En ocasiones, intitular los artículos periodísticos es complicado. El título resume, invita, refleja, dice. Los ingleses son amantes de la máxima less is more -menos es más. Siempre he apreciado esa idea: menos es más es sinónimo de síntesis e inteligencia, capacidades, por cierto, nada frecuentes en nuestros tiempos. Significa contar con la destreza que permite desechar y así construir con los mínimos elementos. Por esas razones considero que el arte de intitular es el arte de abreviar. Las líneas aquí escritas fueron precedidas por otros títulos: El mundo rápido (y horrible), La incapacidad para sorprenderse y Nostalgia por el tiempo lento. Opté por Construir la emoción, influenciado por el libro que ahora leo y al cual me referiré brevemente párrafos adelante.
La emoción es uno de los muchos sentimientos que las bonanzas de la tecnología han sepultado. La emoción no sólo incluye la capacidad de sorprenderse: representa también la posibilidad de desear, de imaginar y de construir a partir de lo que se conoce, se considera que se conoce y, por supuesto, también de lo desconocido (pero imaginado). El mundo rápido presenta todo con demasiada celeridad y para quienes pueden, dinero dixit, con extrema facilidad. Ese apremio resta poder a la imaginación y calor a la espera. Disminuye, también, la veta de la creatividad, ya que merma el trabajo de la búsqueda o de la investigación y mengua muchos de los caminos vinculados con pulsión por la vida.
El ser humano no se disminuye mientras pierde su capacidad de emocionarse, pero sí se modifica. Pasión, espera, encono, fuerza y libido son sensaciones que se emparentan con la emoción. Esos estados de ánimo son algunas de las cualidades que se desdibujan conforme la opresión tecnológica, llámense televisión, teléfonos celulares, correo electrónico o agendas tipo palm, merma la capacidad de emocionarse. Es muy probable que la imposibilidad de emocionarse y la inhabilidad para replicar corran senderos paralelos.
Conocer el sexo recién iniciado el embarazo, asolearse en los asoleadotes citadinos sin tener que ir a la playa, la (casi) desaparición de las cartas con la letra -y el olor- de la amada, leer vía Internet el resumen de muchos libros sin tener que adentrarse en sus páginas ni aprender a aguardar, con emoción, el final de la trama, la incapacidad impuesta por los dueños de la comunicación telefónica que impide el silencio y, por ende, pensar en las vidas de los interlocutores, en sus tiempos, en sus silencios, son algunos ejemplos del retrato light de una sociedad proclive a lo light y yerma de emoción.
La realidad es que lo light no es tan light. Aligerar los significados de la cotidianeidad, apaciguar lo que sucede en las calles de la vida a costa de lo barato y de lo intrascendente deviene despersonalización, disminuye la capacidad de introspección e impide construir la emoción (y la conciencia). Vivimos sumergidos en una era que bien podría denominarse la conspiración light. El problema no es sólo la realidad de ese trasfondo; el problema es mucho más grave: los arquitectos de esa conspiración son los dueños del poder y son los que dictan los derroteros de ese modus vivendi. La filosofía light resta emoción, achica la conciencia y disminuye el valor de las palabras. No es exagerado afirmar que la vida contemporánea, al sepultar algunos de los caminos emparentados con la emoción que muchas veces conlleva enojo y conmoción, merma la capacidad de responder ante hechos otrora impensables o no deseables.
Al hablar de su vida, y en particular, del significado de las emociones, Amoz Oz, el escritor israelí recientemente galardonado con el Premio de Letras Príncipe de Asturias, dice en Una historia de amor y oscuridad: "Empecé a leer solo, cuando aún era bastante pequeño. ¿Qué más podíamos hacer? Las noches eran entonces mucho más largas, porque la bola del mundo giraba mucho más despacio, porque la gravedad en Jerusalén era mucho más fuerte que hoy".
Oz tiene razón: el mundo gira rápido, no voltea, no oscurece cuando ya amanece. La memoria de la memoria se desvanece apenas aflora: la avasalladora carga del tiempo corto sofoca el recuerdo, la espera, la emoción y, con frecuencia, el disenso tan necesario en estos tiempos.
La emoción es uno de los muchos sentimientos que las bonanzas de la tecnología han sepultado. La emoción no sólo incluye la capacidad de sorprenderse: representa también la posibilidad de desear, de imaginar y de construir a partir de lo que se conoce, se considera que se conoce y, por supuesto, también de lo desconocido (pero imaginado). El mundo rápido presenta todo con demasiada celeridad y para quienes pueden, dinero dixit, con extrema facilidad. Ese apremio resta poder a la imaginación y calor a la espera. Disminuye, también, la veta de la creatividad, ya que merma el trabajo de la búsqueda o de la investigación y mengua muchos de los caminos vinculados con pulsión por la vida.
El ser humano no se disminuye mientras pierde su capacidad de emocionarse, pero sí se modifica. Pasión, espera, encono, fuerza y libido son sensaciones que se emparentan con la emoción. Esos estados de ánimo son algunas de las cualidades que se desdibujan conforme la opresión tecnológica, llámense televisión, teléfonos celulares, correo electrónico o agendas tipo palm, merma la capacidad de emocionarse. Es muy probable que la imposibilidad de emocionarse y la inhabilidad para replicar corran senderos paralelos.
Conocer el sexo recién iniciado el embarazo, asolearse en los asoleadotes citadinos sin tener que ir a la playa, la (casi) desaparición de las cartas con la letra -y el olor- de la amada, leer vía Internet el resumen de muchos libros sin tener que adentrarse en sus páginas ni aprender a aguardar, con emoción, el final de la trama, la incapacidad impuesta por los dueños de la comunicación telefónica que impide el silencio y, por ende, pensar en las vidas de los interlocutores, en sus tiempos, en sus silencios, son algunos ejemplos del retrato light de una sociedad proclive a lo light y yerma de emoción.
La realidad es que lo light no es tan light. Aligerar los significados de la cotidianeidad, apaciguar lo que sucede en las calles de la vida a costa de lo barato y de lo intrascendente deviene despersonalización, disminuye la capacidad de introspección e impide construir la emoción (y la conciencia). Vivimos sumergidos en una era que bien podría denominarse la conspiración light. El problema no es sólo la realidad de ese trasfondo; el problema es mucho más grave: los arquitectos de esa conspiración son los dueños del poder y son los que dictan los derroteros de ese modus vivendi. La filosofía light resta emoción, achica la conciencia y disminuye el valor de las palabras. No es exagerado afirmar que la vida contemporánea, al sepultar algunos de los caminos emparentados con la emoción que muchas veces conlleva enojo y conmoción, merma la capacidad de responder ante hechos otrora impensables o no deseables.
Al hablar de su vida, y en particular, del significado de las emociones, Amoz Oz, el escritor israelí recientemente galardonado con el Premio de Letras Príncipe de Asturias, dice en Una historia de amor y oscuridad: "Empecé a leer solo, cuando aún era bastante pequeño. ¿Qué más podíamos hacer? Las noches eran entonces mucho más largas, porque la bola del mundo giraba mucho más despacio, porque la gravedad en Jerusalén era mucho más fuerte que hoy".
Oz tiene razón: el mundo gira rápido, no voltea, no oscurece cuando ya amanece. La memoria de la memoria se desvanece apenas aflora: la avasalladora carga del tiempo corto sofoca el recuerdo, la espera, la emoción y, con frecuencia, el disenso tan necesario en estos tiempos.
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