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viernes, octubre 19, 2007

Gabriel Fuster: Dramaturgo Dubium


DRAMATURGO DUBIUM: YO Y TEATRO DE FRONTERA 19, COLECTIVO.

Permítanme enumerar las diferencias entre el mundo real y el teatro: En la vida diaria, las cosas suceden, fuera de los planes que nos propongamos, bordando mil sueños, ya lo dijo John Lennon en su canción Beautiful Boy. Por el contrario, la obra teatral goza de giros inesperados, soluciones que traen y sujetan invisibles hilos. Mitad telar del destino, mitad balancín del presagio. Deux ex machina. O Vittorio Podrecca con su Teatro dei Piccoli. Además, en la vida diaria, nada se consigue a entera satisfacción, hay que negociar. En el teatro, uno puede regresar contento a casa y no pensar si los sentimientos de los actores fueron vulnerados, al fin y al cabo se trata de una dramatización. Asimismo, en el teatro, las invenciones son sumamente divertidas. Tomemos por ejemplo Oedipus Rex, donde el héroe eventualmente descubre que ha asesinado a su padre y tomó por amante a su madre. En mi reciente viaje a Broadway, escuché rumores que Andrew Lloyd Webber, el aclamado compositor de Evita, Jesucristo Superestrella y el Fantasma de la Ópera, se halla preparando la versión musical de la tragedia de Sófocles, que quizás lleve por título “Oooops!”.
Por favor, no me malinterpreten. El teatro estará cuando se levante el telón, con sus trabajos corporales y sus vestidos. Ibsen se hizo adjetivo y me regaló un tipo de amor. La tesis de que una mujer tiene derecho a vivir su propia vida es ahora un lugar común. En 1879, era escandalosa. En Londres, tuvieron que agregar a Casa de muñecas una escena final, en la que Nora Helmer, arrepentida, vuelve a su hogar y su familia. En París agregaron un amante para que el público entendiera la acción. Frente a mi escritorio, el diccionario es el primer sitio que negaré más de tres veces haber visto, hasta que me huelan las manos a lápiz. La palabra bombero no hace poema e incendio menos aún, comparado con la completa pasividad de escribir. O vivir al lado de la gente normal tomando un papel activo en las artes, incluyendo la destrucción del mural de Diego Rivera en el Rockefeller Center. Deliberadamente, Enrique Mijares sospecha que toda tragedia es mecánica y me induce a declararme un eleata con su taller de dramaturgia virtual. Ahora, con una primera pieza dramática escrita, Moliere, Beckett, Ionesco, Pinter, Stoppard, Arreola, Leñero, Ibargüengoitia y Virgilio Piñera me atraparon en la puesta en escena, pero mi propia interacción con el teatro fue deslucida ante un reciente encuentro con mi público, sucedido en el centro nocturno Capezzio. Juan Santiago, el dueño del negocio, quién al mismo tiempo es el animador e innovador del concurso de camisetas mojadas, se mantiene ofreciendo una botella de cortesía al acto más original dentro de la hora del aficionado. Mi tercera esposa y yo miramos a un imitador de Cantinflas que bien podría ser el consuelo de los perdedores, pero logra despistar mi cabeza. Digamos que hubo un banco de neblina que salvó al actor del vituperio de hablar de un crisantemo en la cabina. Juan Santiago busca belleza entre las mesas, como si el lugar fuera nevera de hipocresía. Un tipo se escuda en su pareja. Impresióname, haz algo nuevo. Dicen que existe un jugador de cartas, regalando todo lo que le quitaron, cuando estalla la voz de una muchacha pidiendo su oportunidad para participar. Ay, Cenicienta perderá una hora y la prisa y el escape y su calabaza esperará otro día. Se pone de pie y nos canta “Ni una sola palabra” cual si fuera Paulina Rubio. Karaoke katarsis. La canción termina. La cantante calva abandona el escenario en medio de aplausos espaciados, exigidos hasta que la cortesía tome su compás. Ominoso silencio. El anfitrión se me queda mirando directamente, me apunta con el micrófono. Yo miro a la mesa a mi espalda, los sentados en ese lugar me devuelven la invitación. Miro al suelo, veo los zapatos del dueño del sitio tocar los míos. Me pongo de pie y la luz del reflector me da en los ojos. No sé cantar, no sé contar chistes. Tomo el escenario y empiezo mi recitación de Ricardo, Duque de Gloucester, posteriormente coronado Ricardo III, en el acto 1, escena 1: “Ahora tenemos el invierno de nuestro descontento convertido en glorioso verano por este solaz de York y todas las nubes que se cernían sobre nuestra casa, de igual modo sepultadas en el profundo regazo del mar. ¿Por qué corremos rápido bajo la lluvia, si delante también llueve? Etcétera, etcétera. ¡Sumergíos, pensamientos, en mi alma! Ahí viene Clarence. No, mejor dicho Konstantin Stanislavsky. Detrás, Antonin Artaud y Bertolt Brecht. Espera, se trata de la -O- de Orson Welles, Alejandro Jodorowsky y Jerzy Grotowsky. ¡Un corcel, un corcel, mi reino por…!”.
Un silbido apenas sonoro interrumpe mi inspiración. El letrero luminoso a la izquierda hiere sin culpa, porque es rayo azul. Protegiendo la vista con mi mano, busco a mi pareja en la penumbra. Nuestra mesa se halla vacía.

*Este relato es el indicio de dos trabajos incluidos en el libro colectivo, titulado Teatro de Frontera 19, Dramaturgos del Puerto. Mañana, será el vestigio de los talleres olvidados de Dramaturgia Virtual, será el último tambor que se pierde con todo y tarde de fiesta, en el ánimo acalorado de la camaradería literaria de sus nueve autores.

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