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viernes, mayo 16, 2008

Juan Carlos Gómez: La Inmensidad



Gombrowicz tenía malas relaciones con la naturaleza, con los abismos y con la inmensidad, se consideraba a sí mismo un hombre de temperaturas medias. Hay dosis demasiado fuertes que el organismo no puede aguantar, los temas demoníacos y gigantescos hay que tratarlos con una prudencia excepcional o, al menos, con una excepcional astucia.
En las cumbres no hay nada, sólo nieve, hielo y rocas, en cambio hay mucho que ver en el propio jardín. La actitud honesta es no esforzarse en vivir algo que no se puede vivir, en preguntarse por qué esas vivencias nos resultan inaccesibles.
Los abismos y la inmensidad son objetos que la literatura no debe abordar por la vía directa, sólo podemos aproximarnos a ellos a través del mundo entero y de la naturaleza humana en sus aspectos más fundamentales.
La distancia que tomaba Gombrowicz con la desmesura está en línea con la relación que tenía con los sentimientos. Shakespeare dramatizó como ningún otro el desarrollo de los sentimientos y de las pasiones humanas, y no deja de ser una paradoja que el púdico de Gombrowicz lo haya tomado como ejemplo. Para el inglés los sentimientos eran la materia prima de todo lo que existe y para el polaco eran una afección que había que evitar en el arte y también en la vida. Gombrowicz trató a los sentimientos como costumbres agonizantes y esclerosadas de las que se habían escapado sus contenidos vivos quedándose nada más que con la rigidez de las formas puras.
No es que Gombrowicz no tuviera pasiones, pero tuvo que escamotear su phatos del carril de los sentimientos y colocarlo en un ámbito donde las personas se forman unas a otras por casualidad e independientemente de su voluntad, es como si todas juntas le asignaran a cada una por separado un lugar en esa organización de manera imprevisible e indómita.

"Lo extremo me ha asediado por todos lados. Y es un asedio lleno de terror y fuerza. Pero –como ya lo he anotado con satisfacción– apago en mí todas las fuerzas. Un existencialista profundizaría en las angustias. Un creyente se prosternaría ante Dios. Un marxista trataría de llegar hasta el fondo del marxismo... No creo que ninguno de ellos, hombres serios, se defendiera ante la seriedad de este experimento; yo, en cambio, hago lo que puedo para volver a una dimensión media, a una vida corriente, no demasiado seria... No quiero abismos ni cumbres, lo que deseo es la llanura"


Pero..., el hombre propone y Dios dispone. Cuando Gombrowicz estaba terminado de construir una muralla para defenderse de la inmensidad y la desmesura, tropieza con el Aconcagua.
La Argentina y Polonia tienen naturalezas bien distintas, la de Polonia es mansa y cariñosa, la de Argentina es inhóspita, monumental y no le da lugar a las caricias; el hombre va por un lado y la naturaleza por otro.
Gombrowicz emprende desde la ciudad de Mendoza la expedición al Aconcagua. A medida que el coche sube por caminos empinados se va desorientando con las perspectivas gigantescas que le ofrece la cordillera de los Andes, el aire se vuelve denso y lo empieza a embriagar.
Ay, si pudiera embriagarme hasta perder el conocimiento! ¡Ay, si pudiera tomar siquiera una copa! Ya que todos los precipicios que he contemplado con terror a lo largo de mi vida se reducen a unos huecos de nada en comparación con lo que surge ahora justo a mi lado, a un palmo de las ruedas del coche, y que ya prácticamente deja de ser un precipicio y se convierte en el espacio que se lanza vertiginosamente hacia abajo, casi gritando, y es tan amenazador, que el cuello se crispa y el corazón sube hasta la garganta"
Entre las paredes rocosas surgen valles, gargantas y laderas encadenados a un precipicio que produce pánico, es un movimiento detenido, esa inmovilidad del movimiento es la misma que Gombrowicz había observado en el Tatra, en los Alpes y en los Pirineos, pero esa tensión del movimiento era más fuerte en los Andes.
"¡Helo aquí: el corazón de las montañas! ¡Helo aquí: el Aconcagua, como perdido entre otras cumbres!"
Esa inmensidad exigía una confirmación intelectual, era grandiosa, pero su grandeza, igual que la de las obras de arte, era domada por la armonía de las proporciones perfectas y por esa razón dejaba de existir.
Si Polonia tuviera el Aconcagua, los polacos se conmoverían, estarían orgullosos y felices, con un recogimiento religioso mirarían sus cimas como algo propio, la polonidad de ese paisaje sería su mayor encanto.
En la Argentina no ocurre nada parecido, nadie piensa que la segunda cumbre en la altura del mundo es Argentina. Gombrowicz vuelve a descubrir aquí hasta qué punto los argentinos son imperialistas y con qué fuerza está arraigada en ellos la conciencia de su destino a escala intercontinental.
En la Argentina Gombrowicz se siente ciudadano del mundo y tiene el presentimiento de desempeñar un papel mundial... El nacionalismo de aquí a menudo adquiere formas grotescas, pero se limita a manifestarse en el campo de la política; en la vida cotidiana, en la convivencia con la naturaleza, el sentimiento argentino es de amplias miras y respira como esas montañas que, con su inmensidad, derrumban las fronteras del Estado y se convierten en la propiedad de América.
"Si la geografía condiciona el espíritu humano, el espíritu humano de Polonia debería ser mezquino, estrecho, retrógrado... Pero, ¿acaso el espíritu no parece a veces querer llevar la contraria? ¿No resulta antinómico? ¿Acaso no es capaz de superase a sí mismo? En mi opinión, Polonia debería sentir la llamada del más extremo universalismo, porque sólo así podrá compensar su situación geográfica"

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