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martes, abril 22, 2008

Evodio Escalante: Poesía en Movimiento


Aunque es de cierto modo un resultado colectivo, en el que participan otros tres poetas de diversas generaciones y muy distintas posiciones en el campo literario, me parece que no se puede entender Poesía en movimiento si no se considera la compleja y arriesgada trayectoria de Octavio Paz como escritor de vanguardia. Cuando acepta, atendiendo a una petición de Arnaldo Orfila, entonces director del Fondo de Cultura Económica, de encabezar el proyecto de una nueva antología de poesía mexicana del siglo xx, Paz experimenta lo que podría ser el período más intenso y más radical de su vida como escritor. Una brillante madurez, que ha hecho acopio de un capital cultural en el que destacan textos tan esenciales como Piedra de sol (1957), y libros de ensayos como El laberinto de la soledad (1949) y El arco y la lira (1956), aparece sólo como el umbral de un nuevo período de cambios que lo consagran de modo indiscutido como el intelectual de mayor reconocimiento dentro y fuera del país. En los años sesenta, en efecto, Paz publica, en el terreno de la poesía, Salamandra (1962), Blanco (1967), Discos visuales (1968) y Ladera este (1969). Su intensa actividad ensayística da como resultado, entre otros, Los signos en rotación (1965), que él mismo considera una suerte de manifiesto, así como sus libros Claude Lévy-Strauss o el nuevo festín de Esopo (1967), Corriente alterna (1967), Marcel Duchamp o el castillo de la pureza (1968), Conjunciones y disyunciones (1969) y esa continuación de El laberinto de la soledad que se conoce como Posdata (1970). Los años sesenta, la década más ebullente del siglo, son también los de la matanza de Tlatelolco y los de su renuncia al cargo de embajador de México en la India. Este despliegue febril, sin embargo, más allá de que pueda estar en consonancia con el aire contestatario de la época, lo cual nadie puede poner en duda, no hace sino prolongar y llevar a sus últimas consecuencias la signatura vanguardista de Paz, que se remonta a sus orígenes como escritor en la década de los treinta, cuando funge como director de la revista Taller, adquiere un "segundo aire" con su adscripción surrealista en los años cincuenta, y alcanza su clímax con el radicalismo estructuralista y semiótico de los años sesenta y setenta, en que su pensamiento se coloca a la sombra de Mallarmé, Blanchot, Jakobson y Duchamp.
Ser vanguardista es ser hombre de manifiestos. El primero que se le conoce a Paz apareció en el primer número de la revista Taller, en abril de 1939, y tiene como título "Razón de ser". Son los años de militancia socialista que me hacen decir, con una pizca de ironía, que son también los años "cardenistas" de Paz (la juventud del poeta coincide en efecto con el sexenio radical del Presidente Lázaro Cárdenas, un político de izquierdas que impulsa el sindicalismo y la reforma agraria, decreta la "expropiación petrolera" y abre las puertas a Trotsky y los refugiados de la República Española). El documento es impresionante no sólo porque contiene un claro deslinde generacional: aunque reconoce las aportaciones de los poetas de Contemporáneos, la generación inmediata que los antecede, les reprocha su formalismo y su carencia de angustia metafísica: "Crearon hermosos poemas, que raras veces habitó la poesía. Cuadros desiertos, novelas en que transitaban nieblas puras, novelas como nube." Ante este alarde de técnica vacía, los escritores de Taller se proponen "llevar a sus últimas consecuencias la revolución, dotándola de un esqueleto, de coherencia lírica, humana y metafísica". Saben que la tarea de los miembros de su generación consiste en "profundizar la renovación iniciada por los anteriores". (Mendonça y Müller-Berg: 134-35). El documento me impresiona también porque en él se discierne un concepto de tradición que no es nada tradicional en esencia, y que destaca por su beligerancia e inconformismo. La polifagia de la generación de Paz, que se alimenta sin sentimientos de culpa con los haberes de quienes los han antecedido en el camino, la justifica el escritor con esta frase relampagueante de connotaciones subversivas: "La herencia no es un sillón, sino un hacha para abrirse paso." (Mendonça y Müller-Berg: 135). Dicho en otras palabras: no un mueble para apoltronarse, sino una herramienta de devastación, con la que es posible abrirse paso en medio de la selva.
La adscripción tardía de Paz al surrealismo es también como corolario una adscripción revolucionaria.1 Esta vez el documento clave no es un manifiesto, sino una conferencia que pronuncia el escritor en 1954 dentro del ciclo "Los grandes temas de nuestro tiempo" organizado por la unam, y que se recoge en Las peras del olmo. Ahí declara Octavio Paz: "Movimiento de rebelión total, nacido de Dadá y su gran sacudimiento, el surrealismo se proclama como una actividad destructora que quiere hacer tabla rasa con los valores de la civilización racionalista y cristiana. A diferencia del dadaísmo, es también una empresa revolucionaria que aspira a transformar la realidad y, así, obligarla a ser ella misma." (Paz 1982: 138). Hay que recordar que a causa de esta peculiar asunción del movimiento surrealista, Paz debió soportar los embates de una campaña sistemática en su contra, orquestada desde la revista Estaciones que dirigía el poeta Elías Nandino, quien por cierto había delegado la responsabilidad del suplemento (es decir: de la crítica de libros) en dos jovencitos de escasos dieciocho años: José Emilio Pacheco y Carlos Monsiváis. La reciente publicación de las Cartas cruzadas entre Paz y Orfila, documento que descubre la historia secreta de la gestación del libro que nos ocupa, ilumina entre otras muchas cosas este punto singular de disputa. Pacheco insiste en que Nandino debe ser incluido en la recopilación y aduce para ello personales razones de gratitud; Paz, en cambio, se niega, por adivinables razones. La extensa y puntillosa carta que Paz dirige a Orfila el 21 de septiembre de 1966, anota entre paréntesis con referencia a Nandino: "Reflexión en voz baja: si se dice que ha sido generoso, y lo ha sido ¿por qué no decir que sus revistas fueron un centro de ataque contra la poesía moderna, el surrealismo, Pound, etcétera?" (Paz-Orfila: 107). Con elegancia y estilo, Paz omite decir que no tanto el surrealismo, como su persona misma se había convertido en el blanco preferido de la revista.
El "tercer aire" vanguardista de Paz coincide con su regreso a Francia y su estancia como embajador en India. Son los ciclónicos años sesenta. El estructuralismo y el post-estructuralismo, el redescubrimiento de Mallarmé por la vía de Blanchot, Marx y Foucault, Lévy-Strauss y Duchamp, Roman Jakobson y John Cage, en heteróclita mezcla subversiva, se convierten en los signos de la nueva era. Sin renunciar a sus convicciones socialistas, y sin renegar de sus vínculos múltiples con el surrealismo, antes bien, potenciándolos, Paz acumula un nuevo estrato vanguardista que lo convierte en un adelantado de su tiempo, si no en el plano europeo, sí de modo muy claro en relación con la cultura mexicana. Con la publicación de sus libros sobre Lévy-Strauss y Marcel Duchamp, Paz se anticipa de manera sorprendente a los antropólogos y a los historiadores y críticos de arte de nuestro país, quienes todavía hoy, cuatro décadas después, no han producido textos de semejante calibre en torno a estas figuras fundamentales. Si bien es cierto que el producto más alto de este éxtasis semiótico se da con la aparición del ensayo-poema El mono gramático (1974), que se publica primeramente en francés, quizás el texto que mejor representa este éxtasis sea Los signos en rotación (1965).2 Para nuestros intereses, baste decir que él es el hipotexto o el subtexto que preside la organización de Poesía en movimiento (1966).
Esta antología que no es una antología, a decir del propio Paz, sino "un experimento", contó con la colaboración fantasmal de Homero Aridjis, quien estaba en el extranjero y se comunicaba telepáticamente con Paz, y con la más efectiva de Alí Chumacero y José Emilio Pacheco, que aportaron sus ideas, elaboraron listas y redactaron las notas de presentación que anteceden a la selección de cada poeta. Ellos hicieron la "talacha", si se me permite acudir a este término de origen nahua que se utiliza en el lenguaje callejero en México.3 Fiel a su exaltación vanguardista de esos años, Paz insiste en una selección muy rigurosa en la que tendrían que estar presentes únicamente aquellos poetas que de manera efectiva hubieran contribuido a la mutación de la poesía mexicana, a su aventura y su transformación. "Tradición no es repetición sino movimiento", asegura Paz, y propone una lista inicial de veinticuatro nombres que haciendo concesiones podría ampliarse a cuarenta y dos. Chumacero y Pacheco, por su parte, asumen una posición "historicista" y proponen una selección más amplia, que podría hacer las veces de una (inexistente) historia de la poesía mexicana, y que además de los momentos de "ruptura" tomaría en cuenta los criterios del decoro y de la dignidad estética. En la nota de Alí Chumacero dirigida a Paz que se anexa a la carta de Orfila del 7 de septiembre de 1965, ubicada muy al principio de la Cartas cruzadas, Alí Chumacero resume así su criterio inicial: "Estoy convencido de que lo aconsejable sería organizarla con el mayor número de nombres para que el libro sea, con las fichas de presentación de cada autor, una especie de historia de la poesía desde fines del siglo pasado hasta 1965." (Paz-Orfila: 26).
El jaloneo entre Paz y sus dos colaboradores queda establecido en torno a esta definición. Paz rechaza de tajo la propuesta historicista. El diagnóstico se antoja inclemente. Un libro así no sería en realidad una antología, sino una nómina. En una carta fechada el 3 de mayo del ’66, Paz sugiere que quizás lo mejor sería que lo "liberaran del compromiso de colaborar con la Antología", aunque a la vez insiste en que Aridjis y él (que se han visto rápidamente en Nueva York) están de acuerdo en que el resultado de su esfuerzo sea "una antología en movimiento, polémica, que exprese una tendencia, una idea de la poesía". Los Post scripta revelan algunas cosas más que no carecen de interés. Se establece que la compilación ya no comenzará con los modernistas (como era la propuesta inicial de Chumacero), sino con "los precursores de la vanguardia". Se establece que Paz habrá de redactar un "prólogo" explicativo que sería de dos o tres páginas y que firmarían los cuatro involucrados. Paz considera que la divisa de su labor bien podría ser una frase de Baudelaire, que define cuáles son los verdaderos alcances de la crítica: "Para ser justa, es decir, para tener una razón de ser, la crítica debe ser parcial, apasionada, polémica, es decir, estar hecha de un punto de vista exclusivo, pero un punto de vista que abra mayores horizontes." (Traducción mía del francés. Subrayado en el original). Estos addenda son significativos además porque dejan claro que el libro constará de cuatro secciones, lo que adelanta ya algo de su estructura, y porque sin mayor reticencia Paz desgrana los nombres de los autores que en su opinión no podrían estar incluidos. Por distintas razones, Paz excluye de su lista a Enrique González Martínez, Alfonso Reyes, Jaime Torres Bodet, Elías Nandino y Renato Leduc.
Este será un nuevo motivo de controversias. Me detuve ya de paso en el caso Nandino. Me refiero ahora a la otra "exclusión" más notable, la de Alfonso Reyes.4 La negativa de Paz parece verdaderamente inusitada si se piensa en lo mucho que le debe el autor de El arco y la lira a su predecesor, guía, tutor y casi padre intelectual, Alfonso Reyes, con quien por cierto siempre mantuvo una relación muy cordial. Indagar de qué tamaño es la deuda intelectual del autor de El laberinto de la soledad con la obra de Reyes, que en muchos sentidos le despeja el camino, excede los propósitos de este texto. Para documentar el aspecto práctico y moral de esta deuda, remito al libro Correspondencia Alfonso Reyes/Octavio Paz (1939-1959), recopilado por el investigador Anthony Stanton. Gracias a la intercesión y el apoyo decidido de Reyes, Paz puede publicar lo mismo El laberinto de la soledad que su más célebre compilación de poemas, Libertad bajo palabra. En los años cincuenta, de regreso en México, Reyes –entonces presidente de El Colegio de México– le concede a Paz una beca que se prolonga por cinco años para que pueda escribir lo que se convertirá más tarde en su libro poetológico más importante, El arco y la lira.5 Me ahorro muchos otros favores, incluso de orden burocrático, que Paz debe a su famoso mentor. La única explicación que se me ocurre para encontrarle un sentido al veto que Paz opone a la inclusión de Reyes, que afortunadamente topó con la resistencia indomable de Pacheco, es una explicación al mismo tiempo generacional y psicoanalítica: se trata de un intento de "parricidio". El hijo, si de veras tiene tamaños, debe matar al padre. Lo que sucede con Reyes y Paz, en este caso, me parece de algún modo equiparable a lo que sucedió entre Husserl y Heidegger. La "ingratitud" del discípulo, censurable quizás desde un punto de vista moral, se convierte en un paso necesario desde el punto de vista de la esforzada autonomía a la que aspira esa ficción a la que llamamos "autor".6
Este incidente póstumo con Reyes revela que Paz, un crítico muy agudo y perspicaz, que añade a su intuición penetrante pertrechos de un envidiable nivel teórico, también puede ser un crítico muy idiosincrático. Que es una forma de decir: muy arbitrario, a quien las manías personales nublan la objetividad del juicio. Olvidemos el posible sesgo personal del asunto; veamos cuáles son las razones literarias que justificarían el veto de Paz. He aquí el aspecto fuerte de su argumento: "Su obra –admirable en muchos aspectos–, es una pausa entre el postmodernismo y la vanguardia. Reyes es un excelente poeta postmodernista e Ifigenia cruel es uno de los grandes poemas de la poesía mexicana pero no se puede decir que su poesía se inscriba, como la de Tablada, en la línea de la aventura ni, como la de López Velarde, en la de la experimentación." (Los subrayados están en el original. Paz-Orfila: 49).
Este planteo pertenece a la "historia secreta" de Poesía en movimiento, y nunca fue del dominio público. Resignado a otorgar hospitalidad a un escritor que él de manera enfática había rechazado, no le queda otro remedio a Paz que ofrecer este comentario de por sí contradictorio y escurridizo en el "prólogo" que todos conocen: Alfonso Reyes "no pertenece realmente a la tradición moderna pero una porción limitada de su obra sí revela ese espíritu de aventura y exploración que nos interesa destacar". (Paz 1966: 9-10). No cabe duda que Paz sabía hacer, cuando se lo proponía, malabarismos con la lógica.
No deja de ser extraño que Paz, que redescubre en esos años a Mallarmé, como lo atestiguan algunos de los exaltados renglones de Los signos en rotación, no advierta hasta qué punto Reyes caminó siempre como poeta al filo de la vanguardia. En sus textos no está la vanguardia, es cierto, pero ya se la presiente. Deslumbrado por su lectura de Blanchot, Octavio Paz olvida que cincuenta y cinco años antes, en 1911, Alfonso Reyes había publicado en París las Cuestiones estéticas, un notable libro de ensayos en los que al redescubrimiento de Góngora agregaba un encendido elogio de los procedimientos ideológicos de Mallarmé. Hay indicios de que este libro impresionó hondamente al jovencito Xavier Villaurrutia, quien a su vez se lo habría dado a leer por esos años a su amigo Salvador Novo. De cierto modo, me gustaría sugerir: este libro de Reyes es una suerte de embozado, quiero decir, de no reconocido manifiesto de los nuevos procedimientos de escritura que serían congénitos a la vanguardia, y entiendo que los entonces imberbes Villaurrutia y Novo algún provecho sacaron de su lectura.7
Pese a los jaloneos y las pretendidas "renuncias" de ambos bandos, entre las que se incluye una sarcástica nota de Chumacero que comienza invocando un dicho vulgar: "Otra vez la burra al trigo", y en la que finalmente le observa a Paz, quien se encuentra en India, que "sería interesante que tú solo firmaras el libro e hicieras las modificaciones que te dictara tu criterio", mi impresión general es que el resultado se ajusta sin muchas modificaciones a las ideas rectoras propuestas por Paz. Es cierto que éste debe ceder con la inclusión de algunos nombres ante la insistencia de Alí y José Emilio, como es cierto también que en varias de las cartas se muestra hondamente decepcionado: "El libro pretendía ser una nueva visión de la poesía mexicana. No será siquiera una revisión. Es lástima." (Paz-Orfila: 68). Pero más allá de detalles menores, y de que la selección no resultara tan rigurosa como la había concebido sino un poco "ecléctica", lo cierto es que el dominio ideológico de Paz es incuestionable. A él se deben: el título del libro, por demás afortunado, Poesía en movimiento. La estructura cuatripartita. La decisión de dejar fuera a los modernistas, que habrían vuelto engorrosa la recopilación. La exclusión de las formas cerradas (los sonetos, las liras, las décimas, etcétera) en favor de las formas abiertas. El amplio "prólogo" explicatorio, así como la versión final de la breve nota de advertencia. Igual a él se debe la interesante decisión de invertir el orden convencional de las antologías, y de comenzar por los poetas más jóvenes, para terminar con los "precursores", es decir, con los ilustres abuelos que anteceden a la vanguardia, como Tablada, Reyes, Torri y López Velarde. Si lo puedo agregar, a él hay que atribuir también la filosofía general del libro, su economía semiótica.
A la luz de lo que Paz había logrado avanzar en su texto teórico más arriesgado y propositivo, Los signos en rotación, se podría decir que la recopilación de Poesía en movimiento presupone, en realidad, tres cosas que se antojan a la vez revolucionarias y fundamentales: a) una idea general de la tradición literaria como tradición de la ruptura (esta aportación por sí sola ya constituye una novedad y un punto de partida radical, no ensayado por otros); a lo que se agrega de manera subordinada, pero igualmente eficaz, b) un concepto totalmente nuevo de poema, que Paz no formula de manera explícita en su "prólogo", pero que sí está, me parece, en el texto que lo antecede. En Los signos en rotación, en efecto, Paz concibe al poema como un conjunto de signos que giran alrededor de un centro virtual, de un sol que todavía no emerge. El poema, según la revolucionaria propuesta de Paz, es "una parvada de signos que buscan su significado y que no significan más que ser búsqueda." (Paz 1967: 264). Ahí mismo colorea con envidiable énfasis retórico la misma definición, que cito a la letra: "Escritura en un espacio cambiante, palabra en el aire o en la página, ceremonia: el poema es un conjunto de signos que buscan un significado, un ideograma que gira sobre sí mismo y alrededor de un sol que todavía no nace." (Paz 1967: 282). Y por último, c) una idea del lenguaje y de los lectores como auténticos productores del significado final. Retomo la versión de este asunto en las palabras de Los signos en rotación: "En realidad, todo poema es colectivo. En su creación interviene, tanto o más que la voluntad activa o pasiva del poeta, el lenguaje mismo de su época, no como palabra ya consumada sino en formación: como un querer decir del lenguaje mismo. Después, lo quiera o no el poeta, la prueba de la existencia de su poema es el lector o el oyente, verdadero depositario de la obra, que al leerla la recrea y le otorga su final significación." (Paz 1967: 278).
El corolario de estos tres presupuestos es altamente singular, según lo revela la configuración del libro que conocemos. La poesía mexicana del siglo xx se convierte en un conjunto de textos, en un ramillete de signos que enfilan históricamente en busca de un centro inexistente, de un vacío pavoroso en el que alienta un sol que está por brotar, que nadie ha visto hasta ahora y que sólo se conoce como ausencia y promesa de una presencia. La espiral de lo nuevo, aunque supuestamente tendría que dispararse hacia regiones desconocidas, esto es, avanzando del pasado hacia un futuro que no se conoce, que es lo mismo decir, hacia el infinito de la significación, en realidad, según la inercia y la disposición de la lectura, de esta lectura específica a la que nos conmina la peculiar dispositio de Poesía en movimiento, nos obliga a buscar ese "sol emboscado" (retomo y modifico una expresión de Gorostiza) en los estratos más antiguos, en las cepas más veneradas. Si hay una tierra originaria, esa es la tierra de los maestros fundadores. Pero esos maestros no existen per se, no son una entidad autosuficiente y autofundada, sino que sólo existen a partir de la nebulosa de signos que ha sido animada por la actividad configuradora del lector. Ávido de modernidad, ávido de ruptura, el lector entra en la espiral de poemas que le propone la recopilación, y obediente a su escala y a su gradiente instaura con ello una actividad fundadora que produce un origen. Pero este origen es meramente virtual, y su resultado es ambivalente, y ya estaba como si se dijera contenido en el inicio, como lo reconoce el propio Paz acudiendo a la paradoja. Si los nuevos permiten descubrir la novedad radical de los antiguos, que por eso mismo son más nuevos que los nuevos, si al final del periplo descubrimos que ese "tránsfuga del modernismo" que fue José Juan Tablada es "tal vez… nuestro poeta más joven", como sugiere Paz (Paz 1966: 10), ¿no se habrá anulado con ello el sentido profundo del devenir, no se habrá arruinado con ello la economía de la lectura en tanto que ésta tendría que ser una lectura abierta y fundadora de futuro?
Paradójicamente, y todo en Paz conduce a las paradojas, esto equivale a una sutil pero no menos efectiva nostalgia del pasado. A fin de cuentas, aunque colocados al final del periplo poético, López Velarde y Reyes y Tablada y Torri aparecen como el fundamento no fundamentado, como el sol oculto, que todavía no brota, de todo lo que ha venido después. ¿Pero cómo puede fundarse algo en el vacío, en un sol que acaso se adivina y se presume pero que todavía no ha aparecido de manera efectiva en el horizonte? ¿De qué clase de heliotropismo poético podemos hablar cuando el activismo de la lectura está animado por una luz imaginaria, que todavía no se vislumbra en el horizonte? La apertura de unos "mayores horizontes", de la que hablaba la cita de Baudelaire, tan apreciada por Paz, ¿no conduce de cierto modo a un horizonte que se estrecha al grado de convertirse en algo muy cercano al "círculo vicioso"? Cuando creemos estar leyendo a Tablada en realidad leemos a Aridjis; cuando creemos estar leyendo a Reyes a quien en realidad leemos es a Pacheco, y viceversa. ¿Es este el sentido del círculo a que nos obliga la disposición peculiar del libro?
En su "prólogo" a Poesía en movimiento, afirmaba Paz: "Las antologías aspiran a presentar los mejores poemas de un autor o de un período y, así, postulan implícitamente una visión más o menos estática de la literatura […] Este libro es inspirado por una idea distinta: el paisaje también cambia, las obras no son nunca las mismas, los lectores son igualmente autores." (Paz 1966: 6).
Afortunadamente, y contra los propósitos explícitos de Paz, quien sostenía que su libro no era "una antología sino un experimento", los lectores, todo lo creativo que los queramos, la leyeron a fin de cuentas como una antología, muy especial por lo novedoso de su propuesta, pero de cualquier forma como una antología. La retórica del género –para decirlo con palabras de Genette– pesó más que la propuesta vanguardista y terminó acotando la economía de la lectura dentro del esquema de lo conocido.
Breve nota final sobre las notas. Las notas de presentación de cada poeta fueron escritas, como se sabe, por Alí Chumacero y José Emilio Pacheco. Algunas de las que se deben a Pacheco son realmente excepcionales, como por ejemplo la de Pellicer, la de Tablada, la de Reyes y la de Montes de Oca. Se podría decir que son deslumbrantes ensayos en miniatura que revelan empatía y aguda penetración. Aunque ningunas están firmadas, las de Chumacero se distinguen a mi modo de ver por cierto tono decimonónico, que se desdice del espíritu de modernidad que anima a la compilación. En una época en que los franceses decretan "la muerte del autor", y cuando el propio Paz señala la autonomía creadora del lenguaje, Chumacero define a Owen como un poeta de "tono menor" y, por si fuera poco, "confesional". Según esto, lo cito, Owen "guardó el tono menor indispensable para no traspasar la frase musitada en la confesión". De Villaurrutia, lo que en particular subraya el crítico son las "muestras de la más auténtica emoción". De los "Nocturnos" de Villaurrutia, en efecto, lo que al parecer lo impresiona es "la representación plástica de las emociones". Sensibleros estamos. Por si esto no bastara, el audaz Villaurrutia imaginista de Reflejos queda injustamente descalificado con este juicio que transcribo: "Como poeta, evolucionó muy pronto de una percepción simple de la poesía [!] a concepciones en que la alucinación, el sentido de la noche, el tema de la muerte, habrían de señorear en la porción más importante de su obra." (Yo subrayo). Es cierto que los poemas que más admiramos de Villaurrutia son los nocturnos de Nostalgia de la muerte, con su toque surrealizante, que son por cierto los que conviene destacar en una compilación dominada por Paz, pero sugerir que el siempre intelectual Villaurrutia es en los textos de Reflejos un poeta primerizo y simplón, es sencillamente una aberración crítica y un atentado contra el joven vanguardista que ya era Villaurrutia cuando tenía veinte años.
Notas:
1 La adscripción o inscripción de Paz en el movimiento surrealista es algo más que una simple adhesión mecánica. Paz "modifica" al surrealismo, o se declara partidario de un surrealismo "modificado", que no renuncia a sino que exacerba las exigencias de la lucidez y la ultra-conciencia. La elaboración más compleja de esta asunción, que asocia de manera audaz nociones tomadas de El ser y el tiempo, de Heidegger, con ideas de André Breton, se encuentra en el capítulo La inspiración, de El arco y la lira (1956). Asumiendo una posición que es la antípoda de la de Blanchot, Paz consigue con este texto un admirable tour de force que exhibe sus dotes para la argumentación filosófica.
2 Originalmente publicado por Sur, en Buenos Aires, Paz incorpora este ensayo como Epílogo a la segunda y definitiva edición de El arco y la lira (1967).
3 Francisco J. Santamaría sostiene que se trata de un híbrido que combina tlalli, tierra, y hacha. La Real Academia Española anota de manera escueta en su página de internet: "Talacha. Méx. Trabajo mecánico largo y fatigoso."
4 También podría considerarse la actitud (y la acritud) de Paz hacia el diplomático y escritor Jaime Torres Bodet. Utilizando una retórica corrosiva, de indudable eficacia, Paz justifica en estos términos la exclusión del autor de Cripta y Margarita de niebla: "Incluir a Torres Bodet y compañía en un libro que se llamará Poesía en movimiento es como cargar de piedras a una bailarina."
5 El reconocimiento expreso a Alfonso Reyes y a El Colegio de México por esa beca que habría dado "libertad" a los ocios del poeta, aparecía en el párrafo final de la Advertencia a la primera edición, de El arco y la lira (1956). Paz eliminó sin mayor aviso esa referencia en las posteriores ediciones de la obra.
6 Para dar una idea de la conmoción que sufrió Husserl ante el comportamiento de su antiguo y admirado discípulo, remito a las magistrales páginas de George Steiner, Lecciones de los maestros (México, Siruela-Fondo de Cultura Económica, 2004). A diferencia de Paz, que reniega de Reyes cuando éste ya ha "pasado a mejor vida", como se dice, la ingratitud de Heidegger, alentada además por su adscripción nacional-socialista, se da en vida de su maestro Husserl.
7 En una carta del 17 de agosto de 1966, sin entrar en minucias argumentativas, un José Emilio Pacheco que se asume a sí mismo sin dificultad como un "amanuense" del poeta y que como prueba fehaciente de ello decide retirar su nombre de la compilación, obsequiando de paso su trabajo, ataja sin embargo en apretados renglones: "He dado siempre la batalla por Reyes y me propongo no ceder en nada. Creo que usted no objetará este propósito." (Paz-Orfila: 80).

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