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domingo, agosto 26, 2007

Martin Cid: Charles Baudelaire



Embriagado de belleza, de ginebra y literatura, borracho al fin de estímulo, poesía, yo os escribo desde mi juventud perdida, desde los recuerdos más vehementes, desde la propia épica, al fin ebrio.


Charles Baudelaire


Baudelaire murió relativamente joven, no llegando a la cincuentena. Heredero de una pequeña fortuna que pronto dilapidó (bien hecho, jóvenes ahorradores), vivió en París y sólo dejó la ciudad cuando -al parecer- se sentía víctima de una grave enfermedad que degeneró en apoplejía. Baudelaire no volvió a ser el mismo a su vuelta de Bélgica. Escribió, sí, eso también hizo. Alumno sin rostro de Poe, bebió absenta y plumas de cuervo, enamorado de Annabel Lee. En su estancia con los Usher, probó placeres prohibidos. Por él hablamos de aquella generación de «poetas malditos».
Baudelaire, referente literario. Las Flores del Mal: su gran libro de poemas, símbolo de una generación eterna, repetida y cíclica. La Fanfarlo: su propio retrato. Los Paraísos Artificiales: quizá su condena social. No fue un escritor prolífico, tampoco un gran crítico, pero escribió ensayos sobre arte, literatura, poesía..., su propia poesía puede leerse también así, filosofía social, espejo de una época, heredera del gran romanticismo (todavía vivo, siempre).
Y es que, mientras Victor Hugo vivía en su gran casa y era nombrado alcalde de París, Baudelaire se paseaba andrajoso y elegante por los suburbios, bebiendo la fuente del miedo y los placeres, uno al fin. Mientras Hugo fue un enamorado de la vida, Baudelaire puede definirse como el poeta diabólico, remedo de todo aquello que la sociedad bien-pensante del momento (de todos los momentos) podría aborrecer.
Aún no ha llegado el reinado material de Marx, son otros tiempos. La facción romántica está embebida en poder, el auge realista aún está por llegar, pero ha dado sus primeros coletazos (Baudelaire llega a conocer al gran Balzac, también a Nerval). Reacciona contra todo y todos, como también haría Rimbaud. Nos llega la sombra del este tratante y se proyecta sobre aquél que fue el primero de «los malditos». Son herederos del espíritu burgués, pero otro espíritu muy diferente al actual. Un ser cultivado, amante del arte hasta el diletantismo, mediana fortuna y vicios, placeres y sombras. La poesía de estos nuestros malditos es eso, poesía del lado oscuro, pero teñida con el gusto del bon-vivant.
Baudelaire vivió medio olvidado, su libro no era Los Miserables (grandioso éxito de ventas nunca superado). Las Flores del Mal apenas tuvo éxito, aunque un juicio muy similar -y ridículo- al que sufriera Flaubert tiempo atrás por su Madame Bovary, ayudó a incrementar su popularidad. Cuando acaeció su muerte, sus flores fueron olvidadas por mucho tiempo, y sólo con el reconocimiento de Sartre en su famoso ensayo se volvió a hablar del poeta. En parte, el Baudelaire que conocemos es una recreación de Jean Paul Sartre (que también haría retomar el gusto por Poe). El filósofo lleva al escritor a su terreno, desde luego, y toma el spleen como símbolo de la nada y del tiempo, la condena del hombre moderno. Desde luego, no iba para nada desencaminado, y si algún escritor pudiera considerarse como precursor del existencialismo, ese sería Baudelaire.
La creación de Sartre nos muestra al verdadero maldito, el que nunca existió, nos muestra su personaje en La Naúsea, o El Extranjero (Camus): Baudelaire no fue nada de esto. No fue un hombre bañado en desdén, Baudelaire, como todo hombre de letras, anhelaba en secreto la gloria (un edificante escrito de Charles Asselineau -amigo personal durante gran parte de su vida- nos mostrará al verdadero hombre). Baudelaire fue un aficionado al arte en toda su extensión (hombre de su época), escribió sobre sus coetáneos, criticó al dios-Hugo y a la vez le alabó su prosa. Y es que las palabras no llevan al engaño, a esa «bella mentira» de Dante. El Baudelaire que conocemos fue la creación de un hombre, su propio escrito en vida.
Uno de los libros más aclaratorios del poeta es, sin duda, La Fanfarlo. Allí se crea el personaje y se define a sí mismo como un dandi. Encontramos mil y una referencias a lo que sería el movimiento (la sombra de Lord Henry Wotton se proyecta distante) y mil equívocos más. Como sucedería en El Retrato de Dorian Gray, el personaje va alcanzando cotas místicas, mientras el hombre se sumerge en lo más profundo de sus miedos, en su miseria más humilde, Baudelaire sufre una apoplejía. Ahora ya apenas puede hablar, mucho menos ser entendido, ¿alguna vez lo fue? Baudelaire muere como vive, como un cuento de su maestro Poe, sin voz, en compañía del retrato siempre bello, diabólico, que un día quiso pintar.
Las Flores del Mal
«Porque todo libro que no se dirige a la mayoría, por número e inteligencia, es un libro estúpido» (Charles Baudelaire)
Los tiempos, a veces crueles, siempre certeros, nos acostumbran al género, el más cruel de los vicios literarios. Así convertimos en géneros novelas, versos y escenas, vacuo juego entre lo esperado y lo esperable, éste nuestro cómodo vicio.
Baudelaire buscaba con Las Flores del Mal la superación del espíritu romántico y parnasiano, y ello conllevaba el desprecio de aquellos ideales que habían gobernado el arte hasta el momento. Las Flores del Mal simboliza, ya su título lo indica, la superación de Wertther y su anquilosada manera de entender la belleza. Las Flores del Mal iba originalmente a llamarse Las Lesbianas (por considerar el autor a ésta como la forma más infructuosa del amor); Los Limbos (haciendo referencia a su estructura). Las Flores del Mal es la referencia a todo esta herencia artística, Werther oliendo la flor que un día creyó inmarcesible. Pero la rosa de Werther, encarnada en Margarita, es un espejo de la moral, condenable y así maleable. Las Flores del Mal hablan con un lector compañero en el pecado, como haría en los Paraísos Artificiales.
Pero Las Flores del Mal huye de otros muchos tópicos de la poesía romántica. La obra posee una estructura dramática sólidamente construida, y responde a un plan rigurosamente calculado. Cada uno de los poemas adquiere relevancia no en el verso por sí, sino visto a través de la totalidad de la obra. Baudelaire era minucioso, casi obsesivo, había que hallar el término preciso, sin ambages, la sinestesia precisa. Las Flores del Mal es una compleja «teoría de correspondencias» en la cual nada es llevado por el azar, música y color (otra vez el demonio de Goethe) vencidos por el tedio vital, la bilis negra.
La narración, sin ser el Don Juan de Byron, responde a la singladura a la que el poeta nos invita. Él será nuestro Virgilio, y junto a él recorreremos los círculos infernales (no nos es dado el poder de alcanzar los cielos en esta ocasión). «Spleen e Ideal». A la sombra del tiempo, de los sabios, nuestro viaje comienza de la mano de un albatros, vamos de la mano del poeta y la brevedad de su verso roto, buscamos la liberación de la mano del eterno-femenino (nótense las referencias dantescas), del vino y de las rebeliones, buscamos la liberación en una buhardilla oscura, en el romanticismo y en la belleza. Nada de ello nos servirá para vencer, porque el pecador espera su condena, una pequeña mendiga nos mira, vemos el arte, una vez más en la muerte, dualidad segura. Al fin llega el final de nuestro camino, nos queda el viaje eterno, lleno de sufrimiento, pero nuestro camino nos ha enseñado algo, caminamos de la mano del spleen y la monotonía, nuestra verdadera meta era perder, ver el horror que anida en nuestro corazón, en una mirada sórdida pero sincera. Perdidos, al fin, podremos diferenciar el aroma.

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