Del seudonombre del Puerto
(Una lucubración sobre “jarochilandia”)
Sirva ésta como breviario histórico-cultural, al decir con justeza que así como hoy se habla –sea pues, en términos de nuestro pasado fundacional-- de los diferentes nombres que ha recibido nuestra ciudad y puerto de Veracruz en el periplo correspondiente a sus asentamientos: como Villa Rica de la Vera Cruz, primero (1519), es decir aquí donde nos encontramos; luego como Villa Rica de la Vera Cruz de Archidona, en Quiahuixtlan; poco después y en la ribera del Huitzilapan, o río de los colibríes, que en nuestros días es conocida como La Antigua y que en su momento fue nuevamente llamada la Villa Rica de la Vera Cruz, misma que con el siguiente traslado, el cuarto y definitivo asentamiento, quedaría finalmente como La Antigua Vera Cruz; y ya por último, al regresar a Chalchiheyecan, o sea, otra vez aquí y por decreto real, quedó refundada como La Nueva Veracruz (1600), recibiendo el título de Ciudad al poco tiempo, en 1615.
Concluyendo por nuestra parte que en los arenales de Chalchihuecan (ya así castellanizada la voz náhuatl arriba citada), o sea, en estos antaño médanos costeros veracruzanos en que ahora nos encontramos, no existió asentamiento nativo alguno a la llegada de los españoles, por lo que cabe considerar justamente que el primer miniasentamiento permanente (vale decir pues, no desde su arribo aquel viernes santo sino prácticamente desde la fundación del ayuntamiento –éste en realidad el segundo en tierra continental y no como mal se dice, aunque sí es el primero del país--) lo constituyera las Ventas de Buitrón y Machorro, es decir, si no exceptuamos tampoco el fondeadero de San Juan de Ulúa como primer puerto veracruzano, eso durante los ochenta y un años de itinerancia de la villa. Mas, no nos detendremos aquí en dar explicaciones de la obligada errancia que tuvo, toda vez que no es esa la intención de este escrito, únicamente apuntamos los cambios de nombre al ser referencia obligada según corresponde al tema tratado. (No obstante, aprovechando el viaje a la historia, sí nos gustaría hacer una muy amable invitación a todos nuestros lectores, para que en el tiempo que les quede libre acudan a la(s) biblioteca(s) para consultar libros, artículos, documentos, mapas, etcétera, y que contengan la historia de Veracruz).
Aunque al inicio ya decíamos (sólo que no terminamos de decir) que así como se habla de los nombres que ha recibido nuestro terruño, es igualmente menester hacerlo con los sobrenombres, o seudónimos, o motes, o alias, o apodos, como se le quiera llamar, que le hayan alguna vez endilgado a Veracruz. En este caso sería “jarochilandia”, acerca del cual parece todo indicar que fue llamado así por Anselmo Mancisidor Ortiz. Pues bien, este seudonombre, palabra compuesta resultante de la combinación de la voz árabe (criolla para nosotros) jarocho y de la voz inglesa land=tierra. Más allá de lo meramente etimológico pero sin meterme en camisa de once varas, lo que por otra parte no considero necesario, no señalaré ninguna de las distintas versiones que hay del apelativo jarocho. El lector seguramente conoce alguna de ellas. Tan sólo mencionaré, grosso modo, lo que es de sobra conocido y aceptado: que trata del mestizo habitante campirano del sotavento, de raíz (siguiendo a García de León) afroandaluz. Esa mezcla de español y africano. Pues el diccionario de la Lengua Española que tengo a la mano al momento de escribir esto y que data de 1941
no nos ayuda mucho y nada más nos dice los siguiente: “Jarocho, cha. m. y f. En algunas provincias, persona de modales bruscos, descompuestos, y algo insolentes. U. t. c. adj. // 2. Méj. Campesino de la costa de Veracruz”.
Y es que cierto es que el puerto de Veracruz (extendiendo el vocablo jarocho) contaba con gente de distinto origen africano (esclava) y, también europeo, mayoritariamente español (menos eran los portugueses así como los de otras nacionalidades, por lo común población cosmopolita flotante). Sin embargo, no hay una sólida evidencia de una ”jarochización” del porteño, pese a la persistente “influencia” de la cultura del sur y, para el caso, específicamente cuenqueña. Y esto es más que probable debido a otra influencia igualmente importante para este puerto de altura y que es la de las Antillas, sobre todo la de La Habana, por los lazos en muchos sentidos estrechamente históricos mantenidos con Veracruz. No obstante, insistimos, a que siempre han existido por estos lares grupos, asociaciones, círculos, etc., de alvaradeños, ttlacotalpeños, etc., preservando su cultura jarocha en el puerto, pero hasta ahí. El porteño (el de la ciudad de Veracruz) es (siempre lo ha sido), podríamos considerarlo invariablemente así, más caribeño que jarocho. Exceptuando por supuesto al “jarocho porteño”, que es el ya nacido aquí de padres sotaventinos.
Ahora que, y aquí el asunto se pone mejor, en lo tocante a la voz inglesa land, castellanizada en landia, que significa “tierra”, está dada sin duda por una influencia todavía incipiente en México del marketing americano de Disney, muy en boga en esa época no sólo como “lugar” de juego para niños sino igualmente como la “tierra de los sueños” = Disneylandia. Si coincidimos con que Anselmo Mancisidor Ortiz haya decidido utilizar esta palabra inglesa de landia como seudodesinencia para lograr un neologismo ad hoc para su fantástica propuesta de un mundo mítico, y prácticamente de un lugar de locos (¿no muy alejado de la realidad?) ubicado en un lugar Jarochilandia (Veracruz). Está el autor del sobrenombr o seudonombre ¿equivocado por partida doble con este, otrora neologismo y hoy cosa común? ¿Está Veracruz habitado por jarochos? ¿Es correcto el cuasianglicismo para emparentarlo con una idea Disney?¿Se burló acaso de Disney y, ni qué decir, que autocríticamente lo hizo de los jarochos también?¿Y, por qué no llamó al Puerto, por ejemplo, Jarochitlan o Jarochopolis, igual Jarochimundo pudo muy bien ser otra opción, y Jarochimítico otra? En fin, que son muchas las preguntas las que se arremolinan en el tintero, pero ¿acaso importa hacerlas?
Si bien no existen estudios sicosociales acerca del porteño, no obstante me atreveré a decir lo siguiente: la cultura porteña es un cultura camaleónica, que se camuflagea (de todo y nada). Que está en busca de una identidad propia (quedó en una etapa de adolescencia), que nunca cuajó en algo típicamente palpable. Verbi gratia, en la música bailable, el danzón es cubano, el son jarocho sotaventito, el son afroantillano cubano, etc., y así por el estilo con tantas otras cosas adquiridas, adoptadas y adaptadas igualmente(aculturadamente). Es una comunidad que gusta del disfraz. Que disfruta con el engaño de la levedad. Que prefiere no mostrarse como es, sino que la vean como lo que le gusta(ría) ser. Heredera tanto de un ayer de bonanza como de un pasado traumático; guarda en su memoria citadina tres intervenciones de potencias extranjeras, de ahí el camuflage. Es favorecedora del olvido de la calamidad. Valoradota del pensamiento mágico. Formuladota de mitos, et., etc., etc.
Sí es verdad que Anselmo Mancisidor Ortiz tomó en cuenta su momento histórico para acuñar el término jarochilandia, pero más aún, sintió el ritmo vital de esa comunidad en sus venas, el guiño de la locura como fórmula de salud y lo carnavalesco de la vida. El porteño, pese a los embates de otras culturas hoy día con su crecimiento, se es, tratando de no ser, en un universo mítico que se desdobla sobre sí mismo y que no puede recibir más que seudonembres como jarochilandia.
(Una lucubración sobre “jarochilandia”)
Sirva ésta como breviario histórico-cultural, al decir con justeza que así como hoy se habla –sea pues, en términos de nuestro pasado fundacional-- de los diferentes nombres que ha recibido nuestra ciudad y puerto de Veracruz en el periplo correspondiente a sus asentamientos: como Villa Rica de la Vera Cruz, primero (1519), es decir aquí donde nos encontramos; luego como Villa Rica de la Vera Cruz de Archidona, en Quiahuixtlan; poco después y en la ribera del Huitzilapan, o río de los colibríes, que en nuestros días es conocida como La Antigua y que en su momento fue nuevamente llamada la Villa Rica de la Vera Cruz, misma que con el siguiente traslado, el cuarto y definitivo asentamiento, quedaría finalmente como La Antigua Vera Cruz; y ya por último, al regresar a Chalchiheyecan, o sea, otra vez aquí y por decreto real, quedó refundada como La Nueva Veracruz (1600), recibiendo el título de Ciudad al poco tiempo, en 1615.
Concluyendo por nuestra parte que en los arenales de Chalchihuecan (ya así castellanizada la voz náhuatl arriba citada), o sea, en estos antaño médanos costeros veracruzanos en que ahora nos encontramos, no existió asentamiento nativo alguno a la llegada de los españoles, por lo que cabe considerar justamente que el primer miniasentamiento permanente (vale decir pues, no desde su arribo aquel viernes santo sino prácticamente desde la fundación del ayuntamiento –éste en realidad el segundo en tierra continental y no como mal se dice, aunque sí es el primero del país--) lo constituyera las Ventas de Buitrón y Machorro, es decir, si no exceptuamos tampoco el fondeadero de San Juan de Ulúa como primer puerto veracruzano, eso durante los ochenta y un años de itinerancia de la villa. Mas, no nos detendremos aquí en dar explicaciones de la obligada errancia que tuvo, toda vez que no es esa la intención de este escrito, únicamente apuntamos los cambios de nombre al ser referencia obligada según corresponde al tema tratado. (No obstante, aprovechando el viaje a la historia, sí nos gustaría hacer una muy amable invitación a todos nuestros lectores, para que en el tiempo que les quede libre acudan a la(s) biblioteca(s) para consultar libros, artículos, documentos, mapas, etcétera, y que contengan la historia de Veracruz).
Aunque al inicio ya decíamos (sólo que no terminamos de decir) que así como se habla de los nombres que ha recibido nuestro terruño, es igualmente menester hacerlo con los sobrenombres, o seudónimos, o motes, o alias, o apodos, como se le quiera llamar, que le hayan alguna vez endilgado a Veracruz. En este caso sería “jarochilandia”, acerca del cual parece todo indicar que fue llamado así por Anselmo Mancisidor Ortiz. Pues bien, este seudonombre, palabra compuesta resultante de la combinación de la voz árabe (criolla para nosotros) jarocho y de la voz inglesa land=tierra. Más allá de lo meramente etimológico pero sin meterme en camisa de once varas, lo que por otra parte no considero necesario, no señalaré ninguna de las distintas versiones que hay del apelativo jarocho. El lector seguramente conoce alguna de ellas. Tan sólo mencionaré, grosso modo, lo que es de sobra conocido y aceptado: que trata del mestizo habitante campirano del sotavento, de raíz (siguiendo a García de León) afroandaluz. Esa mezcla de español y africano. Pues el diccionario de la Lengua Española que tengo a la mano al momento de escribir esto y que data de 1941
no nos ayuda mucho y nada más nos dice los siguiente: “Jarocho, cha. m. y f. En algunas provincias, persona de modales bruscos, descompuestos, y algo insolentes. U. t. c. adj. // 2. Méj. Campesino de la costa de Veracruz”.
Y es que cierto es que el puerto de Veracruz (extendiendo el vocablo jarocho) contaba con gente de distinto origen africano (esclava) y, también europeo, mayoritariamente español (menos eran los portugueses así como los de otras nacionalidades, por lo común población cosmopolita flotante). Sin embargo, no hay una sólida evidencia de una ”jarochización” del porteño, pese a la persistente “influencia” de la cultura del sur y, para el caso, específicamente cuenqueña. Y esto es más que probable debido a otra influencia igualmente importante para este puerto de altura y que es la de las Antillas, sobre todo la de La Habana, por los lazos en muchos sentidos estrechamente históricos mantenidos con Veracruz. No obstante, insistimos, a que siempre han existido por estos lares grupos, asociaciones, círculos, etc., de alvaradeños, ttlacotalpeños, etc., preservando su cultura jarocha en el puerto, pero hasta ahí. El porteño (el de la ciudad de Veracruz) es (siempre lo ha sido), podríamos considerarlo invariablemente así, más caribeño que jarocho. Exceptuando por supuesto al “jarocho porteño”, que es el ya nacido aquí de padres sotaventinos.
Ahora que, y aquí el asunto se pone mejor, en lo tocante a la voz inglesa land, castellanizada en landia, que significa “tierra”, está dada sin duda por una influencia todavía incipiente en México del marketing americano de Disney, muy en boga en esa época no sólo como “lugar” de juego para niños sino igualmente como la “tierra de los sueños” = Disneylandia. Si coincidimos con que Anselmo Mancisidor Ortiz haya decidido utilizar esta palabra inglesa de landia como seudodesinencia para lograr un neologismo ad hoc para su fantástica propuesta de un mundo mítico, y prácticamente de un lugar de locos (¿no muy alejado de la realidad?) ubicado en un lugar Jarochilandia (Veracruz). Está el autor del sobrenombr o seudonombre ¿equivocado por partida doble con este, otrora neologismo y hoy cosa común? ¿Está Veracruz habitado por jarochos? ¿Es correcto el cuasianglicismo para emparentarlo con una idea Disney?¿Se burló acaso de Disney y, ni qué decir, que autocríticamente lo hizo de los jarochos también?¿Y, por qué no llamó al Puerto, por ejemplo, Jarochitlan o Jarochopolis, igual Jarochimundo pudo muy bien ser otra opción, y Jarochimítico otra? En fin, que son muchas las preguntas las que se arremolinan en el tintero, pero ¿acaso importa hacerlas?
Si bien no existen estudios sicosociales acerca del porteño, no obstante me atreveré a decir lo siguiente: la cultura porteña es un cultura camaleónica, que se camuflagea (de todo y nada). Que está en busca de una identidad propia (quedó en una etapa de adolescencia), que nunca cuajó en algo típicamente palpable. Verbi gratia, en la música bailable, el danzón es cubano, el son jarocho sotaventito, el son afroantillano cubano, etc., y así por el estilo con tantas otras cosas adquiridas, adoptadas y adaptadas igualmente(aculturadamente). Es una comunidad que gusta del disfraz. Que disfruta con el engaño de la levedad. Que prefiere no mostrarse como es, sino que la vean como lo que le gusta(ría) ser. Heredera tanto de un ayer de bonanza como de un pasado traumático; guarda en su memoria citadina tres intervenciones de potencias extranjeras, de ahí el camuflage. Es favorecedora del olvido de la calamidad. Valoradota del pensamiento mágico. Formuladota de mitos, et., etc., etc.
Sí es verdad que Anselmo Mancisidor Ortiz tomó en cuenta su momento histórico para acuñar el término jarochilandia, pero más aún, sintió el ritmo vital de esa comunidad en sus venas, el guiño de la locura como fórmula de salud y lo carnavalesco de la vida. El porteño, pese a los embates de otras culturas hoy día con su crecimiento, se es, tratando de no ser, en un universo mítico que se desdobla sobre sí mismo y que no puede recibir más que seudonembres como jarochilandia.
2 comentarios:
muy bueno y bien fudamentado. Isabel Lorenzo
¡Hola! Interesante reflexión sobre el termino "jarochilandia". Me habría atrevido a pensar que la terminación "landia" aplicada al gentilicio tiene una connotación amistosamente peyorativa, en el sentido de que se trata de un "lugar de fantasía, donde la anarquía echa raíces". Incluso un lugar donde los esquemas de civilidad pierden su sentido, así se tienen otros términos como “chilangolandia” y otros más. Y ni que decir cuando a nuestra máxima casa de estudios (aunque no es precisamente un gentilicio) le dicen “UVelandia”, ¡Oh Sacrilegio! Saludos, OscarVC
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