Pongamos sobre el fuego los fundamentos literarios, la pureza de las formas, las calaveras de los teóricos, la complacencia institucional de quienes se niegan a abolir los ismos, los que creen que el arte es únicamente un negocio para convocar a la fama y a la forma. Pongamos sobre el fuego los festivales de cultura light, las paredes y el pragmatismo, la maquinaria que el estado ha implementado para contener cualquier cosa que se asemeje a la impostura. Las escuelas de escritores que no son más que cursitos técnicos para ejercitar la imaginación mediocremente. Ornamentos de la historia que se repiten y hacen de la cultura una diversión burguesa, una musa sacrificada, encerrada en los edificios donde se mueren de aburrición los sabios y los niños.
Reivindiquemos el abandono de los espacios clásicos, desenterremos los cimientos que sostienen los muros de los institutos con todos sus sindicatos y su tedio, seamos los matices de la luz de la madrugada en el asfalto vacío donde no pasa nada, salvo a veces la resaca del aliento de los gatos, las esquinas dobladas por maricas hundidos en el espejo que es siempre mañana. La calle es el teatro más grande. Pongamos la gravedad de este inicio de siglo y los que le antecedieron a la condición humana en los museos, con todas las consecuencias del horror y la infamia que nos dijera ciegos, animales que no supieron cuando perdieron la inocencia. Denunciemos a los que se auto contemplan detrás de un escritorio con planes para el futuro que no tienen que ver con manos sucias o trincheras, saqueemos a los ortodoxos que dicen poesía sobre manteles blancos.
Pongamos sobre el fuego a los escritores que no agitan su talento cualquiera que sea su alcance para cambiar la realidad social de la que hablan en sus libros repletos de viajes y acompañan con vino. Desmitifiquemos el poema que no se ejecuta sin un advenimiento, pongamos donde se deba el perro frenético de la grandeza y el reconocimiento, la certidumbre de la palabra sobre el cuaderno de apuntes. Insistamos una y otra vez en llevar el huracán de la vida hacía la boca, que no se sequen los labios, las piernas, las manos, aunque nos digan que no se puede, por delirantes, ingenuos, borrosos, la cultura no tiene por que ser una prostituta que se vende caro, reclamemos por el amor excesivamente medido, crearse a si mismo, significa hacerse también.
Hablemos duro del arma blanca y la bala que calló el corazón de los periodistas en el norte y en el sur, insistamos en ser juglares sobre las calles para devolverles la pureza y la risa, los rituales, la reflexión y la metralla que es la voz con una convicción y una sed. Colguemos los silencios que habitamos juntos, volvamos a la habitación ebrios o locos ante el tibio preámbulo del sueño.
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