Las consecuencias de obtener el reconocimiento público por tu obra es como la diferencia que tener sexo y la costumbre de masturbarte provoca: Conoces a gente, mucha gente. Una mañana recibo la noticia que voy a recibir un homenaje.
-Gabriel, te llamo por la revista de Cultura de Veracruz
-Caramba, se escucha muy bien. Yo te contesto en un nokia.
-No hombre, te vamos a dar un reconocimiento por 20 años de labor literaria.
Me quedo callado largo rato
-¿Qué pasa? ¿Te quedaste mudo por la noticia?
-No, lo que pasa es que, en telefonía celular, el que habla, paga.
Cuelgo la llamada. Me visto la camiseta de “Teletón 2005”, cargo mi último lote de libros publicados, me paso un cepillo desbaratado por los dientes y me convierto en la persona más importante los próximos 15 minutos. Inmediatamente, doy marcha atrás. Me miro al espejo. La imagen me reclama: Coño, eres tú de nuevo. Excepto por esta cara familiar, los limpiadores arañando el parabrisas me piden un peso a cambio. Entonces, ¿podrían reconocerme si les muestro mi credencial de elector? ¿Las contraportadas en mis libros? ¿Mi American Express? O, ¿Podrían reconocer mi voz si les hablo al teléfono? ¿O al sentarme una fila atrás dentro del cine? ¿Tendrán igual impresión general de mí, viéndome de espaldas? ¿Recuerdan el tamaño de mi nariz? Es algo abstracto, el modo que recuerdas una cara, especialmente cuando se trata de describir un retrato hablado. Ayer fallecieron cuatro dibujantes de la policía: uno en un asesinato y tres en la reconstrucción de los hechos. Afuera, camino despacio, con la vista baja. Es cierto, ellos dirán que olvidé el gancho del closet debajo de la camisa, pero voy declarando las migajas de regreso a la casa de jengibre. Al caminar, yo convierto el pavimento en algo específico. Yo elijo mis cuentos de modo específico. Yo miro las cosas tres veces, regresándole su importancia a los detalles, tomándolos a manos llenas. Así, poniendo tus malvasías en mi cubeta, puedo escapar de puntillas sobre los adoquines del Edén. Los grigori no hacen hielo porque no se saben la receta. En fin, alguien me conoce por mis actos.
Pienso: Siendo joven, ya era bastante popular en mis escuelas. Cuadro de honor, ya saben. Por el mismo motivo, mis amigos eran pocos. Para agravar la situación, yo prefería que los amigos fueran mujeres, pero con nombres masculinos. O al menos con diferencia de una letra. Mi preferencia en otras áreas fue definiendo mi persona en la medida que crecía. Por ejemplo, cuando el maestro borra el pizarrón, yo borro mi cuaderno al mismo tiempo. Ahí lo tienes, Baudelaire, la postura autoindulgente de los poetas simbolistas. Gracias por venir. Vuelve a sonar el celular.
-Chale, ¿Cómo me encontraste en Ganímedes? –respondo.
-Gabriel, en realidad no es un evento oficial, así que no esperes que se guarde la experiencia intelectual en los libros de historia…
-¿Puedo leer un poema mío?
-Depende del tiempo
-Bueno, supongamos que llueve.
-Pues solamente plomo, pero tampoco te comparo con Malcom X.
Me quedo callado otro largo rato. Esta vez, me pongo a pensar si merezco una ovación por hacer lo que me gusta. En todo caso, olvidé la caja de los kleenex. Idea para una historia: Luz de candelabros, brindis con Moët et Chandon y fresas. Entre los presentes: Picasso, Colette, el inevitable Cocteau, Gide, Simone de Beauvoir, Simone Signoret, Simone Weil, Simone Simon y Mayakovsky. Parloteo. Dios mío, que aburridos son los célebres. ¿Es culpa mía? ¿Es culpa de ellos? Yo sé de al menos diez intelectuales que renunciarían a un riñón y la mano izquierda sólo por tener una aproximación a su caligrafía. Caviar Ossetra, delicioso. Bebo de más, me despierto en Preslav. Para superar la resaca, escribo un poema, el último, dedicado a la princesa Mafalda de Bulgaria. Ella me envía un huevo Fabergé en agradecimiento. ¿Qué pasa con el sexo? Camille Claudel me dice, durante la comida: Que soy demasiado perfecto para ser cierto. La perfección no es un don, es una prenda. Termino de ver Der Letzte Mann. Una buena película del cine mudo. Proust llama. ¿Por qué no me dejan en paz?, Grito. Tres días después, tengo noticias suyas de haber sido visto correr por los montes Urales, disfrazado de conejo blanco. Mientras tanto, Camille Claudel solicita el menú, aunque yo le sugiero un plato de escargot, aderezado con hierbabuena. El amable hombre que se acerca a nuestra mesa nos informa que este no es un restaurant, sino una mueblería. Toda proporción guardada, este cuento socava la fama que conlleva un lugar de honor. Mientras lo pienso, por favor, apártenme mi lugar.
-Gabriel, te llamo por la revista de Cultura de Veracruz
-Caramba, se escucha muy bien. Yo te contesto en un nokia.
-No hombre, te vamos a dar un reconocimiento por 20 años de labor literaria.
Me quedo callado largo rato
-¿Qué pasa? ¿Te quedaste mudo por la noticia?
-No, lo que pasa es que, en telefonía celular, el que habla, paga.
Cuelgo la llamada. Me visto la camiseta de “Teletón 2005”, cargo mi último lote de libros publicados, me paso un cepillo desbaratado por los dientes y me convierto en la persona más importante los próximos 15 minutos. Inmediatamente, doy marcha atrás. Me miro al espejo. La imagen me reclama: Coño, eres tú de nuevo. Excepto por esta cara familiar, los limpiadores arañando el parabrisas me piden un peso a cambio. Entonces, ¿podrían reconocerme si les muestro mi credencial de elector? ¿Las contraportadas en mis libros? ¿Mi American Express? O, ¿Podrían reconocer mi voz si les hablo al teléfono? ¿O al sentarme una fila atrás dentro del cine? ¿Tendrán igual impresión general de mí, viéndome de espaldas? ¿Recuerdan el tamaño de mi nariz? Es algo abstracto, el modo que recuerdas una cara, especialmente cuando se trata de describir un retrato hablado. Ayer fallecieron cuatro dibujantes de la policía: uno en un asesinato y tres en la reconstrucción de los hechos. Afuera, camino despacio, con la vista baja. Es cierto, ellos dirán que olvidé el gancho del closet debajo de la camisa, pero voy declarando las migajas de regreso a la casa de jengibre. Al caminar, yo convierto el pavimento en algo específico. Yo elijo mis cuentos de modo específico. Yo miro las cosas tres veces, regresándole su importancia a los detalles, tomándolos a manos llenas. Así, poniendo tus malvasías en mi cubeta, puedo escapar de puntillas sobre los adoquines del Edén. Los grigori no hacen hielo porque no se saben la receta. En fin, alguien me conoce por mis actos.
Pienso: Siendo joven, ya era bastante popular en mis escuelas. Cuadro de honor, ya saben. Por el mismo motivo, mis amigos eran pocos. Para agravar la situación, yo prefería que los amigos fueran mujeres, pero con nombres masculinos. O al menos con diferencia de una letra. Mi preferencia en otras áreas fue definiendo mi persona en la medida que crecía. Por ejemplo, cuando el maestro borra el pizarrón, yo borro mi cuaderno al mismo tiempo. Ahí lo tienes, Baudelaire, la postura autoindulgente de los poetas simbolistas. Gracias por venir. Vuelve a sonar el celular.
-Chale, ¿Cómo me encontraste en Ganímedes? –respondo.
-Gabriel, en realidad no es un evento oficial, así que no esperes que se guarde la experiencia intelectual en los libros de historia…
-¿Puedo leer un poema mío?
-Depende del tiempo
-Bueno, supongamos que llueve.
-Pues solamente plomo, pero tampoco te comparo con Malcom X.
Me quedo callado otro largo rato. Esta vez, me pongo a pensar si merezco una ovación por hacer lo que me gusta. En todo caso, olvidé la caja de los kleenex. Idea para una historia: Luz de candelabros, brindis con Moët et Chandon y fresas. Entre los presentes: Picasso, Colette, el inevitable Cocteau, Gide, Simone de Beauvoir, Simone Signoret, Simone Weil, Simone Simon y Mayakovsky. Parloteo. Dios mío, que aburridos son los célebres. ¿Es culpa mía? ¿Es culpa de ellos? Yo sé de al menos diez intelectuales que renunciarían a un riñón y la mano izquierda sólo por tener una aproximación a su caligrafía. Caviar Ossetra, delicioso. Bebo de más, me despierto en Preslav. Para superar la resaca, escribo un poema, el último, dedicado a la princesa Mafalda de Bulgaria. Ella me envía un huevo Fabergé en agradecimiento. ¿Qué pasa con el sexo? Camille Claudel me dice, durante la comida: Que soy demasiado perfecto para ser cierto. La perfección no es un don, es una prenda. Termino de ver Der Letzte Mann. Una buena película del cine mudo. Proust llama. ¿Por qué no me dejan en paz?, Grito. Tres días después, tengo noticias suyas de haber sido visto correr por los montes Urales, disfrazado de conejo blanco. Mientras tanto, Camille Claudel solicita el menú, aunque yo le sugiero un plato de escargot, aderezado con hierbabuena. El amable hombre que se acerca a nuestra mesa nos informa que este no es un restaurant, sino una mueblería. Toda proporción guardada, este cuento socava la fama que conlleva un lugar de honor. Mientras lo pienso, por favor, apártenme mi lugar.
1 comentario:
Der Letzte Mann, sí, la he visto; de Friedrich W. Murnau. Muda en su totalidad y además, con un sólo cartel. La venganza de la imagen sobre la palabra. ¿Sera posible?
Buen relato.
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