Cuadro obra de la monja pintora Isabel Guerra (Madrid, 1947)
Tengo tiempo de sobra. He querido salir temprano de casa con el propósito de desayunar en la cafetería más cercana a la oficina. Escucho la melodía número tres del disco compacto. Mi preferida; ésa que me inyecta de energía matutina para cumplir con la jornada de trabajo. Doy vuelta al volante en la Sur 25 y me estaciono en batería. Con cuidado, guardo el portafolios en la cajuela del auto, tomo dos códigos reglamentarios en materia fiscal y me dirijo con paso lento a la mesa ubicada junto a la ventana que colinda con un espacio asignado para juegos infantiles.
El mesero pregunta qué deseo ordenar y contesto: Lo de siempre. Supongo que la pregunta es puro protocolo, ya que él sabe, de hecho, que el café americano y la dona espolvoreada con azúcar me acompañan por la mañanas. Abro el código en la página que señala el separador para subrayar la información que a mi juicio es pertinente destacar. Acomodo mi cabello y mi flequillo. Quiero lucir interesante, aunque a mi alrededor sólo estén ocupadas escasas cuatro mesas.
Observo detenidamente el tobogán de color rojo y el sube-y-baja. Me quedo impávida y mi mente retrocede varios años atrás. El escenario es el mismo, sólo que la decoración varía: las mesas, sillas, mantelería, el uniforme de los camareros… hasta el sube-y-baja luce diferente. Quiero entender el significado de todo esto. He ido atrás en el tiempo para darme cuenta de mi error. He vivido hundida en aquella época, para ser precisa, los años ochenta. Y no me refiero a mi vida profesional; en este ámbito he brillado más que cualquier hombre. Me sitúo en mi vida personal. Acudo todos los días a este lugar. En esta cafetería que veo ahora tan cambiada, leo mi carta que uso como separador, aquella carta que he roto y pegado luego con cinta adhesiva.
Cuántas veces rechacé su amor. Un inmenso y real amor. En esta carta él me proponía que dejara todo y lo siguiera. Me decía que una mujer tan hermosa e inteligente podría empezar de nuevo en cualquier ciudad. A cada momento me describía como única entre las demás mujeres. Recuerdo cómo me lo pidió aquí mismo, llorando, y yo no acepté. En esa época ya era reconocida en mi trabajo. Me arrepiento tanto de no haber seguido el dictado de mi corazón, que a diario vuelvo a esta hora y desayuno lo mismo que él ordenó aquel día. Decidí tomar el camino profesional. A mis cincuenta y dos años, es así cómo trato de evadir mi realidad: escuchando música, vistiéndome y peinándome al estilo particular de aquella época… Sólo así puedo vencer la profunda soledad en la que me encuentro ahora sumergida.
El mesero pregunta qué deseo ordenar y contesto: Lo de siempre. Supongo que la pregunta es puro protocolo, ya que él sabe, de hecho, que el café americano y la dona espolvoreada con azúcar me acompañan por la mañanas. Abro el código en la página que señala el separador para subrayar la información que a mi juicio es pertinente destacar. Acomodo mi cabello y mi flequillo. Quiero lucir interesante, aunque a mi alrededor sólo estén ocupadas escasas cuatro mesas.
Observo detenidamente el tobogán de color rojo y el sube-y-baja. Me quedo impávida y mi mente retrocede varios años atrás. El escenario es el mismo, sólo que la decoración varía: las mesas, sillas, mantelería, el uniforme de los camareros… hasta el sube-y-baja luce diferente. Quiero entender el significado de todo esto. He ido atrás en el tiempo para darme cuenta de mi error. He vivido hundida en aquella época, para ser precisa, los años ochenta. Y no me refiero a mi vida profesional; en este ámbito he brillado más que cualquier hombre. Me sitúo en mi vida personal. Acudo todos los días a este lugar. En esta cafetería que veo ahora tan cambiada, leo mi carta que uso como separador, aquella carta que he roto y pegado luego con cinta adhesiva.
Cuántas veces rechacé su amor. Un inmenso y real amor. En esta carta él me proponía que dejara todo y lo siguiera. Me decía que una mujer tan hermosa e inteligente podría empezar de nuevo en cualquier ciudad. A cada momento me describía como única entre las demás mujeres. Recuerdo cómo me lo pidió aquí mismo, llorando, y yo no acepté. En esa época ya era reconocida en mi trabajo. Me arrepiento tanto de no haber seguido el dictado de mi corazón, que a diario vuelvo a esta hora y desayuno lo mismo que él ordenó aquel día. Decidí tomar el camino profesional. A mis cincuenta y dos años, es así cómo trato de evadir mi realidad: escuchando música, vistiéndome y peinándome al estilo particular de aquella época… Sólo así puedo vencer la profunda soledad en la que me encuentro ahora sumergida.
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