En el judaísmo, el nombre de Dios es más que un título distinguido. Representa la concepción judía de la naturaleza divina, y de la relación de Dios con su pueblo. En Exodo 3, 13-22 Moisés es el primero que pregunta el nombre de DIOS. No lo hace para interrogar ¿cómo te llamas? sino ¿cuál es tu esencia? ... Reverentes al sagrado de los nombres de Él, y como medio de mostrar respeto y reverencia hacia ellos, los escribas de los textos sagrados hacían una pausa antes de copiarlos, y usaban términos de reverencia para mantener oculto el verdadero nombre del Creador. Todas las denominaciones modernas del judaísmo enseñan que está prohibido pronunciar las cuatro letras del nombre de Dios, YHWH, excepto si son dichas por el Gran Sacerdote en el Templo. Puesto que el Templo de Jerusalén ya no existe, nunca se pronuncia este nombre en rituales religiosos. Incluso, si el nombre se escribe, por ejemplo en inglés, éste se verá escrito como G-d.
Se dice que en el Edén, cada vez que el hombre hablaba, volvía a representar, remedaba por su cuenta, el mecanismo nominalista de la creación. La lengua del Edén era como un cristal translúcido; la atravesaba una luz de comprensión absoluta. Lo ocurrido en Babel fue como una segunda herida en el corazón del hombre; elevación y caída de los signos y su orden; en algunos aspectos resultó tan desoladora como la primera: el hombre fue despojado de la certidumbre de poder aprehender y comunicar la realidad. Se había perdido irremediablemente la Ur-Sprache misma.
Aun cuando el hebreo puede darse el privilegio de un contacto directo, la cábala reconoce que todas las lenguas son un misterio y que todas se relacionan, en última instancia, con la palabra divina. Se dice que Angelus Silesius —para quien el mudo y el sordo son las creaturas que más cerca están de la vulgata perdida del Edén— enseñaba, entre los años de 1660 y 1670, que Melquisedec, rey de Salem y sacerdote del Altísimo (Génesis, 14:17) habría grabado en su corona de oro macizo esa palabra divina e impronuciable; summa de la combinación 6 x 12 que conduce al estado original de la lengua. La corona permaneció extraviada después de la destrucción de Sodoma y Gomorra, hasta que un templario de nombre Welheim VaIk dio con ella en Tierra Santa y la puso a buen resguardo. La suma de esfuerzos por hallarla, se dice, llevó a Milton a la escritura de El Paraíso Perdido
Ajeno a todo precepto religioso y más creyente de un mundo absurdo que de una concepción coherente de diálogo entre dos personas, Samuel Bekett escribió en 1953, El Innombrable un monólogo desunido, sin resortes ni nudos y bajo el punto de vista de un ser (el protagonista) que no posee nombre alguno: su presencia en la novela es estólida, inmóvil, silenciosa. Para que el cuadro sea completo, Beckett des-crea en vez de crear: no existe trama alguna en su obra y la puesta en escena deja al espectador (o lector de la obra) con la sensación de que el escritor irlandés se ha burlado de él. Las luces de la obra no se podrían apagar si quienes se formaron en taquilla para ver El Innombrable, no se quedaran azorados cuando observan que los otros personajes (Mahood y Worm) existen sólo como facetas, reflejo y prolongación del propio narrador quien lleva la obra hasta el final en un tono desesperado e incoherente; tal y como Beckett concibe la vida: una existencia compuesta de una serie muy larga de breves oraciones (y rezos) que nadie fuera de la bóveda celeste contesta ni contestará jamás.
Pero divago. Porque ni me acerco al Nombre, ni leo a Bekett ni busco la corona de Valk. Me hallo más bien con un cuaderno abierto y a punto de anotar en él un nombre que, hoy para mí y por cuestión de razones comprensibles, me ha sido prohibido musitar, nombrar, mencionar, simular y siquiera esbozar a través de sus iniciales. El cuaderno pretendía ser llenado con un poco más de medio centenar de poesías y cuyo título, entre pensar y despensar y volverme monolítico y callado como el personaje de Beckett, pensaba yo en el título, en su portada y título..Y dedicarlo. ¿Pero a quién? Ese es el terrible problema: podría ser o no dedicado, y he legido (si llego a terminar tal empresa) hacerlo a quien ya no puede ser nombrada porque el mundo se le ha vuelto eso: ya no es nombrable. Podrían intentar terminar el libro con una serie de guiones (como el G-d), pero esto harían que los poemas dejarían de ser para ella, eso que ya sucedió antes de nombrarla: “la luz que antes pasó por sus manos abiertas”.
No hay objeción. No hay enojo ni dolor. Las cosas que no se nombran, no existen. Trasluz de su propia tinta, lo innombrable vuelve a su origen, sólo para salvar esas páginas del fuego y rescatar del mismo ese nombre impronunciable a quien el libro iba a ser dedicado. Queda sólo un mugroso cuaderno, inmóvil y callado, sin diálogo, y ya sin respuesta; uno que quisiera decir junto con Vàlery: de esperar voy viviendo y son tus pasos mi alma. Si tu labio me apura (dueña ya de por lo menos uno de esos poemas) intentaré no nombrar para quien es que vuelan esas páginas.
Pero ya ni los pasos ni el alma se escuchan. En pagodas y mezquitas, en templos y sinagogas, cada quien nombra a quien debe nombrar con la reverencia exigida y a la espera que lo Alto conteste a sus plegarias, aunque el dador sea Innombrable. Uno se conforma por caminar las calles de su Boca con este Octavarium bajo el brazo, la primera hoja aún en blanco y todo lo demás a la espera que se levante el estado de sitio, y aquel nombre, el Único que puede quedar labrado para siempre, no quede lastimado con guiones que cruzan el dorso de sus sílabas. Que se rinda la sangre viva en los labios, y grabe ahí ese nombre que de tanto insistir se nos ha vuelto prohibido.
Se dice que en el Edén, cada vez que el hombre hablaba, volvía a representar, remedaba por su cuenta, el mecanismo nominalista de la creación. La lengua del Edén era como un cristal translúcido; la atravesaba una luz de comprensión absoluta. Lo ocurrido en Babel fue como una segunda herida en el corazón del hombre; elevación y caída de los signos y su orden; en algunos aspectos resultó tan desoladora como la primera: el hombre fue despojado de la certidumbre de poder aprehender y comunicar la realidad. Se había perdido irremediablemente la Ur-Sprache misma.
Aun cuando el hebreo puede darse el privilegio de un contacto directo, la cábala reconoce que todas las lenguas son un misterio y que todas se relacionan, en última instancia, con la palabra divina. Se dice que Angelus Silesius —para quien el mudo y el sordo son las creaturas que más cerca están de la vulgata perdida del Edén— enseñaba, entre los años de 1660 y 1670, que Melquisedec, rey de Salem y sacerdote del Altísimo (Génesis, 14:17) habría grabado en su corona de oro macizo esa palabra divina e impronuciable; summa de la combinación 6 x 12 que conduce al estado original de la lengua. La corona permaneció extraviada después de la destrucción de Sodoma y Gomorra, hasta que un templario de nombre Welheim VaIk dio con ella en Tierra Santa y la puso a buen resguardo. La suma de esfuerzos por hallarla, se dice, llevó a Milton a la escritura de El Paraíso Perdido
Ajeno a todo precepto religioso y más creyente de un mundo absurdo que de una concepción coherente de diálogo entre dos personas, Samuel Bekett escribió en 1953, El Innombrable un monólogo desunido, sin resortes ni nudos y bajo el punto de vista de un ser (el protagonista) que no posee nombre alguno: su presencia en la novela es estólida, inmóvil, silenciosa. Para que el cuadro sea completo, Beckett des-crea en vez de crear: no existe trama alguna en su obra y la puesta en escena deja al espectador (o lector de la obra) con la sensación de que el escritor irlandés se ha burlado de él. Las luces de la obra no se podrían apagar si quienes se formaron en taquilla para ver El Innombrable, no se quedaran azorados cuando observan que los otros personajes (Mahood y Worm) existen sólo como facetas, reflejo y prolongación del propio narrador quien lleva la obra hasta el final en un tono desesperado e incoherente; tal y como Beckett concibe la vida: una existencia compuesta de una serie muy larga de breves oraciones (y rezos) que nadie fuera de la bóveda celeste contesta ni contestará jamás.
Pero divago. Porque ni me acerco al Nombre, ni leo a Bekett ni busco la corona de Valk. Me hallo más bien con un cuaderno abierto y a punto de anotar en él un nombre que, hoy para mí y por cuestión de razones comprensibles, me ha sido prohibido musitar, nombrar, mencionar, simular y siquiera esbozar a través de sus iniciales. El cuaderno pretendía ser llenado con un poco más de medio centenar de poesías y cuyo título, entre pensar y despensar y volverme monolítico y callado como el personaje de Beckett, pensaba yo en el título, en su portada y título..Y dedicarlo. ¿Pero a quién? Ese es el terrible problema: podría ser o no dedicado, y he legido (si llego a terminar tal empresa) hacerlo a quien ya no puede ser nombrada porque el mundo se le ha vuelto eso: ya no es nombrable. Podrían intentar terminar el libro con una serie de guiones (como el G-d), pero esto harían que los poemas dejarían de ser para ella, eso que ya sucedió antes de nombrarla: “la luz que antes pasó por sus manos abiertas”.
No hay objeción. No hay enojo ni dolor. Las cosas que no se nombran, no existen. Trasluz de su propia tinta, lo innombrable vuelve a su origen, sólo para salvar esas páginas del fuego y rescatar del mismo ese nombre impronunciable a quien el libro iba a ser dedicado. Queda sólo un mugroso cuaderno, inmóvil y callado, sin diálogo, y ya sin respuesta; uno que quisiera decir junto con Vàlery: de esperar voy viviendo y son tus pasos mi alma. Si tu labio me apura (dueña ya de por lo menos uno de esos poemas) intentaré no nombrar para quien es que vuelan esas páginas.
Pero ya ni los pasos ni el alma se escuchan. En pagodas y mezquitas, en templos y sinagogas, cada quien nombra a quien debe nombrar con la reverencia exigida y a la espera que lo Alto conteste a sus plegarias, aunque el dador sea Innombrable. Uno se conforma por caminar las calles de su Boca con este Octavarium bajo el brazo, la primera hoja aún en blanco y todo lo demás a la espera que se levante el estado de sitio, y aquel nombre, el Único que puede quedar labrado para siempre, no quede lastimado con guiones que cruzan el dorso de sus sílabas. Que se rinda la sangre viva en los labios, y grabe ahí ese nombre que de tanto insistir se nos ha vuelto prohibido.
1 comentario:
A mi estimado y gran poeta:
¿A quién no le gustaría ser el envidiable Meursault (El Extranjero - Albert Camus), para poder disfrutar la vida eliminando toda clase de prejuicios sociales, reglas de etiqueta y la norma del "tener que"?.
La vida sigue, efectivamente, con sus fuerzas, debilidades, y llevando consigo lo prohibido.
Sin nombre.
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