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jueves, septiembre 20, 2007

Verónica Gutiérrez: Las siete ya van a dar...



LAS SIETE YA VAN A DAR EN CASA DE STEPHEN KING

El miedo se presenta en diversas formas y tamaños. El miedo tiene la carga de una gran alma elemental como el fuego y, al mismo tiempo, despiadada. El miedo data del día de la intrincada desobediencia de Adán y Eva, aunque la acción supo poblar una única noche, de sombras largas y conducta errática en el manejo de los sueños. El miedo es anónimo, pero no faltan los miedosos que le atribuyen un nombre falso ante el rechazo de una mujer hermosa, el número de su teléfono ocupado, de modo que para calmar la ansiedad, el ocio incita a escribir una neo-ópera donde se sustituye a la orquesta por dos horas de marcado con línea ocupada y un tenor sollozando en alemán. Muchas veces, el miedo se parece al compañero de trabajo con su camisa de manga corta, su maletín, su cubículo de trabajo con horario corrido, su automóvil con el importante logotipo pintado al lado, callado, de camino a casa, contando las monedas que trae en el bolsillo para pagar una caja de Corn Flakes en la línea de caja de Wal-Mart y que solo necesita una palabra equivocada para conseguirse un rifle de alto calibre y regresar al supermercado a contradecir al manager y tomar rehenes de los clientes. La campaña rancia del infierno. Vuelven las miradas torvas, el mal aliento y la caspa. La torpe cuadratura anómala, la brutalización de tu inocencia por un adulto amoral. El miedo recobra todos los instantes de nuestra vida y los combina a placer, con sus dedos fríos y la soberbia del ladrón, pues a su fatalidad consagramos su abracadabra en los cuencos del hambre en Somalia, en los retenes militares en Gaza, en las prisiones de Lima, en las viudas de Sarajevo, en las ratas de Tailandia, en los niños callejeros de Brasilia, en el color de la piel en los Estados Unidos, en el asiento de cualquier vuelo comercial en Nueva York, en la jeringa de un seropositivo en el Bronx. O simplemente, mirándolo de frente con el bañista de las playas en las vacaciones del verano. El miedo se halla alrededor nuestro, es un olor y la gente lo percibe, al igual que las bestias. Contagia. Los psicólogos aconsejan que no hay más miedo que temer que al miedo mismo. Sí, claro. El único problema es que a partir del momento que supones haber racionalizado tus temores, que supones hallarte seguro, entonces llega un susto nuevo. ¿Cómo cual? Bueno, las siete ya van a dar en casa de Stephen King. Las siete van a sonar y es cuento que no tiene fin, porque sus hijos desafían a la suerte y de ninguna manera se toman su leche. Papá King anticipa que el miedo, como la leche, se corta sólo, al punto de la siete.
-Damián, ¿Cuánto tiempo tenemos de conocernos?
-Desde que nací
-Seis años, hijo. En todo este tiempo, ¿Te he mentido alguna vez? ¿Te he dicho algo que te perjudicara?
-No, papá
-Entonces, escucha atento a mi historia
Damián asiente con la cabeza lentamente.
-¿Puedo cerrar los ojos si me da miedo?

La zona muerta. Richard Bachman, después de una discusión bizantina sobre la ruta de las hormigas con el trabajador de control de plagas que una vez al mes llega a fumigar el garaje y el exterior de su casa en la sección conservadora de Ruxton, en Baltimore, el buen Richard Bachman se robó un bote de Malatión de la camioneta del fumigador, mientras el tipo subía al torreón de los jorobados. A primera hora de la mañana siguiente, el obstinado Richard Bachman salió con el poderoso veneno, siguiendo la ruta del repartidor de leche, para servir una cucharada del insecticida en cada botella de leche repartida frente a la puerta de las setenta casas del vecindario. Dentro de las seis horas siguientes al gesto impulsivo de Richard Bachman, doscientos hombres, mujeres y niños morían entre convulsiones y dolores terribles. En el jardín, Richard Bachman saluda con la manguera el final de la lucha. Ay, ay, ahí va la hormiga con su paraguas y recogiéndose las enaguas, porque el chorrito la salpicó y sus chapitas le despintó.

El resplandor. Richard Bachman, advertido que su tía Carrie fue diagnosticada como paciente terminal en el Holy Cross Hospital de Chicago, el buen Richard Bachman ayuda a su madre Misery a empacar el portmanteau con el equivalente de cuatro maletas de ropas, la conduce al Thurgood Marshall Airport, donde la sube en un Delta Airlines para viajar en primera clase y con una sencilla, pero eficiente bomba de tiempo, construida con un Westclox Travalarm Vintage 1962 y cuatro cartuchos de dinamita, oculta en el terrible caso de dromomanía. El jet explotó en algún lugar sobre Harrisburg, Pennsylvania. Noventa y tres personas, incluyendo a mamá Misery, murieron dentro de una brillante centella a mitad del cielo y los restos de aluminio en llamas agregaron siete decesos más a la lista, luego de caer sobre un campo de entrenamiento de futbol. Richard Bachman reconoce que ha nacido de un desliz de su madre con la luna. Oh ooh, la luna ya está muy alta, parece plata con fondo azul y el gnomo de blanca barba quiere bajarla con un bambú.

Ojos de fuego. Richard Bachman paga su caja de Corn Flakes con monedas sueltas, pero no cubre el precio. Escucha al cajero decir “estúpido” a espaldas suyas, después de recoger su dinero y dejar el paquete en la banda. Regresa a su automóvil, abre la cajuela para tomar la Sturmgewerh 44, un fusil de asalto ligero que había comprado por $ 49.95 en Ebay, de un coleccionista de armas de Alexandria, Virginia. Diez minutos más tarde, Richard Bachman abre fuego contra la caja 10. Algunos cuerpos caen más contundentes que los precios, otros se alinean detrás de su carro de servicio. Antes de ser desarmado por el equipo SWAT, Richard Bachman había matado a cuarenta y cuatro personas, incluyendo a la manager ovulando ese preciso día. Richard Bachman tampoco hubiera titubeado en llenar su queja en el buzón de sugerencias. Yes, yes, el ratón vaquero tiró dos balazos, se chupó las balas y cruzó los brazos.

La mitad obscura. Cuando la primera fuerza expedicionaria desciende en el desolado planeta haciendo su órbita alrededor de una estrella de cuarta magnitud a la que dieron llamar Buick 8, los integrantes encontraron una enorme estatua de treinta y siete sculptors de alto, de un material hasta entonces desconocido y color azul, no enteramente metal ni roca, más bien cerámica, en la figura de un humano. La pieza es sensible al frotamiento electroestático, de señera opulencia vistiendo un atuendo que vagamente recordaba una toga, la cara protegida con un armazón semejante al hueso sacro y sosteniendo en el brazo izquierdo un peculiar artefacto de forma de anillo, hecho de material igualmente desconocido. El rostro de la figura era la entropía de la beatitud. Los pómulos salientes, ojos diminutos y estrábicos. Una larga boca lineal y un mentón compacto. La estatua hace eclosión de las formas curvas de alguna arquitectura abandonada al olvido. Los miembros de la fuerza expedicionaria no cesan de comentar sobre la peculiar mímesis de las partes erosionadas. Ninguno de estos vigilantes, parados bajo una hermosa luna de cobre que ilumina el cielo subacuático, pudo oír hablar de Richard Bachman, de las insólitas noticias. Tampoco ninguno era capaz de saber que esa expresión en la cara era la misma que Richard Bachman mostró en el momento que le fue leída su sentencia y condenado a la inyección letal. “Yo los amo a todos. Lo juro. Corazones en la Atlántida”. Gritó y el epicentro de rotación y traslación de su grito de amor fue la vía láctea. Un Rómulo apuesto amenaza esos días. Bah, el chiquito es un llorón que siempre sale con esta canción.

-Ay, Papá, esta leche ya expiró o tiene una dosis de Malatión. Yo así no la quiero tomar, mejor la uso para bañar.
-Primero estaba caliente, luego fría. Al final, que tenía nata…¡Puf, qué lata!
-¿Te sabes la canción?
-Claro. Algunas personas piensan que soy un monstruo, pero yo conservo el corazón de un niño…dentro de un frasco, sobre mi librero.
-Oooh, scary…
-Gulp, ¿Quién es el que anda ahí?

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