Saliendo del Linde camina sobre Baja California hasta Insurgentes. Previo a descender al metro -Chilpancingo- permanece meditabunda en la esquina; en la orilla de los escalones del banco. Frota su abultado vientre. Nueve de la mañana; el metrobús hacia Doctor Gálvez, atestado.
-Puta ciudad, no ha pasado nada.
Deposita un sobre grande de papel amarillo en un bote estilo canasta donde no cabe más basura. Ya en el metro, aborda hacia Pantitlán y atestigua el carnaval habitual: infantes pedigüeños; invidentes que nunca aprendieron a tocar bien el acordeón, otros, ofreciendo lo último en piratería. Desciende en Chabacano para tomar un “respiro” y hacer conexión con la Azul hacia Cuatro Caminos. Con destino incierto descansa en una suerte de banqueta interior de los andenes. Línea Café todavía y, Tlalpan, igual de irritada que cualquier otra vía en la ciudad más podrida del universo.
Al retomar el camino el aroma obligatorio de los Bisquets le recuerda que no viaja en solitario. Las náuseas redundan un camino ya conocido desde los primeros días: cuando todo se postergaba hacia el mañana. Era algo llamado juventud: puertas abiertas y montones de gente vitoreando la belleza, incluso donde no existía.
Muchos tubos en los nuevos trenes pero la gente sigue siendo la misma mierda. San Antonio Abad y un vagón asaltado por enanos y payasos. La memoria circense arriba: hay algo que intenta recordar, sin éxito. Al cabo de unos segundos una alusión onírica: se ve caminando sobre la cuerda floja, bajo una carpa de circo y sin red protectora que le auxiliara en caso de “peligro”. Un ejército de siluetas como público y entre ellos únicamente se distingue a un hombre vestido de negro que extiende sus brazos acompañados de lágrimas y sonrisas. –Bienvenue, dice.
Despierta, alguien le ha pedido permiso para bajar.
Metro Zócalo, la cita, oportuna y decidida nunca hubo estado más segura que ese día. No hay retorno. Hay que arraigar el olvido.
Atraviesa el enorme umbral de la entrada norte en la catedral Metropolitana, directamente hacia su virgen de Guadalupe, la única “madre” que creyó tener. Una mendiga se acerca injuriando a ambas y se orina a sus pies. Los guardias de seguridad se percatan del acto acudiendo de inmediato. Sale sofocada, plena de hastío que deviene más desesperanza: siente exactamente lo mismo cuando despierta de madrugada; con nadie a su lado, sólo el pensamiento y dolor de aquello que está creciendo en su interior.- ¡Puta Madre!
Al escudriñar entre su bolso buscando un boleto para entrar nuevamente al metro, encuentra una cita médica dirigida a un tal doctor Hilton del Hospital de la Mujer en el casco de Santo Tomás. Rompe el papel de color beige y deposita los fragmentos en uno de los tantos ceniceros que fungen como basureros en casi todos los accesos a los andenes. El cansancio oprime su mirada. –Falta poquito, dice.
Desciende uno a uno los escalones, no hay prisa pero sí la hay. No se puede aguardar más, no sería justo, aunque, después de todo: - ¿qué putas ha sido justo desde siempre? Taxqueña o Cuatro Caminos, da lo mismo. Recuerda al gato de la sonrisa macabra en su libro favorito, el único que leyó completito en la vida: sobre una tal Alicia.
Viento helado, el tren se aproxima pregonando más ausencia. Dos segundos previos a la comunión con el ruido de la costumbre. Inicia el vuelo en descenso, vertical. Comunión de vísceras, sangre y ruedas. Deja de sentir aquello que le hubo retorcido la existencia, sobre todo, en los últimos tres meses de vida.; deja de sentir todo; deja de sentir, deja de sentir…8
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