LLEVO MÁS DE 10 años escribiendo y hablando acerca del futuro del libro en la era digital. Debo aclarar que a mí me gustan los libros, los que se imprimen en papel. No sólo me gustan, sino que me parecen esenciales para cualquier individuo con ganas de comprender el mundo y entenderse a sí mismo. Son dos cosas diferentes: el gusto y la utilidad. Cuando se juntan, se produce algo raro, una especie de magia que a uno lo acompaña siempre. Por eso, desde que vimos las primeras bajas en lo que muchos perciben como la guerra de la tecnología contra el libro —me refiero a las enciclopedias y diccionarios en papel—, el tema me ha preocupado.
No todos creen que hay una guerra, y me incluyo entre ellos. A veces, después de un terremoto, parece como si el lugar hubiera sido bombardeado, pero la destrucción no se debe a una pugna política o siquiera económica sino a un reacomodo de las placas tectónicas. La sociedad está asentada sobre sus propias placas tectónicas, las cuales han sufrido movimientos bruscos y profundos, y esto ha afectado para bien y para mal casi todo lo que hacemos, desde nuestra vida en familia y la educación de la juventud, hasta nuestro trabajo y cómo aprovechamos el ocio. El libro forma —o debería formar— parte importante de cada una de estas áreas, pero todas ellas han sufrido transformaciones sensibles. La vida familiar no es lo que fue hace 50 años; tampoco la educación. Nuestra manera de trabajar no se parece a la de nuestros padres, y del ocio ni hablar: la gente que nació a fines del siglo XIX, si todavía viviera, o no entendería los juegos y pasatiempos actuales, o les darían miedo.
El libro, omnipresente en la vida de las personas que se consideraban cultas hasta, digamos, 1980, brilla cada vez más por su ausencia. No sólo hablo de libros en papel sino de libros en general y de la actividad de sentarse a leer sin distracciones, de manera concentrada, y por gusto. Es más: el concepto mismo de ser culto ha sufrido cambios importantes.
Para cada vez más personas, ni siquiera es deseable ser culto… sino ser cool. Ser culto tiene que ver con la posibilidad de comprender los fenómenos tan complejos que nos enfrentan, verlos a la luz de la historia y poder proyectar su comportamiento en el futuro; ser cool significa estar a la moda. Ser culto implica el deseo de rebasar las fronteras de lo inmediato en el tiempo y el espacio para conocer y apreciar culturas diferentes, su idioma, su literatura, su arte, su sociedad y manera de gobernarse; ser cool implica dar la apariencia de ser lo que no se es, estar por encima de todo lo que significa ser culto. La cultura abarca no sólo arte sino también ciencia, historia, filosofía, economía y cada una de sus ramificaciones, incluyendo la cultura popular en todos sus momentos; ser cool implica no demostrar preocupación alguna por ningún tema, fuera de la importancia de ser cool. La cultura ha estado presente en todos los rincones del mundo desde que el hombre empezó a fabricarse herramientas; el ser cool es tan evanescente, que lo cool de hoy es lo no cool de mañana, y a lo cool de mañana, le durará muy poco el gusto.
Pero nada de esto me vuelve hostil a las nuevas tecnologías. Siempre me han parecido muy positivas a pesar de su capacidad de cambiar nuestra manera de relacionarnos con nosotros mismos, con la cultura en general y con los libros específicamente. Para ser honesto, no extraño las enciclopedias en papel. Fueron muy útiles en su momento. Ahora son más útiles e incluso mejores las obras de referencia en línea. Los libros impresos no pueden competir contra la inmediatez y la interconexión de las obras disponibles electrónicamente. El mundo cibernético, sin embargo, requiere un ciudadano más despierto y discriminador. No todo lo que se ofrece tiene valor o es fidedigno. De hecho, los libros impresos en papel tampoco lo han sido siempre, pero como requieren una seria inversión, los editores suelen ser cuidadosos con su contenido, y apuestan a autores cuyos trabajo y reputación los respalda. En el internet muchas veces no sabemos quién o quiénes están detrás de lo que leemos.
Nunca he temido por el futuro del libro tradicional, pero sé que no seguiremos leyendo en papel lo mismo que hoy, sean libros, revistas o periódicos. En cuanto a libros, no creo que el e-book, en ninguno de sus formatos le gane al libro impreso en papel. Tal vez la información ocupe menos espacio, pero ¿de qué nos sirve que un libro quepa en el espacio de la cabeza de un alfiler? Eso sólo tiene valor en términos de almacenaje. Y aun así: mi biblioteca se ve más bonita y es más seductora que un iPod, una computadora o cualquier lectora de e-books. Seguiremos leyendo literatura en libros tradicionales, pero no va a ser la única manera.
La era digital va a minar y, en última instancia, transformar de manera irreversible toda la cadena editorial, desde el autor hasta el lector, quien es el consumidor en términos comerciales. Este proceso ya va adelantado, pero no todo el mundo se ha dado cuenta de estos cambios o participa en ellos. Antes, un escritor de cualquier clase dependía de uno o varios editores para hacerse leer, hacerse sentir. Desde el periodista novel hasta el premio Nobel de literatura debían pasar su escritura por el tamiz de un editor. Esto no es necesariamente malo. Al contrario: debemos muchísimo a buenos editores a lo largo de los siglos. Y no es que se hayan vuelto innecesarios en términos de calidad profesional, pero sí salen sobrando en el mundo de la informática. Ahora cualquiera es escritor, cualquiera publica en internet, o incluso en papel gracias a las herramientas editoriales computacionales que pueden estar en manos de gente que, antes, ni habría soñado con publicar un libro o siquiera un ensayo, un cuento o un poema.
Esto ha ocasionado un diluvio de basura, tanto en los anaqueles de las librerías (porque a las grandes editoriales comerciales, hoy en día les importa mucho más la ganancia inmediata que el valor literario o intelectual de lo que publican) como en el ciberespacio. Pero allí está el futuro de la innovación del pensamiento humano. Lo que hoy vemos son los primeros titubeos de un fenómeno que nuestros nietos darán por sentado: el intercambio instantáneo de conocimiento, en tiempo real, en cualquier parte del mundo.
Este conocimiento poseerá muchas facetas, desde la ciencia hasta el entretenimiento, pasando por todo lo demás. Pero en lo que respecta al libro, o a lo que actualmente se maneja en forma de libro, causará una revolución cuyos alcances sospechan pocos. He comprobado, por ejemplo, que no necesito de editores para que mis ideas lleguen al público lector. Estas mismas palabras, tal vez con alguna corrección, alguna supresión o adición, aparecerán en mi blog el día de mañana, y —por las estadísticas del sitio que pude crear gracias a Google, y gratuitamente— sé que lo leerán más o menos tres mil personas en el espacio de un mes. Y como seguirá disponible mucho más tiempo, quién sabe cuántos lectores podrá tener.
¡Tres mil personas en un mes! Comprobado. Con cero inversión económica. Cero costos de distribución. Cero devoluciones. También he escrito en revistas y periódicos desde 1979. Casi 30 años. Nunca he tenido la retroalimentación que el internet hace posible y que me ofrece. No sé realmente cuántas personas me han leído en el UnoMásUno, su suplemento Sábado, La Jornada, la Revista de la Universidad, Vuelta, Excélsior, El Universal, Laberinto de Milenio, La Palabra el Hombre, Casa del Tiempo y todos los demás órganos periodísticos donde he colaborado. Pero, hoy en día, casi siempre me da la sensación de que las palabras están cayendo en el vacío. “¿Hola, hola? ¿Hay alguien ahí…?”, escucho mi propia voz retumbando en mi cerebro. De vez en cuando recibo un comentario…, por internet.
Antes había muchísimo más vida en los suplementos, revistas y periódicos porque tenían más peso, y todo se discutía en las facultades, los cafés literarios que abundaban, en los cines y los teatros. Las cartas a los editores volaban echando chispas. Había polémica, desacuerdos, coincidencias y divorcios. Era realmente divertido. Ahora se escucha el silencio de los mausoleos. Toda la acción parece estar en el ciberespacio. Pero hay que saber dónde buscar la calidad. Las revistas y los periódicos son importantísimos. Junto con los libros, nos han formado en muchos aspectos. Pero como lector sé qué busco y me gusta dirigirme directamente a ello. El internet nos da esa facilidad.
La ventaja de los medios digitales está en su autorreferencialidad colectiva. Si alguien ve algo valioso, lo escribe en su blog y lo leo yo. Si me parece igualmente valioso, también lo menciono y se enteran mis tres mil lectores mensuales. Ellos, a su vez, harán lo mismo en la medida de sus posibilidades. Así se crea una comunidad intelectual, una comunidad cultural: precisamente lo que antes sucedía con los medios impresos.
A mí llevar un blog no me representa ningún ingreso económico, pero pone mis ideas a prueba y puedo verlas a cierta distancia de manera autocrítica. Esto me ayudará a organizarlas para, un día tal vez, juntarlas en forma de libro. Es lo etéreo, lo fugaz, al servicio de lo permanente. En la red circula muchísima poesía mala, cuentos horrendos. Pero también hay sitios donde se ofrecen contenidos de altísima calidad, sin costo alguno para el lector. Esto es muy buena noticia en una edad de librerías entregadas en cuerpo y alma al bestselerismo, y de bibliotecas que renuevan sus acervos cada vez que la Luna intercambia su lugar con el Sol.
Por primera vez estoy contemplando la posibilidad de escribir una novela por entregas, y ofrecer los capítulos gratuitamente a quien quiera leerlos en la red. ¿Qué mejor prueba de fuego que la lectura de varios miles de personas interesadas en compartir las aventuras de mis personajes, semana con semana, quincena con quincena, o mes con mes? Antes la idea no me resultaba tan atractiva, pero ahora veo sus posibilidades. Y una vez concluida la novela, que sería el borrador de una novela, con la perspectiva y profundidad de campo que habrán dado los lectores electrónicos, podría elaborar la versión definitiva, destinada al papel, si alguna editorial se interesara en él. Y si no, siempre podría convertirse en e-book.
Probablemente para entonces —digo para entonces, pero la tecnología ya existe— la gente podrá imprimir el e-book y hasta encuadernarlo a su gusto para agregarlo a su biblioteca personal. Lo más seguro es que, para esto, pagará una regalía por concepto de derechos de autor, una pequeña fracción de lo que tendría que pagarse por el libro en papel. Así, ganan tanto los escritores como los lectores. Las editoriales ni ganan ni pierden, pues no quisieron entrarle. Y las librerías, si sus dueños son inteligentes, pondrán mini imprentas de libros por demanda para dar el servicio a quienes no puedan hacerlo en casa, y así se les da la vuelta a editoriales y editores miopes.
Esto lo digo yo con mucha facilidad porque soy editor de profesión. Pero todos aquellos que no tienen idea de cómo preparar sus libros digitalmente para que sean objetos dignos de ser leídos, podrán recurrir a editores digitales que serán los encargados de llevar la escritura en bruto al diamante digital.
Para decirlo pronto, la era de la informática dará nueva vida a todo aquello que el mercado neoliberal y globalizado desprecia, pero que aún buscan muchísimas personas que desean ampliar sus horizontes, entender más, sentir más, ser más. Tal vez sean más cultas que cool, pero en una de ésas —creo en los milagros—, ser culto podría ser cool, y entonces dejaría de ser necesario discutir temas como el futuro del libro en la era digital porque podríamos sentirnos reconfortados con la idea de que pasaremos otros 500 años entre libros, sean al estilo Gútenberg, al estilo Gates o al estilo Google. Para cada idea, cada creación, hay un medio, y mientras más medios, mejor.
No todos creen que hay una guerra, y me incluyo entre ellos. A veces, después de un terremoto, parece como si el lugar hubiera sido bombardeado, pero la destrucción no se debe a una pugna política o siquiera económica sino a un reacomodo de las placas tectónicas. La sociedad está asentada sobre sus propias placas tectónicas, las cuales han sufrido movimientos bruscos y profundos, y esto ha afectado para bien y para mal casi todo lo que hacemos, desde nuestra vida en familia y la educación de la juventud, hasta nuestro trabajo y cómo aprovechamos el ocio. El libro forma —o debería formar— parte importante de cada una de estas áreas, pero todas ellas han sufrido transformaciones sensibles. La vida familiar no es lo que fue hace 50 años; tampoco la educación. Nuestra manera de trabajar no se parece a la de nuestros padres, y del ocio ni hablar: la gente que nació a fines del siglo XIX, si todavía viviera, o no entendería los juegos y pasatiempos actuales, o les darían miedo.
El libro, omnipresente en la vida de las personas que se consideraban cultas hasta, digamos, 1980, brilla cada vez más por su ausencia. No sólo hablo de libros en papel sino de libros en general y de la actividad de sentarse a leer sin distracciones, de manera concentrada, y por gusto. Es más: el concepto mismo de ser culto ha sufrido cambios importantes.
Para cada vez más personas, ni siquiera es deseable ser culto… sino ser cool. Ser culto tiene que ver con la posibilidad de comprender los fenómenos tan complejos que nos enfrentan, verlos a la luz de la historia y poder proyectar su comportamiento en el futuro; ser cool significa estar a la moda. Ser culto implica el deseo de rebasar las fronteras de lo inmediato en el tiempo y el espacio para conocer y apreciar culturas diferentes, su idioma, su literatura, su arte, su sociedad y manera de gobernarse; ser cool implica dar la apariencia de ser lo que no se es, estar por encima de todo lo que significa ser culto. La cultura abarca no sólo arte sino también ciencia, historia, filosofía, economía y cada una de sus ramificaciones, incluyendo la cultura popular en todos sus momentos; ser cool implica no demostrar preocupación alguna por ningún tema, fuera de la importancia de ser cool. La cultura ha estado presente en todos los rincones del mundo desde que el hombre empezó a fabricarse herramientas; el ser cool es tan evanescente, que lo cool de hoy es lo no cool de mañana, y a lo cool de mañana, le durará muy poco el gusto.
Pero nada de esto me vuelve hostil a las nuevas tecnologías. Siempre me han parecido muy positivas a pesar de su capacidad de cambiar nuestra manera de relacionarnos con nosotros mismos, con la cultura en general y con los libros específicamente. Para ser honesto, no extraño las enciclopedias en papel. Fueron muy útiles en su momento. Ahora son más útiles e incluso mejores las obras de referencia en línea. Los libros impresos no pueden competir contra la inmediatez y la interconexión de las obras disponibles electrónicamente. El mundo cibernético, sin embargo, requiere un ciudadano más despierto y discriminador. No todo lo que se ofrece tiene valor o es fidedigno. De hecho, los libros impresos en papel tampoco lo han sido siempre, pero como requieren una seria inversión, los editores suelen ser cuidadosos con su contenido, y apuestan a autores cuyos trabajo y reputación los respalda. En el internet muchas veces no sabemos quién o quiénes están detrás de lo que leemos.
Nunca he temido por el futuro del libro tradicional, pero sé que no seguiremos leyendo en papel lo mismo que hoy, sean libros, revistas o periódicos. En cuanto a libros, no creo que el e-book, en ninguno de sus formatos le gane al libro impreso en papel. Tal vez la información ocupe menos espacio, pero ¿de qué nos sirve que un libro quepa en el espacio de la cabeza de un alfiler? Eso sólo tiene valor en términos de almacenaje. Y aun así: mi biblioteca se ve más bonita y es más seductora que un iPod, una computadora o cualquier lectora de e-books. Seguiremos leyendo literatura en libros tradicionales, pero no va a ser la única manera.
La era digital va a minar y, en última instancia, transformar de manera irreversible toda la cadena editorial, desde el autor hasta el lector, quien es el consumidor en términos comerciales. Este proceso ya va adelantado, pero no todo el mundo se ha dado cuenta de estos cambios o participa en ellos. Antes, un escritor de cualquier clase dependía de uno o varios editores para hacerse leer, hacerse sentir. Desde el periodista novel hasta el premio Nobel de literatura debían pasar su escritura por el tamiz de un editor. Esto no es necesariamente malo. Al contrario: debemos muchísimo a buenos editores a lo largo de los siglos. Y no es que se hayan vuelto innecesarios en términos de calidad profesional, pero sí salen sobrando en el mundo de la informática. Ahora cualquiera es escritor, cualquiera publica en internet, o incluso en papel gracias a las herramientas editoriales computacionales que pueden estar en manos de gente que, antes, ni habría soñado con publicar un libro o siquiera un ensayo, un cuento o un poema.
Esto ha ocasionado un diluvio de basura, tanto en los anaqueles de las librerías (porque a las grandes editoriales comerciales, hoy en día les importa mucho más la ganancia inmediata que el valor literario o intelectual de lo que publican) como en el ciberespacio. Pero allí está el futuro de la innovación del pensamiento humano. Lo que hoy vemos son los primeros titubeos de un fenómeno que nuestros nietos darán por sentado: el intercambio instantáneo de conocimiento, en tiempo real, en cualquier parte del mundo.
Este conocimiento poseerá muchas facetas, desde la ciencia hasta el entretenimiento, pasando por todo lo demás. Pero en lo que respecta al libro, o a lo que actualmente se maneja en forma de libro, causará una revolución cuyos alcances sospechan pocos. He comprobado, por ejemplo, que no necesito de editores para que mis ideas lleguen al público lector. Estas mismas palabras, tal vez con alguna corrección, alguna supresión o adición, aparecerán en mi blog el día de mañana, y —por las estadísticas del sitio que pude crear gracias a Google, y gratuitamente— sé que lo leerán más o menos tres mil personas en el espacio de un mes. Y como seguirá disponible mucho más tiempo, quién sabe cuántos lectores podrá tener.
¡Tres mil personas en un mes! Comprobado. Con cero inversión económica. Cero costos de distribución. Cero devoluciones. También he escrito en revistas y periódicos desde 1979. Casi 30 años. Nunca he tenido la retroalimentación que el internet hace posible y que me ofrece. No sé realmente cuántas personas me han leído en el UnoMásUno, su suplemento Sábado, La Jornada, la Revista de la Universidad, Vuelta, Excélsior, El Universal, Laberinto de Milenio, La Palabra el Hombre, Casa del Tiempo y todos los demás órganos periodísticos donde he colaborado. Pero, hoy en día, casi siempre me da la sensación de que las palabras están cayendo en el vacío. “¿Hola, hola? ¿Hay alguien ahí…?”, escucho mi propia voz retumbando en mi cerebro. De vez en cuando recibo un comentario…, por internet.
Antes había muchísimo más vida en los suplementos, revistas y periódicos porque tenían más peso, y todo se discutía en las facultades, los cafés literarios que abundaban, en los cines y los teatros. Las cartas a los editores volaban echando chispas. Había polémica, desacuerdos, coincidencias y divorcios. Era realmente divertido. Ahora se escucha el silencio de los mausoleos. Toda la acción parece estar en el ciberespacio. Pero hay que saber dónde buscar la calidad. Las revistas y los periódicos son importantísimos. Junto con los libros, nos han formado en muchos aspectos. Pero como lector sé qué busco y me gusta dirigirme directamente a ello. El internet nos da esa facilidad.
La ventaja de los medios digitales está en su autorreferencialidad colectiva. Si alguien ve algo valioso, lo escribe en su blog y lo leo yo. Si me parece igualmente valioso, también lo menciono y se enteran mis tres mil lectores mensuales. Ellos, a su vez, harán lo mismo en la medida de sus posibilidades. Así se crea una comunidad intelectual, una comunidad cultural: precisamente lo que antes sucedía con los medios impresos.
A mí llevar un blog no me representa ningún ingreso económico, pero pone mis ideas a prueba y puedo verlas a cierta distancia de manera autocrítica. Esto me ayudará a organizarlas para, un día tal vez, juntarlas en forma de libro. Es lo etéreo, lo fugaz, al servicio de lo permanente. En la red circula muchísima poesía mala, cuentos horrendos. Pero también hay sitios donde se ofrecen contenidos de altísima calidad, sin costo alguno para el lector. Esto es muy buena noticia en una edad de librerías entregadas en cuerpo y alma al bestselerismo, y de bibliotecas que renuevan sus acervos cada vez que la Luna intercambia su lugar con el Sol.
Por primera vez estoy contemplando la posibilidad de escribir una novela por entregas, y ofrecer los capítulos gratuitamente a quien quiera leerlos en la red. ¿Qué mejor prueba de fuego que la lectura de varios miles de personas interesadas en compartir las aventuras de mis personajes, semana con semana, quincena con quincena, o mes con mes? Antes la idea no me resultaba tan atractiva, pero ahora veo sus posibilidades. Y una vez concluida la novela, que sería el borrador de una novela, con la perspectiva y profundidad de campo que habrán dado los lectores electrónicos, podría elaborar la versión definitiva, destinada al papel, si alguna editorial se interesara en él. Y si no, siempre podría convertirse en e-book.
Probablemente para entonces —digo para entonces, pero la tecnología ya existe— la gente podrá imprimir el e-book y hasta encuadernarlo a su gusto para agregarlo a su biblioteca personal. Lo más seguro es que, para esto, pagará una regalía por concepto de derechos de autor, una pequeña fracción de lo que tendría que pagarse por el libro en papel. Así, ganan tanto los escritores como los lectores. Las editoriales ni ganan ni pierden, pues no quisieron entrarle. Y las librerías, si sus dueños son inteligentes, pondrán mini imprentas de libros por demanda para dar el servicio a quienes no puedan hacerlo en casa, y así se les da la vuelta a editoriales y editores miopes.
Esto lo digo yo con mucha facilidad porque soy editor de profesión. Pero todos aquellos que no tienen idea de cómo preparar sus libros digitalmente para que sean objetos dignos de ser leídos, podrán recurrir a editores digitales que serán los encargados de llevar la escritura en bruto al diamante digital.
Para decirlo pronto, la era de la informática dará nueva vida a todo aquello que el mercado neoliberal y globalizado desprecia, pero que aún buscan muchísimas personas que desean ampliar sus horizontes, entender más, sentir más, ser más. Tal vez sean más cultas que cool, pero en una de ésas —creo en los milagros—, ser culto podría ser cool, y entonces dejaría de ser necesario discutir temas como el futuro del libro en la era digital porque podríamos sentirnos reconfortados con la idea de que pasaremos otros 500 años entre libros, sean al estilo Gútenberg, al estilo Gates o al estilo Google. Para cada idea, cada creación, hay un medio, y mientras más medios, mejor.
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