Cuadro "La Viuda Negra" de Manet
“Venus negra”, así apodaba Baudelaire a la mujer con quien mantuvo una larga, accidentada y sobre todo intensa unión sentimental. La actriz Jeanne Duval fue la musa para el cuerpo poético más importante del peculiar y arquetípico poeta de las “flores venenosas”, de quien el psicoanálisis “ha dicho” prácticamente de todo.
Manet, parece que de forma intencionada, no deja apreciar en su retrato ningún atisbo de la gran belleza que nos consta detentó esta mujer, nada de su exotismo mestizo o su voluptuosidad. Nos muestra únicamente su aspecto más triste, el de su penosa enfermedad. Baudelaire contrajo la sífilis (le diabolique accident) cuando tenía 20 años y posteriormente se contagió también Jeanne. El gesto de la mujer es tosco y su postura aparentemente forzada y extraña, en la que destaca visualmente la presentación de la pierna izquierda inmóvil, reflejando la hemiplejía que padecía. A imitación de los últimos poemas del ciclo Duval de “Las Flores del Mal”, Manet parece que únicamente desea mostrar la decadencia física, obviando cualquier vestigio de seducción. Constituye una demoledora contraposición estética a la sensualidad de la mujer reclinada que Baudelaire años antes describió en el censurado Les Bijoux.
El corpiño y la amplísima falda, dotados de sensación de transparencia a pesar de su aparatosidad, probablemente están tejidos en fina y vaporosa tarlatana de algodón, en gasa o en seda rayada. A nuestros ojos, los volúmenes son desmesurados, pero corresponden a la tendencia imperante del vestido femenino. Tras el breve respiro que en la indumentaria femenina supuso el estilo Imperio, en la década de 1820 se reintrodujo el uso del corsé angosto; con ello y con el aumento en los volúmenes de la falda y de las mangas-globo se pretendía potenciar la imagen de cintura diminuta. En esa época la ociosidad completa de la mujer era símbolo de la opulencia social de la familia y, desde luego, la incapacidad funcional que semejantes vestimentas imponían contribuían a ello notablemente, ya que incluso hacían difíciles acciones tan habituales como traspasar una puerta o incluso caminar. En este caso, la falda de tipo crisolina o miriñaque de Duval, por sus dimensiones, incluso se asemeja a los enormes guardainfantes de las infantas velazqueñas y aporta muy eficazmente una sensación de restricción añadida a su impuesta inmovilidad. El ademán de la mano derecha, que parece algo desproporcionada en tamaño, contribuye a la analogía figurativa que parece existir entre el retrato y los que Velázquez realizó de las infantas españolas. La otra mano, la inválida, queda oculta a nuestra visión; reposa sobre la falda, dejando en ella una impronta que sugiere hábilmente la falta de tono del brazo.
Destaca, por la minuciosidad de su ejecución y su belleza, el delicado y transparente visillo de encaje, único artificio ornamental de la habitación, que enmarca por completo el tercio superior de la tela. La tónica dominante en el uso del color es la sobriedad, que conforman la disposición en dos grandes masas claras, integradas por el visillo y el vestido, y otra gran masa oscura y opaca, de tonalidades negras y verdosas, correspondiente al diván (a tono con el abanico). Simplicidad sólo en apariencia, para una composición muy meditada y plena de significado emocional.
Manet, parece que de forma intencionada, no deja apreciar en su retrato ningún atisbo de la gran belleza que nos consta detentó esta mujer, nada de su exotismo mestizo o su voluptuosidad. Nos muestra únicamente su aspecto más triste, el de su penosa enfermedad. Baudelaire contrajo la sífilis (le diabolique accident) cuando tenía 20 años y posteriormente se contagió también Jeanne. El gesto de la mujer es tosco y su postura aparentemente forzada y extraña, en la que destaca visualmente la presentación de la pierna izquierda inmóvil, reflejando la hemiplejía que padecía. A imitación de los últimos poemas del ciclo Duval de “Las Flores del Mal”, Manet parece que únicamente desea mostrar la decadencia física, obviando cualquier vestigio de seducción. Constituye una demoledora contraposición estética a la sensualidad de la mujer reclinada que Baudelaire años antes describió en el censurado Les Bijoux.
El corpiño y la amplísima falda, dotados de sensación de transparencia a pesar de su aparatosidad, probablemente están tejidos en fina y vaporosa tarlatana de algodón, en gasa o en seda rayada. A nuestros ojos, los volúmenes son desmesurados, pero corresponden a la tendencia imperante del vestido femenino. Tras el breve respiro que en la indumentaria femenina supuso el estilo Imperio, en la década de 1820 se reintrodujo el uso del corsé angosto; con ello y con el aumento en los volúmenes de la falda y de las mangas-globo se pretendía potenciar la imagen de cintura diminuta. En esa época la ociosidad completa de la mujer era símbolo de la opulencia social de la familia y, desde luego, la incapacidad funcional que semejantes vestimentas imponían contribuían a ello notablemente, ya que incluso hacían difíciles acciones tan habituales como traspasar una puerta o incluso caminar. En este caso, la falda de tipo crisolina o miriñaque de Duval, por sus dimensiones, incluso se asemeja a los enormes guardainfantes de las infantas velazqueñas y aporta muy eficazmente una sensación de restricción añadida a su impuesta inmovilidad. El ademán de la mano derecha, que parece algo desproporcionada en tamaño, contribuye a la analogía figurativa que parece existir entre el retrato y los que Velázquez realizó de las infantas españolas. La otra mano, la inválida, queda oculta a nuestra visión; reposa sobre la falda, dejando en ella una impronta que sugiere hábilmente la falta de tono del brazo.
Destaca, por la minuciosidad de su ejecución y su belleza, el delicado y transparente visillo de encaje, único artificio ornamental de la habitación, que enmarca por completo el tercio superior de la tela. La tónica dominante en el uso del color es la sobriedad, que conforman la disposición en dos grandes masas claras, integradas por el visillo y el vestido, y otra gran masa oscura y opaca, de tonalidades negras y verdosas, correspondiente al diván (a tono con el abanico). Simplicidad sólo en apariencia, para una composición muy meditada y plena de significado emocional.
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