos amigos en el chalé de Daphne que no quedaba sitio para
ellas. Daphne las había instalado en un hotel. Dinah recibió esta noticia en silencio; parecía
que le disgustaba. Malika, cuando comprendió la situación, se alegró para sus adentros. En el hotel habría mucha más gente que en la casa.
XI
Hacía frío en Cortina. Al principio Malika no quería salir del hotel. El aire es como
veneno, se quejaba. Luego empezó a probar y, finalmente, descubrió que era un tipo de frío
que resultaba agradable.
Envuelta en su cálido abrigo, se sentaba con los demás bajo el sol radiante en la terraza
del hotel y daba sorbitos a su chocolate caliente mientras los demás bebían sus cócteles.
Aquella jovialidad de mejillas rojas de quienes la rodeaban era una experiencia nueva, y la
nieve nunca dejaba de fascinarla. Todas las mañanas cuando Daphne y sus invitados iban a
recoger a Dinah, Malika se quedaba mirando cómo el bullicioso grupo corría hacia las pistas de nieve. Luego vagaba por las zonas de uso público. Los empleados eran educados y a menudo le sonreían. En el hotel había una tienda en la que vendían esquís y la ropa que había que ponerse para usarlos. Cambiaban diariamente los escaparates y con frecuencia podía verse a Malika de pie afuera mirando las cosas a través del cristal.
En dos ocasiones, estando ella allí se le acercó paseando un joven muy alto que parecía a
punto de hablar con ella. Las dos veces ella se dio la vuelta y continuó deambulando sin
rumbo fijo. Tony y Dinah le habían advertido repetidamente que no conversara con extraños, y pensó que era mejor obedecer las normas que ellos consideraban tan importantes. Malika se había dado cuenta de que Otto, el camarero, hablaba español y, por la mañana, cuando el bar solía estar vacío, entraba y charlaba con él. Una mañana Otto le preguntó por qué nunca iba a esquiar con sus amigos.
No sé, musitó ella.
En aquel momento, por el espejo que había detrás de la barra, vio que entraba en el bar el
joven y que se quedaba junto a la puerta, como escuchando la conversación. Confió en que
Otto no la prosiguiera, pero lo hizo.
Esa no es razón, dijo. Aprenda usted. Hay cantidad de buenos profesores de esquí en
Cortina.
Malika movió despacio la cabeza negativamente varias veces.
El joven se acercó a la barra diciendo en español: Nuestro amigo Otto tiene razón, para
eso viene la gente a Cortina. Aquí todo el mundo esquía.
Se había acodado en la barra y miraba de cara a Malika.
Yo es que paso mucho tiempo al sur de la frontera, dijo en tono confidencial. Tengo una
pequeña hacienda en Durango.
Malika le miraba fijamente. Aquel señor le estaba hablando en español, pero ella no
entendía de qué le estaba hablando. El malinterpretó la expresión de ella y frunció las cejas.
¿Qué sucede? ¿No le gusta Durango?
Ella miró a Otto y después otra vez al joven alto. Luego se echó a reír y el sonido de sus
risas resonó agradablemente en el bar. La cara del joven parecía derretirse al oírla.
Malika bajó del taburete y le sonrió.
No comprendo, dijo. Hasta luego, Otto.
Y, mientras el joven seguía haciendo un visible esfuerzo por aclarar sus ideas, ella se dio
media vuelta y salió del bar.
Esto marcó el comienzo de una nueva amistad, que se afianzó más a lo largo de aquel
mismo día. Al final de la tarde Malika y el joven, que decía llamarse Tex, salieron a pasear
por la carretera de nieve aplastada que había junto al hotel. Las cumbres de las montañas a su alrededor se estaban volviendo rosáceas. Malika aspiró con entusiasmo el aire por la nariz.
Me gusta este sitio, dijo, como si el tema hubiese sido objeto de debate.
Te gustaría más si aprendieras a esquiar, dijo Tex.
¡No, no! Malika titubeó un momento pero luego continuó rápidamente: No puedo pagar
las clases. No tengo dinero. No me lo dan.
¿Quiénes?
Malika siguió caminando a su lado sin responder y él la tomó del brazo. Cuando
volvieron al hotel ella había aceptado que Tex le pagara las clases, los esquís y la ropa, a
condición de que esto último lo comprara en una tienda de la ciudad y no en el hotel.
Una vez que tuvo el equipo, comenzaron las clases. Tex estaba siempre presente. A Dinah
no le gustaba nada aquello: decía que nunca se había visto algo semejante y le pidió a Malika que le indicara quién era Tex.
Malika, que no había sentido rencor alguno porque la dejaran sola todos los días
olvidándose de ella, no comprendía las objeciones de Dinah. Estaba encantada con su nuevo amigo y quedó con Dinah en que le verían en el bar, donde estuvo sentada media hora escuchándoles hablar en inglés. Aquella noche, más tarde, Dinah le dijo a Malika que Tex no era educado. Malika no comprendía.
¡Que es un idiota!, exclamó Dinah.
Malika se echó a reír pensando que aquello significaba que a Dinah también le gustaba.
Tiene buen corazón, respondió Malika con calma.
Sí, sí. Pronto verás ese buen corazón, le dijo Dinah con sonrisa aviesa.
Al notar que el interés que Tex sentía por ella se debía en parte al misterio que parecía
rodearla, Malika le daba la menor información posible sobré ella. Él seguía teniendo la
impresión de que era mexicana y formaba parte de la familia de Dinah y que, por las razones que fueran, Dinah estaba a cargo de ella. Su error divertía a Malika, que no hizo nada por sacarle de él. Malika sabía que Dinah y Daphne estaban convencidas de que había algo entre ella y Tex, y también esto le hacía gracia porque no era cierto.
A veces, a pesar de los esfuerzos de Malika por impedirlo, Tex bebía demasiado whisky.
Solía hacerlo en el bar, después de cenar. En momentos así su rostro adquiría una expresión
que a Malika le recordaba la de un pez arrojado a la playa. Con los ojos saltones y la
mandíbula caída, Tex le cogía una mano entre las suyas y gruñía: ¡Oh, honey! Para Malika
esto manifestaba una desesperanza momentánea, así que suspiraba, sacudía la cabeza y trataba de consolarle diciéndole que en seguida se sentiría mejor.
Las clases iban muy bien. Malika pasaba en la nieve con Tex la mayor parte de las horas
de luz y también habría comido con él si no hubiese sido porque Dinah, indignada, se lo había prohibido.
Un día a la hora de comer, Dinah encendió un cigarrillo y dijo: Mañana es tu última clase
de esquí. Nos vamos a París el jueves.
Malika notó que Dinah la observaba fijamente para ver el efecto que le causaba esta
noticia. Decidió adoptar un gesto un poco contrariado, pero no tanto como para que Dinah se sintiera satisfecha.
Han sido unas vacaciones maravillosas, continuó Dinah, y todos lo hemos pasado muy
bien, pero ahora se terminó.
Así es la vida, murmuró Malika cabizbaja.
XII
Aquella tarde, tras acabar la clase, Malika y Tex se sentaron juntos en la nieve mirando el
valle a la luz crepuscular. De pronto Malika se dio cuenta de que estaba llorando. Tex la miró consternado, luego la atrajo hacia sí y trató de consolarla. Entre sollozos, Malika le contó lo que Dinah le había dicho a la hora de comer.
Al sentir los brazos de él rodeándola se dio cuenta de que la única razón de su infelicidad
era que no quería dejarle. Apoyó la cabeza en su pecho y sollozó: Me quiero quedar contigo,
Tex, contigo.
Estas palabras transformaron a Tex. Estaba radiante.
Mientras la tranquilizaba con gestos, le decía que haría cualquier cosa en el mundo por
ella. Si ella quería, él se la llevaba aquella misma noche. Malika dejó de llorar y escuchó.
Cuando se levantaron del talud de nieve ya habían acordado marcharse a la mañana
siguiente mientras Dinah esquiaba. Tex estaba decidido a no volver a reunirse con Dinah,
pero Malika le hizo dejar una nota para ella, que le dictó:
Dinah, no quiero ir a París ahora. Gracias a ti y a Daphne.
Me ha encantado Cortina. Ahora voy a aprender a esquiar.
Me quedaré en Suiza algún tiempo. Buena suerte, Malika.
Tex había dispuesto que a las nueve y media de la mañana les recogiera del hotel un
coche con chófer, lo bastante grande como para meter las numerosas maletas de Malika. Todo marchó como estaba previsto y Malika entregó la nota para Dinah al recepcionista, que no mencionó el asunto de la factura —cosa que temía que hiciera—, sino que se limitó a asentir con gesto grave.
Dinah se va a enfadar muchísimo, dijo Malika cuando se alejaban de Cortina.
Estaba pensando en eso, dijo Tex. ¿Creará problemas?
No puede hacer nada. Nunca vio mi pasaporte. Ni siquiera sabe cómo me apellido.
Tex, que parecía perplejo al oír esto, comenzó a hacerle una serie de preguntas, que ella,
contenta al ver el hermoso paisaje blanco fuera, respondía sin contestar. Cogía a Tex de la
mano de vez en cuando para señalarle un detalle del paisaje y, adueñándose suavemente de la situación , logró despistarle sin que se diera cuenta de ello.
Almorzaron en un pequeño restaurante del Mezzolombardo. El camarero llevó una botella
de vino y les puso dos copas.
No, dijo Malika, apartando su copa con la mano.
Tu amiga Dinah no está aquí ahora, le recordó Tex. Puedes hacer lo que te dé la gana.
¿Dinah?, exclamó con voz de desprecio. ¿Quién es Dinah comparada con la palabra de
Dios?
Él se la quedó mirando desconcertado y no llevó el asunto más lejos. Se bebió la botella
de vino él solo, de modo que cuando volvieron al coche se encontraba alegre y relajado.
Mientras corrían hacia el sur por la autostrada, Tex se dedicó a estrujarle la mano a Malika, a rozarle el cuello con los labios y, finalmente, a besarla febrilmente en la boca. Malika no
podía esperar nada mejor.
XIII
Al cenar aquella noche en Milán ella le vio beber dos botellas de vino. Más tarde en el bar
se bebió varios whiskies. En Cortina le hubiera pedido que dejara de hacerlo, pero aquella
noche fingió no darse cuenta de que él se estaba sumiendo directamente en un estado de
embriaguez. Malika empezó a contarle una complicada historia que conocía desde su infancia sobre una necrófaga que vivía en una cueva y desenterraba cadáveres recién sepultados para sacarles el hígado. Viendo la expresión de absoluta perplejidad de Tex, se detuvo a mitad del cuento.
El sacudió la cabeza pensativamente.
¡Menuda imaginación!, dijo.
Quiero aprender a hablar inglés, continuó Malika, dejando a un lado la historia de la
necrófaga. Eso es lo que voy a hacer en Suiza.
Tex estaba borracho cuando subieron a la habitación. Ella lo lamentaba porque le gustaba
mucho más cuando estaba sobrio, pero se temía que iba a desear acostarse con ella y le
pareció más prudente, siendo la primera vez que estaban juntos, que él estuviera atontado. Era imprescindible que creyera que era el primero que se acostaba con ella.
Por la mañana, cuando Tex se levantó con la mirada fija y tratando de recordar, ella le
confió que no había sido tan doloroso como ella suponía. Tex estaba contrito; casi lloró
mientras le suplicaba perdón. Malika sonrió y le cubrió de besos.
Habiendo conseguido esto, ella siguió presionando, no con un propósito concreto en la
mente, sino simplemente para obtener una posición más firme. Cuando Tex se hallaba todavía sumido en la ciénaga del remordimiento mañanero, le hizo prometer que abjurase del whisky. En el Grand Saint Bernard, cuando la policía les devolvía los pasaportes, Malika vio que Tex miraba el suyo por un instante con perplejidad. Cuando estuvieron en el coche, le pidió que le enseñara otra vez el pasaporte. Los caracteres arábigos parecían causarle una viva inquietud. Tex comenzó a hacerle preguntas sobre Marruecos que ella no hubiera podido responder ni siquiera si se hubiera encontrado en disposición de hablar de esas cosas. Le aseguró que era como cualquier otro país. Pero ahora estoy pensando en Suiza, dijo ella Llegaron a Lausana al anochecer y tomaron habitaciones en un gran hotel junto al lago, en Ouchy. Era mucho más grandioso que el hospedaje de Cortina y, además, la gente alojada allí, al no estar vestida para esquiar, le parecía a Malika mucho más elegante.
Me gusta este sitio, le dijo a Tex aquella noche durante la cena. ¿Cuánto tiempo podemos
quedarnos?
A la mañana siguiente, ante la insistencia de Malika, fueron juntos a la Escuela Berlitz
para hacer cursos intensivos de idiomas: ella de inglés y él de francés. Malika pensaba que
Tex imaginaba que ella se cansaría pronto del estricto horario, pero estaba decidida a no irse de Lausana sin saber hablar inglés. Se pasaban toda la mañana en sus respectivas clases, comían juntos y volvían a la escuela a las tres para continuar con la clase de conversación.
Todos los viernes por la tarde Tex alquilaba un coche y se iban de excursión a Gstadd
deteniéndose a cenar en el camino. Los sábados y los domingos, si no nevaba, esquiaban en
Wasserngrat o en Eggli. A veces él insistía en que se quedaran hasta el lunes, aunque
significaba perder las clases de la mañana, pero Malika sabía que si le dejaba salirse con la
suya siempre lo haría y alargaría los fines de semana cada vez más. A Tex le parecía bien que Malika aprendiera inglés, pero no alcanzaba a comprender su preocupación obsesiva; ni tampoco Malika habría podido explicárselo si él se lo hubiera preguntado. Lo único que sabía era que a menos que siguiera aprendiendo estaba perdida.
XIV
Durante aquel invierno en Lausana no hicieron amigos: les bastaba enteramente con su
mutua compañía. Un día, cuando salían del Schweizerische Kreditanstalt donde Tex había
abierto una cuenta para Malika, él se volvió hacia ella y, sin venir a cuento, le preguntó si
alguna vez había pensado en casarse.
Malika se quedó mirándolo admirada.
Pienso en ello todo el tiempo, dijo. Sabes que me hace feliz estar casada contigo.
El la miraba como si no hubiera entendido nada de lo que ella había dicho. Al cabo de un
momento la cogió del brazo y la atrajo hacia sí. A mí también me hace feliz, dijo. Sin
embargo, Malika veía que tenía algo en la cabeza. Después, cuando estuvieron a solas, él dijo que desde luego estaban casados, pero que de lo que él estaba hablando era de un matrimonio con papeles.
¡Con papeles o sin papeles! Es lo mismo, ¿no? Si dos personas se quieren, ¿qué tienen
que ver los papeles?
Es por las autoridades, explicó él. Les gusta que la gente que está casada tenga papeles.
Claro, coincidió ella. En Marruecos también. Hay mucha gente casada con papeles.
Estaba a punto de añadir que los papeles eran importantes si pensabas tener niños, pero se
contuvo a tiempo, presintiendo que el comentario llevaba las cosas a terreno peligroso. Por
ciertas preguntas que le había hecho, Malika sospechaba que Tex empezaba a preguntarse si estaba embarazada. Las preguntas hacían gracia a Malika, porque se basaban en la suposición de que no había existido un Tim antes de Tex para enseñarle lo que había que hacer para estar siempre segura.
A comienzos de la primavera una mañana en que Malika se quejaba de cierta flojedad,
Tex se lo preguntó directamente. ¿Crees que las mujeres en Marruecos no saben nada?, exclamó ella. Si quieren hacer hijos los hacen. Y si no quieren, no los hacen.
Esos remedios caseros no siempre funcionan, dijo Tex asintiendo con la cabeza
dubitativamente.
Malika estaba segura. Él no sabía nada de Marruecos.
El mío sí, dijo.
Si ella nunca le hablaba de Norteamérica a él ni le preguntaba por su familia era porque
no podía imaginarse su vida allí con la suficiente claridad como para sentir curiosidad. Por su parte, él hablaba de Estados Unidos cada vez más a menudo. Nunca antes se había ausentado tanto tiempo, decía. Malika interpretaba estas observaciones como advertencias de que se había hartado de su vida actual y estaba contemplando la posibilidad de cambiar. Este pensamie nto le producía terror, pero Malika no dejaba que Tex lo percibiera.
De vez en cuando ella le sorprendía mirándola fijamente, con una expresión de profunda
incomprensión en su cara. Ahora, como Malika había insistido en ello, hablaban a menudo en inglés. Malika pensaba que le iba mucho más que el español; y Tex parecía tener una voz completamente distinta.
¿Te gustaría casarte? Quiero decir, con papeles.
Sí, si quieres.
¿Y tú?, insistió él.
Pues claro que quiero, si tú quieres. Contrajeron matrimonio en una parroquia protestante
y el sacerdote que les casó le señaló en un aparte a Tex que, personalmente, no era partidario de los matrimonios en los que la novia era tan joven como Malika.
Por mi experiencia, dijo, son muy pocas las uniones de este tipo que resultan ser
permanentes. Para Malika el episodio fue un poco absurdo, del estilo de cosas que tanto les gusta, al parecer, a los nazarenos. No obstante, ella veía a las claras que el asunto era muy importante para Tex. De hecho su carácter parecía haber sufrido una repentina metamorfosis desde la ceremonia, en el sentido de que ahora él era más tajante. A ella le gustaba más de este modo y llegó a la conclusión de que, en el fondo, Tex era muy devoto. Los papeles eran, evidentemente, una exigencia de la religión cristiana y, ahora que él los tenía, se sentía más seguro.
Apenas quince días más tarde, un día en que Tex bebió un poco más de vino que de
costumbre, le anunció que se iban a casa. Malika recibió la noticia con una sensación de
vértigo. Notaba que Tex se alegraba de dejar el mundo de los hoteles y restaurantes y
sospechaba que la vida en una casa sería distinta y, ni por asomo, tan divertida.
Tampoco ahora Malika vio nada desde el avión, pero esta vez el viaje duró tanto que ella
llegó a preocuparse.
Tex estaba medio dormido, pero ella le despertó varias veces para preguntarle que dónde
estaban.
Dos veces le contestó jovialmente que en el aire.
La vez siguiente le dijo: En algún sitio sobre el océano, supongo. Y la miró de soslayo.
No nos movemos, dijo ella. Estamos parados. El avión se ha atascado.
El se limitaba a reír pero, por el modo en que lo hacía, ella se daba cuenta de que había
cometido un error de alguna clase. No me gusta este avión, dijo Malika.
Duérmete, le recomendó Tex.
Ella cerró los ojos y permaneció en silencio pensando que había ido demasiado lejos...,
tan lejos que ahora no estaba en ninguna parte. Fuera del mundo, susurraba para sí misma en árabe, y sentía escalofríos.
XV
El hecho de estar en Los Ángeles persuadió a Malika de que tenía razón, de que había
dejado atrás todo lo comprensible y ahora se hallaba en un lugar completamente distinto
cuyas leyes no podría conocer. Fueron desde el aeropuerto a lo alto de una montaña donde
había una casa escondida en un bosque. Tex le había hablado de ella, pero Malika había
imaginado algo muy diferente, como la montaña de Tánger, donde las casas tenían grandes
jardines a su alrededor. Aquella casa estaba sumergida entre los árboles; no podía verse el
resto de la casa ni siquiera cuando se llegaba a la puerta.
En mitad del bosque, dijo asombrada.
Un filipino pequeño y mal encarado que vestía una chaqueta blanca les abrió la puerta.
Hizo una profunda reverencia y le dirigió unas breves palabras de bienvenida a Malika. Ella
sabía que estaba hablando en inglés, pero no era el inglés que le habían enseñado en Lausana.
Al final, Malika le dio las gracias con tono grave.
Más tarde preguntó a Tex lo que había dicho el hombrecillo.
Te ha deseado que seas muy feliz aquí en tu nueva casa. Nada más.
¿En mi casa?, ¡pero si es tu casa, no la mía!
¡Pues claro que es tuya! Eres mi mujer, ¿no?
Malika asintió con la cabeza. Sabía que, por más que la gente fingiera, cuando un hombre
se cansaba de su esposa, se deshacía de ella y tomaba otra nueva. Ella amaba a Tex y confiaba en él, pero no esperaba que fuese distinto de los demás. Cuando llegara el momento sabía que él encontraría un pretexto para librarse de ella. Lo importante era saber cómo combatir el momento fatal para retrasarlo lo más posible.
Malika movió la cabeza afirmativamente y dijo sonriendo: Me gusta esta casa, Tex.
Las estancias tenían formas irregulares con inesperadas alcobas y hornacinas en las que
había mullidos divanes donde se amontonaban pilas de cojines. Al inspeccionar la casa,
Malika observó con satisfacción que las ventanas estaban enrejadas. Se había fijado ya en la pesada puerta principal con sus gruesos cerrojos.
Aquella noche cuando estaban sentados ante la chimenea oyeron el graznido de un
coyote.
Chacales, murmuró Malika volviendo la cabeza para escuchar. Mal asunto.
Para Malika resultaba incomprensible que alguien despilfarrara el dinero en construirse
una casa tan bonita en un sitio tan alejado del mundo, pero sobre todo no alcanzaba a
comprender por qué habían dejado crecer los árboles tan cerca de la casa. Aunque no dijo una palabra de ello, decidió no salir nunca a menos que Tex la acompañase, y nunca, en ningún caso, se quedaría en casa sin él.
A la mañana siguiente, cuando Tex estaba a punto de bajar a la ciudad en el coche,
Malika empezó a correr de una habitación a otra gritando: ¡Espera! Voy contigo.
Te vas a aburrir, dijo él. Tengo que ir al despacho de unos abogados. Quédate aquí, con
Salvador.
Malika no podía permitir que Tex se diera cuenta de que le daba miedo quedarse en la
casa. Hubiera sido una ofensa imperdonable.
No, no, no. Quiero ver la ciudad, dijo ella.
Tex la besó y se fueron a la ciudad. Era un coche más grande que el que había alquilado
en el aeropuerto el día anterior.
Quiero estar siempre contigo, vayas donde vayas, dijo ella en tono confidencial,
esperando que esto contribuyera a sentar un precedente.
Durante aquellas semanas cuando observaba la vida en las calles no conseguía ver una
pauta. La gente siempre estaba camino de alguna parte, y andaba con prisas. Malika no era tan ingenua como para pensar que eran todos iguales, pero no tenía modo de saber quién era quién. En Marruecos, en Europa, la gente estaba ajetreada en hacer cosas, pero siempre había otros mirando. Siempre, dondequiera que uno estuviese, hiciese lo que hiciese, había mirones.
En cambio, en Estados Unidos, Malika tenía la impresión de que todo el mundo iba a alguna parte y no había nadie sentado mirando.
Esto la inquietaba. Se sentía lejos, muy lejos de todo lo que había conocido. Las freeways
le inspiraban miedo porque no podía quitarse de la cabeza la idea de que había sucedido
alguna catástrofe innombrable y que los coches huían llenos de refugiados del lugar del
desastre. Tuvo oportunidad de sobra de ver las hileras kilométricas de casas y de comparar
estas simples viviendas con la residencia de la montaña. Como resultado de ello se le ocurrió que tal vez tenía suerte al vivir donde vivía. Un día que iban en el coche a la ciudad se volvió para mirar a Tex y le dijo: ¿Tú tienes más dinero que esta gente?
¿Qué gente? Malika movió la mano. Los que viven en estas casas.
No sé el dinero que tendrán los demás, repuso él. Lo que sé es que a mí nunca me ha
bastado con el mío.
Malika, mirando las filas de endebles casas de madera bordeadas de polvorientos
matorrales, se negó a creerle. Tú tienes más dinero, afirmó ella. ¿Por qué no quieres decirlo?
Esto hizo reír a Tex. Tenga mucho o poco, me lo gané yo mismo. El día que cumplí
veintiún años mi padre me dio un cheque y me dijo: Toma, a ver qué haces con esto. A los
tres años había convertido en cuatro veces y media aquella cantidad. ¿Te referías a esto,
papá?, le pregunté. A eso me refería, hijo, me respondió.
Malika se quedó pensativa un momento y finalmente dijo: Y ahora, cuando tu padre
necesita dinero se lo das tú.
Tex la miró de lado y dijo gravemente: Desde luego.
Ella quería preguntarle si no tenía amigos en Los Ángeles. Desde que llegaron no habían
visto a nadie, y a ella le parecía raro. Podía ser una costumbre de allí el que las parejas de
recién casados se mantuviesen en soledad absoluta durante un periodo determinado. O quizá todos los amigos de Tex allí eran mujeres, lo que impediría automáticamente que ella las conociera. Cuando Malika le preguntó, él dijo que rara vez iba a Los Angeles. Suelo estar con mi familia en Texas, dijo, o arriba en la hacienda.
En el piso superior había un estudio con una espaciosa solana que no quedaba oculta por
los árboles en pleno día. Malika no se sentía del todo tranquila sentada allí fuera, sin nada
entre ella y el oscuro bosque. Sospechaba que los árboles albergaban pájaros peligrosos. A
veces, ella y Tex se sentaban allí tras darse un chapuzón en la piscina que, al estar situada
debajo, dentro del patio cerrado, ella consideraba lugar seguro. Tex la observaba tendida
sobre una colchoneta y le aseguraba que estaba más hermosa que nunca. Ella ya lo había
advertido, pero le agradaba saber que también él lo notaba.
XVI
Un día Tex le dijo que iba a venir a cenar un tal F. T. Era un viejo amigo de su padre que
se ocupaba de sus asuntos financieros. Como a Malika le parecía interesante saber en qué
consistía ese trabajo, Tex hizo un esfuerzo por explicarle cómo funcionaban las inversiones.
Malika guardó silencio durante unos momentos.
Pero entonces, dijo, uno no puede ganar dinero a menos que ya lo tenga.
Más o menos, reconoció Tex.
F. T. era un hombre de mediana edad, vestía bien, y tenía un bigotito gris. Malika le
encantó y la llamaba Little Lady. Esto a ella le sonaba ligeramente insultante pero como, por lo demás, veía que F. T. era un hombre agradable y correcto, no protestó. Además, Tex le había dicho: Recuerda esto, si alguna vez necesitas cualquier cosa, lo que sea, telefoneas a F. T. Es como mi padre.
Durante la cena Malika llegó a la conclusión de que F. T. realmente le gustaba, aunque él
no la tomara muy en serio. Después, él y Tex hablaron largo y tendido. Hablaron tantísimo
tiempo que Malika se quedó dormida sobre un diván y no se despertó hasta que F. T. se hubo marchado. Malika pidió perdón por su descortesía, pero culpó a Tex de haber permitido que ocurriera.
Tex se tendió junto a ella. Le has parecido fantástica a F. T. Dice que eres, sin la menor
duda, la chica más bonita que ha visto en su vida. Es encantador, murmuró ella.
Desde su llegada a California la vida de Malika parecía haberse paralizado. Al volver a
pensar en ello llegó a la conclusión de que se había detenido cuando interrumpió su curso en la Escuela Berlitz. Así que, con toda inocencia, preguntó a Tex si podía continuar las clases allí. Pero, para sorpresa de ella, se burló de la sugerencia, argumentando que lo único que necesitaba era practicar conversación. Como Tex no solía negarse a nada, ella no lo tomó al pie de la letra, y siguió hablándole de las ganas que tenía de seguir instruyéndose. De repente, Malika intuyó que Tex no iba a ceder: por lo visto, consideraba aquella insatisfacción de ella como una crítica. Finalmente se dio cuenta de que Tex estaba enfadado.
¡No comprendes!, gritó Malika. Tengo que estudiar más inglés para poder estudiar
cualquier otra cosa. ¡Estudiar!
Claro, dijo ella con calma. Siempre voy a estudiar. ¿Piensas que me voy a quedar así?
Eso espero, cariño. Hazlo por mí. Eres perfecta.
Por la noche Tex le dijo: Voy a contratar a otra mujer para la cocina, así Salvador te podrá
enseñar a cocinar. Eso es algo que debes aprender, ¿no te parece?
Malika calló un momento.
¿Quieres que aprenda? Sabes que quiero hacerte feliz.
A partir de entonces empezó a pasar varias horas al día en la cocina con Salvador y
Concha, mexicana cuyo trabajo despreciaba el pequeño filipino. La cocina era una sala
bastante agradable, pero todos aquellos extraños artilugios y los timbres que no dejaban de
sonar mientras Salvador iba de un lado a otro confundían a Malika y le inspiraban un temor
reverencial. Incluso Salvador le asustaba un poco. Su rostro siempre tenía la misma expresión: una sonrisa sin sentido. A Malika le parecía que cuando se enfadaba sonreía todavía más. Ella procuraba prestar la máxima atención a todo cuanto él decía y pronto Salvador la enseñó a hacer platos sencillos que comían a la hora del almuerzo. Si la receta exigía una bechamel o una chasseur, Salvador las hacía él mismo y luego las añadía, porque la sincronización era algo que superaba las capacidades de Malika. Le agradaba comprobar que a Tex le parecía que la comida preparada por ella era lo suficientemente buena como para ser servida en la mesa. Siguió pasando dos horas en la cocina todas las mañanas, y una hora más o menos antes de la cena por la noche. A veces, ayudaba a Salvador y a Concha a preparar una cesta de merienda y se iban de picnic a la playa. A Malika le hubiera gustado poder hablarle a Tex de las fiestas de Tánger en la playa, pero no había manera de hacerlo.
XVII
Alguna que otra vez, a pesar de las súplicas de Malika, Tex aprovechaba su sesión
matinal en la cocina para irse en el coche pequeño a la ciudad a resolver algún asunto. Ella se sentía inquieta hasta que regresaba, pero Tex volvía siempre a tiempo para comer. Una
mañana Tex no apareció a la hora habitual. Sonó el teléfono. Salvador se secó las manos y
entró en el office para cogerlo mientras Malika y Concha seguían hablando en español. Al
cabo de un momento Salvador reapareció en la puerta y, con una sonrisa radiante, dijo a
Malika que la policía había llamado para decir que Mr. Tex había tenido un accidente y estaba en un hospital, en Westwood.
Malika corrió hacia el hombrecillo y le cogió de los hombros. ¡Llame a F. T.!
Mientras Salvador buscaba el número y lo marcaba, Malika saltaba de un lado a otro. En
cuanto vio que estaba hablando con F. T. le arrebató el auricular.
¡F. T! ¡Venga a recogerme! Quiero ver a Tex.
La voz de F. T. era pausada y tranquilizadora. Sí. Cálmese y espere a que yo vaya. Estaré
ahí tan pronto como pueda. No se preocupe. Déjeme hablar con Salvador otra vez.
Malika dejó a Salvador hablando por teléfono, subió corriendo al estudio y empezó a
caminar de un lado a otro. Si Tex estaba en el hospital, probablemente no volvería para
dormir aquella noche, y ella no se quedaría en casa sin él. Salió a la solana y se quedó
mirando los árboles. Tex está muerto, pensó.
Hasta media tarde no se detuvo el coche de F. T. ante la puerta. F. T. encontró a Malika
en el estudio, tendida boca abajo sobre un diván. Cuando oyó su voz se levantó de un brinco con los ojos muy abiertos y fue corriendo a su encuentro.
Aquella noche Malika durmió en casa de F. T. El insistió en llevársela y dejarla al
cuidado de su mujer; efectivamente, Tex había muerto. Había fallecido poco después de llegar al hospital.
F. T. y su mujer no compadecieron a Malika. La mujer de F. T. decía que manifestar su
compasión podría provocar la histeria. Malika no hacía más que hablar y hablar, y lloraba de modo intermitente. A veces se le olvidaba que quienes la escuchaban no entendían árabe ni español, hasta que, a instancias de ellos, volvía al inglés. Ella había jurado, decía Malika,
acompañar a Tex siempre que saliera, pero no lo había hecho y por eso había muerto; Tex era el único ser en el mundo al que amaba y estaba lejos de su hogar y, ¿qué iba a ser de ella, allí sola?
Aquella noche, tendida en la oscuridad escuchando de vez en cuando el gemido de las
sirenas de la policía, se vio asaltada de nuevo por la sensación que había experimentado en el avión: la de haberse alejado demasiado para retornar. La presencia de Tex le había permitido aceptar el carácter extraño del lugar; pero ahora se sentía como un náufrago en una costa desconocida poblada de criaturas cuyas intenciones no podía adivinar. Y nadie podía acudir a rescatarla puesto que nadie sabía que estaba allí.
Durmió varias noches en casa de F. T De día visitaba supermercados y otros lugares de
interés con la mujer de F. T.
Tienes que mantenerte ocupada, le decía su anfitriona. No vamos a permitir que estés
deprimida.
Sin embargo, no había modo de impedir a Malika que se inquietase por lo que iba a ser de
ella. Estaba desamparada en aquella tierra tan extraña y no tenía una peseta para comprar pan.
Si no moría de inanición era por el capricho de F. T. y de su mujer.
XVIII
Una mañana el propio F. T. llevó a Malika en su coche a su oficina. Por respeto hacia él,
Malika se vistió con gran esmero enfundándose en un severo vestido de seda gris de
Balenciaga. Su entrada en la oficina acompañada de F. T. provocó un revuelo. Malika se sentó al otro lado del escritorio de F. T., en una salita interior, y él sacó de un cajón un taco de papeles. Empezó a hablar mientras los hojeaba.
Betty me dice que andas preocupada por el dinero, dijo, y al ver que Malika asentía con la
cabeza, prosiguió.
Deduzco que no tienes ni un céntimo, ¿me equivoco?
Ella rebuscó en el bolso y sacó un billete de veinte dólares arrugado que Tex le había
dado un día que fueron de compras.
Sólo esto, dijo ella enseñándoselo.
F. T. carraspeó.
Bien, quiero que dejes de preocuparte. En cuanto pongamos todo en orden recibirás una
renta regularmente. Entretanto, te he abierto una cuenta corriente en el banco que hay en la
planta baja de este edificio.
Al ver que en el rostro de ella se reflejaba fugazmente un gesto de inquietud, se apresuró
a añadir.
Es dinero tuyo. Tú eres la única heredera de Tex. Después de pagar los impuestos y todo
lo demás te quedará todavía un capital importante. Y, si eres prudente, lo dejarás todo
exactamente donde está, en certificados de depósito y en bonos del Tesoro. Así que no te
preocupes más.
Sí, dijo ella, sin entender palabra.
Nunca permití a Tex jugar con acciones, prosiguió F. T. No tenía vista para los negocios.
Comprendo, dijo Malika, escandalizada de que F. T. denigrara al pobre Tex.
Cuando esté todo en orden y en marcha probablemente tengas unos cincuenta mil al mes.
Quizá un poco más.
Malika se quedó mirando fijamente a F. T.
¿Será suficiente?, preguntó ella con cautela, y F. T. le lanzó una rápida mirada por encima
de las gafas.
Creo que, como podrás comprobar, es suficiente.
Eso espero, dijo ella con fervor. Verá, no entiendo de cosas de dinero. Yo nunca he
comprado nada. ¿Cuánto cuesta una cosa? No lo sé. Sólo en mi propio país.
Claro, claro.
F. T. puso delante de Malika un talonario.
Vamos a ver, ésta es una cuenta provisional para ti, para que saques dinero de momento,
hasta que terminen los trámites legales. Confío en que no dejes descubiertos. Pero estoy
seguro de que no lo harás, dijo F. T., y sonrió a Malika como para darle ánimos.
Recuerda, continuó, sólo hay veinticinco mil dólares. Así que sé buena chica y no pierdas
de vista los cheques.
¡Pero yo no puedo hacer lo que usted dice!, exclamó Malika. Por favor, hágalo por mí.
F. T. suspiró.
¿No sabes escribir tu nombre?, le preguntó con calma.
Tex me enseñó en Lausana, pero lo he olvidado.
Sin poder evitarlo, F. T. levantó los brazos. Pero, mi querida señorita, ¿cómo piensa usted
vivir? No puede seguir así.
No, dijo con tristeza.
F. T. echó para atrás el sillón y se puso en pie.
Bien, dijo jovialmente, lo que no se sabe, siempre se puede aprender. ¿Por qué no vienes
aquí todas las mañanas y estudias con Miss Galper? Es lista como ella sola y te enseñará todo lo que necesitas saber. Es lo que puedo sugerirte.
F. T. no estaba preparado para reacción tan vehemente: Malika se levantó de un salto y le
abrazó.
Oh, F. T. ¡Es eso lo que quiero! ¡Es eso lo que quiero!
XIX
Al día siguiente Malika trasladó su equipaje a un hotel de Beverly Hills. Siguiendo el
consejo de F. T. mantuvo a su servicio a Salvador, que vivía en la casa, pero haciendo
funciones sólo de chófer. Todas las mañanas iba a buscar a Malika al hotel y la llevaba a la
oficina de F. T. A Malika esta rutina la estimulaba muchísimo. Miss Galper, una joven muy
agradable y con gafas, se pasaba las últimas horas de la mañana trabajando con ella y después se solían ir a comer juntas. La vida de Miss Galper no había sido nada deslumbrante y le fascinaba lo que Malika le contaba de Europa y de Marruecos. Sin embargo, seguía habiendo un misterio fundamental en su historia: nunca explicaba cómo acabó viviendo en el apartamento de Tim en Tánger. En su versión de los hechos, Malika había empezado a existir tras un picnic en la playa de Sidi Qacem.
Cuando, al cabo de dos meses, F. T. vio que Malika no sólo no había perdido interés sino
que estaba más decidida que nunca a continuar su educación práctica, le sugirió proseguir las clases en el hotel. Ahora era a Miss Galper a quien Salvador llevaba y traía a Beverly Hills.
Alguna vez iban de compras: hacían pequeñas incursiones a Westwood que encantaban a
Malika porque, por vez primera, era consciente de los precios y podía aquilatar el poder
adquisitivo de su dinero. F. T. le había dicho que con lo que Tex le había dejado viviría mejor que la mayor parte de la gente. Entonces, Malika pensó que él lo decía por tranquilizarla, pero ahora que entendía de precios se daba cuenta de que F. T. se limitaba a enunciar un hecho. A Miss Galper no le decía nada de la sorpresa que le producía encontrar el precio de los productos tan bajo, pero la colmaba constantemente de pequeños regalos.
Deje de hacer estas cosas, por Dios, decía Miss Galper.
El primer mes no se dedicaron más que a la aritmética. Después pasaron a la expresión
del tiempo, los días de la semana y los meses. Con cierta dificultad Miss Galper le enseñó a
firmar de dos maneras: «Malika Hapgood» y «Mrs. Charles G. Hapgood». Cuando
trasladaron las clases al hotel, Malika había empezado a escribir con letras cantidades
complicadas que Miss Galper le dictaba en números. Luego repasaron las fechas y ella tenía que escribirlas correctamente.
Todo lo demás, concluyó Miss Galper, lo puede dejar en manos de una secretaria. Pero
del dinero tiene que ocuparse usted.
Para ello dio a Malika un cursillo para aprender a leer estados de cuenta bancarios, y otro
para enseñarle a espaciar la adquisición de valores con el fin de garantizar unos ingresos
regulares.
Al paso de los meses y al aumentar el conocimiento del mundo que la rodeaba, Malika
empezó a darse cuenta de la verdadera medida de su ignorancia y sintió un deseo apasionado de poder leer los textos de periódicos y revistas.
Yo no soy profesora de inglés, le explicó Miss Galper. F. T. no me paga para eso. Pero
podemos conseguirle un buen profesor cuando quiera.
Malika, convencida de que sólo podría aprender con Miss Galper, consultó a F. T. al
respecto. Después de meditar sobre ello durante cierto tiempo, a F. T. se le ocurrió un plan
que entusiasmó a Malika y también encantó a Miss Galper. F. T. le concedería a esta última
un año de vacaciones con sueldo si se iba con Malika como acompañante pagada durante ese período. De ese modo, sugirió F. T. a Malika, podría aprender a leer como ella deseaba. F. T. añadió que no le parecía que Miss Galper fuese la persona indicada para hacerlo pero, puesto que Malika deseaba tantísimo que le enseñara ella, esto le parecía una estrategia viable.
Lo de hacer un largo viaje por Europa fue idea de Miss Galper. F. T. sugirió que
compraran un gran coche, que lo mandaran por barco y les acompañara Salvador. El lo
recogería allí y lo conduciría. Al oír esto Malika propuso que fueran todos en el barco con el coche y F. T. contestó que también podía hacerse.
Por último, F. T. se ocupó de conseguir un nuevo pasaporte para Malika e incluso ayudó a
acelerar los trámites de los de Miss Galper y Salvador. Acompañado por su mujer, tuvieron
una larga despedida en el muelle en San Pedro. Era un cómodo buque de transporte noruego que hacía escala en Panamá y luego iba a Europa.
El barco estaba ya en aguas tropicales. Malika decía que siempre pensó que aquel calor
sólo podía hacerlo en el Sahara y, desde luego, nunca en el mar. No tenía nada que hacer en
todo el día. Salvador se pasaba la mayor parte del tiempo durmiendo. Miss Galper se sentaba en cubierta en una tumbona y leía. Se había negado a dar clase a Malika mientras estuvieran en el barco, diciendo que se marearía. Pero como se daba cuenta del aburrimiento de Malika, echaba con ella largas parrafadas.
XX
Malika no podía quedarse sentada, como hacía Miss Galper, mirando al mar. Ver el
horizonte por todas partes le producía la misma sensación de irrealidad que había
experimentado en el avión con Tex. La llegada a Panamá fue un alivio porque demostraba que el barco no había estado inmóvil durante todos aquellos días y que se hallaba en una parte del mundo completamente distinta.
Tardaron todo el día en cruzar el canal. Malika estuvo de pie en cubierta al sol y devolvía
el saludo a los operarios de las esclusas que la saludaban con la mano. Sin embargo, a partir
de Panamá, su inquietud aumentaba cada día. No le quedaba otra alternativa que jugar todas
las tardes interminables partidas de damas ante los bostezos de Salvador en la estrecha sala de pasajeros. Durante estas sesiones nunca hablaban. Desde el principio del viaje, el capitán
había insistido a Malika en que subiera a visitar el puente, pero, como en alguna ocasión Miss Galper le había dicho que el capitán podía coger a cualquiera en el barco y encerrarlo en un camarote oscuro por abajo, cuando Malika aceptó finalmente, se la llevó con ella.
De pie en la proa, Malika miraba las construcciones blancas de Cádiz. A medida que el
barco entraba en el puerto la combinación de la luz del aire, el color de los muros y los olores del viento le decían que había vuelto a su parte del mundo, cerca de su hogar. Durante mucho tiempo se había negado a pensar en la casita que había sobre el barranco. Pero ahora que ya no le asustaba podía imaginársela casi con cariño.
Era su deber ir a visitar a su madre, por hostil que fuese el recibimiento que ella le
hiciese. Trataría de darle dinero, pero seguro que ella se negaba a aceptarlo, así que a Malika, que se lo esperaba, se le había ocurrido un truco. Si su madre rechazaba el dinero le diría que se lo dejaba a Mina Glagga, la vecina de al lado. En cuanto Malika desapareciera su madre no perdería tiempo en ir a reclamarlo.
Miss Galper esperaba que pasaran la noche en Cádiz, pero Malika insistió en que fueran
en coche directamente a Algeciras. Ahora que estaba tan cerca de su casa quería llegar allí lo antes posible.
Tengo que ver a mi madre, decía. Tengo que verla lo primero.
Desde luego, decía Miss Galper. Pero hace dos años o más que usted no la ve, ella no la
espera. Por un día más...
Siempre podemos volver. Ahora tengo que ir a ver a mi madre.
Aquella noche en el hotel de Algeciras vieron a Salvador al otro extremo del largo
comedor; había sustituido su uniforme por un traje de franela gris. Malika se quedó
observándole atentamente.
Está bebiendo vino, dijo.
Mañana se encontrará bien, repuso Miss Galper. Los filipinos siempre beben.
A la mañana siguiente, cuando salieron del hotel, Salvador las esperaba a la puerta
sonriendo para llevarlas al puerto. La mayoría de los pasajeros que iban a Tánger eran
marroquíes. Malika había olvidado la descarada intensidad con que sus compatriotas miraban a las mujeres. Ahora había vuelto con los suyos. Le sorprendió darse cuenta de ello; sentía al mismo tiempo emoción y aprensión.
XXI
Una vez instalada en sus habitaciones en el hotel, Malika bajó a la recepción. Tenía
previsto visitar a su madre aquella noche: estaría con toda seguridad en casa, y existiría una
excusa válida para no quedarse demasiado. Tenía la intención de reservar dos habitaciones en Tetuán para aquella noche, una para Salvador y otra para ella, y volver a Tánger por la
mañana. En la recepción le hablaron de un hotel nuevo que había en la playa, a un par de
kilómetros de su pueblo, y ella les pidió que telefonearan para hacer una reserva.
La habitación de Miss Galper estaba en el pasillo, un poco más abajo. Malika llamó a su
puerta y le dijo que se iría como a las cinco para llegar al hotel antes de que oscureciera.
Miss Galper la miró de manera inquisitiva.
Me alegro de que lo haga usted ahora y se lo quite de encima.
Podrá pasarlo bien, dijo Malika. Hay bares adonde ir.
No, gracias. Los hombres de aquí me dan pánico. Todos tratan de hablar contigo.
Malika se encogió de hombros.
¿Y qué más da? Usted no comprende lo que dicen.
Esto era una suerte, pensó. A Malika le repugnaban e indignaban los comentarios,
obscenos y brutales, que hacían allí los hombres a las mujeres que pasaban por la calle. Miss Galper tenía suerte de no saber una palabra de árabe.
Malika se despidió en tono cohibido y corrió a su habitación. La perspectiva de ver a su
madre la había desazonado. Mecánicamente introdujo una serie de prendas de vestir en una
bolsa de viaje. Al salir cambió unos cheques de viaje en la oficina y, en seguida, ella y
Salvador estuvieron camino de Tetuán.
Las montañas tenían jirones de nubes enganchados a las cumbres. Salvador criticaba lo
estrecha que era la carretera. Malika apenas oía sus quejas. Su corazón latía con insólita
rapidez. Era cierto que volvía para ayudar a su madre. Se dirigía allí porque estaba incluido en el esquema. Desde el día en que marchó le había acompañado la visión del regreso triunfal, del momento en que ella sería la prueba palpable de que su madre se equivocaba, de que ella no era como las demás chiquillas de la ciudad. Ahora que el momento se acercaba, Malika sospechó que la visita estaba condenada al fracaso. Su madre no se alegraría de verla: sólo sentiría rencor y amargura de que hubiera estado con nazarenos.
En Filipinas tenemos mejores carreteras que ésta, dijo Salvador.
No corra, repuso Malika.
Rodearon la falda del monte de Tetuán y torcieron a la izquierda por la carretera que
conducía al pueblo. La brisa del mar atravesaba el coche. Bismil'lab, murmuró entre dientes, porque ahora estaba entrando en la parte crucial del viaje.
No se dio cuenta de que se encontraban en el pueblo hasta que estuvieron en la calle
principal. Tenía un aspecto completamente distinto. Había edificios nuevos y grandes, y luces brillantes. No se le había ocurrido que el pueblo pudiera cambiar durante su ausencia. Ella misma sí cambiaría, pero el pueblo se mantendría como un telón de fondo inmóvil que la ayudaría a definir y a medir su transformación.
Un momento después habían llegado al nuevo hotel que se extendía a lo largo de la playa
en medio de un resplandor de focos verdes.
XXII
Pronto descubrió que no era un hotel de verdad. No había servicio en las habitaciones y
en el comedor sólo había comida de cafetería. Antes de comer se puso unos pantalones
vaqueros comprados en Los Ángeles por sugerencia de Miss Galper. Llevaba un jersey y se
anudó con fuerza un pañuelo de seda en la cabeza. Con este disfraz se sentía completamente anónima.
Salvador estaba ya comiendo en la barra del comedor. Ella se sentó en un taburete cerca
de él y pidió pinchitos. Su estómago se rebelaba ante la idea de comer, pero masticó y tragó la comida porque había aprendido que, para sentirse bien, debía comer regularmente. Detrás del chirrido de un transistor situado al extremo de la barra oía el ruido de las olas que rompían allá abajo sobre la arena.
Si su madre montaba en cólera y empezaba a pegarla se iría derecha a casa de Mina
Glagga, le daría el dinero y asunto concluido. Firmó la cuenta y salió del local. Sintió de
golpe el viento y se dirigió al coche.
El nuevo aspecto del pueblo la confundió. Habían cambiado de sitio el mercado. No lo
veía por ninguna parte y sintió una oleada de indignación ante esta traición. Salvador aparcó el coche en la gasolinera y comenzaron a subir a pie por la estrecha calle que conducía a la casa. Había luces en la calle sólo en una parte del camino; después, de no haber sido por la luna, hubiera reinado la oscuridad. Salvador miró hacia adelante y dijo que sería mejor darse la vuelta y volver por la mañana.
Espera aquí, dijo ella con firmeza. Volveré en cuanto pueda. Conozco el camino, dijo, y
siguió caminando sin dejarle tiempo a oponerse.
Malika subió por la calle vacía e iluminada por la luna hasta que llegó a una pequeña
plaza desde la que, al menos de día, se veía la casa de su madre, al borde de la barranca.
Ahora, aunque se esforzaba por mirarla, la luz de la luna parecía no iluminarla en absoluto.
Malika no veía ni rastro de ella. Se lanzó a correr, asaltada ya por una premonición de
pesadilla y entonces se detuvo, boquiabierta de incredulidad. La casa no estaba allí. Incluso
había desaparecido el terreno sobre el que se asentaba. La casa de Mina Glagga y todas las
que bordeaban el barranco también habían desaparecido. Las excavadoras habían creado un
nuevo paisaje de vacío, un gran terraplén de escombros, tierra, cenizas y basura que se
extendía hasta el fondo del barranco. La casita, con su jardín, había estado justo delante de
donde ahora se encontraba ella. Malika sintió un doloroso nudo en la garganta mientras se
decía a sí misma que la casa ya no existía.
Dejando finalmente de mirar aquel terreno sin sentido, se dio media vuelta y regresó a la
placita. Allí llamó a la puerta de una de las casas. La mujer que abrió la puerta era una amiga de su madre cuyo nombre había olvidado. Miró disgustada los pantalones vaqueros de Malika y no la invitó a entrar. Hablaron en la puerta. Con voz inexpresiva la mujer le dijo que su madre había muerto hacía más de un año, durante el Ramadán. Era una suerte, añadió, que no hubiera vivido para ver cómo demolían la casa con el fin de construir una nueva carretera.
Creía que la hermana de Malika se había ido a Casablanca, pero no estaba segura.
La mujer había empujado ya tanto la puerta, hasta el punto de cerrarla. Malika le dio las
gracias y se despidió.
Volvió a donde había estado antes y se quedó de pie al borde del terraplén, mirando hacia
abajo a la superficie uniforme de la ladera, irreal incluso bajo la protectora luz que derramaba la luna. Tuvo que cerrar los ojos con fuerza para quitarse las lágrimas que no dejaban de formarse; aquello le resultaba extraño, porque no había sentido cariño por su madre. Entonces vio las cosas con más claridad. No era por su madre por quien sentía deseos de llorar, era por sí misma. No había ya ninguna razón para hacer nada.
Dejó que su vista vagara por la superficie imprecisa que se extendía hasta las montañas
que había al fondo. Estaría bien perecer allí, en el lugar donde había vivido, quedar sepultada con la vivienda bajo aquella odiosa masa. Clavó el tacón con fuerza en el borde del terraplén, perdió pie y resbaló un trecho entre los montones de cenizas y de alimentos en descomposición. En aquel instante tuvo la certeza de que aquello estaba sucediendo por haber deseado la muerte un momento antes; su peso había provocado un corrimiento de tierras que la arrastraría hasta el fondo, dejándola sepultada bajo toneladas de basura. Aterrorizada, se quedó tendida inmóvil, escuchando. Se oían crujidos leves y chasquidos a su alrededor, pero pronto desaparecieron, volvió el silencio y Malika subió gateando hasta la carretera.
Una nube había empezado a cubrir la luna. Corriendo calle abajo volvió hacia las farolas
donde Salvador esperaba.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario