Pocas maneras de gobierno tan temibles y engañosas como el juego demócrata. No en vano Aristóteles se refería a ella como una forma de gobierno bastardo. La democracia es "la dictadura de las mayorías", y por ende, la imposición de su anónima voluntad sobre las minorías. Por desgracia, las demás opciones son poco halagüeñas: monarquías, dictaduras, oligarquías... Pese a ello, la democracia es buen recurso para el discurso nacionalista y el maquillaje comunicacional. En nombre de la democracia se justifica y legitima todo, incluso la violencia y la represión. Es un monstruo polimorfo que a todos acomoda y a todos conviene, que lo encierra y representa todo. La democracia es la Gran Prostituta, por todos utilizada y por todos vejada, y que casi a ninguno le interesa realmente; una mascarada en donde los protagonistas intercambian antifaces según la conveniencia del momento.
Una de las verdades más crueles es la incapacidad de mando que el pueblo ostenta cuando obtiene el poder. Como niños que dirigieran una casa, los casos en que el mando llega a ellos sólo provocan guerras intestinas, matanzas, luchas fratricidas. Cualquier revolución demuestra la incapacidad de las masas para gobernarse a sí mismas. Eternos infantes, demuestran que en el fondo de todo persiste el problema de la educación: un pueblo sin educación es una nación de menores de edad, una muchedumbre de analfabetas funcionales.
Como en la novela El proceso de Franz Kafka, no existe mayor riesgo que caer en manos de la servidumbre burócrata. Los funcionarios menores son el veneno de una nación, pues la frustración y la insatisfacción son su pan de cada día: ni son realmente poderosos, ni son realmente insignificantes. Habitan un limbo administrativo. Poseen un poder mediocre que no les permite hacer grandes cosas, pero los obliga a ocuparse de las pequeñas. Son la infantería de un país: se les necesita para mantener en funcionamiento al sistema, pero ninguno es imprescindible. Como la soldadesca, obedecen órdenes y no dudan en disparar su arma en cuanto tienen la menor oportunidad. Un viejo adagio tuareg afirma: "Teme al hombre grande si le ofendes; teme al hombre pequeño si lo honras".
En el campo de las comunicaciones, podemos apreciar lo que un receptor espera del emisor: que capte su interés. Los medios son, de muchas maneras, productores de novedades que compiten por la limitada atención de una masa anónima cuya percepción está moldeada por lo que recibe, debidamente maquillado, a través de la comunicación masiva. Para Harold Laswell, la función social de los medios consistía en supervisar y vigilar el entorno, en transmitir la herencia social mediante la educación, en unificar a los componentes de la sociedad en su respuesta al entorno y, sobre todo, en entretener. En ciertos medios, sobre todo aquellos vinculados con la política, las formas son más importantes que el fondo. Como afirmó Marshal McLuhan: "El medio es el mensaje".
Dice Caldwell: "Debes hacer creer a los otros que tienes un cierto poder (...) Ten confianza en ti mismo y repite que eres un hombre importante; repite eso constantemente, aunque la verdad sea que todavía carezcas de importancia (...) No hace falta que esto sea cierto; lo único necesario es que uno se lo crea y, como por ósmosis, esta creencia se extenderá a los otros". Con ciertas modificaciones, estas palabras fueron retomadas siglos después por el propagandista nazi Josef Goebbels, cuando afirmó que "una mentira repetida mil veces se convierte en verdad". Lo más importante para un comunicólogo es ser persuasivo; y eso se logra cuando él mismo cree (o finge creer) en lo que está diciendo. Debe hablarle a los demás como le gustaría que le hablaran a él: con pasión, con convicción, siendo tajante. De muchas maneras, el comunicólogo (igual que el líder de opinión y que el político populista) es mesiánico; es una especie de caudillo, un profeta contemporáneo que posee "la verdad" sobre el tema del que está hablando. Aún las fisuras en su discurso pueden ser solventadas gracias a la legitimidad que le otorga la autoconfianza. Más que la información, lo que importa es el manejo de esa información. Y en el caso del político, tanto o más importante que el Poder, es la percepción que los demás tienen de ese Poder.
En la comunicación social, lo importante es la propaganda; siglos de manejo de información nos han legado el conocimiento de que importa más el cómo se dice algo, que el qué se está diciendo. Apelar al sentimentalismo del auditorio es la manera más sencilla de que el mensaje sea bien recibido. Para Paul Lazarsfeld, por ejemplo, existen dos funciones y una disfunción. La primera función es la de conferir prestigio (dar fama y fortuna a alguien). La segunda función es la de reforzar las normas sociales (esto es, promover lo que la gente considera correcto). Existe además una disfunción narcotizante (o sea, la manipulación que los medios ejercen sobre la gente). Los medios ejercen un sutil control social. Los medios son las causantes de que las masas sean conformistas. Además, deterioran la cultura e inculcan gustos vulgares.
Capitalizar el viejo argumento de la lucha de clases consigue que los receptores se muestren más dispuestos a aceptar como válido cualquier tipo de mensaje, si este es maquillado de populismo y arengas clasistas. La vieja historia del pobre oprimido y el rico opresor sigue siendo el vehículo favorito para vender mensajes. El pueblo cree que los cambios significan progreso. Y hacer que siga en esa creencia es la labor de la Comunicación Social. Porque su visión siempre es parcial: sirve al poderoso, no al pueblo. Su misión es llenar de maquillaje y oropel lo que en general es paja y viruta. La misión de una oficina de Comunicación Social es vender una versión oficial sobre un asunto determinado, y hacerla convincente y atractiva ante los ojos y oídos de sus receptores. Sobre todo, resaltar el lado positivo de cualquier acción, por intrascendente que esta sea. Por ende, debe prescindir del lado autocrítico, volverse complaciente e insistir en la importancia de su mensaje. Como es bien sabido, las mentiras más peligrosas son las verdades ligeramente deformadas.
La memoria colectiva es corta y convenenciera. La Comunicación Social responde al deseo de novedades que la gente posee. Las primicias sobre fruslerías y la supuesta interacción con el auditorio provocan que los receptores se sientan parte de un proceso de comunicación que sólo en apariencia va en dos direcciones. "No hay nada más viejo que las noticias de ayer", afirma un antiguo refrán periodístico.
Todo adversario es un riesgo potencial y por ello es mejor contar con aliados. Las alianzas conjuran el peligro, evitan las fracturas y reducen la desintegración; además, aumentan las propias fuerzas. Invitar al enemigo a casa es una manera de ejercer un sutil control, de supervisarlo y aún manipularlo. En el mejor de los casos, de convencerlo.
Los receptores que integran las masas tienden a la simplificación, a volver banal cualquier asunto importante. Son reduccionistas y básicos, manejan limitada información (que casi siempre obtienen distorsionada a través de los medios de comunicación o de los rumores), y tienden a la esquematización. Maniqueos, ven al mundo en blanco y negro, a los protagonistas de los eventos los dividen en buenos y malos, y sus juicios de valor siempre tienen una carga moralina. Pese a sus carencias, se asumen informados y críticos, aunque en realidad estén contaminados por la visión de los líderes de opinión, y se limiten a repetir lo que ellos promulgan.
De muchas maneras, todo líder de opinión aprovecha las debilidades de su auditorio: sus prejuicios, sus creencias, sus dogmas, su visión parcial sobre un asunto, sus tendencias a la radicalización. El líder de opinión no intenta el diálogo; al contrario, busca un eterno monólogo. Se basa en el culto a la personalidad. En esta forma, para él siempre debe existir un rasgo vinculado al humor. Ningún evento trascendente en la historia humana escapa de su inmediata vuelta sátira. Desde las comedias de Aristófanes y las caricaturas decimonónicas hasta Charles Chaplin y su burla de Adolf Hitler en El Gran Dictador, desde Mafalda y su politizado humor sudamericano hasta las caricaturas sobre los gobernantes en turno, desde los shows de comediantes en vivo hasta Los Simpson, el humor ha encontrado un filón inagotable en la realidad y ha sabido ser explotado a través de los medios de comunicación masiva.
De las tragedias se hacen algunos de los mejores chistes. Esta característica no forma parte solamente de la idiosincrasia mexicana, sino que aparece en todas las latitudes. El ser humano se ríe de sí mismo, de los demás, de lo que lo asusta, de lo que lo enamora, de lo que respeta, de lo que aborrece. De lo que lo conmueve. El humor es también un homenaje. Es crítica ácida y dedo en la llaga. Es ejercicio catártico y descanso de la tensión. Es escape de la realidad y la realidad misma. Es fiesta de disfraces donde los antifaces brillan por su ausencia. Es ironía deliciosa y mal gusto exasperante. Es blasfemia y panfleto, consigna y escarnio, vulgaridad y elegancia, veneración e irreverencia. Es sonrisa, risa, carcajada. Es amargura y dolor. Es siempre necesario. Es risible.
Como Paul Lazarsfeld afirmó, existe un flujo de comunicación en dos pasos, que va de los medios a los líderes de opinión primero, y de los líderes de opinión a sus seguidores después. Reiteradamente, los líderes de opinión reciben información de primera mano y luego la retransmiten a la gente, contaminada por su propia opinión. Los líderes de opinión son accesibles y populares; la gente los considera como gente calificada en algún tema específico aunque esto no se base más que en un cierto prestigio, obtenido a fuerza de venderse, muchas veces de manera sensacionalista, a la opinión pública. En el fondo de todo líder de opinión hay un maestro de ceremonias que invita a contemplar un espectáculo circense; esa es su naturaleza y su fuerza: convencer a su auditorio de que su espectáculo es cierto. No importa si el Hombre Fuerte del circo es realmente capaz de levantar un automóvil o si todo es un truco; lo que importa es que los espectadores depositen su fe en que el prodigio es cierto. Todo líder de opinión es un vendedor de prodigios, aunque estos no sean más que sus propias palabras, la magnificación de su opinión personal. Debe recordar que los enemigos de ayer son los aliados de mañana. Puede modificar sus opiniones bajo el entendido de que este cambio siempre debe contener cierta continuidad, aunque esté desprovista de la lógica. Hay una visión esquizoide en los postulados de un líder de opinión, ya que su discurso es modificable y adaptable según las circunstancias, cayendo en contradicciones que terminan por ser aceptadas y asimiladas por sus seguidores bajo la cómoda perspectiva de la matización. De esta manera, un líder de opinión puede terminar defendiendo lo que ayer condenaba.
No hay mejor propaganda que la benevolencia; y todo líder de opinión se divide entre un fustigador extremista y un redentor mediático. Mostrar magnanimidad es un valor agregado que añade aún más legitimidad a los argumentos y gana instantáneas simpatías. El poder del pasado es dicotómico: por una parte, resucitar las viejas glorias puede bruñir la imagen de cualquiera. Por otra, rememorar oscuros pasajes a menudo olvidados asegura una descalificación amparada por el "juicio" de la Historia. Un juicio manipulado y tendencioso, pero efectivo en cuanto al manejo de la información, sirve para destruir a los opositores.
Todo político; aún más, todo hombre público, necesita del histrionismo para labrarse una carrera. No hay más remedio que ceder al llamado de los reflectores y vestir las ropas del actor, para convencer al público de que se es otro. Este caso de impersonation no tiene que ver realmente con el engaño craso, sino con la simulación. Una especie de mimesis cuyo fin es convertirse en un "producto" más atractivo. El líder de opinión es un general sin ejército. Lanza sus arengas para convencer a sus seguidores, reales o potenciales, de los beneficios de su postura, de las bondades de su visión. En este sentido, es un gran autopropagandista. La promoción de la propia imagen es básica para posicionarse dentro del gusto de la gente. También existe una fuerte tendencia a la descalificación del otro: con aquel que muestra una postura diferente no existe posibilidad de diálogo. El líder de opinión, a diferencia del politólogo o del especialista, se preocupa más por la preservación de su mensaje que por su autenticidad. Él mismo es su mensaje. Por eso defiende su postura con ardor y no cede terreno a los demás.
Somos una memoria colectiva, la summa del saber de la especie. Ese conocimiento forma parte de nuestra herencia como humanos. Formamos entonces un interminable rompecabezas al que siempre se añaden nuevas piezas. También hay huecos insalvables y fragmentos perdidos. Pero de lo que queda, parcial e incompleto, obtenemos las herramientas para seguir construyendo la memoria de la humanidad. Pese a su tufillo a lugar común, una frase define muy bien un axioma repetido hasta la saciedad: la calma precede a la tormenta. Esto es más señalado cuando revisamos la Historia y descubrimos cómo los momentos de paz han precedido siempre a los momentos de guerra. Esta extraña onda de choque que implica al silencio precedente a la destrucción, se hace presente en diversos momentos de la vida de un pueblo.
Un líder de opinión que se respete siempre posee tintes de moralista: advierte constantemente contra la inminencia del desastre, aún cuando este desastre no tenga un perfil definido. Pero señalar que algo va a ocurrir es apostar a lo seguro, pues algo siempre ocurre. La sensación de inexorabilidad: esa es la base de la propaganda, de su contenido manifiesto, ese conjunto de símbolos que poseen un significado y que, como decía Bernard Berelson, son fácilmente identificados por el auditorio al cual van dirigidos.
La perseverancia es básica para todo líder de opinión. No importa si se equivoca: importa que jamás lo admita, y que además tenga una pésima memoria y olvide sus errores pasados. El líder de opinión pierde su credibilidad si admite una falla; y su credibilidad lo es todo para él. Debe permanecer firme, frío e incólume. Ser sostén de sí mismo y ejemplo de perdurabilidad.
cmcorp00@gmail.com
Una de las verdades más crueles es la incapacidad de mando que el pueblo ostenta cuando obtiene el poder. Como niños que dirigieran una casa, los casos en que el mando llega a ellos sólo provocan guerras intestinas, matanzas, luchas fratricidas. Cualquier revolución demuestra la incapacidad de las masas para gobernarse a sí mismas. Eternos infantes, demuestran que en el fondo de todo persiste el problema de la educación: un pueblo sin educación es una nación de menores de edad, una muchedumbre de analfabetas funcionales.
Como en la novela El proceso de Franz Kafka, no existe mayor riesgo que caer en manos de la servidumbre burócrata. Los funcionarios menores son el veneno de una nación, pues la frustración y la insatisfacción son su pan de cada día: ni son realmente poderosos, ni son realmente insignificantes. Habitan un limbo administrativo. Poseen un poder mediocre que no les permite hacer grandes cosas, pero los obliga a ocuparse de las pequeñas. Son la infantería de un país: se les necesita para mantener en funcionamiento al sistema, pero ninguno es imprescindible. Como la soldadesca, obedecen órdenes y no dudan en disparar su arma en cuanto tienen la menor oportunidad. Un viejo adagio tuareg afirma: "Teme al hombre grande si le ofendes; teme al hombre pequeño si lo honras".
En el campo de las comunicaciones, podemos apreciar lo que un receptor espera del emisor: que capte su interés. Los medios son, de muchas maneras, productores de novedades que compiten por la limitada atención de una masa anónima cuya percepción está moldeada por lo que recibe, debidamente maquillado, a través de la comunicación masiva. Para Harold Laswell, la función social de los medios consistía en supervisar y vigilar el entorno, en transmitir la herencia social mediante la educación, en unificar a los componentes de la sociedad en su respuesta al entorno y, sobre todo, en entretener. En ciertos medios, sobre todo aquellos vinculados con la política, las formas son más importantes que el fondo. Como afirmó Marshal McLuhan: "El medio es el mensaje".
Dice Caldwell: "Debes hacer creer a los otros que tienes un cierto poder (...) Ten confianza en ti mismo y repite que eres un hombre importante; repite eso constantemente, aunque la verdad sea que todavía carezcas de importancia (...) No hace falta que esto sea cierto; lo único necesario es que uno se lo crea y, como por ósmosis, esta creencia se extenderá a los otros". Con ciertas modificaciones, estas palabras fueron retomadas siglos después por el propagandista nazi Josef Goebbels, cuando afirmó que "una mentira repetida mil veces se convierte en verdad". Lo más importante para un comunicólogo es ser persuasivo; y eso se logra cuando él mismo cree (o finge creer) en lo que está diciendo. Debe hablarle a los demás como le gustaría que le hablaran a él: con pasión, con convicción, siendo tajante. De muchas maneras, el comunicólogo (igual que el líder de opinión y que el político populista) es mesiánico; es una especie de caudillo, un profeta contemporáneo que posee "la verdad" sobre el tema del que está hablando. Aún las fisuras en su discurso pueden ser solventadas gracias a la legitimidad que le otorga la autoconfianza. Más que la información, lo que importa es el manejo de esa información. Y en el caso del político, tanto o más importante que el Poder, es la percepción que los demás tienen de ese Poder.
En la comunicación social, lo importante es la propaganda; siglos de manejo de información nos han legado el conocimiento de que importa más el cómo se dice algo, que el qué se está diciendo. Apelar al sentimentalismo del auditorio es la manera más sencilla de que el mensaje sea bien recibido. Para Paul Lazarsfeld, por ejemplo, existen dos funciones y una disfunción. La primera función es la de conferir prestigio (dar fama y fortuna a alguien). La segunda función es la de reforzar las normas sociales (esto es, promover lo que la gente considera correcto). Existe además una disfunción narcotizante (o sea, la manipulación que los medios ejercen sobre la gente). Los medios ejercen un sutil control social. Los medios son las causantes de que las masas sean conformistas. Además, deterioran la cultura e inculcan gustos vulgares.
Capitalizar el viejo argumento de la lucha de clases consigue que los receptores se muestren más dispuestos a aceptar como válido cualquier tipo de mensaje, si este es maquillado de populismo y arengas clasistas. La vieja historia del pobre oprimido y el rico opresor sigue siendo el vehículo favorito para vender mensajes. El pueblo cree que los cambios significan progreso. Y hacer que siga en esa creencia es la labor de la Comunicación Social. Porque su visión siempre es parcial: sirve al poderoso, no al pueblo. Su misión es llenar de maquillaje y oropel lo que en general es paja y viruta. La misión de una oficina de Comunicación Social es vender una versión oficial sobre un asunto determinado, y hacerla convincente y atractiva ante los ojos y oídos de sus receptores. Sobre todo, resaltar el lado positivo de cualquier acción, por intrascendente que esta sea. Por ende, debe prescindir del lado autocrítico, volverse complaciente e insistir en la importancia de su mensaje. Como es bien sabido, las mentiras más peligrosas son las verdades ligeramente deformadas.
La memoria colectiva es corta y convenenciera. La Comunicación Social responde al deseo de novedades que la gente posee. Las primicias sobre fruslerías y la supuesta interacción con el auditorio provocan que los receptores se sientan parte de un proceso de comunicación que sólo en apariencia va en dos direcciones. "No hay nada más viejo que las noticias de ayer", afirma un antiguo refrán periodístico.
Todo adversario es un riesgo potencial y por ello es mejor contar con aliados. Las alianzas conjuran el peligro, evitan las fracturas y reducen la desintegración; además, aumentan las propias fuerzas. Invitar al enemigo a casa es una manera de ejercer un sutil control, de supervisarlo y aún manipularlo. En el mejor de los casos, de convencerlo.
Los receptores que integran las masas tienden a la simplificación, a volver banal cualquier asunto importante. Son reduccionistas y básicos, manejan limitada información (que casi siempre obtienen distorsionada a través de los medios de comunicación o de los rumores), y tienden a la esquematización. Maniqueos, ven al mundo en blanco y negro, a los protagonistas de los eventos los dividen en buenos y malos, y sus juicios de valor siempre tienen una carga moralina. Pese a sus carencias, se asumen informados y críticos, aunque en realidad estén contaminados por la visión de los líderes de opinión, y se limiten a repetir lo que ellos promulgan.
De muchas maneras, todo líder de opinión aprovecha las debilidades de su auditorio: sus prejuicios, sus creencias, sus dogmas, su visión parcial sobre un asunto, sus tendencias a la radicalización. El líder de opinión no intenta el diálogo; al contrario, busca un eterno monólogo. Se basa en el culto a la personalidad. En esta forma, para él siempre debe existir un rasgo vinculado al humor. Ningún evento trascendente en la historia humana escapa de su inmediata vuelta sátira. Desde las comedias de Aristófanes y las caricaturas decimonónicas hasta Charles Chaplin y su burla de Adolf Hitler en El Gran Dictador, desde Mafalda y su politizado humor sudamericano hasta las caricaturas sobre los gobernantes en turno, desde los shows de comediantes en vivo hasta Los Simpson, el humor ha encontrado un filón inagotable en la realidad y ha sabido ser explotado a través de los medios de comunicación masiva.
De las tragedias se hacen algunos de los mejores chistes. Esta característica no forma parte solamente de la idiosincrasia mexicana, sino que aparece en todas las latitudes. El ser humano se ríe de sí mismo, de los demás, de lo que lo asusta, de lo que lo enamora, de lo que respeta, de lo que aborrece. De lo que lo conmueve. El humor es también un homenaje. Es crítica ácida y dedo en la llaga. Es ejercicio catártico y descanso de la tensión. Es escape de la realidad y la realidad misma. Es fiesta de disfraces donde los antifaces brillan por su ausencia. Es ironía deliciosa y mal gusto exasperante. Es blasfemia y panfleto, consigna y escarnio, vulgaridad y elegancia, veneración e irreverencia. Es sonrisa, risa, carcajada. Es amargura y dolor. Es siempre necesario. Es risible.
Como Paul Lazarsfeld afirmó, existe un flujo de comunicación en dos pasos, que va de los medios a los líderes de opinión primero, y de los líderes de opinión a sus seguidores después. Reiteradamente, los líderes de opinión reciben información de primera mano y luego la retransmiten a la gente, contaminada por su propia opinión. Los líderes de opinión son accesibles y populares; la gente los considera como gente calificada en algún tema específico aunque esto no se base más que en un cierto prestigio, obtenido a fuerza de venderse, muchas veces de manera sensacionalista, a la opinión pública. En el fondo de todo líder de opinión hay un maestro de ceremonias que invita a contemplar un espectáculo circense; esa es su naturaleza y su fuerza: convencer a su auditorio de que su espectáculo es cierto. No importa si el Hombre Fuerte del circo es realmente capaz de levantar un automóvil o si todo es un truco; lo que importa es que los espectadores depositen su fe en que el prodigio es cierto. Todo líder de opinión es un vendedor de prodigios, aunque estos no sean más que sus propias palabras, la magnificación de su opinión personal. Debe recordar que los enemigos de ayer son los aliados de mañana. Puede modificar sus opiniones bajo el entendido de que este cambio siempre debe contener cierta continuidad, aunque esté desprovista de la lógica. Hay una visión esquizoide en los postulados de un líder de opinión, ya que su discurso es modificable y adaptable según las circunstancias, cayendo en contradicciones que terminan por ser aceptadas y asimiladas por sus seguidores bajo la cómoda perspectiva de la matización. De esta manera, un líder de opinión puede terminar defendiendo lo que ayer condenaba.
No hay mejor propaganda que la benevolencia; y todo líder de opinión se divide entre un fustigador extremista y un redentor mediático. Mostrar magnanimidad es un valor agregado que añade aún más legitimidad a los argumentos y gana instantáneas simpatías. El poder del pasado es dicotómico: por una parte, resucitar las viejas glorias puede bruñir la imagen de cualquiera. Por otra, rememorar oscuros pasajes a menudo olvidados asegura una descalificación amparada por el "juicio" de la Historia. Un juicio manipulado y tendencioso, pero efectivo en cuanto al manejo de la información, sirve para destruir a los opositores.
Todo político; aún más, todo hombre público, necesita del histrionismo para labrarse una carrera. No hay más remedio que ceder al llamado de los reflectores y vestir las ropas del actor, para convencer al público de que se es otro. Este caso de impersonation no tiene que ver realmente con el engaño craso, sino con la simulación. Una especie de mimesis cuyo fin es convertirse en un "producto" más atractivo. El líder de opinión es un general sin ejército. Lanza sus arengas para convencer a sus seguidores, reales o potenciales, de los beneficios de su postura, de las bondades de su visión. En este sentido, es un gran autopropagandista. La promoción de la propia imagen es básica para posicionarse dentro del gusto de la gente. También existe una fuerte tendencia a la descalificación del otro: con aquel que muestra una postura diferente no existe posibilidad de diálogo. El líder de opinión, a diferencia del politólogo o del especialista, se preocupa más por la preservación de su mensaje que por su autenticidad. Él mismo es su mensaje. Por eso defiende su postura con ardor y no cede terreno a los demás.
Somos una memoria colectiva, la summa del saber de la especie. Ese conocimiento forma parte de nuestra herencia como humanos. Formamos entonces un interminable rompecabezas al que siempre se añaden nuevas piezas. También hay huecos insalvables y fragmentos perdidos. Pero de lo que queda, parcial e incompleto, obtenemos las herramientas para seguir construyendo la memoria de la humanidad. Pese a su tufillo a lugar común, una frase define muy bien un axioma repetido hasta la saciedad: la calma precede a la tormenta. Esto es más señalado cuando revisamos la Historia y descubrimos cómo los momentos de paz han precedido siempre a los momentos de guerra. Esta extraña onda de choque que implica al silencio precedente a la destrucción, se hace presente en diversos momentos de la vida de un pueblo.
Un líder de opinión que se respete siempre posee tintes de moralista: advierte constantemente contra la inminencia del desastre, aún cuando este desastre no tenga un perfil definido. Pero señalar que algo va a ocurrir es apostar a lo seguro, pues algo siempre ocurre. La sensación de inexorabilidad: esa es la base de la propaganda, de su contenido manifiesto, ese conjunto de símbolos que poseen un significado y que, como decía Bernard Berelson, son fácilmente identificados por el auditorio al cual van dirigidos.
La perseverancia es básica para todo líder de opinión. No importa si se equivoca: importa que jamás lo admita, y que además tenga una pésima memoria y olvide sus errores pasados. El líder de opinión pierde su credibilidad si admite una falla; y su credibilidad lo es todo para él. Debe permanecer firme, frío e incólume. Ser sostén de sí mismo y ejemplo de perdurabilidad.
cmcorp00@gmail.com
No hay comentarios.:
Publicar un comentario