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domingo, agosto 31, 2008

Cristina Caballero: La Isla de la luz



LA ISLA DE LA LUZ

Inmóvil espiral de las violetas
al alba
duermen en la playa
negros sargazos florecidos

aquellos que no son
los que para siempre
ya naufragan
de duros caracoles
brotan fiebre
jugamos a ser
árbol sueño pervertido

guayabos languidecen
el acuyo del pantano
nos oculta
nigromantes

¿quién corta los brazos de las hayas?
¿quién hurta cada noche
duraznos en flor que se marchitan?
¿donde anidan
los últimos abetos?

todas esas aves del verano
resplandores son
de lienzo oscurecido

viajan hacia el sur
uvas de mar
alas palpitantes

y a veces
los mulatos de la costa
llenan sus manos
de dulce sombra ausente
gritan
y gritan

roca de arcoiris
hueco mandala de mis vientos
dios azul de la laguna
hierve iguanas y garrobos

Aquel que nada mira
esférica blandura incierta
echa al aire
dardos de coral
sus danzas locas

crueles soñadores
heridos por la luna
y por el cuarzo

agrio es el perfume
de esta guerra

perpetuos somos los despiertos

Ivonne Moreno Uscanga: Puntas de flecha



PUNTAS DE FLECHA
HELEEN’ S
IVONNE MORENO USCANGA

La fijación por expresarnos a través de los colores nos lleva a usar los colores de distintas maneras. Utilizamos los colores para adornarnos y para adornar nuestros espacios y de manera particular cuando se pinta. Pero pintar en grises y negros ¿Tendrá alguna significación especial? Desde luego. Por años fue el manejo cromático, un indicador de dominio en la pintura... nos abría la perspectiva y el escorzo. Después se unió a distintas simbologías, azul para la pureza celestial, púrpura para las dignidades eclesiásticas y en siglo XX, Kandisky avaló los colores en el terreno plástico... negro y gris significan quietud mórbida... lo próximo a la muerte...
En el pequeño formato de Maria Elena Sánchez: Heleen´ S tal aseveración en teoría de Kandisky pareciera semejarse con un fin último... sus Puntas de Flecha, se dirigen en sentidos opuestos buscando destinos últimos... pero al fin y al cabo terminales...

Este pequeño formato de Helee’S tiene la originalidad de la técnica, se realizo en papel ilustración dándonos al mismo tiempo un sentido primitivo en su propuesta.

Casa Principal abre sus puertas a los pintores veracruzanos con la intención de promover sus inquietudes por el arte y sobre todo por el deseo de compartir en este sendero su infinita riqueza.

Tal intención hoy, la extendemos con Heleen’S y sus “Flechas”.

Villier de l’Isle-Adam:Los plagiarios del rayo



FE DE ERRATAS: Por un error involuntario salió publicado el nombre de Enrique Patricio, en un escrito del autor galo Villier de l’Isle-Adam. Lo que aconteció fue que, al quedar archivado con su nombre el envío, que muy amablemente nos hizo llegar, para dar a conocer escritores poco difundidos, se "coló " al momento de ser publicado. Como hemos estado fuera por motivos de fuerza mayor, es que hasta ahora rectificamos el yerro.
Si con ello hemos dañado la imagen pública de Patruicio --lo cual no fue de ninguna forma nuestra intención-- ofrecemos reiteradas disculpas si hubo acaso alguna mal interpretación de alguno de nuestros lectores. La gente que le conoce, evidentemente, se dio cuenta del error, pero para aquellos que apenas lo conocen, diremos que reconocemos su limpia trayectoria y su bien ganada acreditación en los diferentes medios donde publica; su valía como ser humano y trabajador de la cultura.
Para concluir, sólo diremos que la seriedad observada en este blog para con lo publicado, no permitiría sacar a la luz pública, ni de broma, un plagio. Mil diculpas a todos nuestros lectores.
Ignacio García
Editor
Los plagiarios del rayo


[Augusto (conde de) Villiers de l’Isle-Adam (1840-1899]. De entre la vasta obra de este escritor francés cabría mencionar Historias insólitas y El secreto del cadalso)
^
En aquellos tiempos, una isla de aspecto encantado se extendía magníficamente en el seno de ideales océanos. Era una prodigiosa selva florecida que un Pacífico arrojaba con sus brisas salinas y vivificantes; y, dominando el claro central, se erguía un enorme eucalipto sobre rocas de pujantes ecos. Hacía cerca de un siglo que entre sus sombras superpuestas se multiplicaba una raza de loros enormes y multicolores: el gran árbol resplandecía con ellos en medio de las nubes.

Esos loros que naturalmente escuchan con atención las voces y ruidos que tienen la virtud de imitar, se hallaban así por una casualidad a una altura tal que prácticamente sólo oían las tormentas, cuyas intensas vibraciones habían estudiado, en medio de un silencio singular. Así –con una unanimidad que el sonoro terruño y la irradiación de los sonidos tornaban inquietante— los loros imitaban, con extrema fidelidad, el estruendo eléctrico en el espacio, las quejas de las grandes ráfagas y el ruido del aguacero a través del follaje.

En medio de los rugidos de esa interminable tormenta que comenzaba a oírse sobre sus cabezas desde la aurora, los animales que habitaban la isla se retiraban a sus refugios desalentados, doloridos y aterrados; e incluso sacudiéndose, pues realmente se creían calados hasta los huesos por las lluvias torrenciales que sin duda oían.

En cuanto a la virtud misma de la tormenta, a lo que anima su realidad –en cuanto al relámpago, para ser precisos--, los loros no lo imitaban, sin duda por desdén. Ese detalle les parecía una especie de redundancia y no tenía por qué preocuparse de él un arte más sobrio que su modelo, como el de ellos. Aunque en el fondo no tuvieran una opinión precisa al respecto, el relámpago les resultaba inútil, y lo pasaban por alto sin más. La cuestión era simplificar.

En suma, sólo deseaban imitar el estruendo y, satisfechos de su tormenta postiza, hubieran podido alegar con razón que igualaban a las tormentas reales, ya que lograban efectos, por así llamarlos, análogos, y el ruido que producían tenía sobre el otro la extraordinaria superioridad de la permanencia.

Por consiguiente, los loros florecían, tempestuosos, estruendosos y prósperos. ¿Qué importaba el marasmo en que sumía a la isla su placer favorito? ¿Acaso no eran LIBRES, después de todo, de decir… lo que les venía a la lengua? En rigor de verdad, nadie, en nombre de ninguna ley, hubiera podido discutirles ese derecho. Por consiguiente, todos los demás animales corrían el riesgo de desaparecer. En efecto, al verse obligados a salir únicamente de noche, mientras dormían los pájaros despóticos, para poder conseguir sus alimentos, padecían una creciente anemia, pues comer tarde no beneficia a nadie y no hay nada peor que hacer de la noche día. Pero en síntesis, los loros –cuya relativa y profunda inconciencia no debe olvidarse— no eran muy culpables de las consecuencias lamentables de su pasatiempo favorito porque ellos no habían elegido deliberadamente ese ruido. El apogeo en el cual se hallaban debido a ciertas circunstancias –y que ellos conservaban podría decirse con obstinación—los absolvía… de inmediato. Porfirogenetos involuntarios, repetían con fuerte voz lo que les permitía oír la elevada posición en que se hallaban. Situados a una altura adecuada y según la dispersión normal, ¿no son acaso aves volátiles cuyo plumaje se ha hecho para seducir especialmente por sus reflejos tornasolados?... Todo se debía a que por un caótico azar ellos no se hallaban en su lugar, como se dice. Y como es propio de toda naturaleza que se halla fuera de su sitio tornarse desagradable y a veces hasta criminal, los loros se habían convertido naturalmente en seres desagradables y algo criminales, e indirectamente, los días de lluvia y los demás, se lavaban las patas en su libertad impune, en su maligna irresponsabilidad. Por otra parte, el tipo de ruido que proferían había terminado por envanecerlos y de tiempo en tiempo se picaban las plumas unos a otros, como si en ellos se hubieran despertado confusamente leones o águilas. Para terminar, al convertir finalmente a su edén natal en un lugar de tedio, horror y tristeza para los demás, hicieron inhabitable la isla con el muy especioso pretexto de que tenían “TALENTO”.

Por otra parte, los recursos de su sabiduría de vivir se limitaban a ese estrépito celeste. En una ocasión, un águila rozó con sus alas la cima del árbol donde habitaban y ese episodio les produjo tal espanto que guardaron silencio durante dos horas. El águila, habituada a esos rumores fulgurantes, se había aproximado sorprendida por los insólitos estallidos de la tempestad, pero, al ver a los loros, dio un grito desdeñoso y sumergióse en las profundidades del espacio. Pero los loros oyeron ese grito y meditaron sobre él. ¡No había caído en oídos sordos!... Y poco tiempo después trataron de imitar también terribles gritos de águilas que vuelan sobre sus presas.

Y llegó así un día hermoso para los habitantes de aquella isla singular. ¡Qué jubileo! Parecía haberse concluido una tregua con el cielo hasta entonces inclemente. En efecto, aunque es posible que los ruidos de la naturaleza engañen fácilmente a los animales, éstos pueden distinguir muy bien lo profundo de sus voces, reconocer el timbre íntimo. Esta vez era imposible engañarlos un solo instante. Con el candor de su instinto, se dijeron simplemente en su lengua ignota:

--Mira los loros están afuera. ¡Hoy hará buen tiempo!

Y por consiguiente, mientras nuestros emplumados sicofantes se empeñaban en imitar los clamores de inminentes águilas que se lanzaban ferozmente con las garras abiertas sobre todas las cabezas, los animales se embriagaron de sal, hierbas, rocío y flores durante toda la jornada, sin advertir siquiera el tema de los ejercicios de los loros. En otra ocasión, estos últimos trataron de imitar el rugido de un león de las lejanías que había llegado hasta su olimpo y que sin duda incitaba al trueno a gruñir de tan extraña manera.

Lamentablemente, en esta segunda tentativa nuestro areópago experimentó un fracaso por lo menos igual al precedente. Los hambrientos y feroces rugidos que se esforzaban en reproducir las gargantas de las más horribles cacatúas y de los loros más monstruosos, tranquilizaban a los más timoratos de los otros animales como si se tratase de simples pronósticos de buen tiempo. ¡Había que ver a estos últimos retozar apaciblemente bajo las ramas en esa feliz mañana, mezclando sus juegos y sus amores! Todo resultaba placentero.

Por lo tanto, los loros volvieron a su tormenta, en la cual se sentían más seguros y que falsificaban como virtuosos por haber tenido tiempo de estudiarla mejor que el grito del águila o el rugido del león, que al fin y al cabo no interesaban a nadie. Y así siguieron. De vez en cuando, se arriesgaban a evocar aquellos gritos, pero tan brevemente que sólo sentían los efectos benéficos como lamentables amagos.

La isla sumióse pues nuevamente en la desolación. Parecía que el cielo no se despejaría jamás. Todos se quejaban de las imaginarias intemperies sugeridas continuamente por los talentosos papagayos, plagiarios e imitadores juramentados del rayo. Una lóbrega resignación reinaba entre los animales. Los loros habían llegado a tal grado de perfección que ya no se distinguían unos de otros, de modo que el efecto de conjunto en la imitación general era prácticamente impecable. Era la IGUALDAD. Además, la isla sufría el estancamiento y ya no era habitable. Muchos animales jóvenes se refugiaban en el suicidio, cosa nunca vista.

Pero a la larga, esa deidad de ojos distraídos y sagaces llamada la Fuerza de las Cosas, resolvió en las azarosas profundidades de su vago pensamiento confrontar a los loros con el ruido que imitaban y sumergirlos en él, aunque fuera un sacrilegio. Como siempre, encontró el momento oportuno para librar ese lugar luminoso de su lamentable flagelo. Una tarde caldeada, ventosa y oscura, un imprevisto ciclón cercó la isla. Flamígero, bajo sus alas de lluvia, la estremeció primeramente con sus truenos. Luego, lanzándose a través de la selva azotada por sus ráfagas, colgó en el extremo de sus ramas quebradas mil cabelleras de relámpagos. Debido a su altura, en el eucalipto se produjo un entrecruzamiento de rayos.

Al día siguiente, a partir del alba brillante en la cual resplandecía un inmenso cielo despejado, los animales, tranquilizados por la placidez del ambiente, se dispersaron como antes en la vegetación todavía empapada por la noche diluvial, y, al pasar algunos de ellos al pie del tronco fulminado que humeaba en el claro de la isla, vieron centenares de patas carbonizadas, vestigios muy rápidamente desaparecidos de los terroríficos aguafiestas. La muerte común fue pues, para estos últimos, el único testimonio que se dieron de su FRATERNIDAD, aunque sin desearlo. Esta vez el relámpago no les dio tiempo para despreciarlo. El trueno se había producido en serio.

A partir de ese día todo fue una maravilla de vivir, una liberación, un edén recuperado, en ese deseable lugar. Los loros que después llegaron a la isla se situaron menos peligrosamente –para ellos y para los demás animales— que sus honorables predecesores, y, por consiguiente, fueron más amables, no molestaron a nadie y se los escuchó con placer pues sólo imitaron murmullos razonables.

Para terminar con todo recuerdo de los tiranos precedentemente citados, en lo sucesivo legendarios, ¿de qué serviría reconocer en adelante el desacuerdo de que se fue víctima? ¿Acaso su serena nulidad –que tanto tiempo preocupó con su maléfico estrépito— no hace tan insignificante su memoria… QUE DA LO MISMO MALDECIRLA QUE PERDONARLA?

VILLIERS DE L’ISLE-ADAM

Genaro Aguirre Aguilar: Del cine en la música, una cuenta saldada




A nosotros no nos sorprendió, como tampoco la ausencia de condena en los rostros de los chicos acomodadores, quienes mencionaban que habían sorprendido a una pareja en pleno agasajo sexual en una de las salas del complejo cinematográfico. En todo caso, lo que nos llamó la atención fue reconocer que la sonrisa de ellos, estaba más cercana al goce que al asombro propio de quienes han pasado a formar parte de una generación que no suele asumir la sala de cine como un lugar de aprendizaje erótico, amoroso o sentimental; pues los vientos de la modernidad terminaron por higienizar ciertas prácticas que apenas ayer eran tan comunes entre aquellos que íbamos a las viejas salas de cine.
Tan sólo por esta experiencia, creemos vale la pena revisitar algunas canciones que sentimos no sólo relatan sino realizan un lúdico ejercicio reflexivo para describir o traer a colación aprendizajes (a caso recuerdos) de aquellos años mozos cuando en los cines se vivían correrías que con el tiempo terminaron por agradecerse. En este caso, hablamos de Los fantasmas del Roxi de Joan Manuel Serrat, Una de romanos, de Joaquín Sabina, Cine, cine, cine, de Luís Eduardo Aute y de Sesión continua de Ismael Serrano. En descarga del tinte español, habremos de decir que cada uno de estos cantantes vienen a ser ciudadanos del mundo, valedores capaces de ser personajes de una cierta universalidad en territorio hispano, como para que lo sintamos nuestros. O bien, porque hasta ahora no hemos encontrado algo interesante letrísticamente hablando en esta parte del mundo latino, que nos remita al cine como lo hacen ellos.
Si ya el viejo Allen nos encantó con La Rosa Púrpura del Cairo o el núbil romanticismo que se hizo presente en Cinema Paradiso de Tornatore nos estremeció, aun cuando no tanto como la melancolía crepuscular recreada en Splendor de Scola, no podemos negar que el cantaor barcelonés, con su canción Los fantasmas del Roxi, nos entrega una historia cantada plagiada de imágenes que por su elocuencia ofrecen la oportunidad de recrear viejos recuerdos, así como de entender cuanta falta hacen aquellas vivencias que nos arrebatara la emergencia de complejos de hormigón a que ha dado cabida la nueva arquitectura urbana. Inspirado en un relato de Juan Marsé, Serrat compone una delicia melódica para el cinéfilo, pues no sólo apela al mito fílmico al nombrar a las Bacall, los Bogart, Gable, Ford, Astaire y las Rogers, también nos hace ver lo imprescindible que son para la memoria cinéfila como para nuestra cultura y la vida misma; no por menos nos dice que si en algún momento vemos que alguien hace cola en el banco y viste a la vieja usanza o nos coquetea con su sonrisa ladeada y socarrona, no nos asustemos, se trata de “los fantasmas del Roxy que no descansan en paz.”
Como si fuera continuidad de ello, que para esto el de Úbeda se pinta solo, vendría el tal Sabina para describir un espacio emocional por excelencia y meternos en el túnel del tiempo ataviados por la nostalgia, para mostrar otra de las caras que conforman la cultura cinematográfica así como los itinerarios sentimentales de una generación que vivió aprendizajes significativos junto al cine. Por ello al hablar de aquellas cintas con historias de romanos, el escucha puede recordar las matinées y las permanencias voluntarias, para ser envidia de las nuevas generaciones quienes no sólo no las disfrutaron sino que no saben en qué consistían. En Una de romanos, lúdico como es él, recuerda algún pasaje amoroso junto a la chiquilla que aún no pintaba los quince y ya hacían de los juegos de manos la estratagema para construir sobre sus cuerpos parte de su vida erótica; para lo cual “Era condición esencial organizar bien el modo, de entrar en la semioscuridad blanca y negra del No-do…”, pues mientras en pantalla un león daba cuenta del cristiano, en la sala “la nena se dejaba besar”, sin que la pillara su hermano. Cuántos de quienes leemos podemos abrir la ventana para escapar y volver a ese país del nunca jamás que representa historias como éstas.
Por su parte, Luis Eduardo Aute, un tanto más sociológico, recuerda algunas películas, sus temáticas y cómo los organismos censores en sus tiempos mozos, cercenaban las historias para que, finalmente y gracias a la imaginación del espectador, él mismo terminara por completarla. Así, todo pesimismo sacrílego, toda historia que indagaba en regiones oscuras del alma humana, era travestida por el acto sacro de la censura religiosa, quien ante el infeliz final o el truculento mundo planteado por el director, solícita proclamaba acudir a una homilía para sanar el espíritu. Habilidoso para apropiarse y resignificar todo lo que toca, el avecindado español es quizá el cantautor que mejor provecho le ha sacado a las historias y los mitos del relato fílmico. Por ello un escucha querendón, puede hacer suyas muchas de las canciones y en especial aquellas que hacen del séptimo arte, un lugar para vivir lo mismo que para imaginar, de allí que lo entendamos cuando pide perdón por confundir el cine con la realidad, pues al apelar a su imaginación, terminó por inventarse desenlaces que nada tenían que ver la película. Al final, y antes de dejarnos escuchar el sonido del proyector, clama “Cine, cine, cine, más cine por favor, que todo en la vida es cine, que todo en la vida es cine y los sueños, cine son”.
Finalmente, para quienes andamos pasaditos de los cuarenta, Ismael Serrano, con su Sesión continua, entrega una ilustrativa canción capaz de recuperar anécdotas, iconografías y nostalgias, pues al hablar de aquellos días de algodón de azúcar, en algún verano cuando vivía sus primeros encuentros con el cine, fue enamorándose de este arte lo mismo que de la taquillera, rostro de mujer que reconocía en cada uno de los personajes femeninos que veía en las películas del Excélsior, mientras él se trasmutaba en Han Solo, Indiana Jones y el mismísimo Octavo Pasajero. Como parece que suele ser costumbre en este compositor, los guiños a otras canciones lo mismo que la referencia a ciertas películas, son una suerte de homenaje al maestro o al filme que lo marcó en su vida (un poco lo que hace en su disco Naves ardiendo más allá de Orión); agradecimientos que el escucha hace carne trémula en estrofas como esa que dice “pero el cristal sólo me devuelve el reflejo de este niño que se empeña en no crecer”, aun cuando sabe que puede acudir al cine en busca de aquello que nunca fue.
Por eso cuando en la TV pasan aquellas historias de romanos, la imaginación se vuelca en la nostalgia y trata de reinventarse los días, prendido del deseo de querer ver emerger del monitor televisivo aquel personaje que siempre se ha querido ser o bien porque con esa película vista en la televisión, se presentan recuerdos de alguna travesía emocional como las que narran estas canciones que -después de todo-, generan imágenes con propiedades curativas incluso, de sanación si así lo queremos.

Ignacio García: Otra vez los sátrapas



El otrora “guerrillero” y seudo-sandinista Daniel Ortega –ahora en el poder gracias a las concesiones e influencias (protecciones) del imperio estadounidense – se ha convertido en cazador de todos aquellos que no se sujetan a sus “obediencias” y pensamientos.
Ya el año pasado que estuvo en Veracruz, el padre Ernesto Cardenal (guerrillero y poeta) me contaba personalmente la forma en que Ortega había mal baratado a los yanquis a la nación nicaragüense; y la manera en que el poeta y otros artistas e intelectuales, habían enfrentado esta venta de fin de semana al sátrapa Ortega.

La reacción del ahora comparsa de los americanos, no se hizo esperar; lo que él antes reclamaba políticamente en su juventud, se lo están echando en cara, y eso, a una persona que como Ortega ya ha probado las mieles del poder, no se le puede hacer: así es el humano con trono. ¿Cómo actuar? haciendo lo que Daniel (otrora vestido de guerrillero y con las siglas rojas de FSNL ): acallar, mediante leyes tramposas, agendas sacadas de la manga y leyes no escritas, a quien se atreva a desafiar su alicaído y pendenciero “poder”. He aquí una liga con las noticias más recientes de los hechos.
Muchos de ustedes ya han recibido el comunicado que aquí transcribo nuevamente. Sólo quiero agregar que a la razón no se le vence. Para el padre Ernesto Cardenal, seguidor de la Teología de la Liberación que lucha en favor de la explotaciòn de los pobres en Latinoamérica y más allá, su convicción le que le ha costado el encarcelamiento más de una decena de veces y la ex-comunión del Vaticano, esta nueva jugarreta del dicatdorzuelo del pueblo de Nicaragua, apenas si le hará cosquillas: está acostumbrado a eso y a más, pues lleva en la frente una convicción, no el discurso demoagógico, y me decía --con motivo de su estancia en el Puerto con motivo de la publicación de su Obras Poética Completa por parte de la Universidad Veracruzana-- : "Ignacio, esto de la lucha es sencilla, es por ella que para mí, como para San Pablo, el vivir es Cristo y el morir, es ganancia".


La del desquiciado Ortega será una más de las jugarretas con las que el poder (esta vez proveniente de un ex aliado) trata de entronizarse en los nichos de la intolerancia, la soberbia y la ambición.


Quiero, finalmente, transcribir estas palabras del padre, provenientes de su libro Salmos:

El Señor no abandona a sus pueblo
no desampara a los explotados
Y volverá un día a los Tribunales de Justicia
y los jueces serán justos
¿Quiénes son los partidarios de nosotros?
si tú no nos hubieras defendido ya nos habrían liquidado.

He aquí el reporte que circula por toda la Internet con firmas de reconocidos artistas e intelectuales de Latinoamérica y España. Puedes copiarla y enviarla a quien conozcas


A LA COMUNIDAD INTERNACIONAL:




Denunciamos el reciente ataque del gobierno de Daniel Ortega contra el sacerdote y poeta Ernesto Cardenal.El Padre Cardenal había sido acusado en 2005 por injurias a raíz de una carta que publicó en defensa propia, y recibió una sentencia absolviéndolo de estos cargos y declarándolo inocente, tan absurda era la acusación. Ahora, un juez obediente a Ortega ha revocado esa sentencia declarándolo culpable. Esta acción es totalmente ilegal. La legislación nicaragüense considera que una sentencia sólo puede ser apelada en los seis meses siguientes, de lo contrario se considera cosa juzgada, y no puede cambiarse. Pero el sistema judicial responde a la voluntad política de Daniel Ortega.Todo aparece como una clara represalia por la permanente actitud crítica del padre Cardenal contra los abusos del gobierno de Ortega. Casualmente, esta sentencia fue dictada a su regreso de la toma de posesión del Presidente Lugo en Paraguay, a la que fue invitado de honor y a la que Daniel Ortega se vio impedido de asistir por el rechazo de las organizaciones feministas a su presencia, dada la acusación de abuso sexual que le hiciera su hijastra, Zoilamérica Narváez. En Paraguay, como en otros lugares, Cardenal dijo lo que piensa de Ortega.La integridad de Ernesto Cardenal y sus credenciales como persona que ha dedicado su vida a la causa de la justicia, confieren enorme autoridad a sus críticas, tanto dentro como fuera de Nicaragua. Esto resulta intolerable para Daniel Ortega y es la razón por la cual Ernesto Cardenal ha sido condenado en un fallo judicial injusto y vengativo, y por tanto escandaloso. Ernesto Cardenal es la más reciente víctima del acoso sistemático orquestado en contra de todos aquellos que han levantado sus voces para denunciar la falta de transparencia, el estilo autoritario y el comportamiento inescrupuloso y la falta de ética de Daniel Ortega en su retorno al poder.Llamamos a los escritores y amigos de Nicaragua en el mundo a denunciar esta persecución política, a demandar el cese de estas acusaciones ilegales e infundadas y a expresar su solidaridad con Ernesto Cardenal y con el derecho del pueblo nicaragüense a vivir libre de miedo y represión.

jueves, agosto 28, 2008

Yukio Mishima: La Perla




El 10 de diciembre era el cumpleaños de la señora Sasaki. La señora Sasaki deseaba celebrar el acontecimiento con el menor ajetreo posible y solamente había invitado para el té a sus más
íntimas amigas, las señoras Yamamoto, Matsumura, Azuma y Kasuga, quienes contaban
exactamente la misma edad que la dueña de casa. Es decir, cuarenta y tres años.
Estas señoras integraban la sociedad «Guardemos nuestras edades en secreto» y podía confiarse plenamente en que no divulgarían el número de velas que alumbraban la torta. La señora Sasaki demostraba su habitual prudencia al convidar a su fiesta de cumpleaños solamente a invitadas de esta clase.
Para aquella ocasión la señora Sasaki se puso un anillo con una perla. Los brillantes no hubieran sido de buen gusto para una reunión de mujeres solas. Además, la perla combinaba mejor con el color de su vestido.
Mientras la señora Sasaki daba una última ojeada de inspección a la torta, la perla del anillo,
que ya estaba algo floja, terminó por zafarse de su engarce. Era aquel un acontecimiento poco
propicio para tan grata ocasión, pero hubiera sido inadecuado poner a todos al tanto del
percance. La señora Sasaki depositó, pues, la perla en el borde de la fuente en que se servía la torta y decidió que luego haría algo al respecto.
Los platos, tenedores y servilletas rodeaban la torta. La señora Sasaki pensó que prefería que no la vieran llevando un anillo sin piedra mientras cortaba la torta y, muy hábilmente, sin siquiera darse vuelta, lo deslizó en un nicho ubicado a sus espaldas.
El problema de la perla quedó rápidamente olvidado en medio de la excitación producida por el intercambio de chismes y la sorpresa y alegría que producían a la dueña de casa los acortados regalos de sus amigas. Muy pronto llegó el tradicional momento de encender y apagar las velas de la torta. Todas se congregaron agitadamente alrededor de la mesa, cooperando en la complicada tarea de encender cuarenta y tres velitas.
Tampoco podía esperarse que la señora Sasaki, con su limitada capacidad pulmonar apagara de un solo soplido tantas velas y su apariencia de total desamparo suscitó no pocos comentarios risueños.
Después del decidido corte inicial, la señora Sasaki sirvió a cada invitada una tajada del tamaño deseado en un pequeño plato que, luego, cada una llevaba hasta su respectivo asiento. Alrededor de la mesa se produjo una confusión bastante considerable. Todas extendían sus manos al mismo tiempo.
La torta estaba adornada con un motivo floral y cubierta con un baño rosado, salpicado
abundantemente con pequeñas bolitas plateadas hechas de azúcar cristalizada. La clásica
decoración de las tortas de cumpleaños. En la confusión del primer momento algunas escamas del baño, migas y cierta cantidad de bolitas plateadas se desparramaron sobre el mantel blanco. Algunas de las invitadas juntaban estas partículas con los dedos y las ponían en sus platos. Otras, las echaban directamente en su boca.
Luego, cada una volvió a su asiento y, con toda la tranquila alegría que correspondía, comieron sus porciones.
Aquélla no era una torta casera. La señora Sasaki la había encargado con anticipación en una
confitería de bastante renombre y todas coincidieron en que su gusto era excelente.
La señora Sasaki resplandecía de felicidad. De pronto, y con un dejo de ansiedad, recordó la
perla que había dejado sobre la mesa. Con disimulo se levantó tan displicentemente como pudo y comenzó a buscarla. La perla había desaparecido. Sin embargo, estaba segura de haberla dejado allí. La señora Sasaki aborrecía perder cosas. Sin pensarlo más, se entregó de lleno a su búsqueda y su intranquilidad se hizo tan evidente que sus invitadas la advirtieron.
—No es nada... Un segundo, por favor... —repuso a las cariñosas preguntas de sus amigas.
Pese a lo ambiguo de su respuesta, una a una las invitadas se pusieron de pie y revisaron el
mantel y el piso.
La señora Azuma, frente a tanta conmoción, pensó que la situación era francamente
deplorable. Estaba contrariada frente a una dueña de casa capaz de crear una situación tan
desagradable por el extravío de una perla.
La señora Azuma decidió inmolarse y salvar el día. Con una sonrisa heroica, dijo: —¡Eso fue
entonces! ¡La perla debe haber sido lo que me acabo de comer! Cuando me sirvieron la torta,
una bolita plateada se cayó sobre el mantel y yo la levanté y me la tragué sin pensar. Me pareció que se atascaba un poco en mi garganta. Por supuesto que si hubiera sido un brillante no dudaría en devolvértelo, aun a riesgo de tener que sufrir una operación; pero como se trata simplemente de una perla, no puedo sino pedirte perdón.
Este anuncio calmó de inmediato la ansiedad del grupo y salvó a la dueña de casa de un trance difícil. Nadie se preocupó en averiguar si la confesión de la señora Azuma era cierta o falsa. La señora Sasaki tomó una de las bolitas que quedaban y se la comió.
—Mmmm comentó——, ¡ésta tiene gusto a perla!
En esta forma, el pequeño incidente, fue recibido entre bromas y, en medio de la risa general,
quedó totalmente olvidado.
Al finalizar la reunión, la señora Azuma partió en su auto sport, llevando con ella a su íntima
amiga y vecina, la señora Kasuga. Apenas se habían alejado, la señora Azuma dijo: —¡No puedes dejar de reconocerlo! Fuiste tú quien se tragó la perla, ¿no es cierto? Quise protegerte y me declaré culpable.
Estas palabras informales ocultaban un profundo afecto. Pero por más amistosa que fuera la
intención, para la señora Kasuga una acusación infundada era una acusación infundada. No
recordaba bajo ningún concepto haberse tragado una perla en vez de un adorno de azúcar. La
señora Azuma sabía cuán difícil era ella para todo lo referente a la comida. Bastaba con que
apareciera un cabello en su plato, para que, inmediatamente, se le atragantara el almuerzo.
—Pero, ¡por favor! —protestó la señora Kasuga con voz débil mientras estudiaba el rostro de la señora Azuma—. ¡Nunca podría haber hecho algo semejante!
—No es necesario que finjas. Te vi en aquel momento. Cambiaste de color y ello fue suficiente
para mí.
La confesión de la señora Azuma parecía cerrar el incidente del cumpleaños; pero, sin embargo, dejó una molesta secuela.
Mientras la señora Kasuga pensaba en la mejor forma de demostrar su inocencia, la asaltó la
duda de que la perla del solitario pudiera estar alojada en alguna parte de sus intestinos. Era,
desde luego, poco probable que se hubiera tragado una perla en vez de una bolita de azúcar,
pero, en medio de la confusión general causada por la charla y las risas, forzoso era admitir que existía por lo menos esa posibilidad.
Revisó mentalmente todo lo sucedido en la reunión, pero no pudo recordar ningún momento en el que hubiera llevado una perla hasta sus labios. Después de todo, si había sido un acto
subconsciente, sería difícil recordarlo.
La señora Kasuga se sonrojó violentamente cuando su imaginación la llevó hacia otro aspecto
del asunto. Al recibir una perla en el cuerpo de uno, no cabe duda de que —quizás un poco
disminuido su brillo por los jugos gástricos— en uno o dos días es fácil recuperarla.
Y junto a este pensamiento, las intenciones de la señora Azuma se volvieron transparentes para su amiga. Sin lugar a dudas, la señora Azuma había vislumbrado el mismo problema con
incomodidad y vergüenza y, por lo tanto, pasando su responsabilidad a otro, había dejado
entrever que cargaba con la culpa del asunto para proteger a una amiga.
Mientras tanto, las señoras Yamamoto y Matsumura, que vivían en la misma dirección,
retornaban a sus casas en un taxi. Al arrancar el coche, la señora Matsumura abrió la cartera
para retocar su maquillaje, recordando que no lo había hecho durante toda la reunión.
Al tomar la polvera, un destello opaco llamó su atención mientras algo rodaba hacia el fondo de su cartera. Tanteando con la punta de los dedos, la señora Matsumura recuperó el objeto y vio con asombro que se trataba de la perla.
La señora Matsumura sofocó una exclamación de sorpresa. Desde tiempo atrás sus relaciones con la señora Yamamoto distaban mucho de ser cordiales y no deseaba compartir aquel descubrimiento que podía tener consecuenciastan poco agradables para ella.
Afortunadamente la señora Yamamoto miraba por la ventanilla y no pareció darse cuenta del
súbito sobresalto de su acompañante.
Sorprendida por los acontecimientos, la señora Matsumura no se detuvo a pensar en cómo había llegado la perla a su bolso, sino que, inmediatamente, quedó apresada por su moral de líder de colegio. Era prácticamente imposible, pensó, cometer un acto semejante aun en un momento de distracción. Pero dadas las circunstancias, lo que correspondía hacer era devolver la perla inmediatamente. De lo contrario, hubiera sentido un gran cargo de conciencia. Además, el hecho de que se tratara de una perla —o sea, un objeto que no era ni demasiado barato ni demasiado caro— contribuía a hacer su posición más ambigua.
Resolvió, pues, que su acompañante, la señora Yamamoto, no se enterara del imprevisible
desarrollo de los acontecimientos, en especial cuando todo había quedado tan bien solucionado gracias a la generosidad de la señora Azuma.
La señora Matsumura decidió que le era imposible permanecer ni un minuto más en aquel taxi y, pretextando una visita a un familiar, pidió al conductor que se detuviera en medio de un
tranquilo suburbio residencial.
Una vez sola en el taxi, la señora Yamamoto, se sorprendió un poco por la brusca determinación tomada por la señora Matsumura a consecuencia de su broma. Observó el reflejo de la señora Matsumura en el vidrio y, en aquel preciso momento, vio cómo sacaba la perla de su cartera.
En el transcurso de la reunión la señora Yamamoto había sido la primera en recibir su parte de
torta. Había agregado a su plato una bolita plateada que había rodado sobre la mesa y al volver a su asiento antes que las demás, advirtió que la bolita en cuestión era una perla. En el mismo momento de descubrirlo, concibió un plan malicioso.
Mientras las demás invitadas se preocupaban por la torta, deslizó la perla dentro del bolso que
aquella hipócrita e insufrible señora Matsumura había dejado sobre la silla vecina.
Desamparada, en el barrio residencial donde había pocas probabilidades de conseguir un taxi, la señora Matsumura se entregó a oscuras reflexiones acerca de su posición.
En primer lugar, aun cuando fuera absolutamente necesario para descargo de su conciencia,
sería una vergüenza ir a removerlo todo de nuevo cuando las demás habían llegado a tales
extremos para arreglar las cosas satisfactoriamente. Por otra parte, sería peor si, con tal
proceder, hiciera recaer injustas sospechas sobre ella misma.
No obstante estas consideraciones, si no se apresuraba en devolver la perla, desperdiciaría una ocasión única. Si lo dejaba para el día siguiente (el sólo pensarlo hizo sonrojar a la señora
Matsumura) la devolución daría lugar a dudas y especulaciones. La propia señora Azuma había formulado una insinuación acerca de esta posibilidad.
Fue entonces cuando, con gran alegría, la señora Matsumura concibió el plan magistral que
dejaría en paz a su conciencia y, al mismo tiempo, la libraría del riesgo de exponerse a injustas sospechas.

Aceleró el paso y, al llegar a una calle más transitada, llamó a un taxi y ordenó al conductor
llevarla un conocido negocio de perlas en Ginza. Allí mostró la perla al vendedor y le pidió una,
algo más grande y de mejor calidad. Una vez efectuada la compra, volvió hasta la casa de la
señora Sasaki.
El plan de la señora Matsumura era entregar la perla recién comprada a la señora Sasaki,
diciéndole que la había encontrado en el bolsillo de su chaqueta. Su anfitriona la aceptaría y,
después, intentaría hacerla calzar en el anillo. Al tratarse de una perla de distinto tamaño no
coincidiría con el anillo, y la señora Sasaki, desconcertada, intentaría devolverla, cosa que no
pensaba aceptar la señora Matsumura.
La señora Sasaki no podría sino pensar que aquélla se comportaba así para proteger a otra
persona: «Sin duda la señora Matsumura ha visto robar la perla por una de las otras tres señoras.
Será, pues, mejor olvidar todo el asunto; pero, al menos, de mis invitadas puedo estar segura de que la señora Matsumura está totalmente exenta de culpa. ¿Quién ha oído jamás que un ladrón robe algo y luego lo reemplace por algo similar y de mayor valor?»
Con esta estratagema la señora Matsumura se proponía escapar para siempre de la infamia de la sospecha y de igual manera —mediante un pequeño desembolso— de los remordimientos de una conciencia intranquila.
Volvamos a las otras señoras. Ya en su casa, la señora Kasuga seguía sintiéndose lastimada por las crueles bromas de la señora Azuma. Para librarse de un cargo tan ridículo como aquél, debía actuar antes del día siguiente, pues si no sería demasiado tarde. Para probar realmente que no había comido la perla, era, pues, necesario que la perla apareciera de alguna manera.
En resumen, si podía exhibir de inmediato la perla a la señora Azuma, por lo menos su inocencia respecto a la hipótesis gastronómica, quedaría firmemente demostrada.
Si esperaba hasta el día siguiente, aun cuando se las arreglara para mostrar la perla, se
interpondría inevitablemente la vergonzosa e innombrable sospecha.
La habitualmente tímida señora Kasuga abandonó apresuradamente su domicilio al cual acababa de regresar e inspirada por el coraje que confiere obrar con ímpetu, se apuró en llegar a un comercio de Ginza donde eligió y compró una perla que, a su parecer, era más o menos del mismo tamaño que las bolitas plateadas de la torta.
Llamó por teléfono a la señora Azuma. Le explicó que, al volver a su casa, había descubierto
entre los pliegues del moño de su faja la perla perdida por la señora Sasaki y que le causaba
cierta vergüenza ir a devolverla. ¿Sería tan amable la señora Azuma como para acompañarla lo más pronto posible?
Para sus adentros la señora Azuma reflexionó en que aquella historia era poco verosímil, pero
por tratarse del pedido de una buena amiga, accedió a él. La señora Sasaki aceptó la perla que le llevara la señora Matsumura y, asombrada de que no se ajustara a su anillo, pensó, agradecida, exactamente lo que la señora Matsumura había deseado que pensara.
Se sorprendió, sin embargo, cuando una hora más tarde llegó la señora Kasuga, acompañada por la señora Azuma, y le devolvió otra perla.
La señora Sasaki estuvo a punto de mencionar la visita anterior, pero se contuvo a último
momento y aceptó la segunda perla tan tranquilamente como pudo. No dudaba de que ésta se
ajustaría al engarce y, tan pronto como partieron sus amigas, se apuró a probarla en el anillo.
Era demasiado chica. Frente a este descubrimiento, la señora Sasaki enmudeció.
En el viaje de regreso ambas señoras se encontraron frente a la imposibilidad de saber lo que
pensaba la otra, y aunque sus encuentros solían ser alegres y locuaces, en aquella oportunidad cayeron en un largo silencio.
La señora Azuma, que actuaba con perfecto conocimiento del asunto, sabía a ciencia cierta que no se había tragado la perla.
Había sido simplemente para eludir una situación embarazosa para todas que, en la fiesta, se
había declarado culpable. En especial, la había guiado el deseo de aclarar la situación de una
amiga que, por su inquietud, había transmitido cierta sensación de culpabilidad. ¿Qué podía
pensar ahora? Más allá de la peculiar actitud de la señora Kasuga y del procedimiento de hacerse acompañar por ella para devolver la perla, presentía algo mucho más profundo. Quizá la intuición de la señora Azuma había ubicado el punto débil de su amiga y, al descubrirlo, la
acorralaba transformando una cleptomanía inconsciente e impulsiva en un grave desorden
mental. Por su parte, la señora Kasuoa todavía abrigaba sospechas de que la señora Azuma se hubiera tragado realmente la perla y de que su confesión en la fiesta fuera verdadera. De ser así, resultaría imperdonable de parte de la señora Azuma haberse burlado de ella tan cruelmente. Su timidez había contribuido a la sensación de pánico que la había impulsado a hacer aquella pequeña farsa a más de gastar una buena suma. ¿No era entonces una maldad, de parte de la señora Azuma, después de todo ello negarse a confesar que había comido la perla? Si la inocencia de la señora Azuma era fingida, la señora Kasuga, al representar tan esmeradamente su papel, aparecería ante sus ojos como el más ridículo de los actores de segundo orden.Pero retornemos a la señora Matsumura. Al regresar de casa de la señora Sasaki y después de haberla obligado a aceptar la perla, la señora Matsumura se sintió algo más tranquila y pudo analizar, detalle por detalle, los acontecimientos del incidente.
Estaba segura, al levantarse en busca de su trozo de torta, de haber dejado su cartera sobre la silla. Luego, al comerla, había empleado servilletas de papel, con lo que se descartaba la
necesidad de abrir el bolso en busca de un pañuelo. Cuanto más lo pensaba, menos recordaba haber abierto su cartera hasta el momento de empolvarse en el taxi. ¿Cómo era posible, entonces, que la perla se hubiera introducido en un bolso cerrado?
En aquel momento comprendió la tontería de no haber tenido en cuenta ese simple detalle en
vez de atemorizarse al encontrar la perla. Llegada a este punto de su razonamiento, un súbito
pensamiento la dejó atónita. Alguien había colocado la perla en su bolso con absoluta
premeditación, a fin de comprometerla. Y de las cuatro invitadas a la reunión, la única que
podía haberlo hecho era, sin duda, la detestable señora Yamamoto.
Con los ojos encendidos por la ira, la señora Matsumura fue hasta la casa de la señora
Yamamoto.
Al verla aparecer en su puerta, la señora Yamamoto supo inmediatamente lo que la había
llevado hasta allí y preparó su defensa.
Desde el primer instante, el interrogatorio de la señora Matsumura fue inesperadamente severo, y dejó traslucir claramente que no aceptaría evasivas.
—Has sido tú. Nadie podría haber hecho semejante cosa —comenzó la señora Matsumura.
—¿Por qué yo? ¿Qué pruebas tienes? Supongo que si vienes a echarme esto en cara, es porque tienes todos los elementos de juicio, ¿no es cierto? —la señora Yamamoto se mantenía en una rígida compostura.
La señora Matsumura respondió que la señora Azuma, al echarse las culpas por lo sucedido con tanta nobleza, no podía tener ninguna relación con tan ruin proceder, y que, en cuanto a la
señora Kasuga, no tenía las agallas necesarias para un juego tan peligroso. Quedaba, pues, una sola incógnita: la señora Yamamoto.
Esta guardó silencio con la boca cerrada como una ostra. Frente a ella, la perla traída por la
señora Matsumura, brillaba suavemente. El té de Ceylán que había preparado tan
cuidadosamente comenzaba a enfriarse.
—No pensaba que me odiaras tanto —la señora Yamamoto se enjugó las comisuras de los ojos, pero resultó evidente que la señora Matsumura estaba resuelta a no dejarse ablandar por las lágrimas.
—Bueno, voy a decirte algo que jamás pensé decir —continuó la señora Yamamoto—. No voy a mencionar nombres, pero una de las invitadas...
—¿Con eso quieres hablar de la señora Kasuga o de la señora Azuma?
—Por favor, por lo menos déjame omitir su nombre. Como te decía, una de las invitadas estaba abriendo tu bolso e introduciendo algo en él cuando yo, inadvertidamente, miré en aquella dirección. ¡Puedes imaginarte mi desconcierto! Aun cuando me hubiera sentido capaz de prevenirte, no habría siquiera tenido la oportunidad de hacerlo. Comencé a sentir palpitaciones y más palpitaciones. Y en el viaje en el taxi... ¡oh, qué horror no poder hablarte! Si hubiéramos sido buenas amigas, no hubiera dudado en contártelo con absoluta franqueza, pero como aparentemente yo no te gusto...
—Comprendo. Has sido muy considerada, y ahora le estás echando hábilmente las culpas a las señoras presentes, ¿verdad?
—¿Culpar a otro? ¿Cómo puedo hacerte comprender mis sentimientos? Sólo quería evitar el herir a alguien...
——Está bien. Pero no te importó herirme a mí, ¿no es cierto? Por lo menos podrías haber
mencionado todo esto en el taxi.
Probablemente lo hubiera hecho si tú hubieras tenido la franqueza de mostrarme la perla
cuando la encontraste en tu cartera. Preferiste, en cambio, bajar del coche sin decir una
palabra!
Por primera vez la señora Matsumura no supo qué contestar.
—¿Comprendes entonces lo que quise hacer? Lo importante era no herir a nadie.
La señora Matsumura se sintió invadida por una intensa ira.
—Si vas a endilgarme una serie de mentiras como ésta, voy a pedirte que las repitas esta noche frente a las señoras Azuma y Kasuga y en mi presencia.
Al escuchar esto, la señora Yamamoto rompió a llorar.
—Gracias a ti, todos mis esfuerzos por no herir a alguien fracasarán... —sollozó—.
Para la señora Matsumura era una experiencia nueva verla llorar y, aunque se repitió
firmemente que no iba a dejarse engañar por aquellas lágrimas, no pudo evitar el pensamiento
de que, al no probarse nada concreto, quizás podría haber algo de verdad en las afirmaciones de la señora Yamamoto.
Para ser más objetivos, si se aceptaba el relato de la señora Yamamoto como cierto, el
rehusarse a revelar el nombre de la culpable traslucía cierta grandeza de alma. Y, de la misma
manera, tampoco se podía asegurar que la gentil y, en apariencia, tímida señora Kasuga no
pudiera sentirse inclinada a realizar un acto malicioso. Del mismo modo, el indudable rechazo
existente entre ella y la señora Yamamoto podía, según se miraran las cosas, ser considerado
como un atenuante en la culpa de la señora Yamamoto.
—Tenemos naturalezas diferentes —continuó la señora Yamamoto entre lágrimas— y no puedo
negar que hay en ti ciertas cosas que no me gustan. Pero, a pesar de todo, es espantoso que
puedas sospechar que necesito valerme de una artimaña tan baja contra ti... No obstante,
pensándolo mejor, el someterme a tus acusaciones será la mejor forma de demostrar lo que he sentido hasta ahora en todo este asunto. En esta forma, yo sola cargaré con la culpa y nadie más se sentirá herido.
Una vez concluido este discurso patético, la señora Yamamoto inclinó su cabeza sobre la mesa y se abandonó a un llanto incontrolable.
Al contemplarla, la señora Matsumura comenzó a reflexionar sobre lo impulsivo de su propio
comportamiento. Al dejarse cegar por su antipatía hacia la señora Yamamoto, había perdido la
serenidad indispensable para manejar su castigo.

Cuando, después de sollozar prolongadamente, la señora Yamamoto alzó la cabeza
nuevamente, la expresión a la vez pura y remota de su rostro se hizo visible aun para su
visitante.
Un poco asustada, la señora Matsumura se puso tiesa contra el respaldo de la silla.
—Esto no debería haber sucedido nunca. Cuando desaparezca, todo permanecerá como antes.
Al hablar enigmáticamente, la señora Yamamoto sacudió su hermosa cabellera y clavó una
mirada terrible, aunque fascinante, sobre la mesa. En un segundo, tomó la perla que estaba
frente a ella y, con gran determinación, se la metió en la boca. Alzando la taza con el meñique
elegantemente estirado, se tragó la perla con un sorbo de té de Ceylán frío.
La señora Matsumura la observaba con espantada fascinación. Todo había sucedido sin darle
tiempo a protestar. Era la primera vez que veía a alguien tragarse una perla. Además, en la
conducta de la señora Yamamoto había algo de la desesperación que se supone puede embargar a quienes ingieren un veneno.
Sin embargo, aunque el acto era heroico, aquél no era más que un incidente conmovedor. La
señora Matsumura se encontró con que no sólo su enojo se había disuelto en el aire, sino que la pureza y simplicidad de la señora Yamamoto la hacían considerarla ahora como a una santa.
Los ojos de la señora Matsumura también se llenaron de lágrimas y tomó la mano de la señora Yamamoto.
—Te ruego que me perdones—dijo—, me he equivocado.
Lloraron juntas durante un buen rato, entrelazaron sus dedos y juraron ser, desde aquel
momento, las mejores amigas.
Cuando la señora Sasaki se enteró de que las tirantes relaciones entre la señora Yamamoto y la señora Matsumura habían mejorado notablemente y de que la señora Azuma y la señora Kasuga habían enfriado su vieja y sólida amistad, no pudo explicarse las cosas y se limitó a pensar que todo era posible en este mundo.
Fuera como fuera, siendo una mujer sin demasiados escrúpulos, la señora Sasaki pidió a un
joyero que remodelara su anillo en un formato en el cual se pudieran engarzar dos nuevas
perlas, una grande y una chica, y lo usó sin complejos, sin ulteriores incidentes.
Al poco tiempo había olvidado las conmociones de aquel cumpleaños,

Cristina Caballero: La Sirena


























LA SIRENA

I

Tres mujeres tañen
sus fatales instrumentos

inspiración
lira
y tedio
en las islas misteriosas
conciben un hechizo

pues Circe urde
tras las blandas calas
y Calipso hila Tempestades

profana hija de la Noche
dócil arpía
cántale al manzano de oro
ese venero que custodia una Serpiente

hermana Medusa
díctale a los negros aires
la fiel partitura de estas Horas

con los cuajos de tus venas
unge o mata
y vamos luego al mar
terminemos este viaje

que Caribdis
ha escrito nuestros cinco nombres
en ese puerto de sal
de gaviotas
y de lágrimas


II

Camino a Ítaca
encontré al pastor marino
cabalgaba plácidos sargazos
en yeguas frágiles
termales

las gorgonas
señoras de la Torre de los Vientos
cantaron lóbregas mi travesía

vendrán onocentauros
erizos
ortigas
largas flores púrpuras

busca a un hombre
roba su aliento

si las dueñas de la arena
anuncian otra borrasca
y con dedos de difunta
arrojan redes en los ojos de los búhos

vamos ahí
donde la brisa le gruñe
al liquen de las manos
que en palacio de azabache y luna
el puente del diablo
siempre sale al encuentro
de la piedra errónea
que le falta


III

Al fondo de la malva melancolía
en la rosada oquedad de los lambíes
nado serena
canta mi cuerpo en los espinos
voz de plata
ojos de raso

hecha de carne y seda
bordo invisibles hilos
dulce asesina de los hombres

desenmaraño blancos cabellos
que braman en las olas

vuelvo a tierra
sacrifico la armadura

pero arden estos muslos
rugen mis agallas sordas

el fuego de la hierba
se hunde en pies desconocidos
duele ese cuchillo
voraz
certero

la dama de la sal
bebe el color del azafir
que obscurece
en el último rayo de Arco Iris

Janaína se despoja hermana

ella nube
ella cueva

vagina dentada
María

Antonio Dopaz Gallego: Breve ensayo sobre el tiempo



BREVE ENSAYO SOBRE TIEMPO Y LUGAR,
u OPIÁCEOS DE SILICIO PARA AGORAFÓBICOS

PRIMERA PARTE: El lugar exorcizado

Otro mundo en el espejo
“¡Ay, gatito, qué bonito sería si pudiéramos penetrar en la casa del espejo! ¡Estoy segura que ha de tener la mar de cosas bellas! Juguemos a que existe alguna manera de atravesar el espejo; juguemos a que el cristal se hace blando como si fuera una gasa de forma que pudiéramos pasar a través.”
–Alicia, en A través del espejo
(i)

Existe en el ser humano un cierto límite radical de la representación espacial que podríamos ilustrar del siguiente modo: es imposible, por medio de un giro en el espacio, transformar una mano izquierda en una derecha.

Esto es algo que Lewis Carroll tenía muy presente al escribir sus novelas sobre Alicia y, más recientemente, algunos divulgadores científicos han descrito métodos gráficos e intuitivos para apercibirse de nuestros límites tridimensionales. El más célebre de todos ellos (ii) consiste en proyectar sobre un espejo colocado en ángulo recto el dibujo de una figura asimétrica de un número creciente de dimensiones: de 1 a 3, y darnos cuenta de cómo, aplicando siempre una dimensión espacial adicional, podemos voltear el objeto hasta hacerlo coincidir con su imagen especular. Nada sabemos de una hipotética cuarta dimensión del espacio, pero este experimento nos lleva a una deducción por analogía: aplicando esa cuarta dimensión sería posible “girar” una mano izquierda (en tanto objeto asimétrico de tres dimensiones) hasta hacerla superponible a una derecha. Ambas se habrían vuelto indistinguibles.

Algunos ilusionistas de finales del siglo XIX se aprovecharon de la fascinación científica por estos descubrimientos para cometer célebres engaños. Es sabido que Henry Slade, famoso médium norteamericano, introducía nudos, caracolas y conchas de molusco en su sombrero para extraer a continuación la versión idéntica con la espiral girando hacia el lado opuesto. Según contaba, la cavidad encerraba una conexión secreta con la cuarta dimensión, lo cual explicaba el insólito “giro” que experimentaban los cuerpos. (iii)

Darnos cuenta de la imposibilidad de llevar a cabo tales trucos de magia pone al descubierto algo inquietante. Ciertamente, que existan cuerpos tridimensionales asimétricos tales como manos izquierdas y derechas o espirales de un sentido u otro delata una característica algo chocante del espacio. La ciencia moderna nos había hecho pensar en él como el reino de la indiferencia: una extensión geométrica compuesta por yuxtaposiciones homogéneas en donde todo era básicamente materia bruta, infinitamente divisible y repetitiva. Pero el espejo nos hace observar una cierta preferencia, una cierta irreductibilidad, una cierta diferencia esencial entre lo que no puede ser volteado sobre sí mismo para transformarse en su imagen especular. Como si los propios cuerpos extensos reclamasen su singularidad precisamente negándose a tal giro. La mano izquierda se niega a ser eliminada, recodificada en el espacio homogéneo que todo lo iguala y la convierte en su opuesta. Reclama su alteridad espacial respecto a la derecha, al igual que una espiral respecto a su Otra inversa. El espejo nos muestra otros mundos dentro de éste, creando un abismo entre lo que hasta ahora habíamos pensado como idéntico. Como insinúa Alicia a su gato de un modo casi profético, acaso la leche del espejo no tiene un sabor tan bueno como la de aquí.(iv)

En su excelente obra de divulgación científica (v),Martin Gardner plantea la posibilidad de superar esta tozudez de los denominados cuerpos enantiomorfos mediante la adición de otra dimensión: en efecto, es razonable pensar que una vez tuviéramos un espacio tetradimensional, esos cuerpos se sumergirían dócilmente en el magma de lo reversible, transformándose unos en otros sin mayor resistencia. Ni más ni menos que como ya lo hacen las figuras de dos dimensiones en nuestro espacio de tres (pensemos en dos triángulos irregulares que difieran especularmente; siempre se podrán girar en la tercera dimensión para hacerlos coincidir y superponerse). El hombre de la era digital, sin embargo, ha pensado un método más práctico para eliminar la diferencia: no sumarle, sino restarle una dimensión al mundo al proyectarlo en sus pantallas planas.

Espejos rotos a cañonazos (de electrones)

“Seleccione Imagen > Rotar lienzo y elija uno de los siguientes comandos del submenú:
• Voltear lienzo horizontal (Photoshop) o Voltear horizontal (ImageReady) para voltear la imagen horizontalmente a lo largo del eje vertical.
• Voltear lienzo vertical (Photoshop) o Voltear vertical (ImageReady) para voltear la imagen verticalmente a lo largo del eje horizontal.”
–Guía del usuario, Adobe Photoshop 7.0 (vi)

Desde luego, la imagen plana manipulada digitalmente hace posibles dichos volteos. La imagen de síntesis es, de este modo, el paraíso de la reversibilidad espacial. Photoshop y todos sus derivados hacen ahora las veces de cuarta dimensión, donde una mano izquierda y una derecha son mutuamente transformables, y no irreductibles como en el orden de la exterioridad. En este encuadre digital, cualquier objeto tridimensional es ya superponible a su imagen especular, porque su espejo ha dejado de serle ajeno. “Es como si las cosas hubieran engullido su espejo y se hubieran convertido en transparentes para sí mismas” (vii). Ahora toda imagen lleva incorporado su espejo, como engullido, y “voltearse” es una propiedad que, naturalmente, le pertenece desde el principio. Basta desplegar un menú contextual para ver la lista de opciones, una de las cuales es la reversibilidad punto por punto en el espacio.

Alguien podría, siguiendo el experimento mental antes planteado, preguntarse ahora por la quinta dimensión. ¿Cuál sería? ¿Volver lo digital sobre sí mismo? ¿Tiene eso sentido? ¿Cuál es la imagen especular de lo digital? No parece que eso fuera a cambiar gran cosa. El mismo concepto de espejo parece que se ha roto, haciendo imposible imaginar nuevos mundos dentro de éste. Todo se ha vuelto indiferente. Un objeto y su imagen invertida han dejado de ser cualitativamente distintos; ya no hace falta un nuevo espacio en donde hacerlos superponibles; la imagen de síntesis aporta infinitos espacios posibles, todos a la vez, gracias a la ilimitada flexibilidad de su código. Lástima que dichos espacios, no obstante, hayan dejado de ser especiales, distintos. La asepsia y la indiferencia los gobiernan. Ya no es posible atravesar los espejos porque han sido sellados con inocuas capas de… ¿pintura? El código de barras es la mejor metáfora para la ausencia de color en nuestro mundo.

En este nuevo espacio, además, asistimos a un fenómeno de notable importancia para la Historia de la Filosofía. Se ha producido, en efecto, una cierta dulcificación del principio de no-contradicción. Dicho principio (“de nada se puede afirmar que es y no es a la vez y en el mismo sentido”), que gobierna férreamente la Historia de la Filosofía y la Ciencia occidentales y que impedía tradicionalmente la convivencia de términos opuestos, ha mutado en un cierto principio de copresencia. Según éste último, no hay ya problema alguno en que interpretaciones contradictorias puedan (e incluso deban) ser todas compatibles a la vez, puesto que han dejado de referirse a una supuesta “realidad” que las pudiese hacer colisionar. ¿Hay ya problema en tener varias opiniones de un mismo hecho? ¿Se contradicen realmente los media por mantener líneas editoriales opuestas sobre una misma noticia? Los intelectuales y contertulios mediáticos, ¿discuten realmente sobre las cosas, o más bien legitiman el simulacro mediático con su cosmético polemizar? En el mundo del simulacro audiovisual, lo nocivo ya no es tener una opinión radical, ni siquiera propia o contraria, sobre los acontecimientos informativos. Ninguna postura puede permitirse ya el lujo de ser una amenaza, igual que ningún producto puede aspirar a ser subversivo. Lo nocivo es, únicamente, cuestionar el sistema tratando de captar a la vez el evento y su información. ¿Intenta ya alguien dicha audacia? En septiembre de 2005, un Airbus con el tren de aterrizaje dañado tuvo que aterrizar de emergencia en Los Ángeles mientras sus propios pasajeros presenciaban en directo la retransmisión del incidente ofrecida por las grandes cadenas. Habría sido interesante comprobar el grado de descreimiento mediático de esa gente mientras asistía a su virtual catástrofe en primera y tercera personas, a la vez. Esa doble perspectiva es justamente la que el sistema no tolera y la que se ha vuelto imposible. Todavía hay quien piensa que hubo final feliz tan sólo por error: el avión debió estrellarse para no dejar testigos.

Que los sofistas no se hagan ilusiones: no es que el principio de no-contradicción haya dejado de regir y el “mundo como representación” se haya tornado “voluntad”. Lo que ocurre es que, en los media, todo es simultáneamente compatible. La necesidad de tener una postura ideológica es aquí un anacronismo felizmente superado. Y lo que ha quedado obsoleto, evidentemente, es el eslogan “un ciudadano, un voto”. Quizá asistamos pronto a su reformulación. Pero pasemos a cosas más serias.

Dios del universo vs. dioses del lugar

“Destruiréis enteramente todos los lugares donde las gentes que vosotros heredareis sirvieron a sus dioses, sobre los montes altos, y sobre los collados, y debajo de todo árbol espeso: Y derribaréis sus altares, y quebraréis sus imágenes, y sus bosques consumiréis con fuego: y destruiréis las esculturas de sus dioses, y extirparéis el nombre de ellas de aquel lugar.”
–Antiguo Testamento (viii)

Volvamos a la igualación espacial de lo que es en esencia Otro. Esa confusión entre los objetos y su especular imagen invertida es algo que nos recuerda mucho al proceso de deicidio que tuvo lugar en la tierra con la llegada del cristianismo. En la Grecia de los dioses olímpicos y en cualquier politeísmo antiguo, el mundo era una colección de lugares que los dioses se repartían. Cada dios gobernaba en sus templos, pero también en ciertos dominios exteriores a los que dotaba de carácter privilegiado. Salir de un templo para entrar a otro era mucho más que caminar unos pasos: era cambiar de forma de ver el mundo. En el fondo, era de hecho cambiar de mundo. Lo mismo ocurría al llegar a un río, a una cascada, un claro del bosque o una cima: las sensaciones que dichos lugares inspiraban en el hombre antiguo eran asociadas a una cierta presencia divina, que a menudo era venerada con pequeños monumentos. Esta visión del espacio como conjunto de lugares mágicos, ligados más a lo espiritual que a lo meramente extenso, iba a verse fatalmente influida con la llegada del monoteísmo. Éste otorgaba toda la superficie de la tierra a un único y mismo Dios, abstracto y universal, que acababa con la provincialización del espacio y pasaba a concebirlo como una extensión uniforme en la que sus poderes regían por igual hasta en el último rincón. De hecho, no es posible decir que hubiera ya rincones, pues de repente, y bajo la atenta mirada ciclópea del omniabarcante Dios judeocristiano, el mundo había dejado de tener lugares.

Un crimen sin huellas no es un crimen

"La conciencia, atormentada por un insaciable deseo de distinguir, sustituye a la realidad con el símbolo o no percibe la realidad más que a través del símbolo.”
–Henri Bergson (ix)

El nuevo espacio digital de la copresencia es, asimismo, la prótesis que oculta la existencia de lugares genuinos, haciéndolos desaparecer. Aunque, como todo buen simulacro, lo que oculta es, además, dicha desaparición. En primer lugar, oculta la existencia de lugares porque el espacio ha dejado de tener puntos privilegiados: todo es ya reductible a código; plano y coordenada son moldeables al infinito en un programa de edición gráfica, y edición gráfica será pronto todo cuanto veamos. En segundo lugar, y más sutilmente, oculta también la desaparición de esos lugares (lo que equivale a ocultarse a sí mismo), pues no permite que el vacío dejado por ellos se muestre, sino que lo ocupa con su propia versión de los mismos: desde la bidimensionalidad de la pantalla es capaz de generar infinitas dimensiones, infinitos espejos, infinitos lugares virtuales.

Ocultar el ocultamiento es quizá el mayor logro de la simulación, aunque se trate de un logro criminal una vez se descubre. En El crimen perfecto, Jean Baudrillard se ocupa de este nuevo espacio sintetizado y criminal que los media instituyen. Todo simulacro es, naturalmente, un crimen, aunque, para decirlo en tono baudrillardiano, el crimen no es perfecto porque el ocultamiento de “pruebas” no es por suerte del todo posible; la prueba es que podemos hablar y escribir acerca de él. Y puesto que al hacerlo se cuestiona el sentido pleno y la ausencia total de fugas, todo discurso acerca del simulacro devuelve al mundo a su estado previo de ilusión. En la obra de Baudrillard tal empresa adopta, de forma quizá inevitable, un proceder nihilista. ¿Qué mejor modo de señalar el carácter aparente del mundo que negarlo en su totalidad?

En el simulacro, de lo que se trata es de ocultar la desaparición de las cosas genuinamente distintas entre sí. En la Oceanía de Orwell, en 1984, se trataba de ocultar que no había guerra, que no había enfrentamiento global, que no había atención social, socialismo ni familia por medio de la realidad virtual (aunque no tan virtual como la nuestra) y del control estricto del lenguaje. El lenguaje era allí parte integral del simulacro. Hoy en día, el doblepensar no es ya tan burdo, sino sibilino y sofisticado. En todo caso, las grandes multinacionales se empecinan en imponer su neolengua global con los programas de traducción simultánea que utilizan para expandir vertiginosamente sus textos por el mundo. ¿Habrán leído a Orwell?

Apéndice 1: Objeto atenazado, sujeto tenaz

“No puedo menos que confesar que sólo confiero una importancia transitoria a esta interpretación [cuántica]. Aún creo que es posible un modelo de la realidad, o sea una teoría que represente las cosas en sí mismas y no tan sólo la probabilidad de su aparición.”
–Albert Einstein (x)

Así como el espacio es máximamente flexible, dado a la inversión y reversible, la relación sujeto-objeto es férrea, unidireccional y profundamente irreversible. En la hiperrealidad de la pirotecnia digital, todos somos principalmente espectadores. Más o menos interactivos; más o menos libres, en experiencias más o menos abiertas o con controles más o menos intuitivos (irrisorio es que los creadores de mandos para videoconsolas utilicen la máscara de lo analógico como reclamo de calidad en un universo plenamente digital). Este modelo del espectador es, por supuesto, un modelo clásico, arraigado profundamente en la separación sujeto-objeto. Todo el marketing, toda la publicidad, todo el tinglado de los mass-media se construye sobre la idea de un sujeto destino de los mensajes cuya atención hay que atraer. Más o menos moldeable, más o menos sensible a agujas hipodérmicas, más o menos líder de opinión; el destinatario del mensaje es siempre el centro gravitatorio de lo virtual. La comunicación no funciona sin sujetos que la mantengan ni sin objetos sobre los que aquéllos intercambien información. La información es ese caldo originario en donde todas las cosas se igualan y se intercambian, perdiendo automáticamente su diferencia, pero no funciona sin sujetos-terminales que la emitan y reciban. Igualmente, todas las cosas son reductibles a código, pero ésta reductibilidad presupone una irreductibilidad: la del sujeto y el objeto. Es de vital importancia para el sistema que ambas posiciones se mantengan como diferentes. Soslayar esta separación sería dinamitar por entero el sistema de la comunicación.

Esto, por supuesto, no afecta al hecho de que el círculo de la referencia haya volado: hay sujetos y hay informaciones, lo que ocurre es que esas informaciones ya no se refieren necesariamente a algo exterior o real en el sentido ingenuo, clásico, de dichas palabras. Pero un objeto virtual sigue siendo un objeto, y un sujeto virtual sigue siendo un sujeto. La reversibilidad de estos dos términos lleva al mundo como ilusión. En mecánica cuántica, frente al revisionismo de Bohr y la castidad de Einstein, Heisenberg rastrea el camino peligroso de la indistinción: en un universo en el que no tiene sentido preguntarse por el objeto “puro”, previo a la operación de medida, ¿qué sentido tiene ya seguir creyendo en un mundo que no ofrece ningún dato? El mundo real ha caído junto al mundo aparente. A la ciencia no le interesa lo que tiene lugar “a oscuras”.

SEGUNDA PARTE: El tiempo perdido

Tiempo genuino y tiempo-real

"La función [de la ciencia positiva] consiste precisamente en componer un mundo en el que podamos, para facilidad de la acción, escamotear los efectos del tiempo."
–Henri Bergson (xi)

Del mismo modo que la copresencia oculta la inexistencia de lugares, el tiempo-real oculta la desaparición de todo tiempo genuino o duración, que es lo contrario de la simultaneidad. El directo o tiempo-real es, así, el equivalente temporal de la copresencia espacial.

Antes de todo, cabe hacer un apunte importante. El tiempo-real es lo contrario del diferido, no del pasado (aunque en ocasiones diferido y pasado guarden estrecha relación). Se usa como sinónimo de directo y no de presente. El tiempo-real capta la información de un sistema a medida que dicho sistema cambia o reacciona: si se produce un retraso, la información llega tarde, y para cuando tenemos los datos le hemos perdido la pista a la fuente. Por eso el lag, el retraso, el diferido, no es tolerable en este ámbito. Es cierto que el tiempo-real no necesita ser absolutamente instantáneo, pero la instantaneidad es la tendencia a la que se haya orientado: la instantaneidad, forma superior del directo.

El abismo del sentido

"…nuestra concepción ordinaria de la vida tiende a una invasión gradual del espacio en el dominio de la conciencia pura."
–Henri Bergson (xii)
Hoy, más que nunca, el tiempo ha dejado de tener sentido. Para aflorar, todo sentido necesita de un cierto sobredistanciamiento, que no es más que un diferido o un lapsus; por decirlo de algún modo, el tiempo necesario para interpretar un acontecimiento dado y “apoderarnos” de él. La ciencia matematizada y la tecnología, sin embargo, parecen seguir otro camino: el de lo instantáneo, lo abstracto, lo discreto, lo intemporal, lo anexo, lo indistanciado, lo digital. Este camino prefiere la adyacencia a la distancia, y su forma superior, la copresencia, se opone radicalmente a la forma superior de la distancia: el abismo.

El sentido es, pues, el tiempo del pensamiento, el tiempo de la conciencia, el tiempo de la duración. Éste es precisamente el tiempo que hemos perdido.

La instantaneidad está devorando el sentido. Y lo más extremo de todo es pensar cómo el propio sentido se ha tornado información cuantificada: ahora se mide en bit y bytes. Con esta transformación del sentido en información, ha dejado de serle necesario cualquier lapso de tiempo, tiempo del que, de cualquier modo, le resultaría imposible disponer. Bienvenidos al mundo de la espera cero: el tiempo-real es la saturación absoluta en cero segundos. Un sentido absorbido por un tiempo instantáneo, inmediato. Un sentido pleno, todo de una vez. Ésta es la verdadera consecución tecnológica del mundo actual.

Con la aparición de la escritura y de las grandes bibliotecas almacenadoras de saber, este proceso estaba ya en cierta forma iniciado: todo el saber en un volumen, de una vez, en 30 cm3, era una fórmula harto peligrosa, puesto que en ella el sentido de un libro corría el riesgo de perderse entre las páginas de un volumen o su número de caracteres. De todos modos, un libro se cogía de golpe, de una vez, con las manos, pero su lectura seguía llevando tiempo; era necesario aún tomarse la molestia de leerlo, actividad que creaba las condiciones necesarias para que el sentido aflorase.

Actualmente, con Internet y las nuevas tecnologías de transmisión de datos, pronto será posible entender las cosas en tiempo-real, los libros incluso, gracias a los nuevos avances en inteligencia artificial y pensamiento simulado. Dentro de poco, los textos serán escritos para poder ser procesados y comprendidos al instante, tal y como hoy lo son ya para su traducción mediante programas informáticos. La clave, el truco, es que por el camino nos hemos dejado algo merced a un pequeño despiste: el propio sentido ha desaparecido, exiliado y aterrorizado por los destellos de lo instantáneo.

En la hiperpositividad del presente, todo se da como sentido, de golpe, digerido, pensado. No hay ya lugar para la búsqueda, pues no hay lugares por descubrir o colonizar: todo se da alumbrado a la vez en un destello de luminosidad significativa. En un contexto como éste, naturalmente, lo que sobra es el tiempo: ha dejado de sernos necesario. La simultaneidad es la máxima expresión del tiempo-real, y la “tiempo-realidad” es, precisamente, la ausencia de duración, de tiempo. La cuestión es: ¿puede el sentido ser captado de forma simultánea, transparente, de golpe? En realidad, dicha pregunta no es susceptible de ser planteada, pues ella en sí plantea una laguna en el sentido, laguna que ha dejado de ser posible y pensable. De poder responderla, de todas formas, habría que apelar a una completa inverosimilitud de tal propuesta.

Apéndice 2: Como gotas de agua

“El castigo a la perfección es la reproducción”
–Jean Baudrillard, El crimen perfecto (xiii).
Vivimos en la era de la reproducción vírica de la información. La reproducción es ahora la duplicación homogénea de lo perfecto; se entiende, de lo perfectamente codificado y digitalizado, y por tanto impecable en su determinismo y eternamente clonable. La perfección es tremendamente transparente en sus conexiones causales; es clara y cristalina, y por eso se deja copiar; podríamos decir que la esencia misma de la perfección es ser reproducida eternamente, e inversamente, la esencia misma de la copia es la perfección y la transparencia. Lo perfecto nunca es único o singular, sino múltiple, infinito, plural, precisamente porque su perfección garantiza su perfecta homogeneidad.

Al contrario, lo imperfecto, lo finito, es siempre singular. Singular e irreproductible: irrepetible. Y en tanto irrepetible, no puede ser objeto de la ciencia, del lenguaje ni, en general, de ninguna forma de espacialización o exterioridad. La repetición y la preexistencia nos sitúan en el dominio de lo abstracto, universal y perfecto: el espacio. La diferencia y la novedad, en el de lo singular, particular, irrepetible: el tiempo. Esta forma de presentar el problema nos hace ver nuestro mundo como el escenario de una victoria total: la del espacio sobre el tiempo.

Apéndice 3: Reversible, irresponsable, esclavo

“Criar un animal al que le sea lícito hacer promesas –– ¿no es precisamente esta misma paradójica tarea la que la naturaleza se ha propuesto con respecto al hombre? ¿No es éste el auténtico problema del hombre?...”
–Friedrich Nietzsche, La genealogía de la moral. (xiv)
La historia de Occidente es también la de una progresiva transformación de lo irreversible en reversible que coincide punto por punto con la absorción del tiempo por parte del espacio. Podemos distinguir aquí dos etapas fundamentales:

a) En un primer momento tenemos el tiempo moderno, a partir de la invención del reloj mecánico (aunque es perfectamente posible rastrearlo ya en la clepsidra o el reloj solar). Es éste un tiempo plenamente espacializado y lineal, que mide la duración dividiéndola en arcos de la circunferencia. No obstante, el tiempo sigue siendo irreversible a efectos prácticos, pues no se puede corregir lo ya hecho y no se puede retroceder en él; sigue siendo por tanto una flecha rígida y unidireccional.

Teóricamente, sin embargo, se puede hablar ya de una reversibilidad en la visión mecanicista del universo: puesto que todo efecto tiene una causa y el mundo es perfectamente determinado, a Dios y al filósofo racionalista les es posible recorrer las cadenas causales sin limitación alguna; pasado y futuro no difieren esencialmente; son sólo posiciones distintas de dichas cadenas de causas y efectos.

El sueño científico de la máquina del tiempo viene a reflejar el deseo de llevar a la práctica esta fantasía teórica: si el tiempo puede pensarse como un recorrido reversible, ha de ser posible moverse en ambas direcciones con total libertad; más aún, ha de ser posible dar saltos al lugar de la cadena causal que deseemos, ya que dicha cadena se nos presenta con total claridad. En todo caso, los viajes en el tiempo expresan, al mismo tiempo, la frustración por que esa omnipotencia teórica no pueda traducirse en la práctica: son el anhelo filosófico de una época. Lo que se anhela es, de algún modo, la irresponsabilidad: no tener que cargar con el peso de las acciones ya hechas y poder corregirlas volviendo atrás. Mientras dicha irresponsabilidad sea imposible, se hace necesario hacer del hombre un ser “adulto”, capaz de cumplir sus promesas y aceptar los actos realizados.

b) En la era del simulacro digital, el tiempo espacializado pierde su rigidez y se vuelve reversible, casi indiferente, como el espacio que le corresponde. La flecha de tiempo ya no tiene una única dirección, y lo que mejor simboliza esto es la función “Deshacer” (CTRL+Z) que incorpora la práctica totalidad de aplicaciones informáticas: la acción realizada se anula; volvemos al momento anterior a haberla realizado, que había quedado convenientemente salvado. Esto genera de hecho una irresponsabilidad, una falta de gravedad respecto a las acciones que coincide con la infantilización del sujeto: siempre podemos volver a un estado anterior; “todo tiene remedio”. Las promesas dejan de tener valor en un tiempo tan isótropo e indiferente como el espacio del que de cualquier forma era calco.

La fantasía de la máquina del tiempo pierde su atractivo con este tiempo reversible, y es sustituida por visiones distópicas en las que los héroes buscan la verdadera realidad frente a un mundo ilusorio creado artificialmente (The Matrix, Truman’s Show). Dicha búsqueda, por supuesto, ha dejado de ser posible en un universo perfectamente hermético donde el simulacro gobierna sin fisuras. Neo y Truman no son más que propaganda: permiten creer ingenuamente que también nosotros seríamos capaces de atisbar que vivimos en un mundo virtual absorbente y pesadillesco. Ésta es su contribución al simulacro.

RECAPITULACIÓN: Sobre la triple raíz del hartazgo de una época.

“A lo largo de toda la historia de la filosofía, tiempo y espacio fueron colocados en el mismo rango y tratados como cosas del mismo género. […] La teoría del espacio y la del tiempo se hacen así juego. Para pasar de una a otra ha bastado con cambiar una palabra: se ha reemplazado "yuxtaposición" por "sucesión"....”
–Henri Bergson (xv)
Por una parte, hay superposición. La contradicción se ha vuelto mucho más laxa en el espacio. El concepto de lo excluyente ha desaparecido porque los objetos se han vuelto evanescentes con lo digital y ya no se oponen entre sí. Las posiciones ya no son exclusivas o privilegiadas; el espacio ya no es heterogéneo. Todo convive a la vez. Todo es código, y el código no discrimina entre contrarios. La espacialización de los espejos es una metáfora de la espacialización de los lugares. No se puede decir que lo que un verdadero espejo refleja sea espacio, pues no es transitable ni es extenso. Es un espacio como apariencia; una visión, un espejismo de espacio. Con la imagen de síntesis, hemos igualado los objetos a sus reflejos, sombras, proyecciones. Hemos arrebatado así al mundo su carácter ilusorio. Al mismo tiempo, hemos exorcizado también los lugares, pues ya no toleramos su singularidad ni somos capaces de pensarlos más que estando en ellos, como un mero decorado de fondo fácilmente intercambiable. El mundo es hoy, más que nunca, una comedia representada. Pero además es también retransmitida.

Por otra parte, sujeto y objeto siguen estando claramente distinguidos y no pueden confundirse. El marketing y todas las ciencias de la comunicación son los adalides de esta dicotomía: ante todo hay consumidores y hay productos. En esto seguimos siendo profundamente clásicos, probablemente porque, a fin de cuentas, la producción de información sigue siendo producción industrial, y como tal vive de la mística occidental que opone el hombre a la naturaleza. Se trata, después de todo, de hacer llegar opiáceos de silicio a sus agorafóbicos demandantes, aunque sobre la supuesta agorafobia del mundo actual habría aún mucho que decir.

En tercer lugar, y de la mano del espacio de la superposición, está el tiempo del directo y la instantaneidad. Su realización técnica no supone ningún problema, pues las autopistas de la información tienen capacidad para transferir muchos más datos de los que genera el mundo. En cualquier caso, ¿es ya el mundo quien genera datos? Asistimos aquí a un proceso de isomorfismo por el cual la información ha producido un mundo acorde a las necesidades del sistema mundial de la comunicación. Del mismo modo que los textos de marketing se escriben para poder ser traducidos por los programas informáticos, descartando como nocivo todo giro propio e intraducible de una lengua, el mundo ha sido enclaustrado en el corsé comunicativo: todos hemos hecho de él la materia prima de nuestra extracción masiva de datos, descartando como impurezas sobrantes todas aquellas partes que no son directamente traducibles, no sólo a bit y bytes, sino también, de un modo más trivial, a las plantillas y modelos de “evento informativo” que han impuesto los mass-media.

Además, en términos informáticos la duración no existe, y si creemos percibir el movimiento o el cambio es sólo merced a una representación adaptada a las vicisitudes de la vista y el oído. Un vídeo digital se ve segundo a segundo como un continuo, pero el ordenador lo capta de golpe; lo carga en memoria y lo reproduce para nosotros. Esa reproducción está reglada y medida (metáfora de la barra que se va consumiendo). Toda representación temporal en la información está espacializada, lo cual quiere decir que sólo es tiempo desde un punto de vista superficial; el ordenador la procesa como un bloque de puros datos homogéneos.

La conclusión de todo lo anterior es que no sólo el tiempo auténtico reclamado por Bergson, sino también los lugares genuinos han desaparecido. Cuando pensamos en un lugar en tanto espacio heterogéneo, privilegiado y cualitativo, lo único que nos queda ya es acudir a la literatura, los recuerdos o incluso los sueños (debido a que son esencialmente memoria, pues sólo existen en tanto recordados). En todos ellos observamos lugares fuertemente vinculados a la identidad de un personaje o, si se quiere, a un estado de conciencia que hace de puente entre este mundo representado y otro mundo previo a la representación. Lugar e identidad son aquí indiscernibles. No es que se esté en un lugar y se pase a otros. Cualquiera que recuerde un sueño o una experiencia algo alejada en el tiempo verá lo difícil que resulta separar personajes de lugares. No son siquiera cosas integradas, sino básicamente indiscernibles. Tanto en un sueño como en un recuerdo borroso, cambiar de lugar supone cambiar de estado: a menudo los mismos personajes que componen la escena se alteran por este cambio, personajes que de cualquier manera no suelen estar claramente dibujados. Cambiar de lugar es replantear la situación, volver a empezar; si se quiere, tirar de nuevo los dados y generar una escena completamente nueva.

El tiempo y el espacio de la era de la información hacen imposible no sólo el tiempo genuino, algo ya sabido desde la era de los relojes mecánicos, sino también los lugares genuinos. Lo virtual es el no-lugar: el vacío isótropo de los atomistas. Saber dónde estamos es ahora saber las coordenadas espaciales, del mismo modo que saber cuándo estamos es, desde hace varios siglos, remitirnos al reloj.

Bergson propuso recuperar el tiempo genuino de la conciencia, la duración, por medio de la intuición, ajena al dominio de la materia. Si acaso, habría que proponerse también una recuperación del lugar genuino, heterogéneo, privilegiado, el lugar que hace de puente a ese estado diferente que Bergson llamaba el “yo profundo”, y que más bien se asemeja a una ausencia total de yo (por lo menos en tanto sujeto). Alicia descubrió ese puente en el espejo, pero por desgracia hoy los espejos no reflejan ya otros mundos.

La indistinción cuántica entre sujeto y objeto es un foco de ansiedad para la tradición científica encarnada en Einstein. Algo similar ocurre con el estado originario, bergsoniano, de conciencia en que uno se funde con el lugar y con el tiempo y no es posible discriminar claramente quién soy de dónde y cuándo lo soy. Esta unidad inquebrantable que el hombre ha roto creando los conceptos de “sujeto”, “espacio” y “tiempo” es lo que vislumbramos en cierta literatura, en los recuerdos y en los sueños. Su escisión analítica y su sometimiento a los criterios de la exterioridad digital han de crear necesariamente al hombre una incomodidad vital difícil de soportar: el exceso de sujeto abstracto, los lugares prostituidos como productos aislados e intercambiables (valga el ejemplo de las revistas de viajes) y el tiempo espacializado son las tres aristas cortantes de esta angustia analítica propia de nuestros días.


Notas
i Carroll, Lewis, A través del espejo y lo que Alicia encontró al otro lado, 1.
ii Gardner, Martin, Izquierda y derecha en el cosmos. Simetría y asimetría frente a la teoría de la inversión del tiempo, Barcelona, Salvat, 1985, capítulos 1, 2 y 3.
iii Ibid., p.153.
iv Carroll, Lewis, A través del espejo y lo que Alicia encontró al otro lado, 1.
v Gardner, Martin, op. cit.
vi Guía del usuario para Adobe Photoshop 7.0, pp. 196-197.
vii Baudrillard, Jean, El crimen perfecto, Barcelona, Anagrama, 1996, p. 15.
viii Antiguo Testamento, Deuteronomio, 12 2-5.
ix Bergson, Henri, Ensayo sobre los datos inmediatos de la conciencia, en Obras Escogidas, Madrid, Aguilar, 1963, pág. 132.
x Einstein, A., “Sobre el método de la física teórica”, en Mis ideas y opiniones. Barcelona, Antoni Bosch, 1981, p. 247.
xi Bergson, Henri, Pensamiento y movimiento, en Obras Escogidas, Madrid, Aguilar, 1963, pág. 936.
xii Bergson, Henri, Ensayo sobre los datos inmediatos de la conciencia, en Obras Escogidas, Madrid, Aguilar, 1963, pág. 131.
xiii Baudrillard, Jean, El crimen perfecto, Anagrama, 1995, p. 10.
xiv Nietzsche, F., La genealogía de la moral, Tratado segundo, I.
xv Bergson, Henri, Pensamiento y movimiento, en Obras Escogidas, Madrid, Aguilar, 1963, pág. 936.




¿QUÉ ES EL TIEMPO?
© Pablo G. Ostrov


El concepto actual del tiempo proviene de los campos más avanzados de la astronomía y la física, pero su verdadera naturaleza permanece como un misterio. El tiempo no sólo rige las actividades del hombre sino su ser mismo, pues todo lo que experimenta en su vida sucede en el transcurrir de esta abstracción. De hecho, no hay nada en el mundo conocido que no experimente los cambios que el tiempo trae consigo. Se dice que "el tiempo es implacable" porque nunca deja fluir y todo lo que existe está sometido a su efecto. Todos nos vemos afectados por el tiempo y, sin embargo, es tan difícil de definir. Hace mil quinientos años, Agustín, filósofo y sabio obispo de Hipona que después fue santo, preguntó: "¿Qué es el tiempo?" y se respondió a sí mismo: "Si alguien me lo pregunta, sé lo que es. Pero si deseo explicarlo, no puedo hacerlo".El tiempo ha intrigado a las mentes humanas desde la antigüedad y en un intento de entenderlo se le han otorgado distintos sentidos. Los griegos creían que tiempo era cíclico y que cuando todos los cuerpos celestes volvieran a sus posiciones originales, todo volvería ser como en el principio e iniciaría de nuevo la existencia. Los cristianos, en cambio, concebían al tiempo en forma linear, con un principio y un final, consignados en su texto sagrado, la Biblia. En la era del racionalismo, el físico Isaac Newton dijo que el tiempo existía independientemente de la mente humana y los objetos materiales, que fluía por sí mismo. El filósofo Emmanuel Kant, al contrario, propuso que el tiempo era una invención humana que se proyectaba sobre el universo. Todos sabemos que el tiempo se percibe de manera subjetiva, por ejemplo es muy distinto pasar un minuto bajo el agua que estar un minuto jugando con los amigos. El tiempo también se percibe a partir de los cambios manifestados en los objetos animados e inanimados. La observación del mundo externo permite advertir la sucesión de numerosos acontecimientos, algunos de tipo astronómico, como la salida y puesta del Sol, la sucesión de las estaciones, y otros como las posiciones sucesivas que adopta un cuerpo en su caída, un péndulo que oscila, o los cambios biológicos de los seres vivos. Las distintas culturas han creado muchas maneras de medir el tiempo, valiéndose de tecnología específica para ello -como son los cuadrantes solares, las clepsidras o los relojes-, o bien a partir de elaboraciones intelectuales basadas en la observación astronómica, como son los calendarios. La Historia se vale de estas convenciones creadas por el hombre para situar los procesos y los sucesos en el pasado.

¿Por qué pasa el tiempo?
Podemos caminar hasta la esquina y volver, o subir al piso de arriba y bajar. ¿Por qué no podemos entonces viajar al pasado o al futuro y regresar?
Supongamos que preparamos un café con leche: Volcamos el café en la taza, añadimos un poco de leche, azúcar a gusto y revolvemos. Finalmente obtendremos un líquido homogéneo; el café y la leche se mezclarán y el azúcar de disolverá. Sin embargo, si revolvemos es sentido inverso no logaremos volver a separar el café de la leche ni extraer el azúcar. Está claro que si observamos un video de la preparación de un café con leche, nos daremos cuenta en seguida si lo estamos viendo de atrás para adelante o en el sentido correcto: en la naturaleza no ocurre que el café y la leche se separen revolviendo, ni mucho menos que cada uno de los líquidos salte desde la taza a su corespondiente recipiente cuando lo acercamos o que metamos la cuchara en el líquido endulzado y saquemos el azúcar para volver a ponerlo en la azucarera. Está claro que el tiempo transcurre en una dirección y no en la otra.
A pesar de lo dicho anteriormente, para las leyes de la mecánica es indiferente el sentido en que transcurre el tiempo: si miramos un video del movimiento de la Luna y de la Tierra hacia adelante o hacia atrás, en principio no notaremos ninguna diferencia, excepto que los cuerpos se moverán en sentido inverso, lo que es perfectamente factible de acuerdo a la física. Contemplado en detalle, sí existe una diferencia: debido a las fuerzas de marea, la Tierra va disminuyendo muy lentamente su rotación alrededor de su eje (el día se alarga) y la distancia media entre ésta y la Luna crece. Si consideramos el movimiento de un péndulo, este irá disminuyendo lentamente la amplitud de su oscilación debido a las fuerzas de rozamiento. Siempre parece haber algún sutil efecto que delata el sentido del paso del tiempo, aunque éste no es evidente en las leyes de la mecánica.
¿Qué es lo que tienen de especial las fuerzas de marea o las fuerzas de rozamiento que las hace capaces de distinguir la dirección del paso del tiempo?
Si consideramos una partícula que choca contra otra, la primera le transferirá parte de su impulso a la segunda y cambiará su velocidad y dirección. En este caso, el fenómeno inverso es igualmente viable: podemos pasar el video hacia atrás y no notaremos nada anormal. Sin embargo, la situación es muy diferente cuando tenemos una gran cantidad de partículas.
Consideremos la siguiente situación: En la figura he tratado de representar dos recipientes comunicados entre sí por un agujero. Supongamos que ponemos en uno de los recipientes una pelota ideal, perfectamente elástica. Por supuesto, semejantes bolas no existen en la naturaleza, pero son un modelo adecuado para representar, por ejemplo, las moléculas de una gas. Si esta pelota ideal tiene cierta velocidad inicial, rebotará eternamente cotra las paredes del recipiente, pasando hacia el otro lado en uno u otro sentido cada vez que emboque por el agujero. Como la pelota es ideal y no pierde energía cuando rebota, podemos pasar la película hacia adelante o hacia atrás sin darnos cuenta de cual es el sentido correcto.
Si ponemos unas segunda pelota, por momentos tendremos a las dos a la derecha, por momentos una de cada lado y a ratos las dos a la izquierda. Con una tercera pelota, e incluso con cuatro, todavía puede pasar que alguna vez se junten todas del mismo lado. Pero esta probabilidad se hace insignificante si tenemos muchas bolas: intuitivamente, podemos prever que si colocamos cien pelotas de un mismo lado, al cabo de un rato tendremos cantidades no muy diferentes de cada lado. Y si empezamos con cincuenta de cada lado, sería rarísimo que, con el paso del tiempo, se fueran agrupando todas de un solo lado. Es decir, tenemos un caso semejante al del café con leche: podemos prever que las pelotas se repartan entre los dos recipientes (y si ponemos pelotas de dos colores, que se ``mezclen''), pero no es esperable que se ordenen por sí solas todas de un solo lado.
En ausencia de fuerzas disipativas, como el rozamiento, las leyes de la mecánica se verifican indistintamente de cuál sea el sentido del paso del tiempo. Es decir, si tomamos un video de una sola de las cien pelotas mencionadas, y la seguimos mientras va rebotando contra las paredes del recipiente y contra las otras bolas, y mientras pasa hacia uno u otro lado a través del agujero, no podremos darnos cuenta si el video está siendo reproducido hacia adelante o hacia atrás. No existe nada que delate el sentido del paso del tiempo, ya que las pelotas son ideales, sin fuerzas de rozamiento.
¿De dónde surge la aparente contradicción del párrafo anterior? ¿Cómo puede ser que la evolución de las cien pelotas, tomadas en conjunto, nos señale la dirección del paso del tiempo, si el movimiento de cualquiera de ellas, consideradas individualmente, no lo hace?
No hay nada de particular en el agujero que facilite el paso de las pelotas en una dirección preferencial: existe exactamente la misma probabilidad de que una bola pase de izquierda a derecha, o que lo haga de derecha a izquierda. Sin embargo, si empezamos con las cien pelotas de la izquierda, podemos apostar con seguridad a que no observaremos ningún pasaje de derecha a izquierda: sencillamente, no hay bolas del lado derecho que puedan embocar por el agujero. Una vez que haya pasado la primera pelota hacia la derecha, la probabilidad de que ésta emboque otra vez el agujero y vuelva al lado izquierdo es la misma que tiene cualquiera de las que se quedaron en la izquierda de pasar al lado derecho. Pero del lado izquierdo quedan noventa y nueve bolas, y del lado derecho una sola, por lo que la probabilidad de que el próximo pasaje sea de izquierda a derecha es noventa y nueve veces mayor a que ocurra que la primera pelota vuelva al lado izquierdo.
Sólo cuando tengamos cincuenta bolas de cada lado las probabilidades de observar un pasaje en uno u otro sentido serán idénticas; de lo contrario, siempre esperaremos ver que pasan más pelotas del lado más lleno al lado más vacío. Ni las pelotas ni el agujero tienen preferencias sobre hacia qué lado se debe poder pasar más fácilmente, simplemente, en uno de los recipientes hay más pelotas rebotando, es decir más candidatas a embocar por el agujero.
Los ejemplos mencionados definen lo que se llama flecha termodinámica del tiempo. Queda claro que aunque en el mundo de las partículas individuales las leyes físicas no distingan si el tiempo pasa hacia adelante o hacia atrás, al considerar el mundo macroscópico, con infinidad de partículas, el paso del tiempo se hace evidente.
¿Pero qué tienen que ver unas pelotas que rebotan unas contra otras con nuestra propia percepción del tiempo? Recordamos las cosas que ya pasaron, pero no las que van a ocurrir. El que recordemos cosas depende de la capacidad del cerebro para almacenar información. Para no tener que considerar los procesos físicos que tienen lugar en nuestra cabeza cuando memorizamos algo, supongamos que somos olvidadizos y anotamos un número de teléfono en un papel: la tinta fluirá del bolígrafo, impregnará el papel y se secará. Pero si pasamos de vuelta el bolígrafo sobre los números en sentido inverso, no lograremos que la tinta absorba humedad del aire y ascienda hacia el cartucho dejando el papel como nuevo. Desde el punto de vista físico, el proceso de registro de un recuerdo requiere una cierta cantidad de energía (trabajo) que no puede recuperarse borrando el registro. Hay quienes hablan de una flecha piscológica del tiempo, pero ésta no es otra que la flecha termodinámica: Si vemos un video que empieza con un ebrio y una botella de pisco vacía y termina con la botella llena y el bebedor sobrio, no hay dudas de que lo hemos pasado en sentido inverso. Como en el ejemplo del café con leche, el pisco es bebido por el borracho y el alcohol pasa a su torrente sanguíneo hasta que es metabolizado, pero no hay forma de que el etanol se separe naturalmente de la sangre del beodo, reconstituya el pisco y sea devuelto en su forma primitiva a la botella. Y si de alguna manera el borracho devuelve el pisco, tampoco debemos esperar que el almacenero le reintegre su dinero a cambio de tal producto.
Finalmente, se ha llamado flecha cosmológica del tiempo al sentido en que el universo se expande, pero esto no tiene nada que ver con la probabilidad de que unas pelotas emboquen o no por un agujero: que el universo se expanda, se comprima o se retuerza no afecta para nada nuestra percepción del paso del tiempo.