Tal vez la temprana muerte de Friedrich von Hardenberg, el 25 de marzo de 1801, escasos días antes de cumplir los veintinueve años de edad, fue un paso decisivo en la construcción del mito romántico del poeta que en buena medida él ha pasado a representar. Hardenberg, quien ingresaría a la historia de la literatura con el seudónimo con el que firmó sus libros: Novalis, poseía tanto en su persona como en su incipiente obra las características que el espíritu de su época, y más exactamente la cultura alemana de ese momento, necesitaban para ofrecer una figura opuesta al razonado clasicismo de Goethe y la Enciclopedia francesa.
El siglo XVIII europeo finalizaba con una Ilustración que había desembocado en una Revolución Francesa que, bajo las armas de Napoleón Bonaparte, amenazaba en convertirse también en un vasto Imperio que se expandía casi por toda Europa, el norte de África y el Medio Oriente. Evidentemente más contemporáneos de tiempo que de circunstancia (Novalis nació en 1772 en Prusia y Napoleón en 1769 en Córcega), la precocidad militar de Napoleón y la literaria de Novalis convergieron, sin embargo, en un momento de la historia europea que admiró, con excesivo mérito, toda desmesura y las explosiones del genio individual. Para un hombre de la segunda mitad del siglo XVIII no había ya un punto de referencia confiable ni inmóvil. En todas las áreas de la actividad humana la constante parecía ser el descubrimiento de lo dinámico y de lo evolutivo. A pesar de todo, lo más próximo a ese punto de referencia había pasado a situarse en la naturaleza. Lo que provenía de la naturaleza se consideraba, hasta cierto punto, un orden sagrado pero caprichoso. Hay que recordar que, entre otras cosas, el siglo XVIII fue un siglo de grandes naturalistas y exploradores. En parte por los numerosos viajeros ilustrados que vivieron en él y que prácticamente recorrieron el planeta en sus travesías científicas, pero también por la curiosidad sin límites de la pujante y optimista burguesía que, armada con el nuevo instrumento del método científico, miraba con otros ojos las ciencias y las artes tradicionales. El siglo de las luces revisaba con ironía condescendiente las ancestrales tinieblas del misterio religioso.
Por esa misma época, las viejas rivalidades entre Francia y Alemania llegaban hasta el territorio de la literatura. La Ilustración francesa, como acabamos de esbozar, era antes que nada el optimismo de la razón frente a cualquier autoridad y muy especialmente frente a lo que hasta entonces se conocía como el derecho divino. La nación moderna que había surgido con la revolución francesa había pasado de ser una sociedad de sangres a una de ciudadanos. La jerarquía del mérito desplazaba a la de la cuna; la autoridad del intelecto, a la de la revelación. Pero en Alemania -y cabría preguntarse si esto no era en parte un modo de resistencia cultural-, sucedía por esos años casi lo contrario. El Romanticismo se imponía y con una generación deslumbrante de filósofos y artistas que aportarían, en unos cuantos años, una visión distinta de lo hasta entonces juzgado como arte, literatura y filosofía. "Surgía una generación para la cual el acto poético, los estados de inconsciencia, de éxtasis natural o provocado y los singulares discursos dictados por el ser secreto se convertían en revelaciones sobre la realidad y en fragmentos del único conocimiento auténtico." (1) Baste citar los nombres de los filósofos Fichte, Schelling y Hegel, los poetas y escritores Goethe, Herder, Schiller, Hölderlin, Tieck, Arnim, los hermanos Grimm, Hoffmann y el mencionado Novalis; todos ellos, en Sajonia (una pequeña región de lo que hoy es Alemania) y en un breve espacio de tiempo a fines del siglo XVIII, crearon ese momento de la historia, cuyas repercusiones aún no terminan de asombrarnos.
Heráclito ya se preguntaba por qué, durante el sueño, cada hombre tiene su universo particular, mientras que en el estado de vigilia todos los hombres poseen un universo común. Mucho dice de cada civilización la manera en que enfrenta al sueño, esa zona de la realidad que no parece sometida al tiempo ni al espacio y cuyas manifestaciones poseen, para la mente, un grado de significación equiparable a las experiencias de la vigilia. "El mundo se hace sueño; el sueño, mundo" sostiene Novalis. Transfiguración que en su concepto sobrepasa la simple oposición entre realidad e irrealidad para prefigurar una desconocida plenitud que el hombre aún no ha alcanzado. La sustancia del sueño y la sustancia del mundo, en su concepto, surgen de un mismo lugar. Lo que las separa es el limitado orden de la razón y de los sentidos que poseemos, a los que la verdadera realidad no puede llegar de golpe sino a cuentagotas. El puente del sueño revelaría así a la conciencia lugares, tiempos y criaturas que están en la realidad pero aún no aparecen ante nosotros o se han esfumado. El sueño trabajaría como el espejo o la inversión de esta realidad que necesita nuestra conciencia para reconstruir lo real absoluto o la realidad no fragmentada, no empobrecida por el plano visible.
En Enrique de Ofterdingen, su novela inconclusa, Novalis pone en boca del protagonista la insalvable diferencia que él percibe entre el mundo transcrito por la experiencia y el revelado por las intuiciones interiores: "Me parece como si hubiera dos caminos para llegar a la ciencia de la historia humana: uno, penoso, interminable y lleno de rodeos, el camino de la experiencia; y otro, que es casi un salto, el camino de la contemplación interior. El que recorre el primero tiene que ir encontrando las cosas unas dentro de otras en un cálculo largo y tedioso; el que recorre el segundo, en cambio, tiene una visión directa de la naturaleza de todos los acontecimientos y de todas las realidades, es capaz de observarlas en sus vivas y múltiples relaciones, y de compararlas con los demás objetos como si fueran figuras pintadas en un cuadro." (2)
Novalis fue sin lugar a dudas uno de los grandes poetas del sueño. Su obra está signada por la Noche, la Tierra, el Descenso y lo Inconsciente. Pero hay que tener siempre en cuenta lo que significa el sueño para él: no es una actividad disolutiva sino amplificativa de la conciencia. Puesto que para él lo romántico, en cierto sentido, es todo aquello que se refiere a la conciencia de la gran fuerza que mueve todas las cosas y que aflora más en las épocas de transición que en aquellas en las que el hombre cree haber encontrado su estado definitivo: "Alma y destino no son más que dos modos de llamar a una misma noción".
Un año antes de su temprana muerte, Novalis publica los Himnos a la Noche. Obra cautivante y cenital, atravesada por un tono profético que le da a la vez fuerza estética y singularidad literaria. Albert Béguin, quizá el más reconocido crítico y estudioso del romanticismo, dice que los Himnos a la Noche son "la obra maestra de la poesía propiamente romántica, y uno de los más bellos testimonios que poeta alguno haya dejado de una aventura personal transfigurada en mito". (3) En efecto, es tal vez la mitificación, la transfiguración poética de algunos sucesos de la propia vida de Novalis en este poema lo que emerge inesperadamente convertido en una visión que puede ser comparada con las de los grandes poemas místicos. Si bien hay un referente biográfico -la muerte de Sophie von Kühn, el gran amor de su vida, quien se le aparece pocos días después de fallecida, mientras Novalis visita su tumba-, el verdadero poder de los Himnos radica en una visión trascendente que está basada en una construcción simbólica. Lo que está sucediendo en ellos, lo que dicen bajo una poderosa voz onírica, habla más allá del alma individual de su autor. Habla desde una profecía poética.
El primer himno señala a la Luz y la reconoce como el motor que produce y dirige las cosas que aparecen sobre el mundo:
Como un rey de la naturaleza terrestre, la luz llama a todas las fuerzas a transformaciones innumerables, anuda y suelta lazos infinitos, ciñe su imagen celeste a cada criatura en la tierra. Su presencia sola abre el prodigio de los reinos del mundo. (4)
Pero ante esta Luz está la Noche, una manifestación anterior y superior a la Luz, de la que ella ha surgido y a la que ella ha de volver. El poder de la Noche ha descendido al alma del poeta y parece hablar a través de sus palabras; y es ella quien "levanta las alas pesadas del espíritu", ella quien le ha dado otros ojos para mirar lo invisible:
Más celestes que las estrellas nos parecen los ojos infinitos que abre en nosotros la Noche.
Más celestes que las estrellas nos parecen los ojos infinitos que abre en nosotros la Noche.
El segundo Himno continúa lo planteado en el primero y se lamenta de la demora en la llegada del reino de la Noche, inminente una vez que se ha comprendido su magnitud; pero reconoce que el tiempo de la Luz es necesario para entender y penetrar en aquél:
El tiempo de la Luz está medido. Pero el reino de la Noche no conoce tiempo ni espacio.
El tiempo de la Luz está medido. Pero el reino de la Noche no conoce tiempo ni espacio.
En el tercer Himno narra el proceso de su visión y de su conversión:
...me aferraba con inmenso dolor a la vida que se me escapaba y se extinguía. He aquí que vino de las lejanías azules, de las cimas de mi antigua bienaventuranza, un tembloroso fulgor. Y súbitamente la atadura del nacimiento, la cadena de la Luz se rompió. Desapareció el resplandor terrestre y con él el dolor. La melancolía se fundió para crear un mundo nuevo e inefable.
...me aferraba con inmenso dolor a la vida que se me escapaba y se extinguía. He aquí que vino de las lejanías azules, de las cimas de mi antigua bienaventuranza, un tembloroso fulgor. Y súbitamente la atadura del nacimiento, la cadena de la Luz se rompió. Desapareció el resplandor terrestre y con él el dolor. La melancolía se fundió para crear un mundo nuevo e inefable.
Al arribar al Himno IV la voz continúa bajo este estado de visión en el que puede mirar desde una altura inusitada la vorágine de la realidad del mundo:
...quien ha estado en el monte que separa los dos reinos y ha mirado al otro lado, al mundo nuevo, a la morada de la Noche, en verdad éste ya no regresa a la agitación del mundo, al país en el que anida la perpetua inquietud de la Luz.
...quien ha estado en el monte que separa los dos reinos y ha mirado al otro lado, al mundo nuevo, a la morada de la Noche, en verdad éste ya no regresa a la agitación del mundo, al país en el que anida la perpetua inquietud de la Luz.
Pero es inútil tu furia y tu deliro. He aquí levantada la Cruz, que se yergue ardiente sin consumirse, bandera que bendice nuestra estirpe.
...el mundo nuevo se mostró con rostro nunca visto, en la poética casa de la pobreza: un hijo de la primera virgen y madre, fruto infinito de un secreto abrazo. La sabiduría oriental, floreciente de premoniciones, fue la primera en reconocer el comienzo de los nuevos tiempos. Una estrella le señaló el camino hasta la humilde cuna del rey.
Consolada, la vida
avanza hacia lo eterno.
De su fuego más íntimo
se colma nuestro espíritu.
El cielo y sus estrellas
se hacen vino de vida:
gocemos de ese vino
hasta ser como estrellas.
Descendamos al seno de la tierra
abandonando el reino de la luz.
El golpe con su estela de dolor
es la alegre señal de la partida.
Veloces, en angosta barca,
a la orilla del Cielo llegaremos.
Y se pregunta, por último, cuáles son las ataduras que impiden la final liberación:
¿Qué es lo que nos retiene aún aquí?
Ya reposan quienes tanto amamos;
en su tumba termina nuestra vida.
Miedo y dolor invaden ahora el alma.
No hay nada más que buscar.
El corazón está lleno; el mundo, vacío.
Poco que agregar a este poema total y estremecedor. Sólo quisiera con este imperfecto paseo suscitar en un lector de hoy la curiosidad de acercarse a él. Doscientos años de la muerte de su autor no han oscurecido su magna lumbre.
NOTAS
1. Albert Béguin, El alma romántica y el sueño, Fondo de Cultura Económica, México, 1954. 2. Novalis, Enrique de Ofterdingen, versión de Eustaquio Barjau. 3. Albert Béguin, Op. cit. 4. Utilizo para estos fragmentos citados de los Himnos a la Noche varias versiones de traducción al castellano. Dignas de mención son las de Mario Monteforte Toledo y Antonio Alatorre, la de Rodolfo Häsler, la de Eustaquio Barjau y la de Jorge Arturo Ojeda.
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