¿Cómo se cuestiona a Occidente desde la literatura latinoamericana?
Una de las funciones del autor contemporáneo se refiere a la propiedad que tiene como intelectual de asumirse como estandarte de un discurso que enfrenta y cuestiona las características de su entorno, con mayor fuerza y agudeza que otros críticos provenientes de diferentes campos. De esta particularidad del autor nos interesa estudiar la posición de ciertos autores latinoamericanos como Armando Ramírez o Luisa Valenzuela, José Revueltas y Fernando Vallejo, frente a lo que podríamos denominar la “comodidad occidental”: todos aquellos aspectos que, cultivados por Occidente, se manifiestan en un modo de vida complaciente inherente a la “modernidad”.
I
¿Qué es un autor? ¿para qué sirve un autor? y ¿qué importa quien habla?, son las preguntas que desencadenan una amplia discusión sobre la figura del autor contemporáneo, sobre todo a raíz de que ser autor en este momento implica adoptar una posición maleable, fácilmente intercambiable con la de otros intelectuales del campo, que supera la mera noción de escritor y deviene en la existencia de un sujeto productor que ocupa espacios destinados a la literatura, pero también a la política, la filosofía, la crítica, entre otros. Adicional a la percepción de Michael Foucault de la función/autor como una variante de la función/sujeto que permite visualizar al escritor como un ente del discurso, tenemos a un autor que cumple una multiplicidad de funciones, no siempre de la mano de la ficción y muchas veces ancladas en posiciones metadiscursivas que amplían considerablemente su radio de acción.
Una de estas funciones se refiere a la propiedad que tiene el autor como intelectual de asumirse como estandarte de un discurso que enfrenta y cuestiona las características de su entorno, con mayor fuerza y agudeza que otros críticos provenientes de diferentes campos. Esta característica se desprende de la particular relación que posee el autor con su realidad inmediata ya que, al escudarse en la literatura, un autor puede sortear muchas de las condiciones limitantes que proscriben la emergencia de una voz disidente.
De esta particularidad del autor nos interesa estudiar la posición de ciertos autores latinoamericanos frente a lo que podríamos denominar la “comodidad occidental”: todos aquellos aspectos que, cultivados por Occidente, se manifiestan en un modo de vida complaciente inherente a la “modernidad”.
Como señalan Buruma y Margalit (2005), “lo moderno” es algo escurridizo. Indudablemente, esta categoría se asocia con Occidente, pero también Occidente es una representación heterogénea. Algunos, vinculan ambos conceptos con los modelos de desarrollo que colocan en primer lugar a la ciencia y a la tecnología; con el capitalismo, con las libertades individuales y hasta con el ocio. Para otros, Occidente es sinónimo de una civilización materialista que todo lo envenena, desarraigada, superficial y colonialista. Los críticos del occidentalismo, también diversos, cuestionan desde la globalización, pasando por la separación de la Iglesia del Estado, hasta la naturaleza puramente mecánica de las grandes industrias.
¿Por qué criticar a Occidente? Las razones parecieran no seguir una tendencia única. Para el otro lado del mundo Occidente representa, desde luego, una amenaza al pensamiento oriental y a la lógica de Estado que proponen las naciones que lo profesan. Pero no todas las críticas provienen de Oriente, ni todas devienen en ataques terroristas o son producto de arrebatos de intolerancia. Occidente también cuestiona a Occidente y una de sus voces disidentes, con amplísima resonancia en la actualidad, es la del autor. “Intelectuales como Gissing, Wells y Wyhdham1 vieron con malos ojos la aparición de las modernas sociedades de masas, lamentando cosas como el ‘hombre común’, los suburbios o el gusto burgués”, señala Edward Said, y añade, “para el intelectual el problema no radica tanto, como parece suponer Carey, en la sociedad de masas en su conjunto, sino más bien en los privilegiados, los expertos, los corrillos y los profesionales que, siguiendo las modalidades definidas al comienzo de este siglo por el erudito Walter Lippmann, moldean la opinión pública, la hacen conformista, estimulan a depositar toda la confianza en un pequeño grupo de personas que lo sabe todo y que tiene el poder” (Cf. Said: 2007:15).
Es esta la sociedad de masas que se asocia con una “idiotez elevada” de tendencia conformista. El confort, señala Buruma y Margalit, “es una experiencia mayormente pasiva. Hay algo tedioso en el confort. El placer tiende a ser más activo, más emocionante y, posiblemente, más espiritual” (61). Por lo tanto, la felicidad en Occidente y según sus detractores, se relaciona más con el Konfortismus que con el placer, hecho cuestionable y cuestionado por los escritores que analizaremos en este trabajo.
Los autores que revisaremos de una u otra forma atacan a Occidente, desde su posición de autor. Interpelan el triunfo del relativismo moral y la exaltación del utilitarismo consumista, la ligereza intelectual y otros aspectos generalmente asociados a la modernidad Occidental. Rivalizan con el lujo y el individualismo. Apuestan por la barbarie en el apogeo de la modernidad.
Algunos manifiestan su crítica hacia Occidente a través de una especie de hostilidad hacia los símbolos de dicha civilización: rechazo a la ciudad y a su representación cosmopolita del mundo, desprecio por las ideologías occidentales, crítica a la burguesía “cuya antítesis es la del héroe que se inmola en el sacrificio”,2 aversión por la ciencia y la tecnología, y condena al individualismo exacerbado. Otros se enfrentan enarbolando cuestionamientos igualmente válidos que si bien defienden de alguna manera ciertos valores del paradigma occidental, lo destruyen desde adentro, ridiculizándolo, parodiándolo o minimizándolo ante los ojos del lector. Al primer grupo, pertenecen autores como Armando Ramírez o Luisa Valenzuela, al segundo, José Revueltas y Fernando Vallejo.
II
La primera vez que ella se mira el espejo ve “una espalda azotada,” “una cicatriz espesa”, pero su memoria está bloqueada. El trato que Roque da a Laura es siniestro y un caso de horror. En la escena titulada “Los espejos”, Laura está acostada boca arriba sobre la cama nupcial, donde Roque ha colocado espejos para prolongar su placer al infinito. Con su cuerpo estremecido, Laura acepta el ritual de ser moldeada por él. En esta escena de ultraje y violencia, ella reacciona ambiguamente, en parte con deleite físico y en parte con un rechazo total de ese repugnante del acto de amor, descrito por Valenzuela como “todo un estremecimiento deleitoso, tan al borde del dolor”. Mientras él la insulta: “¡Abrí los ojos, puta!”, ella grita un “No”. Esta imagen corresponde al cuento “Cambio de armas” de la escritora argentina Luisa Valenzuela. Lo interesante del discurso de la autora no está en el hecho de describir, de manera cruel y descarnada, un acto de violencia que refleja aquellos ocurridos en su país natal entre 1976 y 1983. El valor del texto estriba en que, para el momento de su publicación (1982), eran pocos, o casi nulos, los documentos que registraban con tal exactitud los abusos de poder perpetrados por la dictadura militar durante uno de los procesos más sangrientos que registra la historia Argentina, donde muchas mujeres estudiantes, sindicalistas e intelectuales fueron secuestradas, asesinadas y “desaparecidas”.
El autor, en este caso, como señala María Julia Daroqui, funciona como un “alertador de incendios”, es decir, como productor de un discurso que da cuenta de una situación poco o nada registrada desde otras discursividades presentes en el campo donde se descubre. Paradójicamente, una de las diferenciaciones más contundentes entre el sistema occidental y el oriental consiste en los principios que determinan la posición de las mujeres en ambas sociedades. Ruth Woodsmall3 refería, a comienzos del siglo XX, que las mujeres en la India eran completamente invisibles ante el espacio público ya que tanto el purdah (velo) como las palizas propinadas por sus maridos y otros hombres de la familia, las hacían “desaparecer”.
Tal parece que, en el caso de escritores como Luisa Valenzuela, existe una alerta, una denuncia que apunta directamente hacia ciertos aspectos de la comodidad occidental. En el caso de Armando Ramírez, su novela Violación en Polanco aborda sin rodeos el tema de la violencia en el barrio de Tepito, Distrito Federal (México), lugar pionero en el arte de grabaciones “piratas” de CDs en las que los cantautores locales invitan, explícitamente, a desconocer la ley, el orden y, específicamente, la autoridad de los jefes de gobierno. El texto se enfoca en los espantosos eventos que ocurren en un solo día y que acompañan a la violación de una mujer en Polanco. Los fragmentos de la novela (puesto que no tiene capítulos ni divisiones), se alternan en dos escenarios: el interior de un teatro y una furgoneta que viaja a través de la ciudad de México. Mezclando elementos heterogéneos como efectos de sonido, poesía, figuras históricas como Sahún o Moctezuma, baladas de la radio, jergas y juegos sexuales; la novela refleja la pérdida general de los lazos sociales y discursivos que se fortalecieron en la consolidación de las ciudadanías, pero que ahora se deslustran hasta culminar con un brutal asesinato.
Ramírez es otro de los autores con presencia crítica en su escritura. Escritor prodigio del barrio, cronista de los gritos en el mercado y de las fiestas de quinceañeras, utiliza un leguaje calificado de ultracostumbrista que denuncia, a partir de las formas expresivas de la cultura popular mexicana, toda una suerte de violencia underground que parece legitimar los mecanismos de la barbarie entronizada en la modernidad. En palabras del mismo autor, Violación en Polanco “fue como una premonición de la violencia que se comenzaba a gestar en la ciudad y que hoy vivimos de la forma en que está descrita ahí” (Ramírez, 2006, entrevista con Carlos Rojas).
Según Buruma y Magalit, se relaciona casi por completo a Occidente con la ciudad como símbolo perverso de la codicia, la falta de fe en Dios y el cosmopolitismo desarraigado. Esta condición aplica, en mayor medida, a las metrópolis o grandes ciudades capitales del mundo, en el mejor estilo de Ciudad de México. “Siempre que los hombres han construido grandes ciudades, les ha obsesionado el miedo a la venganza, ya fuera de Dios, de King Kong o de Godzilla, o bien de los bárbaros que se agolpan ante las murallas de la propia ciudad. Desde la antigüedad, los seres humanos han vivido aterrados ante la posibilidad del castigo por su afrenta en el desafío a los dioses, ya sea por haberles robado el fuego, o por haber adquirido demasiado conocimiento, o por haber generado una riqueza excesiva, o por haber construido torres que alcanzan el cielo” (pág. 25). El problema no radica en la ciudad per se, sino en las ciudades que merecen ser “castigadas”.
Violación en Polanco es la venganza de los bárbaros ante la modernidad. Ciudad de México merecía ser castigada, por sus excesos, por su abundancia, por su confort ilimitado. Encarnada en la mujer, la ciudad es violada repetidamente. Esta asociación no es casual pues la ciudad ha sido vista, desde la perspectiva moderna, como reflejo de la sexualidad femenina, tan temida y aborrecida por quienes se oponen a Occidente (como, por ejemplo, los extremistas islámicos).4 La ciudad exuda una sexualidad ilimitada que raya en la promiscuidad. “En la ciudad, concebida como gigantesca plaza de mercado, todas las cosas y todas las personas están a la venta. Los hoteles, los burdeles y los grandes almacenes ponen a la venta la fantasía de la vida muelle. El dinero permite a las personas comportarse de toda clase de maneras para las cuales no han nacido (...). La figura más simbólica de las relaciones humanas mercantilizadas, relaciones basadas en la adulación, la ilusión, la inmoralidad y el dinero, es la prostituta (...). La prostituta, en su dimensión profesional, es desalmada, por lo cual no es realmente humana (...). Esa condición desalmada se entiende como consecuencia de la hybris metropolitana” (Buruma y Magalit: 2005, 28-29).
Es importante señalar, además, otros casos de autores que se enfrentan a Occidente desde los principios y antivalores instaurados por la misma cultura occidental, como la secularización, la violencia o la individualización. Aquí ubicaríamos a José Revueltas, con su obra El Apando, publicada desde la cárcel en 1969. Esta historia contiene claves importantes para ilustrar el problema de la violencia como reacción incómoda a los órdenes de la modernidad. Desde esta perspectiva, podríamos leer esta obra como una “alertadora de incendios” que vislumbra la crisis de los valores modernos que la inspiran (como la tensión entre el orden y el caos, la emancipación de las minorías y, a grandes trazos, la idea de una “revolución” en contra de las instituciones de poder). Sabemos que la crisis de la modernidad, y su característica exacerbación del individualismo,5 encara hoy algunos problemas sociales de difícil solución, entre ellos la posibilidad de que sea en los márgenes del caos, y no en los confines de “La Ley”, donde se consolide la posible existencia. El Apando denuncia, desde principios de los sesenta, lo que hoy en día es el núcleo de la violencia en las sociedades occidentales. Constituye una crítica descarnada que despliega algunos de los inconvenientes más dramáticos de la incomodidad del “otro” con respecto a una de las ventajas de los procesos de modernización de América Latina: el mantenimiento del orden a través de la imposición de la ley y el confinamiento de las cárceles.
La modernidad, para los sujetos situados al margen del poder, puede presentarse como algo innecesario puesto que sus estrategias —como la industrialización, la sociedad de consumo, el progreso, la tecnificación— son posibilidades negadas para la mayoría de ellos. Como señala Vattimo,6 son condiciones huecas, que no se traducen en una acción que pueda modificar la condición de vida de los sujetos marginales”. Dadas estas condiciones, El Apando representaría, desde el inicio, una afrenta a las institucionalidad y un quiebre total entre este espacio y la centralidad del poder establecido por la Ley.
Este tipo de orden, impuesto por la Ley, responde a aquella mentalidad occidental que, ante los ojos de los críticos, “sirve para hallar la mejor manera de alcanzar una meta determinada, pero que resulta absolutamente inservible para hallar la manera justa. Su aspiración a la racionalidad es una verdad a medias y es la mitad que menos cuenta. Si mediante racionalidad nos referimos a la razón instrumental, al adaptar los medios a los fines, Occidente dispone de muchos medios, pero de muy pocos fines. Según esta óptica, el hombre occidental es un metomentodo hiperactivo, que en todo momento halla el medio adecuado para la finalidad errónea” (Buruma y Margalit: 2005,82).
Más dramáticos y violentos son los textos de Fernando Vallejo, La Virgen de los Sicarios (1994) y La puta de Babilonia (2007), donde claramente se cuestionan dos tinturas indelebles con las que suele colorearse la cultura Occidental: la religión y la violencia. En La Virgen de los Sicarios un gramático regresa, después de años de exilio, a una Medellín azotada por el narcotráfico, e inicia una relación amorosa con un sicario. En las primeras partes del relato, el gramático se esmera por explicar el lenguaje de los sicarios, por marcar una diferencia. Poco a poco, va adoptando el reducido vocabulario de su amante y su instrumento de expresión: la ametralladora. A la mano, el gramático y el sicario recorren la ciudad eliminando los enemigos del más viejo: taxistas que escuchan vallenatos y señoras embarazadas que siguen reproduciendo una raza degenerada. Por supuesto, no es el gramático quien empuña el arma, pues él se encarga únicamente de legitimar con argumentos de exclusión la elección de sus víctimas. El sicario las mata sin importarle quiénes sean o por qué han de morir. A este clima de violencia se unen, como partes integrales, consecuencias o causas lógicas de la situación, la devoción a la Virgen de los Sicarios y las fuertes lealtades familiares de la cultura antioqueña.
La puta de Babilonia es, más bien, una extensa confesión del autor a la par que un documento histórico que calcula, suma y multiplica las innumerables faltas de la Iglesia Católica (la puta), a las que suma algunos otros pecadillos cometidos por las demás religiones y cultos, para culminar en un manifiesto descreído y desacralizado, que se burla de la fe y ridiculiza a todos sus representantes, a quienes sólo les concede méritos, por gracia y afinidad con los pensamientos del autor, en la seducción de jóvenes masculinos y en la abundancia del placer.
En primer lugar, la figura del sicario es una afrenta a Occidente porque cuestiona su actitud ante la muerte. La cultura del confort es una cultura longeva, destinada a fomentar la plenitud de la vida y, más allá, el retiro, la comodidad de la vejez. El sicario apenas vive dieciséis años, cuando llega. La muerte no es vista con buenos ojos por un pensamiento occidental que rinde culto al cuerpo, al presente y a la vida; amo de los más sofisticados recursos tecnológicos y científicos destinados a preservar la salud y combatir el paso de los años. Aunque el cristianismo —la religión emblemática de Occidente— apuesta por una vida más allá de la muerte, desprecia el suicidio, penaliza el aborto y condena el asesinato. Así, dentro de la lógica occidental, el irreverente culto del sicario a la muerte no tiene cabida.
Vallejo se burla de esta circunstancia y hace énfasis en todos los detalles sangrientos que puede acumular en un relato tan pequeño, por un lado, para ilustrar vívidamente la actitud de estos niños de la muerte en Medellín, por otro, para dejar claro la magnitud de la afrenta: existe en Colombia un grupo de niños dispuestos a prostituirse, a matar y a morir por las causas menos nobles y sí, son modernos y occidentales. Esta cachetada a nuestra racionalidad no puede menos que paralizar al lector.
Ivan Morris señala, en su texto, la siguiente reflexión de un piloto kamikaze, momentos antes de lanzarse como torpedo humano: “Pensé en mi edad, diecinueve, y en ese dicho: ‘Morir cuando haya todavía gente que llore tu muerte, morir mientras uno todavía es puro’ (...). Mi ánimo rebosaba de lo que dijo el teniente Fujimira Sadao, lo que tantas veces me dijo: ‘No te encojas, afronta la muerte. Si tienes la duda de vivir o morir, siempre es mejor morir’ ” (1975:320). ¿No esta la lógica del sicario?
Con igual sarcasmo, y quizás con mayor fuerza, el autor critica a la Iglesia Católica desde la experiencia de un hombre criado en el catolicismo en el seno de la oligarquía colombiana. Recordemos que Vallejo es hijo de un ex senador y ex ministro colombiano, el abogado conservador Aníbal Vallejo Álvarez.
En Occidente, la fuerte identidad entre modernidad y una actitud anticatólica puede ser la que genere si no una resistencia, por lo menos una indiferencia ante las ideas liberales y modernizadoras. Vallejo aprovecha este resquicio para colar su lengua mordaz y desacralizar cualquier símbolo del cristianismo (desde el “engendro” llamado Cristo hasta el Papa Benedicto XVI), reforzando, quizá, la visión radical de aquellos occidentalistas que alegan que Occidente adora la materia, mas carece de alma; pero desde un ángulo que proclama una liberación de los abusos de la fe, del fanatismo religioso y de la intolerancia que se genera debido a la adoración a Dios.
III
Desde que Michel Foucault postulara su famosa interrogante ¿Qué es un autor? (1970),7 pareciera que toda respuesta que privilegie al autor en primer plano, debe pasar por definir al autor con base en su función.8 Es decir, cabría preguntarse ¿para qué sirve un autor? La respuesta podríamos encontrarla, ya no en los estudios sobre el autor meramente creador o fundador de un canon, sino en la noción de un autor como sujeto de la acción (que divulga o denuncia un pensamiento) al punto que puede, desde su escritura, anticiparse a las crisis de los modelos hegemónicos. Se trata del estudio de un autor que se presenta como un sujeto que está “sujetado” al devenir histórico, que discute con una tradición y cuestiona su campo cultural, enfrentando, desde la escritura, diversos pensamientos para transitar, finalmente, por la visión de un autor crítico de la modernidad y de algunos de sus artefactos, como las leyes, las instituciones, las teorías, que se atreve a disentir desde su discurso y que da cuenta de la incomodad de “el otro”.
Para un estudio del autor contemporáneo, consideramos relevante la posición de autor (es decir, cómo se relaciona ante los diferentes tipos de discursos),9 pues no se forma fortuitamente la atribución de un discurso a un individuo; se trata, como señala Bourdieu, de un proceso de intercambio de capitales simbólicos en donde la posición del autor (y ya no hablaríamos de espacio, sino de lugar), dentro de la jerarquía del campo cultural, enfrenta a otras, y se mueve de acuerdo a ciertas reglas del juego. En el campo literario un autor con estas dimensiones, como los autores ya mencionados, tendría como función proponer nuevos discursos que no necesariamente lo convierten en un sujeto meramente discursivo, pues según Bourdieu sería más bien actor comprometido con el campo al cual ingresa, que se atreve a proponer un espacio para la disidencia y que sobrevive en su campo gracias a su capacidad de lucha y enfrentamiento con ciertas prácticas, pero no debido exclusivamente a condiciones concernientes a la originalidad, la maestría o a una autoridad legitimada por la academia.
Valenzuela, Revueltas, Ramírez y Vallejo conforman un cuarteto de escritores responsables de una moralización narrativa, a través de textos que critican algunos de los paradigmas de Occidente en una suerte de occidentalismo que devela, por ejemplo, el reverso de la individualización, cuando el derecho a las diferencias se distiende hasta los confines de la barbarie o, dicho en otras palabras, los autores presentan los resultados de la individualización descarnada, potenciada y barbarizada.
Igualmente, estos autores proponen un discurso disidente al asumir la barbarie como estrategia y considerar la violencia como el único dispositivo que garantiza un mínimo de convivencia. De esta forma cuestionan abiertamente algunos de los principales postulados de la modernidad; modernidad que en nuestros países latinoamericanos nunca fue asumida de manera cabal, puesto que amén de haber ingresado de manera tardía, reprodujo sistemas que en ocasiones fueron implementados fuera de contexto, sin tomar en cuenta las diferencias particulares que las sociedades latinoamericanas poseían con respecto a los países del primer mundo.
Esta actitud legitima una de las funciones más importantes del autor contemporáneo, desde el espacio legítimo de quien publica y vende libros, el convertirse en canalizador de esas otras voces que constituyen identidades abstractas que se rebelan ante el proyecto de la modernidad occidental, que en principio, garantizaría el desarrollo histórico, pero que fracasa ante la posibilidad de existencia de situaciones en las que se apuesta por la barbarie. Los valores de moralidad, sabiduría y productividad, implícitos en la cultura moderna y herederos de una tradición encaminada hacia el progreso, son satirizados al confrontar las narrativas de estos autores con los discursos que los sustentan.
Como la crisis de los valores de Occidente, es también la crisis de los artefactos culturales que la acompañan, entre ellos, las teorías, este discurso del autor no sólo se enfrentaría a otros textos literarios sino, además, a múltiples discursos. Así, estos autores superan la noción clásica del authoritas y se convierten en sujetos de un discurso, más allá que escritores de textos, como señala Foucault: “...resulta fácil ver que, en el orden del discurso, se puede ser autor de otras cosas además de un libro —de una teoría, de una tradición, de una disciplina, en el interior de la cual otros libros y otros autores podrán ocupar a su vez un lugar. En una palabra diría que estos autores se encuentran en una posición transdiscursiva” (Foucault, 1999:344).
Son autores que, desde una mirada benjaminiana, “cepillan la historia a contrapelo”, es decir, tienen la capacidad de leer su presente para anticiparse al futuro, de tal forma que lo que sería la interpretación lineal de los acontecimientos se invierte para privilegiar una lectura inversa del tiempo que permite prever lo impredecible. Dice Benjamín: “Y éste deberá ser el aspecto del ángel de la historia. Ha vuelto el rostro hacia el pasado. Donde a nosotros se nos manifiesta una cadena de datos, él ve una catástrofe única que amontona incansablemente ruina sobre ruina, arrojándolas sobre sus pies. Bien quisiera él detenerse y despertar a los muertos y recomponer lo despedazado. Pero desde el paraíso sopla un huracán que se ha enredado en sus alas y que siendo tan fuerte el ángel no puede cerrarlas. Este huracán lo empuja irresistiblemente hacia el futuro, al cual da la espalda, mientras que los montones de ruinas crecen ante él hasta el cielo” (Benjamín, 1999:54).
Nuestros alertadores de incendios latinoamericanos, críticos de Occidente desde Occidente, anuncian la decadencia del sentido moderno como verdaderos ángeles de la historia. Al leer el presente, intuyen la crisis que se avecina en la civilización, en donde todo ordenamiento parece inútil ante la emergencia del caos pero, además, recrean nuestra incapacidad de pensar en términos de diferencia y en posicionarnos en el lugar del “otro” y, en conclusión, deslustran en su totalidad el proyecto de modernidad a través de una función particular que merece ser estudiada.
Bibliografía consultada
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Notas
George Gissing (1857-1903): “Workers in the Dawn”, “The unclassed”; Herbert George Wells (1866-1946): “The invisible man”; Jhon Wyndham (1903-1969): “The Crysalids”.
Cf. Buruma y Margalit.
Ruth Woodsmall (1936). Las mujeres musulmanas entran en el mundo nuevo. Citada por Buruma y Margalit.
Cuando Mohamed Atta, joven egipcio que estrelló el Boeing contra la torre norte del World Trade Center el 11 de septiembre, dejó claro en su último testimonio lo siguiente: “Quien haya de lavar mi cuerpo deberá ponerse guantes, de modo que no toque mis partes pudendas. No deseo que una mujer embarazada o una persona que no esté limpia se acerque a decirme adiós, porque no lo veo con buenos ojos”.
Entre los elementos que definen la relación del hombre con respecto a la sociedad, el individualismo puede definirse como la primacía moral de la persona, frente a cualquier colectivo social.
Vattimo: 1994:15.
En 1970 Foucault pronunció por segunda vez esta conferencia, en la Universidad de Búfalo (Nueva York) anexándole un párrafo y estableciendo algunas modificaciones. Esta versión, más completa, es tomada a menudo como referencia en las investigaciones más recientes.
La “función/autor”, como la define Foucault, sería una variante de la función/sujeto que permite visualizar al autor como un ente del discurso. Confróntese la conferencia pronunciada por Michel Foucault: “¿Qué es un autor?” (1970).
Foucault: 1999, 104-111.
Una de las funciones del autor contemporáneo se refiere a la propiedad que tiene como intelectual de asumirse como estandarte de un discurso que enfrenta y cuestiona las características de su entorno, con mayor fuerza y agudeza que otros críticos provenientes de diferentes campos. De esta particularidad del autor nos interesa estudiar la posición de ciertos autores latinoamericanos como Armando Ramírez o Luisa Valenzuela, José Revueltas y Fernando Vallejo, frente a lo que podríamos denominar la “comodidad occidental”: todos aquellos aspectos que, cultivados por Occidente, se manifiestan en un modo de vida complaciente inherente a la “modernidad”.
I
¿Qué es un autor? ¿para qué sirve un autor? y ¿qué importa quien habla?, son las preguntas que desencadenan una amplia discusión sobre la figura del autor contemporáneo, sobre todo a raíz de que ser autor en este momento implica adoptar una posición maleable, fácilmente intercambiable con la de otros intelectuales del campo, que supera la mera noción de escritor y deviene en la existencia de un sujeto productor que ocupa espacios destinados a la literatura, pero también a la política, la filosofía, la crítica, entre otros. Adicional a la percepción de Michael Foucault de la función/autor como una variante de la función/sujeto que permite visualizar al escritor como un ente del discurso, tenemos a un autor que cumple una multiplicidad de funciones, no siempre de la mano de la ficción y muchas veces ancladas en posiciones metadiscursivas que amplían considerablemente su radio de acción.
Una de estas funciones se refiere a la propiedad que tiene el autor como intelectual de asumirse como estandarte de un discurso que enfrenta y cuestiona las características de su entorno, con mayor fuerza y agudeza que otros críticos provenientes de diferentes campos. Esta característica se desprende de la particular relación que posee el autor con su realidad inmediata ya que, al escudarse en la literatura, un autor puede sortear muchas de las condiciones limitantes que proscriben la emergencia de una voz disidente.
De esta particularidad del autor nos interesa estudiar la posición de ciertos autores latinoamericanos frente a lo que podríamos denominar la “comodidad occidental”: todos aquellos aspectos que, cultivados por Occidente, se manifiestan en un modo de vida complaciente inherente a la “modernidad”.
Como señalan Buruma y Margalit (2005), “lo moderno” es algo escurridizo. Indudablemente, esta categoría se asocia con Occidente, pero también Occidente es una representación heterogénea. Algunos, vinculan ambos conceptos con los modelos de desarrollo que colocan en primer lugar a la ciencia y a la tecnología; con el capitalismo, con las libertades individuales y hasta con el ocio. Para otros, Occidente es sinónimo de una civilización materialista que todo lo envenena, desarraigada, superficial y colonialista. Los críticos del occidentalismo, también diversos, cuestionan desde la globalización, pasando por la separación de la Iglesia del Estado, hasta la naturaleza puramente mecánica de las grandes industrias.
¿Por qué criticar a Occidente? Las razones parecieran no seguir una tendencia única. Para el otro lado del mundo Occidente representa, desde luego, una amenaza al pensamiento oriental y a la lógica de Estado que proponen las naciones que lo profesan. Pero no todas las críticas provienen de Oriente, ni todas devienen en ataques terroristas o son producto de arrebatos de intolerancia. Occidente también cuestiona a Occidente y una de sus voces disidentes, con amplísima resonancia en la actualidad, es la del autor. “Intelectuales como Gissing, Wells y Wyhdham1 vieron con malos ojos la aparición de las modernas sociedades de masas, lamentando cosas como el ‘hombre común’, los suburbios o el gusto burgués”, señala Edward Said, y añade, “para el intelectual el problema no radica tanto, como parece suponer Carey, en la sociedad de masas en su conjunto, sino más bien en los privilegiados, los expertos, los corrillos y los profesionales que, siguiendo las modalidades definidas al comienzo de este siglo por el erudito Walter Lippmann, moldean la opinión pública, la hacen conformista, estimulan a depositar toda la confianza en un pequeño grupo de personas que lo sabe todo y que tiene el poder” (Cf. Said: 2007:15).
Es esta la sociedad de masas que se asocia con una “idiotez elevada” de tendencia conformista. El confort, señala Buruma y Margalit, “es una experiencia mayormente pasiva. Hay algo tedioso en el confort. El placer tiende a ser más activo, más emocionante y, posiblemente, más espiritual” (61). Por lo tanto, la felicidad en Occidente y según sus detractores, se relaciona más con el Konfortismus que con el placer, hecho cuestionable y cuestionado por los escritores que analizaremos en este trabajo.
Los autores que revisaremos de una u otra forma atacan a Occidente, desde su posición de autor. Interpelan el triunfo del relativismo moral y la exaltación del utilitarismo consumista, la ligereza intelectual y otros aspectos generalmente asociados a la modernidad Occidental. Rivalizan con el lujo y el individualismo. Apuestan por la barbarie en el apogeo de la modernidad.
Algunos manifiestan su crítica hacia Occidente a través de una especie de hostilidad hacia los símbolos de dicha civilización: rechazo a la ciudad y a su representación cosmopolita del mundo, desprecio por las ideologías occidentales, crítica a la burguesía “cuya antítesis es la del héroe que se inmola en el sacrificio”,2 aversión por la ciencia y la tecnología, y condena al individualismo exacerbado. Otros se enfrentan enarbolando cuestionamientos igualmente válidos que si bien defienden de alguna manera ciertos valores del paradigma occidental, lo destruyen desde adentro, ridiculizándolo, parodiándolo o minimizándolo ante los ojos del lector. Al primer grupo, pertenecen autores como Armando Ramírez o Luisa Valenzuela, al segundo, José Revueltas y Fernando Vallejo.
II
La primera vez que ella se mira el espejo ve “una espalda azotada,” “una cicatriz espesa”, pero su memoria está bloqueada. El trato que Roque da a Laura es siniestro y un caso de horror. En la escena titulada “Los espejos”, Laura está acostada boca arriba sobre la cama nupcial, donde Roque ha colocado espejos para prolongar su placer al infinito. Con su cuerpo estremecido, Laura acepta el ritual de ser moldeada por él. En esta escena de ultraje y violencia, ella reacciona ambiguamente, en parte con deleite físico y en parte con un rechazo total de ese repugnante del acto de amor, descrito por Valenzuela como “todo un estremecimiento deleitoso, tan al borde del dolor”. Mientras él la insulta: “¡Abrí los ojos, puta!”, ella grita un “No”. Esta imagen corresponde al cuento “Cambio de armas” de la escritora argentina Luisa Valenzuela. Lo interesante del discurso de la autora no está en el hecho de describir, de manera cruel y descarnada, un acto de violencia que refleja aquellos ocurridos en su país natal entre 1976 y 1983. El valor del texto estriba en que, para el momento de su publicación (1982), eran pocos, o casi nulos, los documentos que registraban con tal exactitud los abusos de poder perpetrados por la dictadura militar durante uno de los procesos más sangrientos que registra la historia Argentina, donde muchas mujeres estudiantes, sindicalistas e intelectuales fueron secuestradas, asesinadas y “desaparecidas”.
El autor, en este caso, como señala María Julia Daroqui, funciona como un “alertador de incendios”, es decir, como productor de un discurso que da cuenta de una situación poco o nada registrada desde otras discursividades presentes en el campo donde se descubre. Paradójicamente, una de las diferenciaciones más contundentes entre el sistema occidental y el oriental consiste en los principios que determinan la posición de las mujeres en ambas sociedades. Ruth Woodsmall3 refería, a comienzos del siglo XX, que las mujeres en la India eran completamente invisibles ante el espacio público ya que tanto el purdah (velo) como las palizas propinadas por sus maridos y otros hombres de la familia, las hacían “desaparecer”.
Tal parece que, en el caso de escritores como Luisa Valenzuela, existe una alerta, una denuncia que apunta directamente hacia ciertos aspectos de la comodidad occidental. En el caso de Armando Ramírez, su novela Violación en Polanco aborda sin rodeos el tema de la violencia en el barrio de Tepito, Distrito Federal (México), lugar pionero en el arte de grabaciones “piratas” de CDs en las que los cantautores locales invitan, explícitamente, a desconocer la ley, el orden y, específicamente, la autoridad de los jefes de gobierno. El texto se enfoca en los espantosos eventos que ocurren en un solo día y que acompañan a la violación de una mujer en Polanco. Los fragmentos de la novela (puesto que no tiene capítulos ni divisiones), se alternan en dos escenarios: el interior de un teatro y una furgoneta que viaja a través de la ciudad de México. Mezclando elementos heterogéneos como efectos de sonido, poesía, figuras históricas como Sahún o Moctezuma, baladas de la radio, jergas y juegos sexuales; la novela refleja la pérdida general de los lazos sociales y discursivos que se fortalecieron en la consolidación de las ciudadanías, pero que ahora se deslustran hasta culminar con un brutal asesinato.
Ramírez es otro de los autores con presencia crítica en su escritura. Escritor prodigio del barrio, cronista de los gritos en el mercado y de las fiestas de quinceañeras, utiliza un leguaje calificado de ultracostumbrista que denuncia, a partir de las formas expresivas de la cultura popular mexicana, toda una suerte de violencia underground que parece legitimar los mecanismos de la barbarie entronizada en la modernidad. En palabras del mismo autor, Violación en Polanco “fue como una premonición de la violencia que se comenzaba a gestar en la ciudad y que hoy vivimos de la forma en que está descrita ahí” (Ramírez, 2006, entrevista con Carlos Rojas).
Según Buruma y Magalit, se relaciona casi por completo a Occidente con la ciudad como símbolo perverso de la codicia, la falta de fe en Dios y el cosmopolitismo desarraigado. Esta condición aplica, en mayor medida, a las metrópolis o grandes ciudades capitales del mundo, en el mejor estilo de Ciudad de México. “Siempre que los hombres han construido grandes ciudades, les ha obsesionado el miedo a la venganza, ya fuera de Dios, de King Kong o de Godzilla, o bien de los bárbaros que se agolpan ante las murallas de la propia ciudad. Desde la antigüedad, los seres humanos han vivido aterrados ante la posibilidad del castigo por su afrenta en el desafío a los dioses, ya sea por haberles robado el fuego, o por haber adquirido demasiado conocimiento, o por haber generado una riqueza excesiva, o por haber construido torres que alcanzan el cielo” (pág. 25). El problema no radica en la ciudad per se, sino en las ciudades que merecen ser “castigadas”.
Violación en Polanco es la venganza de los bárbaros ante la modernidad. Ciudad de México merecía ser castigada, por sus excesos, por su abundancia, por su confort ilimitado. Encarnada en la mujer, la ciudad es violada repetidamente. Esta asociación no es casual pues la ciudad ha sido vista, desde la perspectiva moderna, como reflejo de la sexualidad femenina, tan temida y aborrecida por quienes se oponen a Occidente (como, por ejemplo, los extremistas islámicos).4 La ciudad exuda una sexualidad ilimitada que raya en la promiscuidad. “En la ciudad, concebida como gigantesca plaza de mercado, todas las cosas y todas las personas están a la venta. Los hoteles, los burdeles y los grandes almacenes ponen a la venta la fantasía de la vida muelle. El dinero permite a las personas comportarse de toda clase de maneras para las cuales no han nacido (...). La figura más simbólica de las relaciones humanas mercantilizadas, relaciones basadas en la adulación, la ilusión, la inmoralidad y el dinero, es la prostituta (...). La prostituta, en su dimensión profesional, es desalmada, por lo cual no es realmente humana (...). Esa condición desalmada se entiende como consecuencia de la hybris metropolitana” (Buruma y Magalit: 2005, 28-29).
Es importante señalar, además, otros casos de autores que se enfrentan a Occidente desde los principios y antivalores instaurados por la misma cultura occidental, como la secularización, la violencia o la individualización. Aquí ubicaríamos a José Revueltas, con su obra El Apando, publicada desde la cárcel en 1969. Esta historia contiene claves importantes para ilustrar el problema de la violencia como reacción incómoda a los órdenes de la modernidad. Desde esta perspectiva, podríamos leer esta obra como una “alertadora de incendios” que vislumbra la crisis de los valores modernos que la inspiran (como la tensión entre el orden y el caos, la emancipación de las minorías y, a grandes trazos, la idea de una “revolución” en contra de las instituciones de poder). Sabemos que la crisis de la modernidad, y su característica exacerbación del individualismo,5 encara hoy algunos problemas sociales de difícil solución, entre ellos la posibilidad de que sea en los márgenes del caos, y no en los confines de “La Ley”, donde se consolide la posible existencia. El Apando denuncia, desde principios de los sesenta, lo que hoy en día es el núcleo de la violencia en las sociedades occidentales. Constituye una crítica descarnada que despliega algunos de los inconvenientes más dramáticos de la incomodidad del “otro” con respecto a una de las ventajas de los procesos de modernización de América Latina: el mantenimiento del orden a través de la imposición de la ley y el confinamiento de las cárceles.
La modernidad, para los sujetos situados al margen del poder, puede presentarse como algo innecesario puesto que sus estrategias —como la industrialización, la sociedad de consumo, el progreso, la tecnificación— son posibilidades negadas para la mayoría de ellos. Como señala Vattimo,6 son condiciones huecas, que no se traducen en una acción que pueda modificar la condición de vida de los sujetos marginales”. Dadas estas condiciones, El Apando representaría, desde el inicio, una afrenta a las institucionalidad y un quiebre total entre este espacio y la centralidad del poder establecido por la Ley.
Este tipo de orden, impuesto por la Ley, responde a aquella mentalidad occidental que, ante los ojos de los críticos, “sirve para hallar la mejor manera de alcanzar una meta determinada, pero que resulta absolutamente inservible para hallar la manera justa. Su aspiración a la racionalidad es una verdad a medias y es la mitad que menos cuenta. Si mediante racionalidad nos referimos a la razón instrumental, al adaptar los medios a los fines, Occidente dispone de muchos medios, pero de muy pocos fines. Según esta óptica, el hombre occidental es un metomentodo hiperactivo, que en todo momento halla el medio adecuado para la finalidad errónea” (Buruma y Margalit: 2005,82).
Más dramáticos y violentos son los textos de Fernando Vallejo, La Virgen de los Sicarios (1994) y La puta de Babilonia (2007), donde claramente se cuestionan dos tinturas indelebles con las que suele colorearse la cultura Occidental: la religión y la violencia. En La Virgen de los Sicarios un gramático regresa, después de años de exilio, a una Medellín azotada por el narcotráfico, e inicia una relación amorosa con un sicario. En las primeras partes del relato, el gramático se esmera por explicar el lenguaje de los sicarios, por marcar una diferencia. Poco a poco, va adoptando el reducido vocabulario de su amante y su instrumento de expresión: la ametralladora. A la mano, el gramático y el sicario recorren la ciudad eliminando los enemigos del más viejo: taxistas que escuchan vallenatos y señoras embarazadas que siguen reproduciendo una raza degenerada. Por supuesto, no es el gramático quien empuña el arma, pues él se encarga únicamente de legitimar con argumentos de exclusión la elección de sus víctimas. El sicario las mata sin importarle quiénes sean o por qué han de morir. A este clima de violencia se unen, como partes integrales, consecuencias o causas lógicas de la situación, la devoción a la Virgen de los Sicarios y las fuertes lealtades familiares de la cultura antioqueña.
La puta de Babilonia es, más bien, una extensa confesión del autor a la par que un documento histórico que calcula, suma y multiplica las innumerables faltas de la Iglesia Católica (la puta), a las que suma algunos otros pecadillos cometidos por las demás religiones y cultos, para culminar en un manifiesto descreído y desacralizado, que se burla de la fe y ridiculiza a todos sus representantes, a quienes sólo les concede méritos, por gracia y afinidad con los pensamientos del autor, en la seducción de jóvenes masculinos y en la abundancia del placer.
En primer lugar, la figura del sicario es una afrenta a Occidente porque cuestiona su actitud ante la muerte. La cultura del confort es una cultura longeva, destinada a fomentar la plenitud de la vida y, más allá, el retiro, la comodidad de la vejez. El sicario apenas vive dieciséis años, cuando llega. La muerte no es vista con buenos ojos por un pensamiento occidental que rinde culto al cuerpo, al presente y a la vida; amo de los más sofisticados recursos tecnológicos y científicos destinados a preservar la salud y combatir el paso de los años. Aunque el cristianismo —la religión emblemática de Occidente— apuesta por una vida más allá de la muerte, desprecia el suicidio, penaliza el aborto y condena el asesinato. Así, dentro de la lógica occidental, el irreverente culto del sicario a la muerte no tiene cabida.
Vallejo se burla de esta circunstancia y hace énfasis en todos los detalles sangrientos que puede acumular en un relato tan pequeño, por un lado, para ilustrar vívidamente la actitud de estos niños de la muerte en Medellín, por otro, para dejar claro la magnitud de la afrenta: existe en Colombia un grupo de niños dispuestos a prostituirse, a matar y a morir por las causas menos nobles y sí, son modernos y occidentales. Esta cachetada a nuestra racionalidad no puede menos que paralizar al lector.
Ivan Morris señala, en su texto, la siguiente reflexión de un piloto kamikaze, momentos antes de lanzarse como torpedo humano: “Pensé en mi edad, diecinueve, y en ese dicho: ‘Morir cuando haya todavía gente que llore tu muerte, morir mientras uno todavía es puro’ (...). Mi ánimo rebosaba de lo que dijo el teniente Fujimira Sadao, lo que tantas veces me dijo: ‘No te encojas, afronta la muerte. Si tienes la duda de vivir o morir, siempre es mejor morir’ ” (1975:320). ¿No esta la lógica del sicario?
Con igual sarcasmo, y quizás con mayor fuerza, el autor critica a la Iglesia Católica desde la experiencia de un hombre criado en el catolicismo en el seno de la oligarquía colombiana. Recordemos que Vallejo es hijo de un ex senador y ex ministro colombiano, el abogado conservador Aníbal Vallejo Álvarez.
En Occidente, la fuerte identidad entre modernidad y una actitud anticatólica puede ser la que genere si no una resistencia, por lo menos una indiferencia ante las ideas liberales y modernizadoras. Vallejo aprovecha este resquicio para colar su lengua mordaz y desacralizar cualquier símbolo del cristianismo (desde el “engendro” llamado Cristo hasta el Papa Benedicto XVI), reforzando, quizá, la visión radical de aquellos occidentalistas que alegan que Occidente adora la materia, mas carece de alma; pero desde un ángulo que proclama una liberación de los abusos de la fe, del fanatismo religioso y de la intolerancia que se genera debido a la adoración a Dios.
III
Desde que Michel Foucault postulara su famosa interrogante ¿Qué es un autor? (1970),7 pareciera que toda respuesta que privilegie al autor en primer plano, debe pasar por definir al autor con base en su función.8 Es decir, cabría preguntarse ¿para qué sirve un autor? La respuesta podríamos encontrarla, ya no en los estudios sobre el autor meramente creador o fundador de un canon, sino en la noción de un autor como sujeto de la acción (que divulga o denuncia un pensamiento) al punto que puede, desde su escritura, anticiparse a las crisis de los modelos hegemónicos. Se trata del estudio de un autor que se presenta como un sujeto que está “sujetado” al devenir histórico, que discute con una tradición y cuestiona su campo cultural, enfrentando, desde la escritura, diversos pensamientos para transitar, finalmente, por la visión de un autor crítico de la modernidad y de algunos de sus artefactos, como las leyes, las instituciones, las teorías, que se atreve a disentir desde su discurso y que da cuenta de la incomodad de “el otro”.
Para un estudio del autor contemporáneo, consideramos relevante la posición de autor (es decir, cómo se relaciona ante los diferentes tipos de discursos),9 pues no se forma fortuitamente la atribución de un discurso a un individuo; se trata, como señala Bourdieu, de un proceso de intercambio de capitales simbólicos en donde la posición del autor (y ya no hablaríamos de espacio, sino de lugar), dentro de la jerarquía del campo cultural, enfrenta a otras, y se mueve de acuerdo a ciertas reglas del juego. En el campo literario un autor con estas dimensiones, como los autores ya mencionados, tendría como función proponer nuevos discursos que no necesariamente lo convierten en un sujeto meramente discursivo, pues según Bourdieu sería más bien actor comprometido con el campo al cual ingresa, que se atreve a proponer un espacio para la disidencia y que sobrevive en su campo gracias a su capacidad de lucha y enfrentamiento con ciertas prácticas, pero no debido exclusivamente a condiciones concernientes a la originalidad, la maestría o a una autoridad legitimada por la academia.
Valenzuela, Revueltas, Ramírez y Vallejo conforman un cuarteto de escritores responsables de una moralización narrativa, a través de textos que critican algunos de los paradigmas de Occidente en una suerte de occidentalismo que devela, por ejemplo, el reverso de la individualización, cuando el derecho a las diferencias se distiende hasta los confines de la barbarie o, dicho en otras palabras, los autores presentan los resultados de la individualización descarnada, potenciada y barbarizada.
Igualmente, estos autores proponen un discurso disidente al asumir la barbarie como estrategia y considerar la violencia como el único dispositivo que garantiza un mínimo de convivencia. De esta forma cuestionan abiertamente algunos de los principales postulados de la modernidad; modernidad que en nuestros países latinoamericanos nunca fue asumida de manera cabal, puesto que amén de haber ingresado de manera tardía, reprodujo sistemas que en ocasiones fueron implementados fuera de contexto, sin tomar en cuenta las diferencias particulares que las sociedades latinoamericanas poseían con respecto a los países del primer mundo.
Esta actitud legitima una de las funciones más importantes del autor contemporáneo, desde el espacio legítimo de quien publica y vende libros, el convertirse en canalizador de esas otras voces que constituyen identidades abstractas que se rebelan ante el proyecto de la modernidad occidental, que en principio, garantizaría el desarrollo histórico, pero que fracasa ante la posibilidad de existencia de situaciones en las que se apuesta por la barbarie. Los valores de moralidad, sabiduría y productividad, implícitos en la cultura moderna y herederos de una tradición encaminada hacia el progreso, son satirizados al confrontar las narrativas de estos autores con los discursos que los sustentan.
Como la crisis de los valores de Occidente, es también la crisis de los artefactos culturales que la acompañan, entre ellos, las teorías, este discurso del autor no sólo se enfrentaría a otros textos literarios sino, además, a múltiples discursos. Así, estos autores superan la noción clásica del authoritas y se convierten en sujetos de un discurso, más allá que escritores de textos, como señala Foucault: “...resulta fácil ver que, en el orden del discurso, se puede ser autor de otras cosas además de un libro —de una teoría, de una tradición, de una disciplina, en el interior de la cual otros libros y otros autores podrán ocupar a su vez un lugar. En una palabra diría que estos autores se encuentran en una posición transdiscursiva” (Foucault, 1999:344).
Son autores que, desde una mirada benjaminiana, “cepillan la historia a contrapelo”, es decir, tienen la capacidad de leer su presente para anticiparse al futuro, de tal forma que lo que sería la interpretación lineal de los acontecimientos se invierte para privilegiar una lectura inversa del tiempo que permite prever lo impredecible. Dice Benjamín: “Y éste deberá ser el aspecto del ángel de la historia. Ha vuelto el rostro hacia el pasado. Donde a nosotros se nos manifiesta una cadena de datos, él ve una catástrofe única que amontona incansablemente ruina sobre ruina, arrojándolas sobre sus pies. Bien quisiera él detenerse y despertar a los muertos y recomponer lo despedazado. Pero desde el paraíso sopla un huracán que se ha enredado en sus alas y que siendo tan fuerte el ángel no puede cerrarlas. Este huracán lo empuja irresistiblemente hacia el futuro, al cual da la espalda, mientras que los montones de ruinas crecen ante él hasta el cielo” (Benjamín, 1999:54).
Nuestros alertadores de incendios latinoamericanos, críticos de Occidente desde Occidente, anuncian la decadencia del sentido moderno como verdaderos ángeles de la historia. Al leer el presente, intuyen la crisis que se avecina en la civilización, en donde todo ordenamiento parece inútil ante la emergencia del caos pero, además, recrean nuestra incapacidad de pensar en términos de diferencia y en posicionarnos en el lugar del “otro” y, en conclusión, deslustran en su totalidad el proyecto de modernidad a través de una función particular que merece ser estudiada.
Bibliografía consultada
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Notas
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Cf. Buruma y Margalit.
Ruth Woodsmall (1936). Las mujeres musulmanas entran en el mundo nuevo. Citada por Buruma y Margalit.
Cuando Mohamed Atta, joven egipcio que estrelló el Boeing contra la torre norte del World Trade Center el 11 de septiembre, dejó claro en su último testimonio lo siguiente: “Quien haya de lavar mi cuerpo deberá ponerse guantes, de modo que no toque mis partes pudendas. No deseo que una mujer embarazada o una persona que no esté limpia se acerque a decirme adiós, porque no lo veo con buenos ojos”.
Entre los elementos que definen la relación del hombre con respecto a la sociedad, el individualismo puede definirse como la primacía moral de la persona, frente a cualquier colectivo social.
Vattimo: 1994:15.
En 1970 Foucault pronunció por segunda vez esta conferencia, en la Universidad de Búfalo (Nueva York) anexándole un párrafo y estableciendo algunas modificaciones. Esta versión, más completa, es tomada a menudo como referencia en las investigaciones más recientes.
La “función/autor”, como la define Foucault, sería una variante de la función/sujeto que permite visualizar al autor como un ente del discurso. Confróntese la conferencia pronunciada por Michel Foucault: “¿Qué es un autor?” (1970).
Foucault: 1999, 104-111.
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