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miércoles, abril 16, 2008

Ignacio García: Rimbaud, poesía y dejá vu



Ya no recuerdo cómo ni dónde conocí a Rimbaud. Debe haber sido en una salita de lectura de la preparatoria en la que una empecinada maestra (amante de la literatura más que de sus gatos), todos los viernes esperaba dos horas a quien quisiera asomarse, tomar uno de los muchos libros que traía de casa, leyera, le preguntara…y ya no poder hacerla callar si alguien le tocaba a Baudelaire, a Verlaine o Rimbaud.
De éste último, tenía una foto borrosa, enmarcada en cedro y una cita, que ella, mano propia, había escrito como pie de foto: ¡Si volviera el tiempo, el tiempo que fue! / Porque el hombre ha terminado, /el hombre representó ya todos sus papeles.

¿Qué quería decir el poeta con eso de que “el hombre representó ya todos sus papeles”?, preguntó un día Luz Alicia (una de las cinco chicas y tres varones que solíamos asistir a la experiencia de la maestra Elia). Entonces ella, que recomendaba no fumar salvo casos excepcionales, sacaba un Delicados ovalado, lo encendía con paciencia de monje tibetano, y –para asombro nuestro, de vocabulario corto—decía: “Se trata de un poeta con el don del dejá vu…” Hubiésemos quedado en las mismas si ella no aclarara; es decir “que ya lo vio todo antes de que sucediera”.

Y eso era Rimbaud en aquella salita: un ángel caído cuya misión fue traer a los mortales una obra poética que solamente duró cuatro años; de los 15 a los 19; edad en que abandona la pluma para ir en pos de un destino totalmente opuesto a tierras de Abisinia.

Pero ¿qué es eso de lo ya visto por el poeta?


Contesto: instantes flamígeros del espíritu humano, la dualidad bien-mal manejada con destreza, el ocio y la ansiedad, la palabra ocupada por Otro que es y no es a la vez el yo dentro de él mismo. Rimbaud experimenta la palabra como un acto de alquimia pura, transformadora, vital.
Como una cuchilla recién afilada, la poesía del niño de Charleville (1854-1891) no es ya más el inventario parnasiano de versos decadentes, verbos alambrados – monolíticos, o terminaciones y conteo forzado de palabras que impiden al poeta liberarse de sus pasiones más profundas. Ya no más. Ahora, Rimbaud, más poseído que elocuente, desata ante nuestros ojos ese potro salvaje que es su poesía, describiéndose a él mismo como: “Este ídolo, ojos negros y crin amarilla, sin padre ni corte, más noble que la fábula, mexicana y flamenca; su dominio, azur y verdor insolentes, corre sobre playas ya nombradas, por olas sin bajeles, de nombres ferozmente griegos, eslavos, célticos

De esta forma, el ímpetu del vidente hace trizas cualquier art poética, equis teoría sobre el verso y la métrica; porque su poesía es ya un espejo del poema frente a sí mismo: poesía pura, transparente, inhalante; punto aparte de convertirse en guía de los desaforados, de los apátridas, en una palabra: de los malditos.

Vi estallar en los cielos el relámpago,
el nombreque divide la tarde,
las resacas airadas;
el alba como pueblo de palomas borradas
y acaso vi en todo esto lo
que cree ver el hombre.
Contemplé el sol cubierto

de místicos horrores
iluminar extensos
sedimentos violetas;
tiñendo así la huida de las olas secretas
como en el drama antiguo se movían los actores.

Un poeta como Rimbaud no requiere de tiempo ni espacio para descifrar (incluso a parpadeos) la condición humana concentrada en sus propias visiones; reitero: “ya las vivió”. Su existencia parece transcurrir a la inversa: no va de un traficante de armas y esclavos quien, leyendo en el desierto, “siente” que puede llegar a ser poeta… Al revés: primero, a edad muy temprana, deja caer sus visiones: textos proféticos propios no de un escritor balbuciente, bisoño o tallerista, sino de uno que parece haber estado "allá, del otro lado", para luego, en un acto que parece irreflexivo, arrojar la poesía a la basura y convertirse en un vulgar gambusino en África.

La claudicación poética se nota totalmente en sus cartas que desde África envía a su hermana. El lenguaje ahí es el de un otro Otro: pide se le envíen clavos, martillo, una brújula, la agenda para ingenieros, etc. Ni un solo verso que denote se trate del Rimbaud de las Iluminaciones. No más fulgores de esa palabra relampagueante e incendiaria; sólo cosas cotidianas, a veces banales y hasta deplorables, como lo es el tráfico de seres humanos. Pero tampoco aparece la decepción, la añoranza, el intento por regresar a la palabra poética: ni siquiera el tropezón accidental con algún verso que, a manera de despedida, le hiciera poetizar o, al menos, signar su misiva con un epígrafe de los amigos como Verlaine. Nada. Las palabras entre unos y otros cuadernos, entre ésta y aquélla escritura, están separados perfectamente: ya no más poeta.

Capataz, comerciante, traficante de armas y de esclavos, buscador de oro, Rimbaud es ahora un hombre común y corriente que terminará su vida en 1891, cuando al descubrírsele un tumor en la rodilla derecha sufre la amputación de la pierna. Poco después es internado en el Hospital de la Concepción en Marsella, en donde muere el 10 de noviembre a la edad de 37 años. La hermana diligente evita que el cadáver de un poeta excepcional vaya a dar a la fosa común.

Sus últimos días son el cumplimiento puntual de su crónica anunciada de una temporada en el infierno. Entre uno y otro estadio de su vida, se halla lo peor: nos deja con la idea de que para ser poeta se requiere algo más que ver películas con DiCaprio como estrellita rimbaudiana, o asistir a la facultad de letras y aun inscribirse en algún taller literario. Hace falta eso que Cioran advierte: El poeta sería un tránsfuga odioso de la realidad si en su huida no llevase consigo su desdicha. Al contrario del místico o el sabio, no sabría escapar a sí mismo ni evadirse del centro de su propia obsesión: incluso sus éxtasis son incurables, y signos premonitorios de desastres. Inepto para salvarse, para él todo es posible, salvo su vida...

O eso que el mismo Rimbaud reclama sin rubor alguno: “Que me alquilen por fin esa tumba, blanqueada a la cal con las líneas del cemento, en relieve – muy lejos bajo tierra”.

En fin, ser poeta (así como lo pone el autor de El barco ebrio), es haber dormido bajo un cielo sin estrellas, tenderse a la suavidad de los abrojos, y decir “sí, soy yo”, incluso cuando me miras cargar con esta herida que lleva como venda tu nombre: el fuego que se levanta con su condenado.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Yo si recuerdo con exactitud como llegó a mí este ángel rebelde; un día húmedo y salitroso en una oficina por el Parque Zamora en compañía de Fuster, Garrido, Talavera y Pérez-Tejeda reunidos en esa vocación de insurrectos de la cual tú, Ignacio García ya habías metido como meteoro a estos inquietos principiantes de las letras. Recuerdo que Leímos y comentamos con un idealismo comunitario a ese “Dios con glotonería”, para tener una experiencia de videncia. Más tarde cada uno de nosotros hicimos y decisimos unos con cuentos otros con poemas otros con fotos. Pero ahí no sólo quedó nuestra comunión de querernos llamar el grupo del “Barco Ebrio” y tomar la azagaya. Ah! Tiempos oníricos que nos haces volver. Santé Luz del Alba

Anónimo dijo...

¡Ah qué Luz del Alba! Ya no me acordaba de esa noche. El sitio en cuestión estaba en el callejón Tenoya, era un despacho contable que rentaba un amigo mío en un segundo piso, al que se llegaba por unas escaleras angostas, casi en ruinas.
Yo llevé el libro, leímos el barco ebrio, creo, y Luz abrió los ojos enmedio de la oficina, hasta ese momento mal iluminada.