Encuentra a tus autores aquí

martes, julio 10, 2007

Alix M. Nakayuma: Su nombre hasta ahora







Su nombre hasta ahora

(de Ignacio García)



Tener y vivir con un abuelo y padres alcohólicos. Saber que algo está muy mal en casa, pero ser ciega y sorda para advertir (o descubrir) qué es lo malo del entorno. Sentirse culpable por lo que sucede alrededor de una –pues piensa una que su conducta no llena las expectativas que aquellos que la dirigen. Ver a la madre llorar, sufrir, y, sin embargo, mantener un alto nivel de tolerancia. Todo ello me condujo a una vida, si no miserable, sí con un conjunto de secuelas que hasta hoy sufro de una mañana a otra. ¿Qué pasó? ¿Por qué jamás estuvimos preparados en casa para enfrentar el problema de alcoholismo de mi padre? ¿Por qué dejamos que nos robara la existencia y nos convirtiera en su centro de atracción, consumiera toda nuestra energía hasta el grado de hacernos depender de lo que él hacía y deseaba?



Sólo después de la muerte de mi padre debido a cirrosis hepática (y bebiendo aun en el mismo hospital donde lo internaron y falleció) aquí y allá encontré una que otra respuesta vaga; no debido a que no la halla, sino porque el mismo trauma le impide a una enfrentar la realidad de lo sucedido. No fue sino hasta que, con cariño generoso, Ignacio García me hizo llegar su libro titulado Su nombre hasta ahora, que toda comprensión del mal alcohólico vino a mí: no para apabullarme aún más, sino para darme un consuelo inefable.


El hecho de haber conocido a este excelente poeta llamado Ignacio, de haberlo visto beber hasta no ser para mí sino el retrato mismo de mi padre; y luego (después de algunos años) volver a encontrarlo sobrio y con un plan definido de su vida, me hizo estremecer. Leer su libro –el libro de alguien tan cercano a mí—me ha reconciliado con la vida.

¿Cómo logra esto Ignacio? A través de una biografía alcohólica cuyo alter ego es Roberto Blaga: poeta, conocedor de la informática, maestro universitario: títulos que no impiden que llegue a la línea final de su carrera alcohólica: la casi-muerte. Si Roberto cruza esa línea, todos los diagnósticos le aseguran dos cosas: o la muerte o el manicomio. Ignacio García ofrece al lector, a través del método cognitivo, una visión pavorosa de su carrera alcohólica, y la forma en que logra (o lo hacen que logre) salir de ella para darse una segunda oportunidad. E Ignacio lo hace de manera fascinante. Con esa prosa poética de la que sólo es capaz un buen poeta como él. Lo hace con conocimiento de causa, pues el libro está lleno de referencias médicas, psicológicas, psiquiátricas: de experiencias espirituales profundas y de un grito de auxilio que lo llevó a devorar cuanta literatura sobre el tema encontró al paso de su derrumbe.


El Roberto Blaga de Ignacio es uno cuya alucinación alcohólica le permite las visiones más pavorosas pero también las más bellas referencias a su lugar de bebida: el Puerto de Veracruz y Boca del Río; sin dejar a un lado personajes conocidos y un grupo de pescadores a los que él se refiere como los del Tendedero. De ellos, Ignacio dirá:

Aquí, han caído muertos seres que no daban señales de estar tan desesperados. Llegaron una mañana de cruda infame y poco a poco, exigidos por una mente ya cautiva, fueron perdiendo tardes y mañanas. Cuerpos jóvenes, mentes lúcidas para quienes el cronómetro ya no marcó más despertar para ellos. El último que Roberto recuerda ha muerto apenas dos semanas atrás. Se llamaba (entre los alcohólicos el apelativo es el verdadero nombre) el Pequeño; treinta y tres años de edad, agresivo y soberbio pero, en el fondo, de un corazón suave; de esos que tratan de intuir si acaso en medio de este festín glacial y de nervio duro, existe el ojo de algún Dios que le pueda echar la mano...

Los del Tendedero son gente que, como Roberto Blaga, ejercen los síntomas de una enfermedad perniciosa y mortal. Y el autor desata los hilos para exhibir cómo la negación, la justificación, proyección, aplazamiento y un engaño sutil de la mente que le dice al alcohólico que "todo marcha bien", los va haciendo cada día más desgraciados. Metido entre ellos, a Roberto le pasan los días como (cito a Ignacio):


Uno más asido a la existencia: un trajín cada vez más lento y descompuesto. Después de aquí irá a dormir, despertará y, casi seguramente, con algunas variantes de luz y alcohol, se encontrará de nuevo frente a los pescadores: el mismo paisaje, fatigado y perruno. Delante de este bosque de nieblas grises y caminos lentos, Roberto imagina un nudo que, al desatarse, abre las puertas a otro misterio menos crueles: otro asalto y otra maravilla y otro asombro. Pero sólo los imagina porque enseguida el sueño y el sopor, junto con una astenia total, lo lanzan a estadios menos prometedores.
Con los nervios quietos por la cerveza y el güin, el mundo desde aquí parece tomar una forma distinta en el cerebro de Roberto; un sueño que tal vez, en unos minutos u horas, saltará hecha añicos, pero que en este instante, mientras él traza sobre su cuaderno estas líneas, le pertenece y es lo único que mantiene su brazo y muñeca en movimiento. Este momento no sólo corta la sangre, también la empuja en pos de batallas más poderosas y feroces, agrias y herméticas. La escritura parece ser entonces una forma de hastiar al vacío y vencerlo de un solo golpe.

En el eje central de todo esto, el autor desmenuza, paso a paso, la forma en que comenzó con un trago de cerveza y pulque, para terminar hecho un harapo. Un día, inadvertidamente se da cuenta de su deterioro progresivo:

Roberto se para y va al mingitorio. Desagua. Se dirige al grifo de agua y se lava las manos con un jabón de pasta. Un trozo de espejo le permite ver parte del pelo y los ojos. Hace un gesto abriendo las pupilas. Luego mueve de un lado a otro las quijadas adormecidas por el alcohol. Se moja el rostro y echa un poco de líquido en el pelo. Se sacude las gotas de agua y toma un trapo que cuelga del framboyán. Danza de luces sobre un universo cárdeno y de pronto morado que refleja a un Roberto con el pelo tieso y la camisa desarreglada y sucia.

Y así, hasta requerir de un trago de caña por las mañanas; punto aparte de destrozar todo lo que se atravesó delante de él: amigos, trabajo, familia, iglesia y, sobre todo, a él mismo. No obstante, en la punta de este eje, se halla la esperanza, una que Ignacio desenvuelve a través de una cita de la Biblia que reza: “Muéstranos la entrada de la ciudad, y haremos contigo misericordia”.




En fin, que lo que Su nombre hasta ahora me ha enseñado, es que un hombre puede volver a vivir, y también (si bien ya pasados los años) me ha hecho comprender la verdad que encierra la adicción al alcohol. Por extraño que parezca, me ha dado una paz buscada desde siempre y, lo más difícil: perdonar a aquel que para mí fue un extraño con la botella en los labios: mi padre. Un padre que se parece a esta estampa que Ignacio logra de manera suprema:

¿Está Roberto condenado a muerte? Lo sabe, e instintivamente lo rechaza. Pero no rechaza el dolor supremo de la mente poseída por la fiebre alcohólica; ese aguijón que sólo puede ser anestesiado con un trago. Ese trago significa un paso más hacia la muerte. Un nudo más a la red del vacío. Lo más intolerable es que la muerte posee, en estos momentos, una doble faz. Por un lado, se le muestra a Roberto como suceso horrible e incomprensible al que él se opone con todas sus fuerzas --ésta es la razón por la que el ser humano se ha fabricado desde siempre falsas imágenes de la muerte que le sirven de consuelo, distrayéndole de su realidad y de su amenazadora presencia-- por otro, vida y muerte constituyen un conjunto inseparable de manera que nadie que no se haya hecho cargo seriamente de su propia muerte puede exprimir todos los jugos de su existencia, hasta el extremo de poder afirmar que no hay aceptación de la vida sin aceptación de la muerte, siendo dos caras de una misma realidad, máscaras de una misma vida que, bajo las apariencias de los individuos que se suceden, se perpetúa.
El tiempo del hombre que toma en serio su propia muerte, o que se enfrenta a ella cara a cara, se transforma en un eterno presente; fuera de las dimensiones de pasado y futuro. Este presente sin sentido, éste que rasga y corroe, éste que no tiene entrada ni salida, y que conforme pasan los minutos no se convierte en futuro, sino en más de lo mismo oscuro del mundo y de la vida. Jacob Wassermann, diría: "Sólo aquel que ha conocido el presente; sabe realmente lo que es el infierno".



Ignacio García, Su nombre hasta ahora, Ezra Michelet Ediciones, 2005. De venta en la Internet a través LULU.COM







































No hay comentarios.: