MemoriaRetrato íntimo de Diego Rivera (1886-1957)
La espontaneidad, generosidad y la solidaridad son algunas cualidades que le granjearon perdurables amistades al pintor mexicano, de quien conmemoramos el 50 aniversario de su muerte.
Para hacer el autorretrato, el pintor tiene una ventaja sobre el escritor: tiene el espejo. Quizá por eso es raro que un pintor se pinte de niño, porque el espejo no le devuelve esa imagen, en cambio el escritor que escribe de sí mismo comienza frecuentemente con la infancia, porque el asidero es el recuerdo, no la imagen frente al espejo. Pocos son los pintores que se pintan como niños, uno de ellos fue Diego Rivera. Dicen que cada quien habla de la feria como le va en ella. El Diego Rivera que conocí no sé si fue igual al que otros conocieron, pero en los cuatro años, los últimos de su vida, en que fui una más de sus asistentes, en un trabajo que era como una beca, mi visión del maestro pasó por las distintas fases de la luna, hasta llegar a la conclusión de que era un niño grande, genial como los niños prodigio, capaz de sorprender por su genio, lo mismo que por sus travesuras.
Yo tenía veintidós años cuando lo conocí, y Diego acababa de llorar la muerte de Frida. Mi encuentro fortuito con él ocurrió en la recepción que hizo la Embajada de la Unión Soviética el 7 de noviembre de 1954, para conmemorar la Revolución de Octubre. Yo he debido recomenzar varias veces mi vida profesional debido al nomadismo al que me ha conducido mi vida particular, o tal vez heredado de mis ancestros. El año anterior había terminado mis estudios teatrales en el INBA y en la academia de Seki Sano, y tuve la oportunidad de irme a Guatemala para fundar un grupo teatral al que bauticé con el nombre de Quetzaguil, subvencionada por el gobierno de guatemalteco para llevar teatro al pueblo en plazas y atrios de todo el país. Pero a poco más de un año de realizar esa labor, la invasión de Carlos Castillo Armas y la caída del presidente Jacobo Árbenz nos obligaron a mi hermano y a mí, a salir huyendo de Guatemala y a volver a México.
Al no poder reubicarme dentro de mi carrera dramática había tenido que aceptar el puesto que me ofreció una agencia de colocaciones como facturista bilingüe en una compañía estadunidense. Tenía un poco más de tres meses de haber regresado de Guatemala cuando el director de la revista Continente me dijo que fuera en su nombre a la recepción de la embajada rusa, ya que él no podía asistir. Estaba yo disfrutando de un delicioso caviar cuando vi, sentado en un silloncito, a Diego Rivera, solo, comiendo lo que parecía un delicioso salmón rosado. Con el temor que una joven puede sentir frente a una personalidad tan impresionante como la que tenía Rivera, me acerqué y me atreví a abordarlo. Mi pretexto fue que había escrito un ensayo sobre el realismo socialista en la pintura y el teatro, y que como él era el mejor exponente en México de ese movimiento estilístico, me interesaba mucho su opinión sobre mi ensayo.
Dejó de comer ipso facto y me miró como quien viera hablar a un gato. Sonrió, y con una cortesía que rayaba en la exageración, me respondió que lo haría con todo gusto y que se lo llevara el martes en la mañana al lugar donde estaba pintando un mural, precisamente, sobre teatro. Por supuesto, se refería al que próximamente terminarán de restaurar, el de la fachada del Teatro de los Insurgentes. Cuando, después de conseguir el permiso para salir de la oficina, llegué al lugar indicado por Diego, lo vi encaramado en el andamio. Subí por éste, a pesar de mis zapatos de tacón y mi vestido de vuelo circular. El maestro estaba pintando a Cantinflas. Sin dejar de trabajar me dijo que le entregara mi escrito a su chofer y que lo buscara el jueves a las cinco en su estudio en la calle de Altavista. Volví a pedir permiso en la oficina para ausentarme y llegué a la hora indicada. Me recibió con la misma amabilidad, sin embargo comenzó a interrogarme como un verdadero “abogado del diablo”: ¿Qué entendía yo por “humanismo”? ¿Qué características diferenciales había entre el realismo y realismo-socialista? ¿Qué argumentación podía esgrimirse para rebatir una determinada ideología? ¿Qué opinaba de la lucha de clases? En fin, tuve que buscar justificación para cada una de las aseveraciones que hacía en mi ensayo. Pero cuando me sentí aterrorizada fue al término de su interrogatorio sobre mi texto, me miró a los ojos, escrutando como si quisiera leer en mi cerebro. Creí que ya sólo le restaría decirme “adiós”, pero no fue así. Se iniciaba apenas el segundo suplicio: “Y tú ¿quién eres?”, lo escuché desde el fondo abisal de mi terror. Con voz apenas audible respondí:
—Soy Marcela del Río.—
No, si no te pregunté tu nombre, sino ¿quién eres? o ¿qué quieres ser?
Entendí al fin y respondí más turbada aún que en el otro examen.
—Amo el arte: el teatro, la poesía, la pintura, la ciencia… Mi madre me enseñó a pintar al óleo, cuando era niña, pero… Quiero ser actriz, y escritora y pintora y, ¿por qué no?, física…
—¿Qué estudios has hecho?
—Nunca he tenido la oportunidad de seguir estudiando pintura, pero hice toda la carrera de teatro, la comencé en la Academia Cinematográfica de México y la terminé en el INBA y con Seki Sano… Fundé un grupo teatral en Guatemala, donde permanecí un año haciendo teatro para el pueblo, pero tuve que volver por la invasión…
Evidentemente esa respuesta inclinó la balanza en mi favor; no lo entendí hasta mucho tiempo después.
—¿De qué vives?—
No he podido volver a vincularme con los productores de teatro, de modo que conseguí un trabajo de oficina como facturista en inglés en una compañía estadunidense, pero trabajo de ocho de la mañana a seis y media de la tarde y a esa hora ya no tengo energía para buscar otra cosa…
—¿Cuánto te pagan?
—Cuatrocientos pesos al mes.
—Mmm... Te están explotando.
Le expliqué que antes de conseguir ese empleo había comprado un puesto de tortas en la calle de Bolívar, empeñando el piano Pleyel que heredé de mi madre y que estaba por perderlo porque no me alcanzaba para liquidar el último pago. Se quedó pensativo por un momento.
—Tengo varios asistentes —dijo al fin—. Qué te parecería trabajar para mí. Tu horario sería de once a dos de la tarde. Te pagaré cien pesos por semana.
—Sería maravilloso, maestro…
—No te costará la comida, comerás con mis otros asistentes y conmigo; eso sí, le pones sal, porque todo lo guisan sin sal para mí. Así tendrás más tiempo para vincularte de nuevo con el medio teatral, y sirve que aprendes a pintar…
El domingo siguiente me envió con su chofer un sobre con dinero para liquidar el último pago de mi piano. Pronto me encontré sentada a la mesa de su estudio, comiendo a su lado y al de Rina Lazo, Arturo Estrada y otros de sus asistentes, además, claro, de su excelente secretaria Teresa Proenza.
De ahí en adelante Diego fue no sólo mi maestro, fue mi mecenas y un amigo incomparable. Cuando yo me enfermaba, iba a verme a mi departamento con unas flores, cuando debutaba en alguna obra teatral me invitaba a un restaurante para celebrar —le gustaba la Fonda del Refugio, en la Zona Rosa—. Siempre fue respetuoso y generoso. Fue él quien le habló de mí al Indio Fernández, cuando buscaba una persona que le hiciera la adaptación al cine de la novela Los de abajo, adaptación en la que estuve trabajando con el Indio por unos tres meses.
Y no era generoso sólo conmigo, sino con toda la gente que iba a buscarlo por ayuda. Los indígenas llegaban a ofrecerle las figuras prehispánicas que habían encontrado en alguna zona arqueológica y él se las compraba pagando siempre con generosidad. Tengo tres o cuatro de ellas, que me regaló. Otra de sus facetas era la de sus mentiras, que han llegado a ser famosas, como la del canibalismo. Y las decía no sólo con desparpajo, sino involucrando en ocasiones a las mismas personas que lo escuchaban decirlas y que no se atrevían a desmentirlo frente a los demás. También tenía la faceta de las ironías verbales cuando consideraba que se hallaba frente a un enemigo ideológico.
Nunca habló conmigo de política, sin embargo un día me comentó que el Comité por la Paz le había pedido ayuda para la recolección de firmas en favor de la Paz, y que si yo podría recoger algunas. Le dije que sí. Fue cuando me regaló una tarjeta con una Paloma de la Paz, que dibujó de un solo trazo. La conservo como uno de mis mayores tesoros.
Cuando pintó el mural sobre la invasión de Guatemala por Castillo Armas, recordó que yo había salido de Guatemala huyendo de la invasión y me dedicó la fotografía del mural.Desfilaban por su estudio todos los personajes inimaginables. Allí conocí a Lola Olmedo, a quien le hizo varios retratos que hoy se conservan en su casa museo de La Noria, en Xochimilco; a Pita Amor, cuyo retrato, por haberse dejado pintar desnuda, causó tanto alboroto en su momento; a Machila Armida, a quien después volví a encontrar en las reuniones de Fernando Benítez con Ernesto de la Peña, Miguel Guardia y Rosaura Revueltas, entre otros. Durante esos últimos años de su vida lo vi pintar algunos de los retratos, el de la bailarina Ana Mérida entre ellos y los de mujeres de sociedad como el de la joven Misraki. También pasaban por el estudio de Altavista periodistas y críticos de arte como Raquel Tibol y tantas otras personas que venían del extranjero a conocer al maestro Rivera. Él conversaba mientras seguía pintando, rodeado de sus “judas”. Otra cosa que recuerdo es la frecuencia con que en su pequeña libreta de apuntes se autorrepresentaba con el dibujo de un sapito ilustrando un recado que le enviaba a la Doña, de quien parecía estar enamorado. Lo que nunca me expliqué fue su casamiento con Emma Hurtado, en julio de 1955, y no con Lola Olmedo, que era la más asidua de sus admiradoras, la que compraba sus pinturas y siguió comprándolas no sólo hasta el final de la vida de Diego, sino póstumamente a coleccionistas y en las subastas de Sotheby’s.
He dicho que Diego llegó a parecerme como un niño grande, porque reaccionaba frente a la gente que lo rodeaba según la primera impresión que tenía de las personas. Su conducta era una respuesta instantánea que surgía con la espontaneidad que tienen los niños, sin pensar en consecuencias.
Un día me dijo que quería pintarme con un traje de yalalteca. Me indicó adónde tenía que ir a recogerlo y que ya estaba pagado. Lo recogí, tal como me indicó, pero lamentablemente ya no tuvo tiempo para pintarlo: al diagnosticársele cáncer se fue a la Unión Soviética a tratar de curarse con el doctor Funkin y la bomba de cobalto. Desde allá nos siguió enviando “la raya”, como él le llamaba al salario que nos pagaba, a su secretaria, a sus asistentes y a su chofer y ayudante, y siguió haciéndolo hasta el último día de su vida. Al volver de la Unión Soviética se fue un tiempo a la casa de Lola Olmedo en Acapulco. Le preocupaba que se terminara la construcción del Anahuacalli, donde celebró y le celebramos su 70 aniversario, el 8 de diciembre de 1956; casi un año después, el 24 de noviembre, lo despedíamos en la Rotonda de los Hombres Ilustres.
Yo, como todos los que lo quisimos y admiramos, sigo recordándolo con el mismo respeto y cariño, a cincuenta años de haberse ido de nuestro ajetreado mundo.
1 comentario:
Maravilloso privilegio el haber vivido experiencias con uno de los hombres que ha hecho geniales aportaciones al arte mexicano, felicidades Dra. Del Río y gracias por compartir tan envidiables experiencias.
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