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lunes, octubre 15, 2007

Gabriel Fuster: AFFLATUS

Ostara está ciega dentro de su barca de flores y pasa de largo el canal del Danubio, con su colosal red de drenajes de la ciudad. Viena es negra de dolor y falsa en su modesta vitalidad intelectual. El joven viene a buscar ayuda al país que vive enfrente, lleva su cuaderno de bocetos bajo el brazo, muerde el lápiz con la firme decisión de convertirse en artista. Alto, ataviado con traje desastre, se pasea por las calles, viviendo de la venta de sus pinturas, en su mayor parte acuarelas, para obtener un pequeño sustento dentro de la miseria y los ladrones en los sueños, los asaltantes del día siguiente. Trabajo, sofá, trabajo, almuerzo de frutas y vino, sofá, trabajo, censura de los amigos, cena con pan de bodega y leche, sofá. O del duro invierno y las prostitutas del fin-de-siècle del siglo XIX, de cuyo esplendor lo paga la pena para arroparlas con aquel viejo aroma a sudor que ya no se reconoce en el invierno, que como los colores, guarda olores secundarios. Viena, la patria del vals, la ciudad promesa como promesa, le era por completo incomprensible. Los romanos la llamaban Vindobona, nombre de origen celta que significa ciudad blanca. En las inmediaciones del mercado Karmelitemarkt, a pocos pasos del casco histórico de los edificios del ghetto, un letrero pende de dos argollas sin que sea un hallazgo furtivo. El joven pintor se siente atraído por los caracteres bávaros grabados en la madera y lee: Geschäft von Wundern, Tienda de maravillas. Intacta allí, quieta allí contra los segmentos de un barro suculento y los adoquines que florecieron, retando el humo del hogar y sus casas desplomándose. La tienda guarda la sombra de mil relojes detenidos, con la ventana recia al hielo, salvo una luz dorada escurriendo por dentro, por debajo del vidrio polvoso. La manija en la puerta guarda la forma de un dragón de bronce con la lengua bífida. El joven artista pone la mano en el metal y se siente caliente al primer contacto. Éste abre la puerta, la cual se empuja con facilidad entre los ladridos vecinales, y pasa al interior.
Adentro, el vestíbulo con baldosas amarillas parecía alargarse delante suyo, ya desafiaba el campo de la ilusión óptica, como el cubo de Necker. La perturbación arquitectónica no podía ser tan ancha, tan larga, tan alta en desproporción a su fachada. Sin hacer ruido, guarda entre los cartones ese grano de sol que resume un arrepentimiento tardío. Fija la claridad que los ojos adoloridos aún conservan como el indicio último de una linterna falsa. La obscuridad del fondo más negra que el subsuelo bajo el cual se esconden los duendes. Camina con pesadez, formando tras de sí un rastro de pata de palo. El muchacho mira la tienda colmada de objetos perdidos, llena de prendas y extrañas invenciones. Cajas de madera estibadas como en un almacén, hasta el punto de terminar de ocultar la pesadilla del Caballo de Troya. Barriles de curtidos para el festín de Barmak. Hilera tras hilera de ánforas, selladas con brea y cada una marcada con indescifrables secuencias en el barro. Cajones con anillos, amuletos y astrágalos del armario empotrado. Claveros con pesadas llaves de plomo. Máscaras aborígenes, una comunidad de títeres para componer la excusa de Liliput. Frascos de cristal transparente con anémonas y manzanas de oro en conserva, botes con hierbas medicinales y dientes de dragón. La botella de Imp. Una pared de relojes, de todos los períodos, algunos con nueve o cincuenta y seis divisiones del tiempo. Otra, completa con escudos y espadas. La espada Excalibur, la espada Caladbolg, la espada Durendal. El mazo de Thor. Un altar celta y un monolito señalando la entrada a una cámara oculta. La estantería llena de grimorios, obras teúrgicas, códices, manuscritos iluminados, tablillas con rasgos cuneiformes, cartillas, tablas sagradas, textos arcanos, registros akasicos, diccionarios, diarios, palimpsestos, epístolas, incunabulae, enquiridión, parerga y paralipomena. Escobas voladoras, alfombras terrestres con el defecto persa. Redomas de alquimia. Microscopios y telescopios. Los tanques y aeroplanos de Leonardo, los sumergibles de Verne. El Santo Grial. Trompetas de plata de los heraldos celestiales y otros instrumentos musicales. La siringa de Pan, la lira de Orfeo, la guitarra de Zin Kibaru, la flauta de Hamelín. Candelabros de plata. Una lámpara de aceite de la especie que Aladino frotaba con su mano para liberar al genio. O los asientos de aire frío en la tetera de la abuela, pues hasta con los cuentos de hadas, en la hora predicha, los abuelos se vuelven todos iguales. Y doquiera que el muchacho veía, había basura caída de la cornucopia y espejos multiplicándolo al infinito.

Curioso, no dejaba de examinar un berbiquí de barrena que tomó de la mesa redonda del Rey Arturo, cuando una voz interrumpe, detrás suyo.
-Esos fueron diseñados para matar quimeras. Sólo uno ha sido utilizado para tal fin con éxito, un tipo que juró a su vicario que libraría a su pueblo de tales monstruos en el cielo. Difícilmente puede existir otro osado semejante, pero uno nunca sabe. Hay que mantener un catálogo en existencia, ¿no crees?
El mozalbete voltea para encontrarse con una figura de cera, vestida a la usanza pascual.
-Ese no soy yo. Ese es Moisés.
El joven da cuenta de su error, gira la cabeza hacia la esquina revestida de la monótona llama de una vela.
-Te lo dejo a muy buen precio, amigo. No hay mucha demanda por Moisés en estos días. No desde que sus milagros fueron puestos en duda. Además, su figura es muy triste, parece un canguro con la cola cortada.
El muchacho mira a un anciano sentado en una silla lombarda. El contacto con el respaldo transforma al hombre en una catarata de autoridad. El joven intruso decide que es hora de retirarse. Alcanza la puerta de entrada y prueba girar la perilla. No funciona. Arremete con el hombro la madera, pero no cede. Del exterior llegan torvos gruñidos de la materia fatigada, el aleteo de aves que cargan la historia en sus garras, el ronroneo de máquinas fantásticas. Vuelve a la figura del anciano en la urdimbre de su memoria. Durante un rato observa sus barbas reconocidas, los vestidos de ese mercader judío usando la partida doble creada en Venecia. Ni más ni menos, el usurero de Shylock. Se fija en su ojo izquierdo, manchado de rabia. Entonces sucede una explosión y estrellas fugaces iluminan la garganta del anciano por un instante, revelando al niño que se sienta en el brocal del pozo, buscando su reflejo que primero lanzó la piedra. Al pasar el destello, el rostro vuelve a ser el mismo.
-No te preocupes por gritar y pedir auxilio. A nadie le importa. El sultán rojo mandaba a tirar al mar a los estudiantes de la escuela de medicina, desde la punta del Sérail. Se dice que la corriente se llevaba los sacos, que nunca volvieron a encontrar. Inútil.

Se levanta de su silla y camina hacia al muchacho
-Ahora, ¿Qué se te ofrece por aquí?
-Sé lo que buscas en mí. Ésta es una tienda mágica. He leído muchas historias de tales lugares que aparecen y desaparecen, cuentos de bobos.
-Bueno, para ser justos con la publicidad, joven amigo –responde el tendero, abriendo los brazos -Somos lo que el letrero anuncia, la tienda de las maravillas. En otras palabras, Schicksal beantwortet Wünsche Ihres Herzens. Quiero decir, el destino te dará respuesta a los deseos del corazón, justo a la vuelta de la esquina de tu mente, si tienes la voluntad. Esta casa te da la bienvenida y ahora me toca adivinar cuales son. Hijo, tienes una sola oportunidad. Tú sabes, políticas comerciales. Las prácticas del monopolio limitan las ventas a un consumidor por turno. Pero no te desanimes. Vamos, tenemos toda clase de objetos. El mismo inventario que respalda el Index Librorum Prohibitorum. No sé, el manto de la invisibilidad, el oricalco de los atlantes, los filtros de amor de Circe, el cinematógrafo espectral de Morell, píldoras para convertir el fuego en agua. Lo que te imagines.
-Cuando salga de aquí, ¿el lugar desaparecerá en la nada?
-Me temo que sí, muchacho
-¿Por qué siempre es así? ¿A dónde van cuando sucede? ¿No quiebra el negocio?
El viejo lanza un largo suspiro, gira los ojos en redondo.
-¿Sabes qué? Eres la primera persona que lo pregunta.
Sin embargo, no responde a las preguntas. Por el contrario, se encamina a un mostrador de metal. Toma un puñado de gemas de una balanza romana.
-Hey, muchacho, ven con tus cosas aquí. Tengo lo justo para satisfacer tu deseo.
El estudiante se rasca el pecho donde se ha perdido el botón de su camisa y titubea en el señalamiento. La curiosidad es más poderosa y prueba suerte. Ambos permanecen quietos a lados opuestos del mueble. El judío rompe el silencio.
-Bien, ¿Cuál es el mayor deseo de tu corazón?

El muchacho responde sin levantar la mirada de las piedras preciosas esparcidas.
-Poder
-¿Qué clase de poder?
-Quiero que la gente haga todo lo que les pida
-Eso es fácil. – el anciano pasa la manga sobre su mercancía de rubíes, zafiros y demás -He aquí, las piedras del poder. Dos peniques por pieza.
El muchacho levanta la vista
-¿Por qué tan baratas?
El viejo se encoge de hombros.
-Están en oferta. Un pfennig sí sería una ganga.
El joven estudiante intenta tomar el diamante, pero el anciano lo detiene de la muñeca, violentamente
-¡Esa no!
El muchacho retira la mano, zafándose de los doce largos dedos. Entonces, el viejo escoge una esmeralda.
-Esta es la que te conviene
-¿Qué de malo tiene la otra?
-No te iba servir para nada. Créeme lo que te digo, hijo.
El muchacho recibe la gema. La mira a contraluz.
-¿Cómo la uso?
-Llévala contigo. Caliéntala con las manos. La piedra hará el resto
El muchacho saca dos monedas del pantalón de lana, las pone a averiguar el sonido del intercambio contra el mostrador.
-Necesito anotar la transacción…
El anciano abre un cajón debajo del mueble y saca un tintero y una libreta contable. Ojalá un ángel te preste una de sus plumas para que con ella escribas lo que ahora lees.
-Usted ha escrito mi nombre…
El anciano termina la anotación, cierra la larga libreta y la abraza contra su pecho.

-¿Se te ofrece algo más? –pregunta al joven, con un tono más cortante que cortés.
-¿Cómo sabe mi nombre? Nunca le dije mi nombre
-Gracias por tu compra. Vuelve pronto.
Enseguida guarda su libro mayor y el tintero, cerrando el cajón con suma calma.
-Pero…
-Adiós…
El muchacho aprieta la piedra con el puño levantado con aire desafiante y resopla dos palabras de coraje, voltea a la puerta de entrada con resignación. La tarde apaga otra eternidad de ayeres. Malhumorado, da tres pasos a la calle y voltea para cerciorarse del presente. Donde antes había una puerta, ahora existe una pared sólida entre dos calles. Como se lo había anticipado, la Geschäft von Wundern, o Tienda de maravillas había desaparecido, junto con el comerciante judío de los malos modales y que lo estafó con dos peniques a cambio de la piedra que cumplirá un deseo de su corazón en el futuro.
El anciano estabiliza sus átomos y asume su forma original. Él no era un viejo o siquiera un humano. Él era un robot. El disco es expulsado de la ranura lateral de la extremidad inferior, apenas se regula el flujo de gravitones. La tienda se solidifica alrededor suyo. Las paredes desaparecen. Estaba de vuelta en la burbuja. El mundo exterior era total obscuridad y cenizas. El holograma de la tienda obtiene 2N vértices, los cuales pueden ser escritos (±1,±1, ..., ±1) para algunos ajustes compatibles de ejes. El robot esconde los colores prohibidos y en desorden de un aprendiz en el amanecer del siglo XX, antaño llamado 1905.
En la celda 15, uno de los supervisores se solidifica en un tetrahedrón frente a él y lo cuestiona
-Afflatus, ¿Qué nombre tienen esa composición cromática?
-Integridad
El supervisor revisa las acuarelas sin decir más. Enseguida desaparece.

El robot fija un algoritmo que repasa la proporción aurea de la composición. Concluye que el muchacho tiene talento.
El poliedro reaparece con un blip.
-Tenemos los primeros trabajos de Gerardt Hooft, que no difieren mucho de los originales de Cotton Mather.
Hooft se especula que la quinta dimensión es realmente la fábrica del espacio-tiempo. Caveat emptor. Ellos cambian juguetes por tiempo. Tiempo en contra la vorágine de la nada. Tiempo como el consumidor de la masa y la energía. Tiempo como arma, la única arma para enfrentar la entropía de mierda. ¿Qué les importa tanto a ustedes? Se preguntaba este alevoso humano.
Todo
Supervivencia. Existencia. Orden. Tiempo
Negociable sólo en la tienda de las maravillas
-Afflatus, su último viaje produjo una variación en el continuum que no puede ser ignorada. ¿Por qué se hizo así?
-Leí su mente. Me pareció un humano con dos personalidades marcadas. En una, considerado y afable. En la otra, iracundo y avasallante en extremo, dueño de un temperamento frío, apasionado y calculador. Consideré los mundos alternativos.
-Tonterías
-No me grite
-Esto no es un juego, es una guerra de supervivencia
-Siempre se trata de la supervivencia. Nunca se trata del arte.
-Lo olvidábamos. El brote de creatividad irracional e inconsciente
-Yo no indico como manejarse como supervisor
-Insolente
-Reordené el universo. Soy un artista.
-Nosotros somos los autorizados para reordenar el universo, lo que queda de él. Los 144,000 que quedamos, en el final del tiempo.
En el final, quedaba el trueque. Tiempo negociado con juguetes. Por ejemplo, la habilidad para pintar un bisonte sobre la roca, vendido a un anónimo

Neanderthal en el sur de Europa. Los fuegos pirotécnicos, o la más moderna arma en la pólvora vendida a un mandarín en una villa de Choukoutien. El palacio de Xanadu, vendido a un mongol en el desierto de Gobi. El confín del mundo dentro del mapa, aceptados por un cartógrafo a cambio de robarle los dioses a centros como Petra, Ur, Mohenjo-Daro, Hatussa, Tanis, Angkor, Machu Picchu o Tikal. Trueque de ciudades, civilizaciones, nombres y alcandora de luz para quedarnos a solas y abandonarnos al ánimo de los enterradores de una lápida cósmica. El dilema es muy simple: pagar la renta o ser desalojados.
-Aquí terminan tus viajes
El robot desea rogar, pero no está programado para ello. Sin decir más, el supervisor elige otro mensajero de la mesa de los portarretratos. El robot empieza a burbujear y desaparece en medio de un centello. El supervisor entiende que no siempre se trata de una decisión sencilla, pero tampoco lo es la supervivencia.
La tienda se vuelve a reactivar.
El agitado adolescente tiene su huída imaginaria para Ringstraße, cuando una voz lo detiene a sus espaldas. “¡Hey, alto ahí!”
Éste hace alto y voltea. La mujer está parada en la misma puerta de verdades y secretos de la Tienda de maravillas, le hace señas de acercarse. “¡Regresa, tengo algo tuyo!
El muchacho se regresa, atraído por la belleza de la mujer.
-¿Dónde está el viejo? –pregunta, mirando por encima de su hombro.
-Disculpa, te vendimos la gema equivocada. Este diamante es más valioso.
Ella le muestra el diamante. El muchacho lo toma y lo compara con su esmeralda. Finalmente, acepta hacer el cambio.
-Bien, pero todavía deseo saber ¿Qué les importa tanto a ustedes?
-Se trata de un servicio a la comunidad, nada más –ella sonríe, mientras se guarda la otra piedra preciosa.
No satisfecho del todo con la respuesta, se apresura a tomar su cita con los maestros de la Akademie der bildenden Künste Wien, o Academia de Bellas Artes de Viena, pero titubea antes de dar el segundo paso.

-¿Hay algo más que pueda hacer por ti? –pregunta la mujer.
-El viejo, el comerciante judío ese, escribió mal mi nombre
-No le dé importancia, herr Hitler
-Él escribió Adolf, pero yo prefiero ser llamado Wolfie con los amigos íntimos, de lobo, usted sabe. ¿Podría corregir eso?
-Veré que puedo hacer
El muchacho asiente con la cabeza y reanuda su camino.
-¡Es Wolfie, no lo olvide! –grita antes de doblar la esquina.
No lo olvidaremos, piensa la mujer. La puerta se cierra y la tienda desaparece en el aire.
Caveat Emptor.
Dedicado a Gabriel C Fuster, en un instante de tregua

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