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martes, abril 22, 2008

Ignacio García: Acto de Amor




Yo ya estuve aquí. La roca natural guarda todavía las huellas de mis pisadas. El mar me conoce. ese astro un día ardió en mi diestra. Conozco tus ojos, el peso de tus trenzas, la temperatura de tus mejillas, los camino que conducen a tu silencio. Tus pensamientos son transparentes.

Se requiere ser apenas un lector mediano para saber de quién provienen estas líneas. Las palabras mismas orillan al reconocimiento de quien supo darle a su escritura un signo personal. Transparencia que atraviesa los sentidos con perfección y sabiduría. Lapidación sin tregua por el incesante ir-y-venir de imágenes contundentes. Pluma fértil, vigorosa, fulgurante. Poesía que cumple con sus más feroces propósitos: el lector se convierte en actor y partícipe de un mundo puesto en el doblez de su ser: espejo contra espejo hallamos nuestro verdadero rostro.

Decir que la obra ensayística y poética de Octavio Paz es buena, excepcional, sería hacer alianzas con el bando de lo común. Es ya otro el sitio del poeta. Puede ser cualquier sitio, y en cualquiera de ellos al lector le aguarda un genuino acto de amor nacido de una insurrección espiritual. “Contra viento y marea he procurado serle fiel a esa revelación; la palabra amor guarda intacta todos sus poderes sobre mí”. Porque sólo existe un instante de ojos abiertos donde la lucidez llamea; por ello mismo la consigna del poeta es vivir al día; vivirlo simultáneamente de dos maneras contradictorias: como si fuese inacabable y como si fuese a acabarse ahora mismo. La poesía se convierte entonces en tiempo, y al hacerlo, arde.

Cuando Paz se refiere al amor, las palabras encarnan: son vivencias puestas a ojos del lector; una suerte de visa hacia los territorios prohibidos del deseo. El poeta nos planta allí. Y cada palabra es acto; se vuelve única. “Única e inamovible. Imposible herir un vocablo sin herir todo el edificio”. Imposible salir ilesos de este festín al que Paz nos encomienda. Uno puede revirar los ojos para no ver, y aun allí algo voraz nos aguarda:

Con la lengua cortada canta
Sangre sobre la piedra
El ruiseñor en la muralla.

No valdría la pena invocar aquí a los grandes arquitectos del amor (Dante, Rougemont, Stendhal, Barthes). El amor en Paz se halla en una zona de comunión sagrada. La poesía es liturgia, no exenta de sublevaciones, de riesgos. Porque un día las palabras se coaligarán contra nosotros, se nos sublevarán a un tiempo; si bien, es también encuentro allí donde clava su filosa espada. “El poema nos hace recordar lo que hemos olvidado, lo que somos”. Así, la incertidumbre, la ambigüedad, lo perverso y lo múltiple, o el gozo por lo contradictorio, se condensan en un solo grito y nos pone frente a nosotros mismos. La poesía nos abre una posibilidad, que no es la vida eterna de las religiones ni la muerte eterna de las filosofías; sino un vivir que implica y contiene el morir: un “ser esto” que es también un “ser aquello”: ‘En el poema el ser y el deseo de ser pactan por un instante, como el fruto y los labios”.

Sumidos en nuestra ya casi perfecta soledad cósmica, libros como Ladera Este o Salamandra (por no nombrar Piedra de Sol o Árbol Adentro) se convierten para el lector en el bálsamo exacto: lo contrario del estar solos. Se requiere no sólo de escribir poemas, sino hacer de esa escritura un paciente acto de amor. Como cuando se halla a la mujer amada y el tiempo se detiene en el margen de los cuerpos para dar paso a la imaginación y a la eternidad.
Lo mismo ocurre con Paz en el precipicio de sus ensayos. Se podrían mencionar El arco y la lira, Corriente Alterna, Los hijos del limo o La llama doble. Hay allí, en cada página, en cada línea, un conocimiento racial del lenguaje; fundido, precisamente, con los más amplios y lúcidos saberes del amor por la mujer, por el Otro, por la Escritura misma: Es así, y sólo así, como el poeta ve:



Hablo siempre contigo. Hablas
siempre conmigo
A oscuras voy y planto signos.

El poeta trabaja a solas. Paz lo ha repetido hasta la saciedad porque él mismo lo ha ejercido en la búsqueda de su yo. El poeta pasa por debajo de las palabras, de las engañosas ilusiones de la realidad; sólo para hallar que su esencia misma (y la de todos) se esfuma en una imagen sobrepuesta a otra imagen. Sólo la poesía es capaz de describir con tildes y acentos (no sin dolor agudo), este estado del hombre

Déjame, sí, déjame, dios, ángel o demonio
Déjame a solas turba angélica,
sólo conmigo, con mi multitud


A diez años de la muerte del poeta Octavio Paz, no hace otra cosa en nosotros que recordar a un creador extremo de nuestros tiempos. Lejos de lanzarnos a ese nacionalismo usado por políticos oportunistas, o a la fiebre de la presunción por una lengua que pudo haber sido cualquiera, el trabajo del poeta se incrusta ahora en mi memoria para recordar como, a lo largo de los años, ha puesto en estado de sitio a las intentonas de mi pluma. No exagero si digo que otro hubiese sido el mundo de muchos lectores sin Paz; otra la perspectiva de existencia, otra su forma de amar y concebir el amor mismo. Yo mismo, el otro, ella, seríamos tal vez presa del sentimiento egoísta y no parte de ese sentimiento amoroso que libera y nada aguarda cuando se da.
Fuera del desamor que pudieron causar algunas de sus actitudes intolerantes, Paz nos ha hecho partícipes de un secreto mayúsculo: el de la poesía. No sin motivos nos ha impulsado a la pretensión de querer, junto con él, darle al mundo una nueva forma a través de la escritura, y puesto entre paréntesis que a los amores imposibles hay que oponerles la lejanía más no la apatía. Con él caminamos absortos por cada línea de su pluma, amando y desafiando a la poesía, fiera, intensamente; así como se ama a la mujer única: la de siempre; la otra, la misma. Como esa

muchacha que a mitad de la vida
Me despierta y me dice acuérdate…

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