Leí... en alguna parte, una vez, siendo adolescente, leí acerca del casto romance entre un hombre de letras y su musa. No recuerdo bien si lo que se contaba era sobre Anton Chejov, el dramaturgo y cuentista ruso, o si el hecho pertenece a una de sus obras. Como sea, resulta que el tipo y su dama se acostaban, parece, a leerse poemas. No lo hacían en una glorieta rodeada de abedules, ni caminando por el bosque, ni en un sillón de cuerpo amplio frente a la chimenea chispeante. No. Se desvestían módicamente y se metían en cama, como amantes cabales, pero para leerse poemas. Era, indiscutidamente, un romance del siglo XIX. Y algo susceptible de impresionar duraderamente la innata aunque extemporánea sensibilidad de este adolescente suburbano de los años ochenta. Eso es lo que recuerdo. No sé si la anécdota daba una precisión acerca de si se leían o decían de memoria los poemas. Yo me los imaginaba leyendo. Sentados contra el respaldo de la cama, bajo gruesos edredones, apoyados en mullidas almohadas de plumas, cada uno con una pila de libros a su lado, pasaban las páginas buscando silenciosamente las palabras propicias, y se leían. Me fasciné con esa imagen, que además entreví - o entreoí- susurrante. Y ese, más allá o más acá de los inevitables fervores hormonales, ese, a raíz de una madurez prematura o un ardor retardado, ese, calmado y susurrante, se convirtió en mi romance ideal a los quince años. Ideal y, como tal, infructuoso. Para mí, resultó siempre inútil el intento de inculcar esa práctica, o, en líneas generales, el duradero placer de la lectura, a las favorecidas con el bello sexo... quienes quizá, como atestiguó el antiguo Tiresias, pueden darse por muy satisfechas (mucho, hasta nueve veces más que el hombre) con los placeres más característicos del lecho. Y entonces no. Entonces nadie. Nada. Nunca. Entonces, tal vez, con un compañero varón... puntualizando la condición de casto para el romance... un varón también harto de bregar tanto por los efímeros placeres de la concupiscencia... un recio, o lánguido, varón argentino, o cosmopolita... a mi lado bajo el edredón... juntas nuestras cabezas en la plumífera almohada... paladeando amorosamente cada texto, leyéndome, dejándose leer... Así, melancólicamente, meditaba yo a menudo en la propicia temporada otoñal del año pasado (propicia para la melancolía), cuando una noche del mes de abril, girando el sintonizador en busca de una voz que acompañe desde la radio (otra preferencia anacrónica que tengo), me encontré con el querible decir, la juguetona entonación, la también varonil voz del viejo amigo Hugo Paredero. Viejo conocido de la legendaria revista Humor y de la estatal radio Belgrano (también de la antigua ATC), lo había perdido de vista, o de oído, desde hacia mucho. Supe alguna vez de un programa que tuvo en una FM capitalina, que en mi alejado suburbio no se alcanzaba a escuchar. Después había pasado a radio Nacional, pero a un horario en que no podía seguirlo. Ahora lo reencuentro a la noche, aquella noche, hace un año, y resulta que el tipo está historiando las características de su nuevo programa. Parece ser que el espacio, que ahora se independizó, era un segmento que antes iba una vez por semana en “Por Amor al Arte”, su programa diario. En ese segmento, denominado “Párrafus Interruptus”, al comienzo nomás de los días jueves, el tipo proponía un juego a los oyentes: empezaba a leer un libro y ganaba el primero que llamaba a la radio para decir título y autor de lo que se leía. Eso era todo. Sin ayuda de ninguna clase, sin pistas, anunciando nada más que la característica más general de la obra, si era novela, cuento o teatro, se ponía a leer, siempre desde el principio, y que le larguen los perros... Porque parece imposible. ¿Quién puede adivinar -o mucho menos recordar- un libro presentado de esa manera? Lo hizo, parece, durante 128 programas, 128 jueves, una semana tras otra, primero en la FM y después en Nacional, y siempre hubo un ganador. A veces en 15 segundos, a veces a los cinco o seis minutos de lectura, pero siempre alguien se comunicaba y ganaba. Parece un milagro. Parece, más probablemente, algo preparado, guionado, como es tan habitual en los medios audiovisuales. Pero no. El Parrafus Interruptus, la interrupción de la lectura, se ejerce auténticamente.
Al que llama lo atiende primero un productor, este verifica que el título de la obra y el nombre del autor sean correctos, y entonces el oyente recibe el primer regalo: lo ponen en comunicación, al aire, con el mismísimo, querible, juguetón, varonil, Hugo Paredero. Porque falta algo: el oyente, para dar entidad al nombre del programa, tiene que interrumpir a Paredero. El tipo, concentrado en la lectura (realmente lee muy bien), ignora lo que ocurre más allá del micrófono. Se abstrae y no sabe si afuera del estudio el teléfono suena o no, si se reciben respuestas equivocadas, si nadie llama... Hasta que, de pronto, cuando el operador pasa el oyente ganador al aire y hace sonar al mismo tiempo un timbre, la lectura se corta abruptamente. Una vez más se da lo imposible, el milagro, la magia. Entonces Hugo saluda, pide al oyente que se presente, pide la respuesta correcta, y sigue una breve charla entre el conductor y el ganador. Se indaga en la historia de esa lectura, las razones de esa rememoración, se dan más datos sobre la obra y el autor, también sobre el oyente (edad, barrio, ocupación), y después se anuncia el verdadero premio: un libro. Algunas veces, el mismo libro que se leyó: otras, algún otro título. Un libro, siempre, para premiar una lectura –a veces una vieja lectura-, para premiar la memoria –siempre una inesperada memoria-, y para premiar, también, la velocidad del dedito sobre el teclado telefónico, porque gana uno solo por noche, el primero que llama. Y ahora, escucho aquella noche de hace un año, Párrafus Interruptus, ya independizado, va tres veces por semana, media hora después de la medianoche; digamos: martes, miércoles y jueves, recién iniciado el día, a las 00.30. En la escasa media hora que dura, Hugo hace un brevísimo comentario inicial, en general sobre asuntos librescos, después refiere las sencillas reglas del juego para los oyentes nuevos o distraídos, anuncia el género que eligió para esa noche (que ahora son cuatro, porque incorporó, a pedido del público, la poesía), y comienza la lectura.
“Gana el primero que llama y me interrumpe para decir cómo se llama y quién escribió este cuento, que comienza así...”
Así que hoy, de manera figurada -o más bien desfigurada, bastante retorcida, por cierto-, puedo decir que tengo alguien que me lee a la noche. Si bien no se trata de una casta dama rusa, ni yacemos juntos, él y yo, en una cama - ni yo lo escucho en mi cama porque trabajo de noche-, puedo decir, o decirme, que Hugo me lee... Para mí, noche a noche, trayéndome la orfebrería del cuento, el aliento de la novela, la suntuosidad del teatro, el vuelo de la poesía, Hugo me lee... Y yo le leo también, las veces que gano y hablo con él, semana a semana, de modo subrepticio, casi espontáneo, le leo melancólicamente mi autobiografía oral paulatina.
Al que llama lo atiende primero un productor, este verifica que el título de la obra y el nombre del autor sean correctos, y entonces el oyente recibe el primer regalo: lo ponen en comunicación, al aire, con el mismísimo, querible, juguetón, varonil, Hugo Paredero. Porque falta algo: el oyente, para dar entidad al nombre del programa, tiene que interrumpir a Paredero. El tipo, concentrado en la lectura (realmente lee muy bien), ignora lo que ocurre más allá del micrófono. Se abstrae y no sabe si afuera del estudio el teléfono suena o no, si se reciben respuestas equivocadas, si nadie llama... Hasta que, de pronto, cuando el operador pasa el oyente ganador al aire y hace sonar al mismo tiempo un timbre, la lectura se corta abruptamente. Una vez más se da lo imposible, el milagro, la magia. Entonces Hugo saluda, pide al oyente que se presente, pide la respuesta correcta, y sigue una breve charla entre el conductor y el ganador. Se indaga en la historia de esa lectura, las razones de esa rememoración, se dan más datos sobre la obra y el autor, también sobre el oyente (edad, barrio, ocupación), y después se anuncia el verdadero premio: un libro. Algunas veces, el mismo libro que se leyó: otras, algún otro título. Un libro, siempre, para premiar una lectura –a veces una vieja lectura-, para premiar la memoria –siempre una inesperada memoria-, y para premiar, también, la velocidad del dedito sobre el teclado telefónico, porque gana uno solo por noche, el primero que llama. Y ahora, escucho aquella noche de hace un año, Párrafus Interruptus, ya independizado, va tres veces por semana, media hora después de la medianoche; digamos: martes, miércoles y jueves, recién iniciado el día, a las 00.30. En la escasa media hora que dura, Hugo hace un brevísimo comentario inicial, en general sobre asuntos librescos, después refiere las sencillas reglas del juego para los oyentes nuevos o distraídos, anuncia el género que eligió para esa noche (que ahora son cuatro, porque incorporó, a pedido del público, la poesía), y comienza la lectura.
“Gana el primero que llama y me interrumpe para decir cómo se llama y quién escribió este cuento, que comienza así...”
Así que hoy, de manera figurada -o más bien desfigurada, bastante retorcida, por cierto-, puedo decir que tengo alguien que me lee a la noche. Si bien no se trata de una casta dama rusa, ni yacemos juntos, él y yo, en una cama - ni yo lo escucho en mi cama porque trabajo de noche-, puedo decir, o decirme, que Hugo me lee... Para mí, noche a noche, trayéndome la orfebrería del cuento, el aliento de la novela, la suntuosidad del teatro, el vuelo de la poesía, Hugo me lee... Y yo le leo también, las veces que gano y hablo con él, semana a semana, de modo subrepticio, casi espontáneo, le leo melancólicamente mi autobiografía oral paulatina.
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