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lunes, julio 09, 2007



CUERPO EXTRAÑO
Gabriel Fuster



Manejando de regreso a casa en Año Nuevo, luego de haber quemado las fallas del último día de 2005 en casa de Sergio Pitol, donde finalmente conocí en persona a mi futura esposa, Kim. Nada cansado aún. La radio toca Disco Inferno, de 50 Cent. Quiero apurar mi tránsito a las 2 a.m.
Pensando
No, elucidando. (El Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, p. 1473, col. 2; Elucidar: Del latín elucidare, tr. Poner claro, dar luz. De aquí, Elucidario: Del latín elucidarium, m. libro que explica cosas difíciles de entender.) Eso me hallo haciendo, elucidando.
Frecuentemente, este es modo como los realizadores de cuentos largos y novelas cortas conciben sus tramas, o mejor dicho, su discurso narrativo. La computadora del inconsciente realiza un banco de datos donde el personal del siguiente departamento de pensamientos dispersos hace los vínculos, las referencias cruzadas, los puntos de similitud. Cuando surge algo interesante, lo remiten con los custodios astucia e intuición a la zona restringida del neocortex, donde se compone la historia.
Los elementos en esta ocasión son el memorial del olvido.
2005 se ha ido. Es nuevo año 2006. Otro año bajo el peso del invierno.
Otro año cumplido. Juan Pablo II se ha ido muy temprano el año que terminó. Lo extraño. Juan Pablo II, cuyo nombre de nacimiento era Karol Józef Wojtyła, literalmente mandó al diablo a las críticas internas provienen de los sectores más conservadores, por principio de cuentas debido a la excomunión del obispo francés Marcel Lefebvre, líder del movimiento ultraconservador conocido como la Fraternidad de San Pío X, quien ordenó a cuatro obispos sin autorización. Al concluir su pontificado con su muerte, Juan Pablo II dejó pendientes dos viajes: uno a Moscú, ante la oposición del patriarca ortodoxo Alejo II, que acusaba a la Iglesia Católica de "proselitismo" en su área de influencia; Y otro a China, donde el régimen comunista prohíbe la obediencia de la Iglesia Católica china a la Santa Sede, además de tener conflictos con el Vaticano a causa de su reconocimiento de Taiwán. Los planes a mediano plazo figuraban dentro de un largo y exitoso movimiento para aislar y neutralizar a los promotores de la Teología de la Liberación en América Latina. ¿Pudo anticiparlo su salud? Veinticuatro años antes, ya había burlado la muerte cuando sobrevivió al atentado a manos del terrorista turco Mehmet Ali Ağca, cuando entraba a la Plaza de San Pedro a bordo de un carro descubierto, para saludar a sus feligreses.
En mi caso, ¿Podría saber de antemano el día de mi muerte?
¿Llegaré a resumir todas historias que soy capaz de escribir?
¿Acabaré repentinamente hecho papilla por una Ram Charger en el siguiente semáforo, mis famosas últimas palabras convertidas en dos reglones del reporte forense?
¿Cuándo moriré y cómo?
Año Nuevo es una buena fecha para hacer promesas. Por lo tanto, esta carta.
Elucidando el día que habré de morir. El tema es la mortalidad.

Yo habré de fallecer en 2006. He aquí como sucedió mi muerte.
Yo volé a Nueva York para celebrar la convención de Poesía llamada Nuyorican, como el invitado de honor. Para amortizar los costos de viaje, yo acepté atender varias sesiones de firma de autógrafos en las áreas circunvecinas. A tal efecto, llegué a Manhattan dos semanas previas a la convención. Yo regresaba de Tower Records en Times Square y me alojaba con mi amigo Max Katz, el miembro más radical de la diáspora puertorriqueña, en su Penthouse con la letra G, sobre la East 65th Street. Max y Madison salieron de compras cuando tomé mi taxi, luego vi su nota en la puerta diciendo: “We went shopping and dinner somewhere at Restaurant Row inWest 46th Street and Ninth. If you get in by nine, join us. Love, M&M”.
Yo miré mi reloj. Las 9: 25 apenas. Margen suficiente para encontrarlos y saborear a sus costas un delicioso Key West lime pie. Tomé el elevador de regreso. La calle provocaba un bostezo con la brisa de abril. Poco a poco, empecé a caminar a alcanzar la Avenida Primera, cuidando de no pisar las cacas de perros.
Dos jovenzuelos con chamarra tipo militar venían a mi encuentro. Instintivamente sentí el peligro. Me encontraba en Nueva York y no podía pasar por alto la anécdota de Madison Katz, cuando le fue arrebatado el bolso a plena luz del día y frente a los aparadores de Bloomingdale´s, en medio de los peatones que nada pudieron hacer al respecto. Nueva York no había cambiado ni siquiera con el gobierno de Giuliani.
Los dos sospechosos se fueron separando a modo que yo siguiera mi camino por en medio de ellos. Yo sabía que venía después. El primero me tomó por el cuello y el segundo me empujó con su cuerpo contra la pared de ladrillos del edificio de Max. Ambos ladrones tenían navajas.
-¡Gimme your wallet! –gritó el rapaz que daba la cara. La cara dañada de acné.
Yo recordé una estrategia para confundir a un asaltante. Yo empecé a hablar de forma ininteligible en lo que debiera parecer una lengua iraquí, manoteando como si portara un corsé con explosivos encima de mí.
-¡Your Money, motherfucker or I’ll shove you Borat thing up your ass!
Yo perdí el conocimiento, sin haber imaginado que estos malvivientes fueran espectadores del Show de Ali G.
Los vecinos del edificio se asomaron a la ventana, pero ninguno superó el llamado Síndrome Genovese. La sensacional noticia de 1964, se refería al asesinato de Kitty Genovese en las puertas de su domicilio, apuñalada por un atacante solitario delante de 38 testigos y nadie hizo un esfuerzo por socorrerla o llamar a la policía.
Los ladrones salieron corriendo con rumbo desconocido. Yo di dos pasos y sentí el dolor. Intenté llevarme las manos al estómago. El dolor fue mayor, la hemorragia. Todo cambió al blanco y caí de rodillas.
Max y Madison regresaron de la calle y nunca se dieron cuenta que yo yacía afuera de su propio edificio, tieso como un figurín de George Segal. Madison lloró un poco más. Los Nuyoricans guardaron un minuto de silencio y mi reemplazo, Roberto Gómez Bolaños, alias Chespirito, me dedicó una bellas palabras de despedida, mejores de las que me pudiera merecer.
Yo morí el 19 de Abril de 2006.

No, yo habré de fallecer en 2014. He aquí como sucedió mi muerte.
Yo era residente de San Nicolás de los Garza, en Monterrey. Idiota y bello, ya padecía una fuerte gripa desde varios días atrás. Nuevamente vivía solo. En esas fechas yo me dedicaba con sumo empeño a escribir mi reciente colección de cuentos: Gigabyto de memoria. El trabajo que finalmente ubicaría mi nombre en el librero de los grandes autores. Esta vez me llevó diez años juntarlos. No dormía. No comía a mis horas, no mejor que mis cucarachas. Finalmente, desarrollé una neumonía en esas condiciones.
La muerte fue fulminante. El libro no fue terminado. Las pocas historias y los viejos cuadernos publicados fueron rescatados por Guillermo Samperio y leídos como una curiosidad durante tres años. Los seis grados de separación con mi vida privada pronto pasaron de moda.
La autoridad que dio fe del macabro hallazgo no pudo comprender el significado que alude el Escritor Fantasma en la jerga editorial.
Yo morí el 2 de Octubre del 2014. O

Yo morí en 2015, a manos de un extremista derecha que me encontró en el exilio, porque publiqué una serie importantes de panfletos defensores de la política Yunes. Afirmaba que los perredistas habían prolongado la Guerra de Secesión Mexicana con un único objetivo: sus propios intereses. Realicé además un cálculo acerca de los costes de esta tercera guerra patriota. Todo en vano.
Yo morí en 2017, cuando mi avión se estrelló en Toronto, Canadá. Yo volaba a mi encuentro con Christopher Nolan. Ambos habíamos hecho planes para realizar un primer tratamiento al guión de su siguiente película. Una turbina explotó en el aire, luego no supe que me golpeó. Mi sexta esposa no se esperó a cobrar el seguro de vida.
Yo morí en 2020, en la peor inversión térmica que el hemisferio norte haya sufrido. Yo morí por hipotermia dentro de mi destartalada camioneta, luego que se me acabó el combustible en mi ruta a Cholula, Puebla. No faltó el cretino que sugirió que viendo mi estado de congelamiento, bien podrían poner mi cuerpo bajo conservación criogénica para el futuro. Afortunadamente, no fue escuchado.
Yo morí en 2028, de un repentino ataque al corazón. Yo me hallaba leyendo los obituarios de los amigos y conocidos en la casa de retiro, cuando lo presentí en mi brazo izquierdo y sólo tuve unos segundos para darme cuenta que moría igual que mi padre. La única diferencia era que el pobre nunca se consiguió una estampilla conmemorativa.
Yo morí en 2033, por intoxicación en un restaurant en Guangzhou. Las autoridades locales esperaron tres semanas para embarcar mi cadáver de vuelta a México. La solución más simple hubiera sido destazarme y preparar un delicioso Chop Suey con mis restos. Hay personas que no tienen imaginación.
Yo morí en 2035, a mi regreso de Estocolmo. Yo morí tranquilamente mientras dormía, en algún punto del Mar Báltico. Yo morí con una sonrisa en la boca, abrazando contra el pecho mi premio de Literatura cual osito de peluche. En el mismo novenario, la catedral de Nuestra Señora de Chartres, en Francia, quiso obsequiarme un servicio brillante en tres idiomas.
Yo morí en 2044, a muy avanzada edad. Primeramente, quedo sordo. Los siguientes cumpleaños voy perdiendo poco y de manera irremediable mis facultades mentales, pero no los nietos y admiradores que se reúnen para festejarme con pastel y leer en voz alta mi obra. No me importa irme sin despedirme. En realidad, ya estoy muy cansado.

Oye tú, este es un cuento especulativo y no una visión profética. No obstante, el escrito se equivoca desde el primer postulado con ese sonido de campana rota, por lo que el autor asume que vivirá por siempre. Esta reflexión no es del agrado de sus beneficiarios testamentarios y los muchos enemigos.

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