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martes, enero 22, 2008

Juan Goytisolo: Larva, de Julián Ríos



En estos últimos días, este blog ha publicado dos textos que se refieren, el primero a una obra intraducible y apenas legible, Finnegan's Wake de James Joyce; y luego la pretensión de hacer lo mismo que el escritor irlandés por parte de cinco escritores que tras un llamado Manifiesto Crack pretendieron hacer creer al público que buscaban lectores de élite para sus obras, cuando en realidad todo se trató de un truco más que comercialote, así como la entrega de principios éticos a cambio de chambas otorgadas, ¿por quién va ser sino por el gobierno yunquista?. Resulta obvio que entre éstos últimos y el creador de Ulises existe una distancia como de aquí a la Utopia de Moro.

En esta ocasión, y para impedir que algunos de nosotros nos suicidemos literariamente por no poder o haber podido con el Wake de Joyce, presentamos esta reseña del escritor español Juan Goytisolo a un libro (en español para que no se nos quejen los que mastican el inglés) editado en 1983 y de nombre Larva; libro en el que su autor, Julián Ríos (siguiendo los vericuetos de Joyce) propone al público una lectura también innovadora y difícil, la que, por cierto, nada tiene que ver con la dificultad propuesta por los mercaderes del Crack.
Pero bueno, dejemos que Goytisolo nos ponga al tanto de Larva.
Para los interesados (y osados) en leer fragmentos de esta obra, vaya al texto incluido en este mismo número: Julian Ríos, LARVA.
(I.G.)

Saludar a estas alturas el nacimiento de Larva como un acontecimiento sería una perogrullada: pocas obras en la reciente historia o historieta española han suscitado antes de salir tantas expectativas, provocado admiraciones tan entusiastas, ocasionado tantos recelos y hecho correr tanta tinta. Desde la aparición de sus primeros fragmentos, hace ya una decena de años, la novela en marcha de Julián Ríos ha creado poco a poco, en España, Latinoamérica y los medíos hispanistas de Europa y Estados Unidos, núcleos de lectores minuciosos y atentos, apasionados de una empresa difícil y estimulante que, conforme transcurrían los años, aumentaba el número de pasajes impresos, mantenía en suspenso la percepción de la compleja estructura de su fábrica y se convertía en una leyenda.
El desafío que planteaba justificaba ciertamente dicha expectación: el monstruoso alumbramiento por entregas de Larva arramblaba, en efecto, durante las convulsiones del trance, con los hitos y mojones fronterizos que delimitaban el territorio de la narrativa.
Parto tras parto, con la serenidad y entereza del creador consciente de tener todo el futuro por delante, Julián Ríos proseguía su aventura de dinamitar el código usual del relato, hacerlo estallar en millares de fragmentos de una deslumbradora inventiva, poner su inmensa cultura al servicio de una operación milagrosa: transmutar las palabras muertas del diccionario en organismos vivos y rebosantes de energía, tejer entre ellas una trama de relaciones sugestivas e insólitas, fecundarlas mediante trasvases culturales e inconfesables tercerías, entrar con ellas a saco en otros campos semánticos hasta forjar un metalenguaje que sería a la postre meta-literatura.
En tiempos míseros como los que corren, cuando el mimetismo atropellado y vacío de unos y el conservadurismo y pretensiones comerciales de los más parecen bloquear todas las salidas, el rigor, paciencia y ambición creadores de un proyecto como el de Julián Ríos poseen un valor ejemplar, salutífero.

Aparición discreta

Eludiendo los grandiosos lanzamientos publicitarios de la novela de consumo inmediato (¿quién se acordará dentro de 20 años de las supuestas obras maestras pregonadas últimamente a bombo y platillo?), Larva aparece, al fin, casi de puntillas, con la discreción maliciosa que conviene a una obra de tal envergadura y talla: presta no ya a una batalla similar a la de Hernani, sino a una guerra o guerrilla de desgaste que, teniendo en cuenta la variedad de armas del enemigo del silencio hostil al ataque, del elogio huero para salirse del paso a la forja de una imagen-espantajo de presunta inaccesibilidad, puede prolongarse por espacio de varios lustros.
Pues Larva, aun antes de su último y más espectacular alumbramiento, formaba ya parte de la historia de nuestra literatura. Independientemente de sus gustos personales y de la perspectiva que adopte en sus asedios, el lector honesto del libro se enfrenta a una evidencia: la novela de Julián Ríos ocupa un lugar aparte, un territorio literario desconocido en nuestro idioma con anterioridad a ella y que ya no podrá ser ignorado después.

Si el compromiso fundamental del creador, tal como yo lo concibo, consistirá en devolver a la comunidad lingüística y cultural en la que se inserta una lengua literaria distinta y más rica que la que recibió de ella en el momento de emprender su tarea, el autor de Larva ha satisfecho esta exigencia con puntualidad y precisión.

El ámbito narrativo forjado por Julián Ríos se distingue de los malhadados experimentos lingüísticos y chapuzas Iúdicras de los últimos años por la propiedad y rigor de sus fundamentos, una voracidad cultural a horcajadas de una docena de áreas idiomáticas, una pasión vertiginosa por la palabra llevada a los límites de la locura, un sentido del humor y una inventiva que le emparientan con ese linaje de creadores atípicos que va de Rabelais y Sterne a Machado de Asís y Cabrera Infante. Inventiva, humor, parodia, que obligan al lector no embotado por el consumo masivo de éxitos de venta a prorrumpir en carcajadas en las páginas sabrosas, divertidísimas, llenas de extraordinarios juegos de palabras, de ese Apagar y vámonos, en las que la cohorte de doncellas, casadas, aventureras, prostitutas y demivierges conquistadas por el héroe se vengan, en una babel lingüística atestada de alusiones y retruécanos, de su desdichado seductor.
Me adelanto a una objeción que cuantos se sientan amenazados por la radicalidad de una propuesta que choca de frente con sus gustos y criterios restrictivos y conservadores no dejarán de formular: esto lo hizo ya Joyce hace 40 años.




Prescindiendo del detalle esencial de que la revolución joyceana se llevara a cabo en su lengua adoptiva, y no en la nuestra y de que nadie había osado realizar hasta hoy en castellano la tarea de extender a unos límites tan vastos el campo de juego y maniobra de la escritura, quienes pretendieran descalificar a Larva con ese tipo de argumentos incurrirían en un anacronismo semejante al de aquellos fieles portavoces del pensamiento correcto en los benditos tiempos del franquismo, cuando tildaban a los principios básicos de las sociedades abiertas y democráticas de nociones decimonónicas y rancias, sin percatarse, al parecer, de que las defendidas por ellos no se remontaban a un siglo y medio, sino ala noche oscura de los tiempos.
Motejar a Joyce de anticuado cuando se practica o defiende una escritura que remeda a la de los padres o epígonos del realismo mágico o profano es recurrir a un arma que se vuelve fatalmente contra quien la utiliza. No olvido que la literatura abarca gran variedad de moradas, pero el mismo derecho tiene a ellas quien asume inteligentemente el legado de Finnegan’s wake que el mugiente tropel de los imitadores de García Márquez.

Un festín literario

Una apostilla final: Larva no es, ni mucho menos, como algunos pretenden, una obra casi ilegible, propiedad exclusiva de un grupo de iniciados. En mi opinión, un lector de cultura media, sensible a la vida proteica y maravillosamente maleable de las palabras, y dotado, eso sí, de sentido del humor, puede penetrar en sus páginas y participar del suculento festín que le brindan. Julián Ríos es un alquimista del verbo, capaz de transformar en objeto de risa o irrisión los conceptos y términos más graves, severos y respetables: su libro constituye en todo caso una auténtica fiesta tras la penosa dieta a pan y agua que habitualmente nos impone nuestra mediocre producción novelística.

Julián Ríos, Larva, Ediciones Del Mall. Barcelona, 1983, 600 páginas.

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