No es fácil tener empatía con los dolientes cuando alguien muere. Por lo regular, uno acude siempre a ejemplos extraídos de sus propias vivencias para demostrar que "lo siente mucho"; se cae en el facilismo de afirmar: "a mí me pasó algo similar, por eso te entiendo", como si el dolor fuera algo idéntico, como si no presentara variaciones o gradaciones tan sutiles de persona a persona, como si se tratase de una emoción generalizada de iguales niveles. Esto, que en sí mismo es un absurdo, se convierte, a pesar de los pesares, en la única manera de acercarnos un poco al que sufre. Creemos entenderlo estableciendo (como en todo) el recurso de la comparación con los referentes que poseemos, con el bagaje de dolores que hemos acumulado desde infantes.
Siempre la muerte de un ser al que amamos es el dolor más atroz, tal vez aún más que el desamor, porque en este pervive la esperanza de que esa persona amada nos corresponda o regrese a nuestro lado; la vida es indisociable de la posibilidad de un cambio de actitud, de sentimientos, de pensamientos. Pero la muerte, la grandiosa anulación existencial, es todopoderosa, insoslayable, invencible. Podemos burlar al fisco pero no al segador. Y de allí nace el dolor que, lo sabemos, es en gran medida un cúmulo abrumador de arrepentimientos: como los tipos de pecado, hay de acción, palabra, pensamiento y omisión. Si nos "portamos mal" o herimos a esa persona, si la abandonamos, si no le dijimos algo (que la queríamos es lo más generalizado), si sostuvimos una relación ríspida o fría, si le deseamos (¿por qué no?) la muerte o el dolor, si nos causaba indiferencia o irritación. La muerte nos priva del derecho al perdón, nos vuelve todo remordimientos, todo frustraciones: nos muestra lo irremediable de una forma atroz y, lo más espantoso, desesperanzada. Si la indiferencia es el final del amor, la desesperanza es la conclusión de todo.
¿Sufrimos por quien muere? No. Hasta en eso somos egoístas (y no en un sentido peyorativo). El dolor es nuestro, nos pertenece, nos solazamos en él aunque a veces no sea soportable. El llanto casi nunca es por la persona que perdimos, sino por nosotros mismos. Sollozamos por quedarnos sin esa persona, por no tener otra oportunidad (aunque hayamos desperdiciado cientos sin importarnos), porque sabemos que ahora sí es definitivo. Que ahora sí es "de a de veras". Otra buena parte es la soledad que un deceso nos transmite. Nos hace sentir abandonados, traicionados incluso, llenos de rencor hacia nosotros mismos, hacia la vida, Dios o el Destino y hacia nuestros semejantes. La idealización viene después: quien murió tenía más virtudes que defectos o, en el peor de los casos, obtiene el perdón instantáneo. La muerte borra el pecado, mata la Historia. La muerte nos absuelve de forma inmediata y definitiva y aún más: nos engrandece.
Nos afecta también porque es un reflejo: de lo que somos, de lo que no somos, de lo que podríamos ser. Es también un aviso, un recordatorio de lo efímero del tránsito por este "valle de lágrimas" del que hablan los cristianos. Es sentirnos señalados por un dedo huesudo que nos indica, flamígero, que nuestra energía se apaga día a día, que acechan demonios por todas partes, que nos acercamos a nuestra tumba cada mañana, que un día más es un día menos, que ni siquiera tenemos plena conciencia, más allá de algunos momentos significativos, de lo sucedido en los miles de días y noches que hemos malgastado ya.
Los tipos de dolor son también muy diferentes: la muerte de un padre no dolerá igual que la de un hijo, ni la de un amigo igual que la de nuestra pareja. Todas las muertes de aquellos que conocemos nos afectan, en mayor o menor grado: transitan entre la herida lacerante, el dolor sordo, la sorpresa, el estupor, la desesperación, la negación, la indignación, el enojo y, finalmente, el descanso. El relajamiento que acompaña a ciertas muertes, más allá del sufrimiento que nos causan, es también un bálsamo. La muerte, pese a todo, es también un remedio. La cura para los incurables, como escribió el poeta argentino Pedro Bonifacio Palacios "Almafuerte".
Si somos prácticos, podemos incluso capitalizar nuestro dolor. Surgirán así las Fundaciones con el nombre del finado, los homenajes en su memoria, algunas luchas sociales, las protestas, los cambios en la sociedad y las manifestaciones artísticas. Todas formas de catarsis, todas una manera de darle continuidad y, sobre todo, sentido, a un proceso natural que lleva millones de años produciéndose y que nunca terminará.
También podemos buscar culpables de esa muerte, directos o indirectos: el hijo malo, el esposo mujeriego, la amante interesada, el amigo ausente, el gobierno represor, la situación económica, la injusticia, el vicio o hasta Dios mismo serán buenos blancos para fincar responsabilidades por nuestro sufrir. No tardan en llegar la autocompasión, la depresión, el desgano. Toda muerte es una sinrazón aunque le inventemos un sentido: se estaba matando, sabía que iba a morirse, fue mejor así, ya descansa en paz, no se lo merecía, estaba muy joven, estaba muy viejo, murió como vivió, no merecía esa muerte, no es justo que se muriera, él se quería morir, y tantos lugares comunes del imaginario mortuorio de funeral.
La gente, pese a nosotros, eternos dolientes, sigue sus vidas. Tal vez acudan al sepelio, tal vez manden flores o publiquen una esquela, tal vez nos escriban una carta. Pero en el fondo sabemos que lo peor de todo es que estamos muy, muy solos. Las personas no van a sufrir con nosotros ni por nosotros; al menos, no mucho. Se olvidan muy pronto del apoyo que nos ofrecieron en la sala de velación, del rostro compungido tras sus anteojos oscuros, de la promesa de "ayudarnos en todo lo que puedan" que murmuraron a nuestro oído al darnos un abrazo en el cementerio, del vacuo y absurdo "lo siento mucho" que mencionaron al marcharse de nuevo a sus casas para seguir viviendo antes de morirse ellos también o alguien querido para ellos. Antes de ocupar nuestro lugar por un rato. Esa clase de soledad es el equivalente al puerperio, aunque sea más desesperante.
Y nosotros también estamos imbuidos en la inercia del existir. Aunque quisiéramos sufrir algunos años más, tenemos que trabajar porque nuestro jefe, aunque lo haya "sentido mucho", nos correrá si no somos productivos; nuestra pareja va a hartarse de vernos llorando por los rincones y nos incitará a resignarnos o de plano nos abandonará, con ternura o crueldad; nuestros amigos nos olvidarán tarde o temprano si no cultivamos la relación y nos exiliamos en el sufrimiento; y, lo más exasperante, nuestro propio dolor terminará por diluirse, por borrarse, por decolorarse, aunque intentemos conservarlo intacto, aunque deseemos no seguir adelante, aunque lo convirtamos en obsesión. Un día también él nos ha abandonado. Los seres humanos no estamos hechos para conservar demasiado tiempo nada: ni el amor, ni el rencor, ni el deseo, ni el dolor. Todo al final se destruye, todo se erosiona y se convierte en polvo, memoria, recuerdos desdibujados, cenizas sin sentido.
Una carga onerosa influye mucho en cuánto nos impresiona un suceso. A veces puede ser un dolor súbito, a veces la indignación, a veces el interés mórbido en los detalles, a veces la consternación, otras la reflexión. Siempre la atracción de lo fascinante. Finalmente, en nuestro caso, la fuga hacia la expresión artística. Todas dejan huella en nuestra obra y en nuestra concepción del mundo. No podía ser de otra manera; más que los bautismos, nos marcan los funerales. Erotismo y muerte tienen un vínculo indisoluble que se ha vuelto cliché; el uno proporciona la vida y la reafirmación de la existencia mediante el placer y la concepción; la otra, el dolor y la anulación. En el arte, son origen e inspiración desde hace milenios. Orgasmo y agonía: la serpiente que se devora a sí misma. No hay por qué abundar sobre esto.
Hace años, escuché la frase de un escritor (no recuerdo quién) que respondía a una entrevista. El reportero lo interrogó acerca de la muerte de su hijo, acaecida poco tiempo atrás, y sobre la manera en que había podido superarlo. El escritor meditó unos momentos y dio una de las respuestas más hermosas que yo haya escuchado: "Todo es negro de repente y el dolor parece insuperable. Creemos que jamás nos repondremos, que no conseguiremos seguir viviendo. De pronto, a uno le da sed. Y se levanta a buscar un vaso de agua".
Esa es, para mí, la mejor definición de lo que es la resignación.
Hace tiempo, le escribí a una amiga una misiva acerca de cierto rompimiento emocional que ella sufrió. Un fragmento de ese texto cabe aquí:
Un día, tal vez, dentro de muchos, muchísimos años, cuando hurgues en el baúl de tus recuerdos (...) sentirás un vacío en el estómago, un nudo en la garganta, el peso de la vida, el cansancio de la existencia. Tal vez releas esta carta. Seguramente lo harás; como yo, sabes del poder implícito que se encierra en el pasado, en las cosas que nos remiten a él, que son las raíces de nuestras experiencias, lo que físicamente nos ata a lo muerto, a lo polvoriento, a lo marchito; lo que constituye nuestra memoria palpable. Evocarás estos días (que en ese entonces serán los viejos tiempos) y, te lo aseguro, no podrás evitar la punzada de la duda. De muchas dudas. De la inevitable pregunta: “¿Y qué hubiera pasado si...?” Pero, como sucede con todas las especulaciones, no sabrás nunca, con certeza, la respuesta. Tal es nuestra maldición. Tal es el dolor y la angustia que experimentamos como humanos. Saber que somos conscientes del “tal vez”, de la relatividad de nuestras acciones, de que tomamos un camino para abandonar otro, de que cada cosa que hagamos tendrá consecuencias y de que toda decisión nos conducirá frente a miles de opciones, sin saber jamás qué habría sucedido si hubiésemos elegido una distinta.
1 comentario:
ES MEJOR NO PREGUNTARSE:
¿Y QUE HUBIERA PASADO SI...?
TODAS LAS ACCIONES QUE LLEVAMOS A CABO A LO LARGO DE NUESTRA VIDA TIENEN UN COSTO DE OPORTUNIDAD.
ESTO ES, EL DECIDIR HACER "X" POR "Y".
UNO DECIDE LA MEJOR OPCION A SU MEJOR PARECER, Y AUNQUE ÉSTA SE PLANEE, MUCHAS VECES NO ES LA MAS INDICADA. ASI ES LA VIDA. ¡CORRAMOS EL RIESGO DE VIVIR! NO DE MORIR.
UNA MUJER OPTIMISTA.
Publicar un comentario