EL FINADO RODOLFO MARTINEZ,
MAGNÍFICO CABALLERO
Kaisy Baker Fields
Todos recibimos la noticia alrededor de las siete de la mañana. Yo lo escuché en la radio, al sintonizar parte de una melodía que entrelazaba los peligrosos cajones de aire con su circunstancia secreta y enseguida me puse en contacto con los amigos para confirmar los hechos. El calor es en el clima, dispénseme, pero logramos reunirnos, treinta de nosotros, en una mesa del Gran Café de la Merced, formando un triste y silencioso cerco, espacio más o menos redondo y obligado a copiarse a sí mismo a medida que llegan los dolientes al paso del día.
Una ausencia de palabras, un réquiem que se escucha con la cabeza baja, apesadumbrado. Rodolfo Martínez ha muerto. Yo le arrojo a los oídos la misma cal de mi luto, pero ni siquiera me despido, pues como muerto no puede contestar mi despedida. En una agonía no más que el cuerpo de la imagen y la imagen del cuerpo, lo secó la diabetes, atrofiándole los órganos internos, las articulaciones, la hoja silvestre en el lugar del sexo. Su lucha por sobrevivir cesó en la primera hora de la madrugada. Rodolfo Martínez, o Ralph, como solía conocérsele, o Fito. Curiosamente, Fito era referido únicamente por sus paisanos. Yo era uno de ellos. El finado Rodolfo Martínez, magnífico caballero. El individuo más amistoso del mundo, número uno en la generación ’72 de Ingenieros del Politécnico, con honores. Capitán del equipo escolar de Basquetbol. El primer tenor del coro de la Iglesia del Santísimo Sacramento y una docena de méritos más, antes de ocurrir la conversión del joven en la morada de la nueva densidad de la población y llevar a cabo la pericia regateadora con el líder carismático, la estrella del espectáculo, el jefe de Estado, el intelectual en candelero, el cuerpo del deseo erótico, el político con expectativas de la reelección, el campeón deportivo, el poder de la firma empresarial, el asesino de moda, el filósofo de guardia, el playboy del verano, el ejecutivo triunfante. Él pudo ser un Fierabrás, aquel que se quedaba siempre voluntariamente fuera de sus planes, pero no lo fue. Quería que todo el mundo lo llamara por su apodo, como si lo conocieran de toda la vida. Así nomás: gatoseco, para todos. Entonces, hizo Jiménez un gesto leve como para irrumpir, pero la decisión verbal de Gabriel Fuster lo calló de inmediato.
-Después de diez generaciones operará la salvación de Prometeo –exclama.
Todos asentimos con la cabeza al cuál otro, pues de manera unánime estabamos de acuerdo. Aparte, la desdichada que acude para consolar al gran abatido sobre su taza de chocolate y como allí ambos reciben la iluminación y el calor del regalo del fuego. Verna Gutierrez, una pelirroja de paquete de supermercado, oficinista, toma la palabra:
-Él era, no sé...tan...tan refinado. Siempre pareció tener la frase de conocimiento, de magia, de salud, para convertirse en una lisonja de lo inmediato. ¿Si me explico?
Todos asentimos con la cabeza al cuál otro, pues de manera unánime estabamos de acuerdo.
Pepín Rodríguez exhala una inscripción de cigarro que se hace visible sobre la nube de sonidos.
-Él era más que eso – agrega- altruista, culto, imprescindible...
Nuestro orador tose y termina por mover la mano de manera ausente, como si con ello diera por concluida visualmente la prosa originaria.
Toño Camacho, este cómplice de ganancias y perdidas en su etapa madura, cuando fuera el gobernador más joven que hayan tenido los clubes Rotarios, para seguir al dueño de una patente industrial y autor de tres libros, hasta el comprador del equipo de futbol “Atlético Español” de Primera División, volcado para alcanzar el televisor de los hogares más humildes, retoma el hilo de la idea.
-Recuerdo ahora –dijo –la urgente llamada telefónica de una larga distancia, y que por un azar que no busco comprender, coincide con esa historia que no entendía del todo: Rodolfo tenía treinta años, venía de Aguadulce en Tabasco, de la insurreción cristera y el huevo del fénix, nos encontramos como disidentes y hablamos de Zapata y su caballo, discutimos del Puente Nuevo a los tratados en defensa de Lugones, el viejo. El prestigio de los ascetas, solía propagarse de cuando en cuando un rumor a nuestras espaldas que ganaba las calles como una comezón y que iba creciendo en las confidencias de las tenderas y en las charlas de los barberos. Él era un demócrata, un triunfador a gran escala. Mi candidato.
Todos asentimos con la cabeza al cuál otro, pues de manera unánime estabamos de acuerdo. Asimismo, del compartimento secreto del corazón, que se imagina de piedra, se dice de esa pieza funeraria de los reyes, oro hasta que adquiere el brillo del preciado regaño, porque su tono es codiciado, porque forja fortunas, porque provoca la eternidad. Sergio Baca encomia su recuerdo de este fantasma perfecto.
-Lo que importa no es decir “me voy a quedar callado”, sino quedarse callado, sin decir nada. He aquí que envidiaba su persona, la sombra de un serafín bello e invencible. El no se dio por aludido y siguió siendo mi amigo. Rodolfo fue un digno rival.
Sergio se hunde en un profundo silencio y todos asentimos con la cabeza al cuál otro, pues de manera unánime estabamos de acuerdo.
Mónica Garay, hinchando el pecho y abriendo los brazos como si abrazara a alguien, confiesa:
-Yo lo amaba, igual que muchas de nosotras, aquí reunidas. Ustedes sabrán. Dios, no sé si eligió el día a propósito de morir, pero coincidió con un raro sol de invierno que me parece una bombilla sucia y sin fuerza para disipar mi secreto.
-No hay duda que puedes conjugar en plural el verbo secreto, preciosa – interrumpe Erica Labastida, víctima de celos –Sí, uno podía pasar las horas a su lado, hablando los diversos temas...desde Platón hasta Prozac. O simplemente, quedarse callado y ser admirado como el valentino del cine mudo. Rodolfo era un galán natural.
Todos asentimos con la cabeza al cuál otro, pues de manera unánime estabamos de acuerdo Más los recuerdos y las plegarias siguieron aflorando durante la hora siguiente. Hombres y mujeres que le conocieron, contando una pequeña anécdota, ponderando algún punto de su personalidad, festejándole, y entonces, abruptamente, llegó mi turno. Muchos de los presentes sabían el monto de mi perdida. Rodolfo y yo fuimos la pareja duradera y aunque tomamos una separación, nuestro amor superaba las necesidades de usar y tirar. Por ese motivo, mis palabras consumaban la esquela.
-Fito fue mi vida –dije, tratando de explicar una palabra que no contaba con las suficientes letras para ser descrita –Él fue un caballero, un líder, un genio, un filántropo y todo lo que aquí se ha dicho. Ralph era...era...era tan grande. Y ahora se ha ido.
Todos asentimos con la cabeza al cuál otro, pues de manera unánime estabamos de acuerdo. Repentinamente, una cara poco familiar alzó la voz. Cierto, la chica no pudo evitar escuchar nuestro epicedio y dar su opinión. Y se levantó de su mesa, exclamando:
-¡Rodolfo era un pinche pendejo cualquiera, mentiroso hijo de puta!
Los concurrentes callamos y nos quedamos mirándola fijamente. Nadie que conociera, ni supiera su nombre. La chica se queda alerta el largo minuto de silencio, esperando una muestra de violencia. Un silbato lejano suena. Entonces todos asentimos con la cabeza al cuál otro, pues de manera unánime estabamos de acuerdo.
MAGNÍFICO CABALLERO
Kaisy Baker Fields
Todos recibimos la noticia alrededor de las siete de la mañana. Yo lo escuché en la radio, al sintonizar parte de una melodía que entrelazaba los peligrosos cajones de aire con su circunstancia secreta y enseguida me puse en contacto con los amigos para confirmar los hechos. El calor es en el clima, dispénseme, pero logramos reunirnos, treinta de nosotros, en una mesa del Gran Café de la Merced, formando un triste y silencioso cerco, espacio más o menos redondo y obligado a copiarse a sí mismo a medida que llegan los dolientes al paso del día.
Una ausencia de palabras, un réquiem que se escucha con la cabeza baja, apesadumbrado. Rodolfo Martínez ha muerto. Yo le arrojo a los oídos la misma cal de mi luto, pero ni siquiera me despido, pues como muerto no puede contestar mi despedida. En una agonía no más que el cuerpo de la imagen y la imagen del cuerpo, lo secó la diabetes, atrofiándole los órganos internos, las articulaciones, la hoja silvestre en el lugar del sexo. Su lucha por sobrevivir cesó en la primera hora de la madrugada. Rodolfo Martínez, o Ralph, como solía conocérsele, o Fito. Curiosamente, Fito era referido únicamente por sus paisanos. Yo era uno de ellos. El finado Rodolfo Martínez, magnífico caballero. El individuo más amistoso del mundo, número uno en la generación ’72 de Ingenieros del Politécnico, con honores. Capitán del equipo escolar de Basquetbol. El primer tenor del coro de la Iglesia del Santísimo Sacramento y una docena de méritos más, antes de ocurrir la conversión del joven en la morada de la nueva densidad de la población y llevar a cabo la pericia regateadora con el líder carismático, la estrella del espectáculo, el jefe de Estado, el intelectual en candelero, el cuerpo del deseo erótico, el político con expectativas de la reelección, el campeón deportivo, el poder de la firma empresarial, el asesino de moda, el filósofo de guardia, el playboy del verano, el ejecutivo triunfante. Él pudo ser un Fierabrás, aquel que se quedaba siempre voluntariamente fuera de sus planes, pero no lo fue. Quería que todo el mundo lo llamara por su apodo, como si lo conocieran de toda la vida. Así nomás: gatoseco, para todos. Entonces, hizo Jiménez un gesto leve como para irrumpir, pero la decisión verbal de Gabriel Fuster lo calló de inmediato.
-Después de diez generaciones operará la salvación de Prometeo –exclama.
Todos asentimos con la cabeza al cuál otro, pues de manera unánime estabamos de acuerdo. Aparte, la desdichada que acude para consolar al gran abatido sobre su taza de chocolate y como allí ambos reciben la iluminación y el calor del regalo del fuego. Verna Gutierrez, una pelirroja de paquete de supermercado, oficinista, toma la palabra:
-Él era, no sé...tan...tan refinado. Siempre pareció tener la frase de conocimiento, de magia, de salud, para convertirse en una lisonja de lo inmediato. ¿Si me explico?
Todos asentimos con la cabeza al cuál otro, pues de manera unánime estabamos de acuerdo.
Pepín Rodríguez exhala una inscripción de cigarro que se hace visible sobre la nube de sonidos.
-Él era más que eso – agrega- altruista, culto, imprescindible...
Nuestro orador tose y termina por mover la mano de manera ausente, como si con ello diera por concluida visualmente la prosa originaria.
Toño Camacho, este cómplice de ganancias y perdidas en su etapa madura, cuando fuera el gobernador más joven que hayan tenido los clubes Rotarios, para seguir al dueño de una patente industrial y autor de tres libros, hasta el comprador del equipo de futbol “Atlético Español” de Primera División, volcado para alcanzar el televisor de los hogares más humildes, retoma el hilo de la idea.
-Recuerdo ahora –dijo –la urgente llamada telefónica de una larga distancia, y que por un azar que no busco comprender, coincide con esa historia que no entendía del todo: Rodolfo tenía treinta años, venía de Aguadulce en Tabasco, de la insurreción cristera y el huevo del fénix, nos encontramos como disidentes y hablamos de Zapata y su caballo, discutimos del Puente Nuevo a los tratados en defensa de Lugones, el viejo. El prestigio de los ascetas, solía propagarse de cuando en cuando un rumor a nuestras espaldas que ganaba las calles como una comezón y que iba creciendo en las confidencias de las tenderas y en las charlas de los barberos. Él era un demócrata, un triunfador a gran escala. Mi candidato.
Todos asentimos con la cabeza al cuál otro, pues de manera unánime estabamos de acuerdo. Asimismo, del compartimento secreto del corazón, que se imagina de piedra, se dice de esa pieza funeraria de los reyes, oro hasta que adquiere el brillo del preciado regaño, porque su tono es codiciado, porque forja fortunas, porque provoca la eternidad. Sergio Baca encomia su recuerdo de este fantasma perfecto.
-Lo que importa no es decir “me voy a quedar callado”, sino quedarse callado, sin decir nada. He aquí que envidiaba su persona, la sombra de un serafín bello e invencible. El no se dio por aludido y siguió siendo mi amigo. Rodolfo fue un digno rival.
Sergio se hunde en un profundo silencio y todos asentimos con la cabeza al cuál otro, pues de manera unánime estabamos de acuerdo.
Mónica Garay, hinchando el pecho y abriendo los brazos como si abrazara a alguien, confiesa:
-Yo lo amaba, igual que muchas de nosotras, aquí reunidas. Ustedes sabrán. Dios, no sé si eligió el día a propósito de morir, pero coincidió con un raro sol de invierno que me parece una bombilla sucia y sin fuerza para disipar mi secreto.
-No hay duda que puedes conjugar en plural el verbo secreto, preciosa – interrumpe Erica Labastida, víctima de celos –Sí, uno podía pasar las horas a su lado, hablando los diversos temas...desde Platón hasta Prozac. O simplemente, quedarse callado y ser admirado como el valentino del cine mudo. Rodolfo era un galán natural.
Todos asentimos con la cabeza al cuál otro, pues de manera unánime estabamos de acuerdo Más los recuerdos y las plegarias siguieron aflorando durante la hora siguiente. Hombres y mujeres que le conocieron, contando una pequeña anécdota, ponderando algún punto de su personalidad, festejándole, y entonces, abruptamente, llegó mi turno. Muchos de los presentes sabían el monto de mi perdida. Rodolfo y yo fuimos la pareja duradera y aunque tomamos una separación, nuestro amor superaba las necesidades de usar y tirar. Por ese motivo, mis palabras consumaban la esquela.
-Fito fue mi vida –dije, tratando de explicar una palabra que no contaba con las suficientes letras para ser descrita –Él fue un caballero, un líder, un genio, un filántropo y todo lo que aquí se ha dicho. Ralph era...era...era tan grande. Y ahora se ha ido.
Todos asentimos con la cabeza al cuál otro, pues de manera unánime estabamos de acuerdo. Repentinamente, una cara poco familiar alzó la voz. Cierto, la chica no pudo evitar escuchar nuestro epicedio y dar su opinión. Y se levantó de su mesa, exclamando:
-¡Rodolfo era un pinche pendejo cualquiera, mentiroso hijo de puta!
Los concurrentes callamos y nos quedamos mirándola fijamente. Nadie que conociera, ni supiera su nombre. La chica se queda alerta el largo minuto de silencio, esperando una muestra de violencia. Un silbato lejano suena. Entonces todos asentimos con la cabeza al cuál otro, pues de manera unánime estabamos de acuerdo.
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