Paisajes del recuerdo y la distancia
Genaro Aguirre Aguilar
Como suele ocurrir, las temporadas decembrinas son tiempos festivos, de recapitulación del pasado inmediato tanto como la recuperación de instantes, redescubiertos por la memoria ante la vuelta al lugar y a los rincones por donde transcurrieran y corretearan los años mozos. Y es que como al protagonista de la novela “La misteriosa llama de la reina Loana” de Humberto Eco, el regreso al hogar paterno suele representar la ocasión para recuperar pasajes, enfrentarse a fantasmas, para darse cuenta que volver a visitar las casas o volver a caminar las calles, tropezarse con conocidos, es la oportunidad encontrarse con un ramillete de anécdotas que muchas veces sólo en instantes circunstanciales se revelan para darnos en el corazón y la emoción.
Así como al protagonista de la película “Cinema Paradiso”, en los rostros ensombrecidos o los cabellos encanecidos de compañeros de travesías inimaginables, suelen materializar lo que fuimos o quisimos ser, para terminar siendo otros ante la imposibilidad de los sueños. El barrio como territorio vital de una palomilla que hacía de las esquinas las fronteras del ser fraterno; el equipo pies descalzos como laboratorio de experiencias del futbol de colonias; la imaginación como lugar para resignificar las baratijas y deshechos del basurero del rumbo; la creatividad para sortear una pobreza de barrio bajo e inventarse universos fantásticos, eran el sístole y el diástole de cada día.
Como constancia de ese ayer que suele llegar hasta el presente, están los rostros endurecidos, entristecidos y cuerpos envejecidos, semblantes surcados por la dureza de una vida entre aquellos que se quedaron pero también de quienes vuelven a pasar unos días tras años de vivir lejos, inmersos en una cultura distinta pero adoptada a contracorriente y por necesidad laboral.
Siempre para darse por enterados que no se volverá a ser los mismos, más que aquellos que encuentra cabida en los recuerdos; los que son trozos de una realidad vivida o que terminan por inventarse en los meandros de una memoria que cruza el umbral otoñal.
No por menos, dice el maestro Joan Manuel Serrat, en su hermosa canción “Los recuerdos”, que éstos suelen contar mentiras, pues se amoldan al viento, amañan la historia, se encogen, se estiran; se tiñen de gloria, se bañan en lodo. Y en verdad, no sólo por la lejanía de aquellas tardes sino también por la ausencia obligada, los recuerdos tienen mucho de retazo, de evocación, de recorte como signo del tiempo recorrido, de una imaginería cercana a la ficción por lo que representa tropezarse en un abrir y cerrar de ojos, con eso que el ferviente seguidor del Barcelona diría, “restaurarán nuestra memoria, a su gusto, a su medida, con recuerdos de su vida.”
Por esos guiños del pasado y muchos más que ahora no recordamos, en las postrimerías de diciembre y durante estos días de enero, hemos venido contando con fortuna, pues el encuentro con rostros y semblantes conocidos, ha permitido recorrer parte de un pasado, incluso de la mano de aquellos pasajes que han vuelto tras el exilio de un presente que suele barrer con lo viejo. Amigos, familiares lejanos, conocidos de un barrio que se niega a salir de un ensimismamiento, aun cuando las calles de estos tiempos no son por mucho aquellas donde solíamos jugar a los encantados, al trompo, a la rayuela, al avión, a “declaro la guerra en contra de…”, o bien a las carreras de autos hechos con cajas de tomates y ruedas que solíamos encontrar detrás del campo de futbol, en el tiradero municipal.
¡Ufff!, qué tiempos aquellos señor… Recuerdos que como perfume frágil que les acompañan toda la vida, están tatuados a fuego y llevan en la frente un día cualquiera (nos volvemos a piratear al Nano, Serrat) han vuelto ahora; esos que se asoman de vez en vez, pero sobre todo cuando alguien obliga a pensar en el ayer, en aquellas tardes/noches circunstanciadas por un microuniverso que, cual huella, sigue colocando sus marcas identitarias en el hablar, en el pensar, en el actuar… en el ser del hoy.
Genaro Aguirre Aguilar
Como suele ocurrir, las temporadas decembrinas son tiempos festivos, de recapitulación del pasado inmediato tanto como la recuperación de instantes, redescubiertos por la memoria ante la vuelta al lugar y a los rincones por donde transcurrieran y corretearan los años mozos. Y es que como al protagonista de la novela “La misteriosa llama de la reina Loana” de Humberto Eco, el regreso al hogar paterno suele representar la ocasión para recuperar pasajes, enfrentarse a fantasmas, para darse cuenta que volver a visitar las casas o volver a caminar las calles, tropezarse con conocidos, es la oportunidad encontrarse con un ramillete de anécdotas que muchas veces sólo en instantes circunstanciales se revelan para darnos en el corazón y la emoción.
Así como al protagonista de la película “Cinema Paradiso”, en los rostros ensombrecidos o los cabellos encanecidos de compañeros de travesías inimaginables, suelen materializar lo que fuimos o quisimos ser, para terminar siendo otros ante la imposibilidad de los sueños. El barrio como territorio vital de una palomilla que hacía de las esquinas las fronteras del ser fraterno; el equipo pies descalzos como laboratorio de experiencias del futbol de colonias; la imaginación como lugar para resignificar las baratijas y deshechos del basurero del rumbo; la creatividad para sortear una pobreza de barrio bajo e inventarse universos fantásticos, eran el sístole y el diástole de cada día.
Como constancia de ese ayer que suele llegar hasta el presente, están los rostros endurecidos, entristecidos y cuerpos envejecidos, semblantes surcados por la dureza de una vida entre aquellos que se quedaron pero también de quienes vuelven a pasar unos días tras años de vivir lejos, inmersos en una cultura distinta pero adoptada a contracorriente y por necesidad laboral.
Siempre para darse por enterados que no se volverá a ser los mismos, más que aquellos que encuentra cabida en los recuerdos; los que son trozos de una realidad vivida o que terminan por inventarse en los meandros de una memoria que cruza el umbral otoñal.
No por menos, dice el maestro Joan Manuel Serrat, en su hermosa canción “Los recuerdos”, que éstos suelen contar mentiras, pues se amoldan al viento, amañan la historia, se encogen, se estiran; se tiñen de gloria, se bañan en lodo. Y en verdad, no sólo por la lejanía de aquellas tardes sino también por la ausencia obligada, los recuerdos tienen mucho de retazo, de evocación, de recorte como signo del tiempo recorrido, de una imaginería cercana a la ficción por lo que representa tropezarse en un abrir y cerrar de ojos, con eso que el ferviente seguidor del Barcelona diría, “restaurarán nuestra memoria, a su gusto, a su medida, con recuerdos de su vida.”
Por esos guiños del pasado y muchos más que ahora no recordamos, en las postrimerías de diciembre y durante estos días de enero, hemos venido contando con fortuna, pues el encuentro con rostros y semblantes conocidos, ha permitido recorrer parte de un pasado, incluso de la mano de aquellos pasajes que han vuelto tras el exilio de un presente que suele barrer con lo viejo. Amigos, familiares lejanos, conocidos de un barrio que se niega a salir de un ensimismamiento, aun cuando las calles de estos tiempos no son por mucho aquellas donde solíamos jugar a los encantados, al trompo, a la rayuela, al avión, a “declaro la guerra en contra de…”, o bien a las carreras de autos hechos con cajas de tomates y ruedas que solíamos encontrar detrás del campo de futbol, en el tiradero municipal.
¡Ufff!, qué tiempos aquellos señor… Recuerdos que como perfume frágil que les acompañan toda la vida, están tatuados a fuego y llevan en la frente un día cualquiera (nos volvemos a piratear al Nano, Serrat) han vuelto ahora; esos que se asoman de vez en vez, pero sobre todo cuando alguien obliga a pensar en el ayer, en aquellas tardes/noches circunstanciadas por un microuniverso que, cual huella, sigue colocando sus marcas identitarias en el hablar, en el pensar, en el actuar… en el ser del hoy.
5 comentarios:
Genaro:
Disculpa que te haga este comentario sin conocerte. Es muy cierto lo que expones. Me hiciste recordar los "Fines de Año" en mi muy querida Tlacotalpan cuando solo tenía diez.
Nunca podré olvidar las escondidas donde el único lugar que había para ocultarse eran los pilares de las casas con teja, el bote pateado, el declarar la guerra en contra del peor enemigo, en fin...
¡Bella época!.
Gracias por traérmela hoy de vuelta.
Lourdes Franyuti.
Genaro:
Tenemos algunos años de distancia, pero la naturaleza de la nostalgia es, creo yo, transgeneracional.
El barrio, hoy espacio acotado por el desarrollo urbano, es huella. Sin duda.
José Luis Cerdán
Genaro, hay quienes, como tú, lánguidos, levantan pedazos del corazón y reviatan tristezas que aparentaban esconderse:
"Hoy que de regreso estoy
que camino por tus cerros
que en tus callejuelas ando...
hoy me queman los recuerdos
languidece el corazón
y barruntan sentimientos
por tu místico Tepango."
Flavio Mendoza
Genaro:
¿ Umberto Eco no va sin H ? si casi nos hiciste hacer una plana en la universidad, ¿ Qué paso maestro?. Y bueno del barrio somos la mayoría, hasta que se nos olvida, lo curioso sería preguntarnos porque de repente lo recordamos. ¿ No crees ? . Alicia
Genaro:
Menudo regalo te ha hecho Alicia (¿qué más?) en pleno 14 de febrero.
1. Detectó una falta de ortografía (menor si consideramos que los nombres propios no tienen ortografía general) y;
2. Insinuó, con su pregunta final, que ya estás viejo.
Habría que reprobar a esas alumnas respondonas antes de que se atrevan a escribir en un blog, ¿no crees?
José Luis Cerdán
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