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lunes, julio 23, 2007

KC Baker Fields: Pay en la cara



La era de los mil años del Tercer Reich había terminado.



Adolf Eichmann moría colgado en Jerusalem. Y me apresuro a agregar que ni siquiera cuando estuve ante la presencia de Lucky Luciano, yo contemplé la ocasión de pedirle su autógrafo. En Junio 12 del año 2000, Ahmad Tejan Kabbah, Presidente de Sierra Leona, escribió una carta al Secretario General de las Naciones Unidas, solicitando a la comunidad internacional la prosecución de los responsables por crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad durante la brutal guerra civil sostenida en su país. En Agosto 14 del mismo año, el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas adoptó la resolución 1315, donde se pide al Secretario General inicie negociaciones con el Gobierno de Sierra Leona para crear una Corte Especial. El Jurado llegó a Freetown en 2002 y once personas fueron culpadas por el conflicto, por conductas tipificadas como asesinato, exterminio, tortura, persecución, encarcelamiento, prostitución forzada, esterilización forzada, desaparición forzada, deportación y otras violaciones a la Ley Humanitaria Internacional. Viktor Szipesti se cuenta entre ellos, cuyos cargos enfrentan la confiscación de sus bienes y la pena de muerte. Por su parte, Viktor Szipesti se dice a sí mismo comerciante, hombre de negocios. Él sostiene: “Existen 550 millones de armas circulando en el mundo. Eso significa un arma de fuego por cada doce personas. La pregunta es: ¿Cómo compensas a los once individuos restantes?”. En el caso de Sierra Leona, Viktor intercambia rifles AK-47 por diamantes. El tribunal lo condena en ausencia. La inercia me convierte en el mensajero servil del sanedrín extendido. Y me apresuro a agregar que ni siquiera cuando estuve ante la horca de Adolf Eichmann, yo conseguí una Polaroid para tomar la foto del recuerdo.
Viktor Szipesti utiliza un pasaporte inglés y uno canadiense. Su familia simula ser judía para conseguir condiciones migratorias favorables. Me presenté en su rural château de Marnay-sur-Seine, dentro de la escénica región de Champagne-Ardenne, en Francia, acompañado de un pelotón de fusilamiento.



El mayordomo no invitó a pasar. No obstante, se movió a un lado con enfado y permitió nuestra entrada a la casa. Consciente de la misión que traíamos, me resultó extraño que cerrara la puerta detrás nuestro. Entonces, mirando por encima del hombro con amargura, nos conduce por el pasillo agredido por nuestras pisadas hasta el salón central de la residencia, un cuarto expandido a tientas hasta el tamaño de dos columnas de humo. Una colección de escudos establece las paredes de la casa. La palabra escudo es redonda. En ese salón, a costa del color sucio del desuso, el señor Szipesti había dispuesto en el suelo la más sorprendente colección militar en miniatura. El Armagedón. Perfecto hasta el mínimo detalle. Pintado tan artísticamente que no era posible discernir una pincelada. En colores y rangos tan precisos y tan vívidos que las figuras parecían haber sido creadas con la pigmentación inherente. La obra de una persona que se levanta temprano e intenta realizar todos los actos de una corte marcial. Los batallones, las cohortes, los regimientos, las legiones, las falanges, las brigadas y las patrullas de arreglo en líneas y las especiales circunstancias del campo de batalla. La hermosura viril del enemigo.



Maravillado, me detuve un instante a admirar al guerrero de todas la épocas en sus más ricos atavíos. Había vikingos y caballeros andantes del Romancero medieval. Samuráis del Japón feudal y landsknecht germanos. Granaderos de la Guardia Imperial Francesa y conquistadores españoles. Indios pieles rojas enfrentando a la 7ª. Caballería de Custer. Mosqueteros y escuderos con pica marchando con la armada de Maurice de Nassau durante la guerra contra los Habsburgo. Hoplitas griegos en casco de bronce y coraza de lamelas. Ejércitos de nubios, troyanos, frigios, etruscos, incas, aztecas, hunos, vándalos, ibéricos, dacios, escoceses, visigodos, almogávares y griegos con dagas sujetas a sus dientes. Carros asirios y tanques blindados del Afrika Korps. Guerreros Zulú y arqueros ingleses de Agincourt. Los espartanos y persas inmortales de Termopilas. Freyes de la Orden de Malta y sarracenos en mallas metálicas. Cosacos, turcos y tártaros a caballo. Paracaidistas del Heroico Escuadrón 201 y pilotos jet del Hel HaAvir. Coraceros, dragones, húsares y lanceros de las guerras napoleónicas.



Cada figura, desde el primero al último guardia apostado en un castillo, fuerte, torre de asalto o trincheras, mostraba el terrible pavor en los ojos ajenos. Rostros descompuestos en el preciso momento de provocar la muerte. O peor aún, advertidos de su propia muerte. Cada soldado parecía estar dirigiendo su mirada hacia su adversario, porque el punto movible del infierno es el enemigo o definitivamente la derrota.
Estos no eran simples representaciones.
Estos son mortales para el sueño de los tristes. Yo pude distinguir cada folículo de las barbas, cada gota de sudor, cada rictus de dolor. Ellos parecían como si pudieran cobrar vida y al siguiente pestañeo caer muertos como tiene crédito la viudez sin razón, la orfandad sin perdón.



El señor Szipesti patea una silla, haciendo que caiga su hospitalidad.



-Usted es mayor buitre que el que yo hubiese aspirado a capturar –yo comento.
Surge un silencio en el otro extremo de la maqueta, entonces continúo dando un vistazo a los buques portaaviones, cada IAF Super Frelón y Sikorsky CH-53 en detalle. Los navíos de remos y el ruido del mar golpeando el aplustro. Todos los barcos que zarpan de mi corazón.
Entonces: “¿Qué te sucede, soldado? ¿El tufo de la crucifixión hace taparte la nariz de gentil?”
Su voz se vuelve urgente, violentamente demandante: “¡Charles, llama a mi doctor, estoy enfermo!”



El mayordomo no termina de asentir. Repentinamente, los ojos se abren desproporcionados y se lleva la mano a la nuca. El cuerpo asume un espasmo y cae delante de mí. Para prevenir la destrucción de las exquisitas figuras, lo tomo con mis brazos y cuidadosamente lo jalo a la escalinata. El cuerpo cae boca abajo y entonces alcanzo a distinguir la gota de sangre debajo del corte del cabello. Una segunda mirada, observa la más pequeña flecha clavada en la piel decolorada, una astilla de madera enterrada justo como el tiro de gracia. Los hombres del pelotón de fusilamiento empiezan a manotear en el aire, como librando un ataque de avispas. Lo empiezas a saber, por tus ojos pasan los tronos, los oráculos, los estandartes invasores, los cánticos de heridos con lentas oleadas de fuego de artillería. Ven aquí con tu colección de cicatrices, con tus héroes inmunes que ya no existen y que parecen burlarse de ti desde ciertos rincones. Ven aquí a mirar el fin del mundo.



El señor Szipesti respira dolorosamente, confundido con sus juguetes. ¿Quién oye a los canes pidiendo silencio a los hijos del hombre y preguntando al poderoso Odín si desea una ducha caliente en la guerra fría? Esta indagación sólo puede ser realizada por el artificio. El poema Völuspá abrirá un túnel en lo que llamamos real, pondrá en entredicho la dureza de este piso. Mientras tanto, el señor Szipesti muerde una manzana por desayuno, sonríe lo mejor que puede y mastica el bocado con sus tres hileras de dientes. Esto es el pasado. Mañana encontrarás a esta mujer en el pasillo del supermercado, con su carrito de provisiones delante del tuyo. Tú casualmente te percatas que la mujer ha comprado las más extraña combinación de frutas exóticas. Cuando ésta tira una granada al suelo, la gente se esconde detrás de las cajas de cereales. Alguien más la recoge y la entrega a la señora en la mano. El payaso sigue su camino, no sin antes despedirse con un saludo casi marcial, juntando los talones de los grandes zapatos y golpeando su pecho con el puño, mientras la otra mano enguantada nunca pierde el equilibrio de su pastel de merengue.



La dama le agradece con un peculiar acento.
Hoy acudí a tu funeral.
Hay un redoble de tambores, debemos escucharlo con atención.

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